Al divisar ALBERTO
DEL PALACIO la luz del amanecer, la antorcha del progreso y la entraña
poética de la primera máquina, exclamó: compañeras
de viaje.
Cuando quien participa
de una concepción general del universo, encuentra a quien participa
de una concepción general del universo, suele decir: presocrático.
Cuando un presocrático se topa, de camino, con un presocrático,
clama a los cielos:
gigante.
Y cuando un gigante halla en el monte a otro gigante, grita sin rodeos:
organizador esencial.
Viendo, a los pies
de la Torre Eiffel, el derroche injustificado del espacio envolvente,
ALBERTO
DEL PALACIO pensó en la conveniencia de aclimatar, allí
mismo, el vuelo arrogante de un globo aerostático.
Porque, cuando un
organizador esencial visita a un organizador esencial, añade
por todo saludo: Gigante.
Este era el tiempo en que voces como progreso, y el foro internacional,
prodigiosamente iluminado por la pujanza de la industria, sorbían
el seso a buena parte de la burguesía alimentada (bien alimentada)
y crecida en la margen derecha del Nervión.
Cuando un ingeniero universal o un cosmólogo o quien divirtió
su tiempo en la divina contemplación de la astronomía,
emite un radiograma a quien divirtió su tiempo en la divina contemplación
de la astronomía o a un cosmólogo o a un ingeniero universal,
dice de entrada: presocrático.
Cuando un políglota estrecha la mano de un políglota,
traduce: compañero de viaje.
Y cuando un orbimensor, saluda a un orbimensor, no puede reprimir en
sus labios semejante loa: poeta.
Viendo las gentes el ímpetu ascensional del Puente Colgante y
la suma de ingenios, cálculos y artilugios de que se hacía
acompañar ALBERTO DEL PALACIO, repetían a coro: políglota.
Porque, cuando la mitad del universo sorprende en la frente de un organizador
esencial, el empuje de la idea, se contagia por vía taumatúrgica
y murmura: gigante.
Este era también el tiempo en que se decía preceptivo,
casi ritual, que todo joven bilbaíno, acariciado por un risueño
porvenir, fuera a cursar estudios de ingeniería en el ámbito
universitario más flamante de Europa. Cuando un poeta descubre
a otro poeta, suspira: cosmólogo.
Cuando un trapecista sorprende
en el vuelo, el vuelo de otro trapecista, clama a voz en grito: orbimensor.
Cuando un ingeniero universal analiza los cálculos de otro ingeniero
versal, profiere: arquitecto.
Viendo las gentes el riesgo equidistante, descrito por ALBERTO DEL PALACIO
bajó la carpa del éter y sobre la estela de un transatlántico
y cien remolcadores, susurraban con cierta extrañeza: nos sustenta
el vacío.
Porque, cuando el hombre contempla, hecha hierro, la proeza de un cálculo
en la palma del aire, a la luz radiante del día, en el pulso
titánico o tensión de cables y poleas, no puede reprimir
su asombro ni eludir lo raro del lugar, lo insólito de lo que
ven sus ojos.
Este era, por último, el tiempo en que los artistas de Bilbao,
estimulados por el pregón de cien chimeneas humeantes, acudían
a la tribuna de París, donde se anunciaban nuevas formas de expresión
y de vida. ¡Acudid al confín renovador, alentados por una
conciencia renovada! ¡No haya para vosotros, adelantados bilbaínos,
lastre tradicional que dificulte la incipiente aventura!.
Cuando un arquitecto saluda a un compañero de viaje, dice sin
reticencia:
organizador esencial.
Cuando un gigante señala a otro gigante el rumbo portentoso de
un globo dirigible, hace flamear su pañuelo e invoca: compañero
de viaje.
Cuando un alto dignatario sorprende a un caballero a lomos de un velocímetro,
apostrofa: futurista.
Cuando un futurista entabla diálogo o polémica con un
políglota, no es raro que sentencie: divino contemplador de la
astronomía.
Cuando un arquitecto cronometra a un campeón, alza los brazos
y aplaude: adiós, gigante de la ruta.
Cuando un gigante conversa con un trapecista, termina por reconocer:
alto dignatario. Cuando un campeón destrona a un campeón,
proclama: olímpico.
Cuando un olímpico unge la frente de un olímpico, se congratula
y vitorea: compañero de viaje.
Cuando un compañero de viaje despierta a un poeta, a punto está
de afirmar:
presocrático.
