A.: Aun a sabiendas de que el arte no es materia competitiva y que están por demás en su confin primacías o exclusividades, valga como comienzo de la conversación esta llana pregunta: ¿Quién es para ti el mejor escultor de nuestro tiempo, a contar, por ejemplo, de la segunda década del siglo?
CH.: Brancusi y Picasso.
A.: Siendo muy favorable, sin duda alguna, la opinión común hacia el primero, seguro estoy de que ha de parecer muy discutible a muchos la elección del otro. Tomemos a aquél de prólogo y quede éste a modo de epílogo. ¿Por qué la supremacía de Brancusi?
CH.: Por la rectitud inquebrantable de su conducta, o por la coherencia ejemplar de su obra para con su vida. Aparte de haberle conocido personalmente, he estudiado su obra en profundidad y siempre me ha cautivado la ejemplaridad de su comportamiento, el grado extremado de compromiso entre su vida y su arte. Fue la rectitud de su conducta la que permitió a Brancusi hacer lo que hizo. No puedo decir que fuera maestro mío desde una consideración formal o plástica (las diferencias entre su obra y la mía están a la vista), pero sí desde un punto de vista ético. Brancusi llevó las cosas a sus últimas consecuencias, no sólo a nivel plástico sino a nivel de vida. Otro modelo a imitar es Medardo Rosso, cuya mención suele causar sorpresa a muchos, siendo para mí un verdadero maestro en eso, precisamente, de llevar las cosas a sus últimas consecuencias. El concibió y realizó sus esculturas en cera, sin claudicaciones de ningún tipo. Y así quedaron, con todas las dificultades de difusión y cortedades de fama. Ahí están sus obras, encerradas en urnas de cristal, para hacer posible su contemplación y su perdurabilidad, tal como él las ideó y llevó a la práctica. El se negó, en vida, a modificar la fragilidad de la materia (la cera) y la autenticidad del procedimiento, aunque tras su muerte se haya pasado alegremente al bronce alguna que otra de sus esculturas (mal hecho).
A.: Pese a estar tan a la vista, como tú dices, ¿podrías aclararnos aún más las diferencias entre la obra de Brancusi y la tuya?
CH.: Es una cuestión de recorridos distintos. En la obra de Brancusi prepondera el principio de «unidad». en tanto que mis esculturas no ocultan una clara relación con el número «tres».
A.: Me interesa mucho la distinción para tocar, de entrada, un tema que luego te expondré con mayor holgura: el tema o problema de conciliar la «unidad del espíritu» con la «diversidad de la naturaleza». En el número «uno» parece encarnarse o simbolizarse el primer dato, mientras que el número «tres» (pese a ser cifra pitagórica de perfección y aun de sacralidad) alude directamente al otro. Cuanto mayor sea el grado de experiencia propia y más próximo el tacto de la sensibilidad personal, mayor debe ser la presencia unitaria del espíritu. En la obra de Brancusi, la prevalencia obstinada del número «uno» se traduce invariablemente en un grado sumo de unidad o cifra congregadora. Tus esculturas, aunque reflejen un carácter unitario de otro tipo no dejan de aludir, a lo diverso y heterogéneo de la naturaleza. ¿Qué valor tiene para ti el número como «principio formal»? ¿Se instala al comienzo del proceso o surge al final como consumación del mismo?
CH.: Al final. Jamás me he valido del número de forma apriorística. Únicamente tras la obra, y a instancias de ciertas comprobaciones en la naturaleza, he analizado el porqué de estas «tres» posiciones o puntos de apoyo y relación, presentes en todas o en buena parte de mis esculturas. Creo que es un problema de estrategia ante el espacio. La «unidad», en el sentido que tú asignas a Brancusi, cierra posibilidades espaciales. Yo trato, por el contrario, de abrirme a su enigma. Para ello me resulta inevitable renunciar a la «unidad» congregadora y distanciarme del espacio, a fin de darle paso en su propia variedad. Si me distanciara con el número «dos», me quedaría en el espacio bidimensional. Sólo el número «tres» me permite situarme adecuadamente ante su propia realidad y dar paso a sus dimensiones reales.
