A.: ¿Cabe hablar otra vez de la «espiral»?
CH.: Por supuesto, y sin recurrir ahora a la analogía o a la metáfora. Esa obra, «Hierros de temblor l», es materialmente una espiral cuyo crecimiento se logra e intensifica por los cortes sucesivos que se imprimen a los elementos que la integran. Unos y otros van señalando angulaciones gradualmente distintas y vienen a orientar diversamente un espacio único, como al dictado de la frase de Kierkegaard.
A.: Resulta tan evidente la adecuación de tu proceso creador para con la manera de ser de la materia, que ese gran hallazgo del «corte», y subsiguiente «apertura». solamente se dará en tus obras de hierro forjado, e incluso desaparecerá de ellas (especialmente de las últimas) en la medida en que ellas vayan tendiendo a la concentración, al «hermetismo». Tal hallazgo ¿puede considerarse, según yo apuntaba, un verdadero invento en la historia de la escultura y de la forja?
CH.: Así parece. Yo, desde luego, nunca había visto este procedimiento aplicado a la escultura. Referida la cuestión a la historia de la forja, creo que el caso corresponde a los especialistas. Y al menos uno, un experto alemán, ha dicho que sí, que es un verdadero invento. A él te remito.
A.: La tercera constante a considerar era el tránsito paulatino de la apertura a la concentración o «cierre». Qué duda cabe que el hallazgo del «corte», de la incisión, propició el abrirse de la materia. La materia ha de ir, sin embargo, apoderándose poco a poco del vacío. comenzará a crear cuerpos cada vez más densos y terminará por cerrar o tender a cerrar el organismo de tus esculturas. ¿Cómo ves este fenómeno desde tu experiencia? ¿No se dará una insensible transición desde la diversidad y ambigüedad (algo muy característico de la «naturaleza») hacia la concentración y la unidad (algo muy distintivo del «espíritu») en aquellos términos que yo insinuaba al comienzo de la conversación?
CH.: Contemplado desde el hoy el fenómeno, y como algo constante en el proceso de todas mis esculturas, puede todo ello obedecer a un proceso lógico de conocimiento, desde lo diverso hacia la unidad. Y la unidad tiende, efectivamente, a congregar, a concentrar, a sintetizar, a ahorrar.
A.: Ese proceso cognoscitivo revela, en cualquier caso, el tacto progresivo de la personalidad, de la individualidad, como signo unitario del espíritu congregador frente a lo vario y diverso de la naturaleza. Si yo me quedo en lo diverso, afirmo, sin más, mi pertenencia a la gran ambigüedad, a la gran multiplicidad, de la naturaleza. Es mi espíritu el que, «limitando» la efusión de la naturaleza y de la vida, va imponiendo principios unitarios. ¿Cómo ves (dejando de lado todo excurso teórico) desde tu propia experiencia, repito, todo este proceso de concentración e incluso de hermetismo?
CH.: No hay un hermetismo absoluto. Puede hablarse de una extremada valoración del espacio interior. Mi obra, al producirse en el espacio real, tiene límites concretos en su parte positiva (el pleno), siendo sólo virtuales los de su lado negativo (el hueco). La obra resultaría hermética, absolutamente impenetrable, si fueran también reales y concretos los límites de dentro. La escultura, en tal caso, vendría a ser tan inaccesible como una habitación cuya puerta no se pudiera abrir. Ese proceso de concentración o «cierre» responde a un intento de valorar con igual medida, digamos, «lo de dentro» y «lo de fuera». Hay, ciertamente, algunas esculturas mías, realizadas en madera, y, sobre todo, la titulada «Iru Ari» («Tres piedras»), ejecutada en granito, rayanas en el hermetismo. En ellas, el contemplador no tiene un acceso verdadero a su interior (realmente, sólo yo sé lo que ocurre dentro). El tejido de las vigas en aquéllos, y en ésta, la problemática de su porción oculta han llegado a impedir la visión del interior. Buena parte de la obra subsiguiente, ejecutada en acerocortén, tiende a valorar intensamente ese espacio interior, pero sin incurrir en lo hermético. Tal es la línea de los «Elogios a la Arquitectura 11 y III», del año 1972. En estas obras hay aperturas por las que penetra el espacio y vuelve a salir y tiende a prolongarse virtualmente hacia una gran lejanía. El título mismo de dichas obras no está exento de intenciones. Yo trato de hacer patente en ellas un dato que a la arquitectura tradicional se le había escapado. La arquitectura envuelve, ciertamente, espacios tridimensionales, pero valiéndose de superficies (las paredes de una casa, por muy gruesas que sean, son superficies que encubren un vacío). Yo, en cambio, en estas esculturas pretendo romper con las superficies como mero continente y conjugar las tres dimensiones de fuera con las de dentro, establecer un equilibrio entre el pleno y el vacío. Podría agregar también una razón de ética en esta valoración integral del espacio. No me parece justo (aunque sea impenitente costumbre ajena) simular el espacio interior u ofrecer apariencia de plenitud y consistencia a base de chapas superficiales que encubren la pura oquedad.
