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TOREROS Y FRAILES DE VÁZQUEZ DÍAZ

Daniel Vázquez Díaz fue torero antes que fraile. Y no es que se tenga noticia de su alternativa en plaza de campanillas o de carros, ni se sepa que hiciera profesión solemne en monasterio, abadía o ermita rural. Vale decir, en cuanto a lo uno, que por él fue entronizada la liturgia del torero (de tantos y tantos toreros como perpetuo retratados). En lo tocante a lo otro no es ocioso agregar que sus pinceles se impregnaron de rito. Y si él no vistió hábitos, sí nos dejó vestido de austero monje cartujo a quien tampoco lo fue, aunque divulgara en sus versos la amorosa leyenda del mejor de todos los frailes: aquel Rubén Darío que llamó «mínimo y dulce» a Francisco de Asís.

El primer centenario del nacimiento de Daniel Vázquez Díaz (coincidente, por más señas, con el octavo del San Francisco) reclama, y de rigor, un extenso capítulo dedicado a su particular versión litúrgica del mundo de los toros o, más bien, de los toreros. No, nos legó don Daniel el apunte siquiera de una tauromaquia, ni ilustró tampoco tauromaquias ajenas. Para Vázquez Díaz. la fiesta se circunscribe con toda solemnidad a la figura del torero: estampas alegóricas de toreros («La muerte del torero», «Los ídolos»...), grupos sacralizados de toreros («Los banderilleros», «Las cuadrillas de Lagartijo, Frascuelo y Mazantini», «La cuadrilla de Juan Centeno»...), entronizadas semblanzas de toreros reales o imaginarios («Torero antiguo». «Torero del capote rojo», «José Cantares», Juan Belmonte, El Gallo, Domingo Ortega, Manolete, Antonio Bienvenida...)

Sea el propio maestro quien nos cuente cuándo. dónde y cómo conoció y retrató a los otros maestros (en el arte de la lidia), de acuerdo con el relato que de sus labios transcribe Francisco Garfias: »Estando yo estudiando en Sevilla, recuerdo haber visto al Espartero en el colmao La Marina, junto al Guadalquivir, muy cerca de la Torre del Oro. También solía ver, por entonces, a Antonio Fuentes, que vivía en la casa que había sido de Bécquer. A Currito -el hijo de Cúchares- lo visitaba en su casa del barrio de San Bernardo. El Espartero vivía en la plaza de la Alfalfa (...). También estuve en Gelvez, en la casa de Fernando "El Gallo", y en Alcalá del Río, en la casa de Reverte. En Córdoba conocí al Guerra, al que inicié un retrato que se malogró por su impaciencia. Figúrate que a los cinco minutos de empezar me dijo: ¿Falta mucho?

Interminable se haría, de la misma fuente, el anecdotario y la cuenta misma de los toreros retratados por Vázquez Díaz: «A Rafael "El Gallo" le hice un dibujo romántico. ¡Cuántas cosas me contó mientras posaba! A Belmonte le pinté ya casi en su madurez, en casa de mi amigo Ramón Pérez de Ayala. A Domingo Ortega le hice también varios retratos en los que marqué su elegante seriedad (...). El último retrato que pinté fue el de Antonio Bienvenida. Sentado, con el capote sobre las piernas, constituye un símbolo de la elegancia que tenía toreando. Y el de Manolete, que fue concluido tras su muerte en la plaza de Linares. Luego de haberle visto torear unas cuantas tardes conoció Vázquez Díaz a Manolote en el madrileño y muy taurino hotel Victoria, y allí mismo le espetó su deseo: «Quiero pintarte vestido de tabaco y oro. Cuando estaba entregado don Daniel al estudio de la cabeza y las manos, le llegó la triste noticia. El retrato fue acabado en y con los tonos prometidos.

¿De dónde le venía a Vázquez Díaz su pasión por el mundo de los toreros? De su infancia. Conocido es aquel caso que no se cansaba el pintor de repetir. Siendo él un

niño, había llegado Manzantini a Nerva, su pueblo, una calurosa mañana y a la espera con la amenaza de una tarde aún más calurosa. Imposible verlo sin entrar en la habitación de la fonda. Y el pequeño Daniel lo hizo, dando así por cumplido lo que él mismo llamaba su sueño. El torero dormía y, desplegado en una silla, estallaba del oro, plata y lentejuelas el vestido de torear. No, no pudo el intruso resistir la tentación y, sin más, se caló la montera y se fue al espejo hasta que le aturdió la voz de Mazantini: «Niño, ¿qué haces ahí? ¿Quieres saber una cosa? Te sienta muy bien la montera. Tienes cara de torero.