A.: Vayamos a un terreno más empírico. Tú has dicho en más de una ocasión, y tocando muy al vivo el problema, que «al pintor le son suficientes dos ojos, en tanto que el escultor necesita tres mandíbulas». ¿Cuál es el motivo que, a tenor de esta necesidad empírica, te induce a la elección e instauración del número «tres»?
CH.: Una razón de economía. Esta razón de economía es básica en mi obra. Mis esculturas se logran por resta más que por suma, más quitando que agregando. El desarrollo de mi obra obedece en buena medida a un proceso de eliminación. ¿Cuál es el punto mínimo y real de contacto con el espacio, sino el número «tres»? El número «tres» entraña, en efecto, la proporción más justa de ataque al espacio tridimensional, el punto óptimo y mínimo al mismo tiempo, es decir, el más económico y también el más activo. Es, pues, un principio más operativo que conceptual, que jamás puede ser aceptado como punto de partida «plástico» y menos aún como «canon formalizador».
A.: Y si el número no puede aceptarse como pauta de origen, ¿será algo así como un dique de contención en el proceso de la obra e índice perfectivo al tiempo de su conclusión?
CH.: Algo tiene d : ambas cosas, y otra parte aún mucho mas inexplicable desde el ángulo exclusivo de la razón. Si la obra no se explica desde sí misma, vanos son todos los razonamientos circunstanciales. Yo. por otro lado, no he escrito ningún tratado acerca del espacio y del número; me he limitado a hacer esculturas en la esperanza de que ellas se expresen desde sí. Volviendo, no obstante, a la proporción numérica, me parece que lo más relevante de su presencia, indudable en mi obra, obedece fundamentalmente a un principio de adecuación y máxima economía: la tridimensión exige el número «tres».
A.: Para mí hay una fecha-clave en tu «curriculum»: 1958. En dicho año se te otorga el «Gran Premio de la Bienal de Venecia» (premio que los más esperaban había de recaer en el nombre de Pevsner). El hecho, prestigio y honores al margen, me resulta harto significativo porque el juicio que en aquella ocasión emitió el jurado me merece la consideración de un auténtico «juicio de valor»: el escueto enfrentamiento de tu obra con la de Pevsner (en favor de aquélla) suponía (reconocida la grandeza del viejo constructivista... y también las lamentables consecuencias que de su obra habían de extraer tantos y tantos émulos que se dicen «investigadores») el triunfo de la «escultura» sobre la «noescultura»: la primacía de la materia sobre su ficción, de la experiencia viva sobre el conceptualismo abstracto. y de la obra creada sobre el objeto calculado y reproducido. ¿Estás de acuerdo con la oportunidad de dicho «juicio de valor»?
CH.: Tal vez sea demasiado radical tu planteamiento o yo no pueda compartirlo por razones incluso de pudor. Hay desde luego, una diferencia capital entre la forma de proceder de Pevsner y la mía. El, como otros muchos «constructivistas», realiza la obra a priori o a merced de una imagen preconcebida: tiene la obra hecha antes de hacerla, siéndole ajeno el proceso. en cuanto que tal, e indiferente por completo la materia en que ha de consumarse. El caso había de convertirse luego, por vía degenerativa. en la sistemática conversión de maquetas con distintas materias y a escalas convencionales.
A.: Mucho se habló, a partir de entonces, de «los nuevos materiales» (comenzó siéndolo el «plexiglás» y prosiguió la cuenta con todas las variantes del plástico y otras «escurrideras» de la industria). Tu escultura, por el contrario, se ha atenido siempre y con exclusividad a unos materiales que se me ocurre llamar «protoarquitectónicos»: la piedra la madera, el hierro y el hormigón; aquellos, concretamente, que en la tradición, vieja y nueva, de la arquitectura han servido y sirven para sustentar y construir. Incluso cuando llegue tu «edad del alabastro», el material, digamos «preciso» se convertirá también en «protoarquitectónico».