Y cuando un presocrático lee a otro presocrático, no puede
menos de predicar:
nos sustenta el vacío,
Y el arquitecto clama: hay que reconstruir el vacío.
Y el gigante: hay que apoyarse en el vacío.
Y el cosmólogo: giramos en el vacío.
Y el divino contemplador de los astros: siglos de luz nos remiten al
vacío.
Y el futurista y el ciclista y el trapecista y el piloto del zeppelín
y el políglota y el alto dignatario meditan, polemizan, parafrasean
y dejan por los suelos cientos de papeles, plagados de metáforas
en torno al vacío y la inquietud circunstante.
Es entonces, justamente
entonces, cuando llega el poeta con los planes, la tabla de cálculo,
sismógrafo, el diapasón y el pentagrama o filamento de
un cántico universal.
Llega el poeta y a los ojos de las gentes, congregadas allí por
el asombro o por simple y malsana curiosidad, despliega el empuje de
la idea y se dispone a alzar la nueva morada en el vacío.
Allí, sobre las losas relucientes del foro, ALBERTO DEL PALACIO
se dio a urdir, en la palma del aire y a la luz del mediodía,
la estructura primaria, el esqueleto esencial de un menhir, de un coloso,
coronado, según la costumbre asiría, por un templo u observatorio
astronómico.
Allí alzó, hierro por hierro, cesura tras cesura, vano
por vano, el gigantesco vuelo de una interrogación cosmológica,
el esqueleto estructural del menhir, capaz de desafiar secularmente
la fuerza de la erosión, el temblor telúrico o el embate
de los vientos, el sedimento de un mástil, de un obelisco, instalado
en la nuda entidad del aire.
Midió luego, por el ecuador, el perímetro de la esfera
y, habiéndola fundido en el hervor y con el temple del acero,
la dejó flotando sobre los tejados de París, frente a
la Torre Eiffel, en cuya cima ondeaba una bandera, azul, roja y amarilla,
izada por Georges Vantoneerloo. Era bello de ver cómo la comba
del acero se elevaba, y con ella la idea, desde su misma solidez hacia
regiones inexploradas, en cuyo caudal atmosférico rara vez se
vio clarificada la mirada del hombre.
Y, más tarde, volvió a las aguas, al torrente en perpetua
ebullición desde Portugalete a Las Arenas, desde el confín
oceánico hasta la conmoción de la bruma encendida, del
cielo amenazado por diez generaciones de altos hornos. Y allí
erigió un dolmen, y de la viga más
altanera, sustentada en el concierto exultante de miles y miles de tornillos,
suspendió un trapecio, una quilla volandera, cuyo tránsito
contemplaban peces y gaviotas y las chimeneas de los transatlánticos,
de los barcos pesqueros y de cabotaje. Se hizo silencio en el orbe durante
tres minutos y medio, en tanto ALBERTO DEL PALACIO firmaba la patente,
y, tras este silencio, el aire universal, accesible hasta entonces sólo
al ala del pájaro, se inundo en la orgía de miles y miles
de transbordadores.
Y el séptimo día, descansó.
Fue entonces, cuando, de cara a la luz del alba, frente a la antorcha
del progreso, ante la entraña poética de la primera máquina,
dijo: compañeras de viaje.
Y ocurrió que el campeón
el gigante
el ciclista
el olímpico
el políglota
el futurista
el arquitecto
el trapecista
el orbimensor
el organizador universal
el piloto del
globo aerostático
el divino contemplador de los
astros
el hombre en posesión de una noción
del orbe,
A
entrando y saliendo por las puertas giratorias
T
A del templo de Atenea,
N
portaban símbolos y dones,
A
corriendo y descorriendo las cortinas del S
A
N
C
TOrum de un funámbulo,
iban
Venían
saludaban
todos eran y se llamaban todos
ALBERTO DEL PALACIO
Y ELISSAGUE
Se anunciaba la llegada
del siglo futuro.
De rigurosa gala,
el jefe de la estación de Atocha
dio la salida a un tren
rebosante de guirnaldas y banderas.
La HISTORIA,
la arrogante y risueña peripecia del Bilbao finisecular,
se fue disipando con el humo de las factorías.
Un sol COSMOPOLITA
inundaba montes y obeliscos
y las cúpulas de los observatorios, el que
la procesión sin fin, la ruta encadenada o t e s
de torres teleféricas y vos
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Los soldados comenzaron a abandonar los cuatro frentes de la TORRE
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y un aeroplano blanco cantaba en el azul.