En 1913 pintó Vázquez Díaz su primer gran cuadro taurino, «La muerte del torero», que ese mismo año fue expuesto en París con el fervor de la crítica, y dos años más tarde, en Madrid, con análogos elogios. El profesor Lafuente Ferrari ha acertado a rememorar la excelencia de aquella obra de composición ordenada, severa, monumental, con sus grises metálicos y sus blancos sin brillos, enmarcados en sobrios tonos oscuros. Y, volviendo atrás la vista, concluye: «Con La muerte del torero, que yo admiré siendo un muchacho, en la exposición nacional de 1915, la pintura volvía, después de cierta factura oleosa y facilona y de la disolución de las formas en la papilla impresionista, a la nostalgia de la arquitectura, madre de las artes. El estilo de Vázquez Díaz estaba ya formado y en marcha su vocación mural. No menores fueron las loas que en París recibió la alegoría taurina titulada Los ídolos. «Buceadores del alma« llamó a Vázquez Díaz el crítico André Geiger, descubriendo en dicho lienzo un «sentido perfecto de la medida, brillante facilidad. síntesis armoniosa, profundidad, fuerza, emoción interior».

Pero es, sin duda alguna, en las cuadrillas donde Vázquez Díaz nos regala una liturgia de altos vuelos y serenos tonos. En la de Juan Centeno (1954) el matador preside la suprema ceremonia del estar, del simple estar allí. Vestido de azabache y púrpura, Juan Centeno dicta el inflexible orden jerárquico. Sólo él está sentado, y tras él, solamente el peón de confianza osa apoyarse en el respaldo de la silla. Los otros dos banderilleros imprimen un estricto ritmo simétrico a los dos flancos de la escena, en tanto los picadores se diluyen en la penumbra. De fondo a superficie (de la base a la cúspide) avanza el inexorable orden jerárquico de no oculta ascendencia y resonancia medieval.

Realizada en 1938, la otra Cuadrilla, la de Lagartijo, Frascuelo y Mazantini es (dentro y fuera del mundo de Tauro) monumento simpar a la liturgia y rigor de jerarquía. Un triángulo frontal define el primer plano. Dos de los maestros aparecen sentados y el otro de pie, pero en el centro. equiparadas así (y por muy ponderada ley compensatoria) relevancia y dignidad de la terna. Todo un diluvio de oros y platas se aclimata a la luz, inunda el ambiente y recrea la atmósfera paulatinamente ensombrecida hacia el fondo en el que únicamente tabletea la faz respectiva de los peones de confianza. Y detrás, el opaco anonimato de los otros subalternos.

Tal parece el sucinto esquema (del que no he querido, pese a ello, dejar suelto cabo alguno) o la pauta elemental de aproximación a los toreros de Vázquez Díaz. Son de variopinta condición, acordes siempre, eso sí. con el orden jerárquico, la exigencia litúrgica y la gracia del arte. Secuela o no de lo que, aún niño, oyó de labios de Mazantini, la pasión por los toreros acompañó los días de don Daniel, quien, el año mismo en que había de morir, declaraba a Miguel Logroño: «Es curiosa la atracción que los toreros han ejercido constantemente en mí. Una especie de fascinación. Me atraían de tal forma que más de una vez llegué a pensar en olvidar las aficiones pictóricas y dedicarme al toreo.»

Y los frailes. El otro capítulo (magno y sacro capítulo) del quehacer de Vázquez Díaz se acomoda a sus frailes, aunque la sombra de la austeridad monacal no llegue a competir (por paradójica que ello parezca o se diga) con la luz de sus liturgias taurinas. De tierra son los monjes de don Daniel como los colores mismos que de la tierra natal eligió, según expresa confesión, en su infancia de Nerva: «Los colores los preparaba yo mismo, con una técnica absolutamente instintiva. Cogía tierra de los campos de Nerva o polvo de las minas, lo mezclaba todo con aceites y no sé por qué rara magia obtenía la pasta para pintar.