CH.: Es cierto lo que dices, pero yo debo agregar que la elección de esos «cuatro elementos» que tú llamas «protoarquitectónicos» (como ocurriría más adelante con el alabastro) tampoco se produjo a priori. Cuando me lancé al hierro, no contaba en mis intenciones ningún tipo de reacción o rebelión contra esos «nuevos materiales» (jamás. por otra parte, he alardeado de ello). Todo el proceso, desde la elección del material hasta la consumación de las obras sucesivas, venía dictado por la exigencia del espacio real y también por un propósito de afrontarlo «realmente», no de un modo figurado o metafórico. Otro tanto me ocurrió con la madera. Su hallazgo provino de que la relación «pleno-vacío» me exigía un material menos pesado y contundente que el hierro, de cara a la obra que entonces quería hacer. Y un buen día me di con ella de forma fortuita: contemplando unos troncos que alguien había dejado abandonados en la carretera. Hacía tiempo. ciertamente, que venía meditando en la conveniencia o exigencia de otro material. El encuentro casual con aquellos troncos abandonados fue como la chispa o el estímulo hacia la nueva aventura. Y lo mismo podría decirte en cuanto a la piedra, al hormigón, al alabastro.
A.: «La materia -he escrito a propósito de tu obra tanto tiempo menospreciada (res vitanda) es hoy objeto de exaltación en el campo de la estética y en otras disciplinas del espíritu. Chillida, fiel al espíritu de su tiempo, hace de la materia altar venerable, consciente de que en la entraña del hierro o del roble late el toque divino que todo lo redime y todo lo ennoblece». Sé, por otra parte, que siempre te interesó, en este sentido, la lectura de los románticos alemanes (en particular, Novalis) y que más tarde reclamaron tu atención ciertos textos de Teilhard de Chardin y de Gaston Bachelard, quien además supo relacionar tu obra con el elogio de la materia. ¿Ha influido en esa pasión tuya por la materia algún tipo de pensamiento filosófico o evocación poética?
CH.: Antes de ser escultor, la lectura de Novalis (aquellos «Discípulos de Sais», buscadores de piedras, exploradores de rocas, cavernas y abismos...) me ponía en contacto con temas y realidades que yo ya presentía. Posteriormente, cuando había realizado un buen puñado de esculturas cayeron en mis manos unos escritos de Teilhard (que por aquel entonces, y merced a ciertas controversias entre su familia y la Compañía de Jesús, aún no se habían publicado), muy valiosos para mí, a la hora de confirmar algunas intuiciones y vislumbrar otros confines. En cuanto a Bachelard, libros como El aire .v los sueños, La tierra y los sueños de la voluntad, y el opúsculo que dedicó a mi obra..., aparte la amistad que nos unió, en vida del filósofo, qué duda cabe que me sirvieron para confirmar ciertas intuiciones y descubrir otros horizontes.
A.: Retornando otra vez al suelo de la experiencia, ¿qué son para ti los materiales y cuál tu trato con ellos?
CH.: Mi trato con los materiales es de sumo respeto, aunque no de obediencia ciega. Cierto que me impongo a ellos, pero escuchándoles, respetándoles. La experiencia me dice que hay muchas cosas que se pueden hacer con los materiales, pero que no se deben hacer. Esto te explica el que yo haya ido al alabastro por un camino inexplorado. y tras haberme ejercitado en materiales mucho más contundentes. Alguien, incluso, cuando supo que estaba realizando esculturas en semejante material, se llevó las manos a la cabeza: «¡Chillida haciendo alabastros!». Se imaginaban, sin duda, que yo iba a hacer en alabastro aquello que puede y suele hacerse (el objeto de adorno o de regalo, el «souvenir»...), es decir, lo que consiente el alabastro como elemento fácil de trabajar. Eso es lo que se puede y suele hacerse con él. Lo que se debe o lo que yo pretendía llevar a cabo era cosa muy distinta, mucho más acorde con su naturaleza: elevar a escultura todas sus incalculables capacidades lumínicas.
