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DE GOYA A VAN GOGH

En día como hoy (el 30 de marzo de 746) venía al mundo, en la zaragozana villa de Fuendetodos, un auténtico maestro: Francisco de Goya. Un día la bien como hoy, pero en 1853, veía la primera luz, en el pueblo holandés de GrootZundert, otro maestro indiscutido: Vincent van Gogh. Y en algo más que en la coincidencia de mes y día de nacimiento había de vincularlos la Historia (la general y la del arte). Este y aquél se verían inscritos, con el correr del tiempo, en la nómina del Magisterio con mayúsculas, atento el uno al horizonte que dejara trazado el otro y carentes ambos, por propia definición, de discípulos.

Grandes maestros son Goya y Van Gogh y por paradójico que ello se diga) ni tuvieron, ni tienen ni podrán tener discípulos. Cuadra, en efecto, el título de grandes maestros a aquellos que iluminan el ámbito de la creación (correlato de toda una concepción humano-vital) y cierran o dificultan, por el grado perfectivo de lo creado, la senda de su reproducción o prosecución empírica, de su práctica. En la misma medida en que la obra del gran maestro es capaz de suscitar la chispa de la aproximación al universo de la realidad, de la vida y del invento, en esa misma medida limita o excluye la práctica emuladora de su reiteración, de no mediar la facilidad de la copia, la iniquidad del plagio.

Goya ha abierto de par en par el ventanal de la creación, al tiempo que cerraba de un portazo cualquier intento de emulación por parte ajena y no amiga de atribuirse lo ajeno. El arte renovador de Goya ha encendido en los demás la llama de la creación y la exigencia también de un esfuerzo propio con el que asomarse al nuevo horizonte de la realidad y de la vida, al anhelado vislumbre de la libertad. El verdadero maestro, lejos, en fin, de transferir a los otros una expresión peculiar o una técnica específica, cumple su misión en el hecho de alumbrar una luz orientadora, como al dictado -y con el eco escolar- del conocido verso de García Lorca: «Los maestros enseñan a los niños una luz maravillosa que viene del monte.»

«Si se considera que Goya fue el punto de partida -sugiere Raymond Cogniat-, también fue, acto seguido, su punto culminante.» Siendo grandes maestros, como digo, aquellos que iluminan el ámbito de la creación y cierran, por la perfección de lo creado, la senda de su reproducción empírica, a pocos como a Goya cuadra título magistral. De aquí que su pintura surja cual punto de partida y, acto seguido, se tome punto culminante. Goya entraña ante todo una tajante ruptura, basada en una nueva concepción humanovital y traducida en renovada engulación del universo. El arte ha ampliado con él su panorámica, pero él, y por ello mismo, excluye la emulación empírica si no es por vía de torpe remedo.

¿Qué es lo goyesco? Dadas de lado angulación histórica en general y general concepción estética, atenderé a un índice inmediato. Lo goyesco nos trae, desde lo sensible, la evocación de «lo negro». Y no pretendo ahora referirme a la consagración de esa tonalidad dominante (definidora, por antonomasia, de sus «pinturas negras»), sino a la generalidad de su obra. Buena parte, al menos, de ella y la integridad de su proceso elaborador

se ven presididas o alentadas por la mancha, dramáticamente disociada, del negro: el reverbero de un blanco transparente (velo, gasa o entretela) bajo la expansión de un crespón desgarrado.

Blancos y negros, plenos de corporeidad y enconadamente hostiles a la profusión de¡ color y a la ficción de-1a línea. «¿Dónde encontráis las líneas en la Naturaleza?», se pregunta el pintor con ira para a seguido responder con calma: «Yo sólo veo cuerpos iluminados y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y planos que retroceden (...) Mi ojo jamás percibe lineamientos ni detalles. ¡Mi pincel no debe, pues, ver mejor que yo! (...) En la Naturaleza el color no existe, lo mismo que no existe la línea (...) En la Naturaleza sólo existen el sol y las sombras.» ¿Algo más? Esta sentencia conmovedora: «¡Dadme un trozo de carbón y yo trazaré un cuadro!»

No se equivocan quienes en los sueños de Goya y en su tornasolada visión de los «Caprichos» (¡nunca luces y sombras se dieron tan enconadamente enfrentadas!) han querido descubrir el descenso de un nuevo Dante a los infiernos. ¿Un infierno de teológica trascendencia o de fábula mitológica? No. La región subterránea de la vida de aquí y de ahora, en la que los condenados, los proscritos, los privados de la luz... son hombres de carne y hueso. Goya desciende a una cárcel en cuyos sótanos yacen los presidiarios corroídos por las ratas o acude a una casa de locos por cuyas sórdidas estancias se pasean los inquilinos, tocados con grotescos gorros de papel. ¡La degeneración, la degradación, la caída abismal de los valores del espíritu!



¿Una nueva religión? Tal es el sentir, entre otros, de Lionello Venturi, quien no duda en asignar a Goya estrictos valores religiosos. ¿Cuál su trascendencia? Nos hace reparar Venturi en la actitud de ese «pobre diablo» que en sus inmortales «Fusilamientos de¡ 3

de mayo» está a punto de caer con toda la brutal inmediatez de una carga de plomo en su pellejo. Cual si pendieran de un madero invisible, sus brazos se distienden, heroicos, anónimos y esperpénticos, un momento antes de estallar a quemarropa el fogonazo. No, no tiene aureola de martirio ese descamado personaje, ni tampoco son sayones (funcionarios más bien o maniquíes) sus simétricos ejecutores, obedientes al dictado de «una máquina ciega que a punto está de destruir un valor humano».

¿Quién es ese desmadejado protagonista, ese imborrable descamisado? '¡El pobre diablo -responderá Venturi- que abre tan trágicamente los brazos es un nuevo Cristo en el Gólgota.» Goya ha abierto un nuevo horizonte o ha dado un grave aldabonazo a la conciencia humana. Y voz y luz siguen, me creo, en auge (aunque en auge vaya también la denuncia); auge y engranaje de ese aparato- ciego, en trance de aniquilar a un hombre (¡al hombre!), siendo el dramático contraste entre el «valor humano» y la inhumanidad de la máquina el que dota de verdadera proporción épica a escena y escenario. «La poderosa expresión de Goya -concluiré con Venturi- supera la tragedia del Dos de Mayo y el patriotismo español, para adquirir un valor humano rotunda mente universal.»

«¡Dadme un trozo de carbón y yo trazaré un cuadro, Ciento siete años después de la primera luz de Goya venía al mundo un hombre que tomó ese trozo de carbón y lo encendió con nueva llama de vida a los ojos de la Humanidad. Se llamaba, según dije, Vincent van Gogh. «El arte es el hombre añadido a la Naturaleza», fue su máxima y su guía. ¿Su gesto? Atender al horizonte trazado por Goya y ampliarlo en unos cuantos pies con el esfuerzo de la mano, que había de concluir señalando un desesperado disparo en la sien. Como Goya, murió en la soledad, dejando alumbrada al universo una nueva parcela y un rayo más -signo inequívoco del maestro- de esa «luz maravillosa que viene del monte».

ABC - 30/03/1984

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