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EL MEJOR ARQUITECTO DEL MEJOR ALCALDE

Desde mediados del pasado mes hasta finales del presente ha quedado abierta al público una amplia exposición del arquitecto madrileño Juan de Villanueva (1739-1811). Tiene lugar la muestra en las salas del Museo Municipal de Madrid. Planos, dibujos, proyectos, maquetas... y otros testimonios gráficos, de contenido histórico o evocación costumbrista, se proponen aproximar al visitante, y de forma no poco didáctica, a la fuente legítima de algunos de los edificios que, sin duda, suscitan su atención a su paso por las calles y plazas de la Villa y Corte. Los trabajos de Villanueva van acompañados de otros de sus discípulos (González Velázquez y López Aguado, especialmente).

En la recién inaugurada exposición se nos brinda la ocasión, que ni soñada, de contrastar los proyectos que en ella se exhiben con su realización en el suelo firme de la ciudad: un parangón, ejemplar e ilustrativo, entre la meditación interior del arquitecto sobre el crudo plano del tablero y su plasmación en cosa exteriorizada y asentada entre las cosas. El recorrido de lo expuesto en el Museo Municipal dijérase que nos invita de inmediato a recorrer la ciudad misma en que ha tomado cuerpo el suma y sigue de tantos y excelentes testimonios como en sus salas se nos muestran y nos cautivan por la calle.

«El mejor alcalde, el Rey, y su mejor arquitecto, Juan de Villanueva.» Tal podría ser el lema de la exposición y de la invitación, consiguiente e inmediata, a verificarla por ciertos parajes, los mejores, de Madrid; lema y cifra de lo que un día concibió un rey y acertó, días después, a cimentar un arquitecto. En verdad que los proyectos de Villanueva pasaron al mundo de las cosas merced a la nueva visión ilustrada que en el siglo XVIII tuvo de la ciudad Carlos IH. Si otros monarcas fueron llamados, en su edad respectiva, el Sabio, el Santo, el Batallador, el Católico, el Deseado..., no cuadra mal al de nuestro caso el título de Carlos III el Urbano.

Imbuido por los nuevos vientos de la Ilustración, Carlos III promueve una ciudad en que la naturaleza y la razón entrañen todo el protagonismo y se comporten, sin más, como recíproco complemento. Y será Juan de Villanueva, junto con otros maestros del XVIII (Hermosilla, Sabatini, Ventura Rodríguez...), quien lleve a la práctica el nuevo concepto urbano. El edificio se concibe e instala a manera de templo de la razón y de la ciencia (el Museo de Ciencias -hoy Museo del Prado-, la cátedra del Jardín Botánico, el Observatorio - Astronómico...) y se abre directamente a la calle, revestida de naturaleza, convertida en verde pradera, con su mobiliario más propio (el banco, la farola, la verja, la fuente... y, sobre todo, la puerta que del exterior da paso al propio exterior).

Recorrer el paseo del Prado es comprobar, sin necesidad de orientaciones teóricas, ese justo e insensible instante de fusión entre ciudad y naturaleza, entre el edificio y un medio genuinamente ambiental. No hay barreras. El Museo del Prado (obra mejor entre las mejores de Villanueva) da directamente a la calle que, a su vez, se reviste de vegetación más y más exuberante conforme crece el Jardín Botánico (trazado igualmente por Villanueva) y se corona en el airoso balcón del parque del Retiro que nuestro buen arquitecto concibió y dejó alzado como Observatorio Astronómico. Una ejemplar trilogía que se funda, discurre y asciende a través de una frondosa parcela denominada en sus días, por su propio cometido, colina de las ciencias.

¡Naturaleza y templo de la ciencia y la razón! Lo que hoy es Museo del Prado era, al tiempo de su creación, Museo de Ciencias. ¿Su complemento natural y experimental? El jardín y la cátedra del Botánico. ¿Su atalaya abierta a los cuatro vientos? El Observatorio Astronómico. las tres estancias configuran, con sus respectivos territorios, un santuario cívico y un campo abonado para la investigación y el experimento (algo así como el Cabo Kennedy de la época), y un modelo, también, de congruencia entre la primera y la segunda naturaleza de la ciudad (entre lo natural y lo urbano, concebido y nacido esto a imagen y semejanza de aquello).