A.: En este sentido, precisamente, hablaba yo del alabastro como elemento protoarquitectónico, y al lado, diríamos, de «los cuatro grandes» (hierro, madera, piedra, hormigón). Todos tus alabastros, en efecto, se han relacionado con el fenómeno de la luz (uno de los primeros lleva por título «Elogio de la luz), sin orillar su dimensión arquitectónica. El alabastro fue utilizado por los bizantinos como elemento propiamente arquitectónico y eminentemente lumínico. Cumplía en el templo bizantino el papel que luego había de encomendarse a la vidriera: cubrir el vano del ventanal y dar paso a la luz. No deja de ser significativo, por otra parte, el hecho de que tus alabastros constituyan la etapa, tal vez, más arquitectónica de tu creación, hasta el extremo de que uno de ellos lleva por título «Elogio de la arquitectura» y contienen, a juicio mío, el germen de otros posteriores y análogos «Elogios», realizados en materiales más consistentes.
CH.: Está claro que el tratamiento que doy al alabastro guarda relación con la arquitectura, y aún más clara su directa referencia a la luz. Si yo bauticé a uno de los primeros con el nombre de «Elogio de la luz», el último (el que estoy realizando actualmente) lleva por título «Homenaje a Goethe».
A.: ¿Es concebible, para el escultor, la obra al margen de su materia definitiva?
CH.: ¡No! La obra es producto y función de muchas cosas, entre otras, y con carácter definitivo, de la materia en que va a nacer. La obra se plantea (y no a un nivel propiamente mental) en contacto inseparable con su materia definitiva.
A.: «Un dato fundamental -escribía yo, el año 1968en el quehacer de Chillida es la inexistencia del boceto (...). Nunca vimos un boceto de Eduardo Chillida, cuando pudimos contemplar la plenitud de su obra gráfica, el dibujo era nudo de trepidante expresión, y era ya el grabado materia instaurada entre las cosas. Su obra escultórica subsiste en su propio hacerse con tal pujanza, que excluye por principio la existencia del boceto.» Abundando en ello, yo diría que tus obras parten de una «hipótesis» en que originariamente cuenta la materia, de un «substrato» (no hay que olvidar que «hipótesis», etimológicamente, significa «substrato») en cuya corporeidad se inicia el proceso creador. ¿El punto de partida viene acaso dictado por la materia?
CH.: Hay que matizar. La materia, aun presente en los orígenes, no «dicta» ni el procedimiento ni la manera de ser de la obra. A propósito de la materia, antes indiqué que para mí es decisiva la distinción entre lo que se puede y lo que se debe hacer. Yo siempre me inclino por el segundo término. En la historia del arte hallamos ejemplos de extremada inadecuación entre el material elegido y el procedimiento o trato que se le asigna: piedras de evidente dureza (el jade, por ejemplo) aparecen tratadas como «joyas». Si antes me oponía a la «facilidad» con que suele (porque «se puede») ser tratado el alabastro, no tengo ahora inconveniente en combatir la actitud antagónica: el predominio de. la «simple habilidad» para vencer una «dificultad material». Los artistas que actúan por este camino subordinan también el «deber» al «poder»: se limitan a vencer «hábilmente» lo materialmente «difícil», contraviniendo las exigencias del elemento elegido (en este caso, el jade). Yo siempre intento la subordinación del «poder» (en cualquiera de los sentidos) al «deber». Si se me encomendara una obra en jade, seguro estoy de que no había de atacarla a través de una dificultad o complicación «adrede» (o del «más difícil todavía») en que poner de manifiesto mis habilidades; me limitaría a atender a la condición (al «deber») que dicho material reclama desde sí. Tampoco es el arte cuestión de complejidades provocadas ni de probadas habilidades (el arte no es el circo). En lo concerniente a la materia, el arte es el hacer con ella lo que hay que hacer. La materia, pues, no es ni dictadora exclusiva ni mero vehículo; son sus leyes internas, más bien, las colaboradoras, fieles y exigentes, del escultor. Pocos escrúpulos tendría yo en destruir obra que entrañara una contradicción flagrante con las leyes del material elegido.