Una gama bastante compleja de colores: rojo, ocre, gris, amarillo... Siendo ya profesional ha habido ocasiones en que así los he seguido preparando. He fabricado hasta el grafito de los lápices.

Los frailes de Vázquez Díaz son, repito, de tierra, huelen a tierra, nacen y se nutren (como aquel Francisco de Asís cuyo octavo centenario vino felizmente a coincidir con el de nuestro buen pintor) de nuestra madre la hermana tierra. » De su sola presencia, solitaria o comunal, se desprende el apacible aroma de las cosas venidas del barro y al barro confinadas. De pan bendito y barro alfarero es su mística: la misma que Rafael Alberti descubrió en los monjes de Zurbarán: «Fe que da el barro, mística terrena, / que el color de la arcilla sube al cielo; / mano real que el ser humano ordena / mirarse ante el divino, paralelo. / La gloria abierta, el monje se extasía / al ver volar la misma alfarería.»

Inevitable resulta la cita de Zurbarán si de monjes, y monjes blancos, van las glosas. En el caso de don Daniel la referencia se hace doblemente inexcusable: no tuvo él, de una parte, maestro conocido, y reconoció, de la otra, en el magisterio de Zurbarán la gran lección que. aún adolescente, recibiera en Sevilla y para el resto. Cuantas razones se desprendan del hacer de éste convienen al de aquél y con entera adecuación: que en uno y otro se da una misma y «memorable visión real, domeñada por el éxtasis. Severo es el cielo para ambos, razonable la tierra e igual, exactamente igual, el andamiaje arquitectónico que sustenta, engancha y sostiene los blancos paños monacales. Una misma luz inunda el refectorio y no otra parece la alegoría del mirar a las alturas. en tanto las manos tocan el pan, el plato.

la jarra, el mantel, el vino y «el orden que descansa en la vajilla.

Los monjes de Vázquez Día se visten (se invisten) de blancos hábitos (cistercienses, jerónimos o cartujos) y aún más blanquecino y tableteante senos parece el prior con nombre de poeta: Fray Rubén Darío. A entera merced de una pasión incontenible por los blancos hábitos, Vázquez Díaz dio en redimir del estado secular y conferir órdenes mayores a quienes distaban muchos de tenerlas siquiera menores. No, no sólo es el caso de Rubén Darío (merecedor, como pocos, de ello) por haber cantado como nadie las loas del «mínimo y dulce Francisco de Asís»; otros y otros se le antojan a uno los monjes que bajo la cogulla encubren nombre conocido y laica condición.

En el taller de Vázquez Díaz es el hábito el que hace al monje; que si en algún caso faltan frailes, sobran médicos de blanca bata y abogados de blanco vestir doméstico y reyes con la túnica blanca del Santo Sepulcro y mujeres humildes de blanco percal y damas elegantemente ataviadas de un blanco de seda. Esta es, para mí, la nota más extremada de la no menos extremada pasión de Vázquez Diaz por el blanco monacal. Metido en harina, en la blanca harina del telar («telar del hilo, de la flor en rama»), Vázquez Díaz

confeccionará en blancos pliegues litúrgicos tanto la bata del doctor Dos Santos o el sobretodo del abogado Alcántara como el regio manto de Alfonso XIII y el vestido de Eva, mujer del artista, o la humilde enagua de la madre joven.

«Blanco sobre blanco» tituló Malevich el confín de su místico vuelo suprematista, y blanca sobre blanca merece llamarse la procesión de monjas (encabezada por Santa Rosa de Lima) y de monjes (presididos por Fray Rubén Darío) que del sueño de Vázquez Díaz nos vino al mundo de las cosas y recorrió los parajes más diversos cual si de un claustro o deambulatorio se tratara. Alguien ha tildado de acartonada su pintura. Séalo si así les place a los puristas, aunque no estaría de más que pusieran un punto de atención en el hábito de esos monjes (que muchas veces no lo fueron) y estas monjas (que rara vez profesaron) fundidos y fundidas en la arquitectónica meditación de una luz más blanca que la cal.

No, en ningún caso dejó de comulgar nuestro buen Vázquez Díaz con lo que el Zurbarán dejo dicho Rafael Alberti: «Pensativa sustancia la pintura / paraliza de luz la arquitectura.„

LOS DOMINGOS DE ABC - 20/06/1982

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