La ciudad de Madrid se consolida y desarrolla a tenor de dos factores tan elementales como el punto y la línea, advirtiéndose en ambos la mano de Villanueva: un punto de concentración y de cierre, conformado por la Plaza Mayor y alrededores, y una línea de expansión y apertura, que no es otra que el paseo del Prado y su continuidad urbana e histórica (a lo largo de los siglos XIX y XX) por el paseo de la Castellana. Pena da hoy comprobar, sobre ello, cómo el auge de concentración producido en el subsuelo del punto (merced al soterrado aparcamiento de la Plaza Mayor) no es nada en comparación con el proceso de mixtificación y deterioro experimentado en la superficie de la línea (Castellana arriba y Castellana abajo).

Asentado en el cauce ciego de un arroyo natural, el paseo del Prado nació y fluyó como un caudaloso río urbano. A su margen derecha, de perpetuo verdor, se asomaron los edificios y parajes lúcidamente trazados por Villanueva, y a favor de la corriente afloraron, de acuerdo con la ordenación de Hermosilla, unas plazas o glorietas rítmicamente intercaladas (no parecen sino islas), con el adorno de aquellas fuentes (de Neptuno, de Apolo, de Cibeles... ) que a las deidades clásicas dedicó Ventura Rodríguez. En el siglo XIX y buena parte del nuestro el río avanzó, fiel a su propio ritmo, a lo largo del paseo de la Castellana como espejo radiante de la ciudad... hasta verse, apenas ayer mismo, vergonzosa y definitivamente empañado por la insensatez, mejor quizá que por la avaricia.

Juan de Villanueva fue arquitecto mayor de los Reales Sitios y del propio monarca, pero también lo fue, y en el mismo grado, de la Villa así como fontanero municipal. Ciudad sin alcantarillado (ciudad de «¡agua va!»), debe Madrid a nuestro hombre el primer trazado de recepción, condución y desagüe. De su mano vieron la luz las ordenanzas municipales en torno al debido respeto y buen cuidado de la ciudad. Analizada (esbozada al menos) la actuación de Villanueva en la línea o eje de expansión de Madrid, nos queda por ver cómo se condujo en lo que llamábamos punto de concentración y de cierre: la Plaza Mayor y aledaños.

Repasar la historia de esta plaza es acudir a una sucesión de incendios y consiguientes remodelaciones desde el siglo XVI al XVIII, época en que Villanueva había de dejarnos su disposición definitiva o levemente alterada hace menos de veinte años. Luego de un proyecto, no realizado, de Juan de Herrera, la plaza se inicia en 1590 con la Casa de la Panadería, obra de Diego Sillero, a la que se van agregando otras edificaciones de traza dispar y estructura de madera. Juan Gómez de Mora emprende una primera remodelación, en 1617, tomando como modelo la sobredicha Casa de la Panadería, que desapareció en el incendio de 1672 (del mismo modo que en el de 1631 había quedado arrasada la zona que va del Arco Imperial al de la calle de Toledo).

Teodoro Ardemans prosigue, ya en el siglo XVIII, lo iniciado por Gómez de Mora. En la nueva ordenación, esencialmente basada en la anterior, las casas que, sin cerrarla, configuraban la plaza excedían en dos alturas el alzado de la Casa de la Panadería, con el consiguiente desequilibrio del conjunto. Un último incendio destruía, en 1790, buena parte de lo hecho y dejaba a Villanueva, en su condición de arquitecto municipal, otro tanto (prácticamente todo) por hacer y aún trasladar a la calle de Toledo, en el tramo que conduce a la plaza.