A.: Algunas de tus esculturas (concreta o exclusivamente las ejecutadas en hormigón) presumen, de algún modo, su previa, aunque eventual, realización en otro material. ¿Han sido concebidas, pese a ello, y meditadas, desde su origen o pro-origen, en hormigón?
CH.: Concebidas, soñadas, acariciadas y maduradas. Basta, creo yo, con verlas: el nuevo material ha impuesto cambios de forma y estructura que las separan diametralmente de las realizadas en hierro, piedra, madera o alabastro. El proceso de maduración de un nuevo material es, en mi caso, algo muy lento, entre otras razones por la exigencia misma de la materia. Desde el año 1970 venía ya dándole vueltas al tema del hormigón, aunque por ese tiempo (ni en mi vida) hubiera hecho ningún encofrado. Durante mi estancia en Estados Unidos, como profesor invitado por Harvard, hice algunas pruebas en el Seminario de dicha Universidad. Habrían, sin embargo, de transcurrir un par de años más para la ejecución efectiva de la primera escultura en hormigón. Pero, ya desde entonces, el hormigón contaba en mis propósitos, en mi intuición, en mi «familiaridad». Estoy, pues, de acuerdo contigo cuando afirmas que el material definitivo late en el «pre-origen» de la obra.
A.: La imposibilidad de separar la materia definitiva de la concepción primera o más incipiente, creo que queda comprobada en la rectitud de tu trayectoria o en el hecho simplicísimo y ejemplar de no haber repetido, ni material ni formalmente, ninguna de tus esculturas. Cada una de ellas es «única». en la acepción más estricta del vocablo (frente a la costumbre ajena de dar por válida «la serie», amplia o restringida). Sólo de forma muy excepcional ha pasado tu obra por la «fundición».
CH.: Y tan excepcional. Hay una sola obra mía realizada, desde sus orígenes, en bronce. Hacerla y percatarme de que el bronce no era «mi material» fueron. prácticamente. un mismo suceso.
A.: Esta «no-repetición» viene a confirmar, al margen de toda teoría, que la obra es coherente no sólo con su propia materia, sino también con la «experiencia original». Si el artista se allana a la repetición de una obra original (fundición o vaciado o traslado de la maqueta a otra escala..., o, lo que es más grave, la «seriación» o el juego de la tan traída y llevada industria del múltiple»), de una parte, está desvirtuando la materia, y, de otro lado, está reiterando una experiencia ya sabida, pareciendo inválidos ambos procederes. Tanto la experiencia, encarnada en la materia, como la materia misma, diría yo que te han prohibido toda suerte de reiteración temática y formal, y con todas las consecuencias. ¿Hasta extremo tal es firme en ti la creencia de que la materia exige la unicidad, y que la experiencia, en la más estricta de sus acepciones, no se puede repetir?
CH.: Por supuesto que no se puede repetir. Esta y no otra es la razón de mi tajante negativa a la práctica del llamado «múltiple». Lo repetido, a diferencia de lo original, viene a ser conocimiento de lo ya conocido, cuando el verdadero conocer es aproximación a lo desconocido. La obra, en mi caso, surge siempre de cara a lo ignorado, en tanto que el «múltiple» nace de lo ya sabido. Aún suponiendo que la obra pudiera repetirse con absoluta exactitud, no dejaría de ser conocimiento de lo conocido. Mis obras, por el contrario, quieren nacer ante lo desconocido y son las vías naturales de mi conocer. »
A.: ¿Qué relación media entre materia, espacio y tiempo? Por ser un asunto inmediatamente espacial. suele la escultura verse planteada exclusivamente como un «fenómeno indicador o revelador de espacio». El error de este planteamiento habitual radica en que, no sólo la escultura, cualquier objeto en el espacio entraña una indicación espacial. La escultura no se diferencia de las cosas que la rodean por concretarse como un ser en el espacio (en eso, precisamente, coincide con ellas: también el árbol está revelando espacio, y con leyes, posiblemente, más profundas). Aunque la escultura nazca y se manifieste en el espacio, ¿no será otro tipo de «acontecimiento», relacionado con la «temporalidad», el que viene a conferirle su sentido?
CH.: Desde luego. Materia, espacio y tiempo son, en primer lugar, cosas inseparables, hasta el extremo de que yo no sé si son realmente cosas distintas. Más de una vez me he preguntado si la relación que se da entre el espacio ocupado por la materia, el espacio vacío y el tiempo o duración, no responderá a un problema de distinto grado de velocidad. De lo que sí estoy bien seguro es de que la escultura se desarrolla empíricamente en la confluencia de la terna «materia-espacio-tiempo».
A.: Analizar una escultura desde el ángulo exclusivo de la espacialidad es, de hecho, someterla a las mismas leyes que rigen la situación e indicación de cualquier cuerpo en el espacio. ¿No vendrá la diferencia última del lado de la «temporalidad», es decir, de la facultad que posee la verdadera escultura (y. en general, la verdadera obra de arte) de provocar un «acontecimiento» a partir de una cierta «energía» que ella contiene, capaz de desatar ciertas «reacciones» en el contemplador?
CH.: Una vez consumada la escultura, el tiempo es algo en función del espectador. La escultura, una vez concluida, «muere», y así aparece a los ojos del contemplador, que es quien realmente «está vivo». En ese instante, de tener sentido la obra, se produce una suerte de intercambio temporal. Ella está muerta, pero la hace viva y móvil el que ante ella se detiene, el que la contempla.
A.: ¿Media una cierta equivalencia entre ese intercambio temporal y ese acontecimiento que la escultura provoca a los ojos de quien la contempla (en forma de «reacción»), siempre y cuando ella contenga una particular «energía» latente o soterrada?
CH.: Lo único que puedo decirte, desde mi experiencia, es que la escultura «vive» mientras la estoy haciendo y que para mí «deja de existir» cuando la he concluido, volviendo a nacer temporalmente a los ojos o en función de los seres vivos que están a su alrededor, si ella es capaz, por supuesto, de concentrar hacia sí la atención de éstos.
A.: ¿Este acontecimiento o intercambio temporal equivale de algún modo, y en sentido inverso, al proceso o recorrido que siguió el creador cuando hacía la obra,
o cuando ésta «vivía»?
CH.: Exactamente. El contemplador ha de recorrer a la inversa (desde la apariencia inmediata hasta su origen remoto) el camino que siguió el creador. Para ello es preciso, desde luego, que el proceso o recorrido exista realmente, y que sea capaz de hacerse explícito en forma de conocimiento. Por aquí es por donde yo veo, al propio tiempo, el hecho de la «comunicación» en el campo del arte y de la sociedad. Yo conozco a través de la obra (a través de su propio proceso) y lo que conozco o comunico con ella debe traducirse, al ser yo un hombre como los demás, en conocimiento ajeno o entrar en comunicación con los otros hombres.
A.: El «acontecimiento» de que yo hablo y la «energía» de su procedencia, traducida en forma de «reacción». ¿se acomodan a los términos de «proceso», «explicitación» y «conocimiento»?
CH.: Sí, y con gran fidelidad. Únicamente si la obra se sustenta en su propio y genuino proceso será capaz de explicarlo y transmitirlo. La transmisión de un proceso vivo (aunque ella esté muerta) es lo que otorga validez a la obra de arte.