Villanueva hará lo uno y lo otro a la luz de una misma ordenanza. Tras plantearse el concepto clásico de plaza cerrada y simétrica, según el modelo francés del siglo XVII, comienza por unir los edificios de sus cuatro esquinas (que antes dejaban desvinculados los respectivos paños de fachada) y concluye rebajando las alturas al nivel de la Casa de la Panadería: tres plantas en el paño visto y una bajo el soportal. Ordenada la plaza, Villanueva se vale del mismo planteamiento en el tramo que a ella asciende desde la calle de Toledo, cuya irregularidad no será óbice para que el buen arquitecto deje de normalizar la calle con las mismas alturas e idéntico ritmo y proporción que la plaza. Toda una lección de continuidad y toda una pauta de conducta en el corazón mismo del centro histórico.

Varias son las razones que me han llevado a tomar como ejemplo del buen hacer de Villanueva su actuación en el paseo del Prado y en la Plaza Mayor, con sus alrededores respectivos. De la primera de ellas se viene a desprender cómo en gestiones tan distintas son iguales las atenciones del arquitecto de la Corona y del arquitecto municipal. Se vuelve doblemente válido el ejemplo por afectar, de la mano de Villanueva, a las dos zonas fundamentales en la consolidación y desarrollo, según quedó dicho, de Madrid. La tercera y última razón radica en lo fácil que se le hace al visitante de la exposición, dada la familiaridad de ambos emplazamientos, comprobar la congruencia entre el proyecto y la obra de Villanueva en uno y en otro.

A fin de cuentas, ésta es la virtud más descollante entre las muchas que adornaron su currículum: la total congruencia entre proyecto y obra o la inseparabilidad absoluta de éste en relación con aquél y en pro de la autenticidad arquitectónica y constructiva. «El concepto de autenticidad arquitectónica -escribe Antonio Fernández Alba- significa para Villanueva múltiples requerimientos en el proyecto; sin duda alguna, aquellos que con mayor incidencia operas sobre el neoclásico, o, para señalarlos en términos más concretos, sobre la técnica constructiva. La autenticidad constructiva equivale a edificar el espacio tal como fuese ideado, a reproducir las trazas en su verdadera dimensión material.»

Juan de Villanueva encarna, así las cosas, la semblanza del arquitecto puro cuyo propósito, antes que proponer un diseño universal, es aplicarlo directamente a las cosas a través de una técnica particular. Muestra Villanueva una obsesión permanente en subrayar cómo el arquitecto auténtico debe reproducir, a favor de la técnica constructiva, la cualidad del espacio; asumir, en suma la materia para transformarla, en vez de representar simulacros figurativos. Su obra presenta una dimensión propiamente creadora «en la que -insiste Fernández Alba- se pretende captar la cualidad del espacio en toda su integridad funcional y expresividad constructiva, más allá de las limitaciones y convenciones que imponen las normas del código estilístico».

Si ilustrativa es en si misma la exposición instalada en el Museo Municipal, doblemente aleccionadora se le hará al visitante cuando coteje o contraste los testimonios gráficos que en ella se le ofrecen con los concretos edificios y parajes que aquí se citan y él contempla a su paso por las calles. Es una de esas exposiciones que merecerían ser declaradas de interés vecinal y obligada visita, en tiempos, sobre todo, como los que corren de mixtificación y deterioro urbano (del que no escapan algunos aspectos de la ciudad o de su desarrollo a contar del feliz origen impreso por Villanueva en sus trazas).

Fue, en fin, Villanueva el mejor arquitecto del mejor alcalde de Madrid: Carlos III el Urbano. No hubieran tomado cuerpo de realidad los proyectos de aquél sin la visión general que de la ciudad tuvo éste. Un principio de razón, en feliz matrimonio con la naturaleza, dio lugar tanto a templos y colinas de la ciencia como a otras ordenaciones de condición más llanamente vecinal. Se hizo necesario para ello reanimar el desierto en que Madrid se había convertido en su propio construirse (la estructura de las viviendas de Madrid era de madera arrancada al bosque originario). Y fue Carlos III quien ordenó la plantación de ¡tres millones de árboles! que aún nos permiten a duras penas respirar en el agobio de la ciudad de nuestros días (poco acorde, si no es en el recuerdo, con la que instauraron un Rey diligente e ilustrado y su buen arquitecto).

LOS DOMINGOS DE ABC - 14/03/1982

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