A.: Volvamos al año 1958, fecha-clave en la evolución de tu quehacer. Ese año señala la clara confluencia de todo un acontecer que viene de 1954 y se prolonga hasta 1966. Entre esas dos fechas, confluyentes en 1958 (Gran Premio de la Bienal de Venecia) se acumula, en primer lugar, la suma de otras muchas y significativas distinciones (1954: Diploma de Honor de la Trienal de Milán. 1960: Premio Kandinsky. 1964: Premio Carnegíe de escultura en la Internacional de Pittsburg. 1966: Premio Wilhelm-Lehmbruck, en Duisburg, y Premio Nordrhein-Westfalen, el galardón más importante de Alemania, concedido por la región gubernamental de Düsseldorf, más la colocación del «Abesti Gogora V» en los jardines del Museo de Houston y la primera exposición retrospectiva en Estados Unidos...). Por otro lado. y manteniendo como eje el año 1958, se produce, entre las fechas señaladas, la obra u obras de mayor continuidad en el curso de tu creación: los «Yunques de sueños», cuya suma y sucesión arranca, justamente de 1954 y se prolonga, justamente, hasta 1966 (el «Yunque de sueños XV» lleva esta sintomática datación: 1954-1966; y el número XVII aparece firmado con esta otra, no menos sintomática: 1958-1966). Se da, en tercer lugar, a lo largo de ese período tu más genuina «edad del hierro», con obras o formas de expresión tan originales y ejemplares como los «Rumores de límites». los «Hierros de temblor», los «Alrededor del vacío». las «Modulaciones del espacio». Y antes de que se cierre el ciclo, se inician, por último, tus experiencias en madera, piedra y alabastro. De este cúmulo de coincidencias voy a elegir como mejor síntoma la sucesión y variedad, sobre un eje común, de tus «Yunques de sueños». ¿Cómo explicarías la expansión, densa y ramificada. que se da en el despliegue de los «Yunques», sobre un común denominador o centro de atención?
CH.: Es curioso que vosotros los estudiosos veáis analíticamente algo a lo que yo he llegado por pura intuición. El tiempo que acabas de acotar y la suma de acontecimientos de todo tipo (datos, formas, gradaciones sobre un «común denominador»...) que lo sobrevuelan, vienen a confirmar algo muy característico de esa época y de todo mi quehacer: la idea de la «espiral». Mi proceso creador se asemeja, efectivamente, al desarrollo de una espiral. Hay un eje común de contemplación y experiencia que yo voy sobrevolando paulatinamente y me va permitiendo descubrir determinadas zonas con una visión nueva y desde otra y otra perspectiva. De aquí que (como tú muy bien has observado en el despliegue de los «Yunques de sueños») la datación de una misma obra obedezca a épocas tan distantes. Hay, en efecto, avances hacia lo ignorado, y también regresiones a lo aparentemente descubierto («también en lo conocido -escribí en cierta ocasión- está lo desconocido y su llamada»). Puedo asegurarte que obras que yo di por concluidas (y buena prueba de ello es que las firmé y quedaron «muertas»), se me han aparecido, al ,obrevolarlas, como en otra demarcación, es decir, las he visto desde otro sitio («he descubierto lo desconocido dentro de lo conocido»), desde otro ángulo, para plantear otra visión de cara a un mismo problema.
A.: La distinción capital que de todo este proceso desprende es la que media entre «recrear lo ya creado» «adentrarse en lo desconocido», o entre «representar» «preguntar». «Yo no represento, yo pregunto», has dicho tú en más de una ocasión. ¿Y no constituye el discurso y sobrevuelo de esta tenaz pregunta tuya, otra gran espiral?
CH.: Así es. Una misma pregunta puede ser muy distinta si se formula desde un nivel distinto. Está claro que yo no pregunto constantemente lo mismo o desde un mismo lugar. No siempre es preciso que varíe la pregunta; lo que tiene que cambiar incesantemente.
con mayor vuelo, es el punto de vista de su formulación. Dos cuestiones, aparentemente iguales, pasan a ser muy distintas si están planteadas en momentos diferentes y desde diversas circunstancias. Nuevamente estamos en lo de la «espiral». Para mí, en este sentido, ha llegado a ser un verdadero lema aquello que decía Kierkegaard «No se trata sino de buscar el lugar desde donde hay que ver.» Parece muy simple, pero en ello va, posiblemente, toda la Historia de la Filosofía y la historia misma de la Humanidad.
A.: ¿Se trata de una espiral sin fin?
CH.: Nadie tiene la capacidad de invadir un territorio desconocido y vaciarlo en su totalidad. Si así fuera, no habría regresiones. Yo voy vaciando un territorio en cuanto que voy, paradójicamente, llenándolo de conocimiento (del conocimiento de lo que voy descubriendo). Es como si alguien dijera: «voy a llenar un vaso, y lo voy a llenar hasta arriba». La experiencia me dice que es empresa inasequible para el hombre. Ni el vaso se colma a rebosar, ni el territorio puede abarcarse en toda su amplitud; siempre hay reductos que llenar y parcelas por descubrir.
A.: «Cierto que jamás, y de una vez para todas. podrá ser apresada la raíz dionisiaca de la vida -he escrito yo a propósito de tu obra-, pero sí sucesivamente merodeada, asediada, localizada y descubierta, a lo largo de una incesante aventura de espaldas a lo conocido y reconocido, creado y recreado. Lo contrario es suplantación, aunque lo llamen formalismo.» Esa pregunta creciente, o espiral sin fin, ¿concierne a la «perfección formal» de la obra, o dice directa relación, más bien. con tu propósito de conocer?
CH.: Creo que hay pocas dudas. No es cuestión de «perfecciones formales»; es problema de acercarse a lo ignorado y descubrir nuevas facetas en lo aparentemente sabido. Un ir y retornar a lo inabarcable, tránsito hacia la noche, hacia lo negro, de acuerdo con aquel incitante verso de René Char: «II faut marcher, le front contre la nuit».
A.: Al margen, pues, de toda idea de pulcritud formal de «perfeccionismo», vayamos a tu obra a través del análisis de unas cuantas constantes que en su diversidad (¿otra vez la espiral?) muestra la casi totalidad de tus criaturas: un primer proceso de «apertura». una tendencia posterior a la «concentración», al «cierre». y la frecuencia de un «elemento fugado» que aparece, por ley general, en momentos cruciales de cada una de tus épocas y se verifica en todos los materiales de que te sirves, por contundentes que fueren (incluso en la tremenda mole de hormigón de la Fundación March aparece ese elemento, descolgado del cuerpo unitario de la escultura). Comenzando por esta última característica, se me ocurre preguntar: ese elemento fugado ¿es flecha o cordón umbilical? ¿Apunta a un designio o evoca un origen?
CH.: Buena pregunta, buena y nada fácil de responder. A mí mismo me ha sorprendido más de una vez la presencia del «elemento fugado», y yo mismo he tratado de explicármelo. Sí, efectivamente, hay en él algo de lo que tú sugieres, algo de señal de un origen y algo de tendencia, algo relacionado con el tránsito mismo de la vida. como un instante entre dos límites, y con la idea también de concentración y dinamismo. Yo diría que viene a ser como «la fuga de un exceso», una especie de «válvula de escape» (sin la cual, valga el símil, un motor no puede funcionar). La realidad apresada, dinámicamente concentrada en el cuerpo de la materia, exige un respiro para dar salida a su propio exceso entre esos dos límites. Por ello tiene algo de vector y algo de fuga, como apuntando a un «a dónde» y a un «de dónde».
A.: La idea de «apertura» con que suelen iniciarse muchas de tus etapas (cuanto más lejanas son éstas, más patente se hace la alusión a lo «abierto») viene a concretarse plenamente, y por vez primera, en los «Hierros de temblor», del año 1957, señalando, a contar de entonces, una constante enriquecedora de tu obra y una auténtica invención no sólo en el campo de la escultura sino también en la historia de la forja: el hecho singular de que un elemento único se vaya haciendo vario a merced del corte sucesivo, en tanto el cuerpo de la materia. sin detrimento de su unicidad, se va abriendo desde sí hacia otras y otras posibilidades espaciales. ¿Cómo diste con ese «invento»?
CH.: Empujado por el espacio, por el tiempo y por la necesidad de preguntar, de acuerdo con la materia, en ambas direcciones. Ese corte sucesivo sólo es practicable. en primer lugar, en el hierro al rojo vivo y por el medio exclusivo de la forja (en otro material y con otro procedimiento sería algo totalmente ficticio). Por otra parte, al ir abriendo gradual y paulatinamente el hierro, me era posible preguntar, desde la materia y de acuerdo con ella, en torno al espacio y al tiempo.
REVISTA DE OCCIDENTE - 01/01/1976
Ir
a SantiagoAmon.net
Volver
|