A.: Todo un ejemplo del comportarse y del conocer. Tus esculturas son las vías naturales de tu conocimiento, y no ha dejado de suscitar la atención ajena hacia una más amplia temática «gnoseológica» por parte, justamente, de filósofos y poetas de acusado corte esencialista (los Bachelard, Heidegger, Hólzer, Frenaud, Guillén.... más el avanzado proyecto de colaboración con Ezra Pound que sólo su muerte, previsible e inesperada, vino a frustrar). ¿Cómo se produjo, concretamente, tu relación y amistad con Heidegger y cuál fue la temática básica de vuestras conversaciones a propósito del libro que hicisteis «mano a mano»?
CH.: Puedo confesarte que yo hablé mucho con Heidegger en torno a lo anteriormente dicho. Algunas de las cuestiones, e incluso definiciones, que aparecen reflejadas en el libro (El Arte y el Espacio), guardan relación directa con algunas de mis obras.
A.: Efectivamente. Dos, al menos, de las definiciones que el filósofo propone acerca del espacio, y de su coherencia con el hecho escultórico, no parecen sino traducción de aquellos títulos que tú aplicas a dos familias de esculturas: «Lugar de encuentros» y «Alrededor del vacío». Ello ocurría en 1968, otra fecha de arranque en el auge de tu carrera hacia un mayor colosalísmo, y punto de partida también en la acumulación de premios y distinciones: en dicho año se producen tus grandes exposiciones retrospectivas en Europa (Basilea, Zurich, Amsterdam, Munich..., y la UNESCO te encomienda una gran escultura en acero, «Peine del viento IV», para ser colocada en la entrada de su sede en París). Al año siguiente realizas, a requerimiento del Banco Mundial, otra gran escultura en acero, «Alrededor del vacío V», y, al siguiente, la Fundación Thyessen le encarga otra gran escultura con destino al centro de la ciudad de Düsseldorf, y eres nombrado, ese mismo año, profesor en la Universidad de Harvard. En 1972 realizas tu primera escultura en hormigón, «Lugar de encuentros III» (la célebre «Sirena varada» que, tras tantas y tan lamentables incidencias, «voló» de Madrid. a cuyo «pueblo» tú la habías regalado). Prosigue la cuenta de tus premios con el «Internacional de Grabado» ;en Lubianka) y viene a cerrarse, por ahora, con los dos galardones que has recibido en el año en curso (el Premio «Diano Marina» y el Premio «Rembrandt», el más prestigiado de Europa). Siendo tan relevantes estos acontecimientos, para mí hay uno mucho más significativo', en su aparente simplicidad, o más cargado de referencias a problemas, no ya estéticos, también del pensamiento contemporáneo en general: la exposición «Rothko-Chillida» que tuvo lugar en el Kunstumuseum de Basilea, el año 1962. ¿Cómo se produjo o a quién se le ocurrió la feliz idea de esta exposición?
CH.: La idea partió de un hombre inteligentísimo, Arnold Rudlinger, una persona verdaderamente extraordinaria, muy capaz de adivinar esa problemática tan actual a que tú aludes, y congregar, en su aparente disparidad, muchos puntos de convergencia entre la obra de Rothko y la mía.
A.: El tema de la multiplicidad de la naturaleza, versus la unidad del espíritu, parece en principio encontrar sus polos respectivos en la obra de Rothko y en la tuya, aunque, como luego ha de verse, no sean pocos los puntos de coincidencia. ¿No crees que el quehacer de Rothko se centra en la diversidad, en la ambigüedad, en la dispersión, en tanto tú tiendes a la unidad, a la concentración, a la definición?
CH.: La diferencia que tú sugieres, bien pudiera provenir de una captación muy simple e inmediata, del «golpe de vista» ante un cuadro de Rothko y ante una escultura mía. En el cuadro de él verá de inmediato el contemplador que la masa pictórica se deshace en evanescencias, y observará, de igual modo, que mi escultura se concreta en la definición de un límite. Aparte de que lo suyo es la pintura, y la escultura lo mío (con su consecuente e inverso grado de densidad o corporeídad material), bien pudiera ocurrir que en la obra de ambos latiera un mismo problema.
A.: Has hablado de «corporeidad», y yo creo que por ahí va el buen encauzamiento de ese problema. La visión superficial de la obra de Rothko es, a juicio mío, la que ha inclinado la atención común del lado de lo «evanescente», con olvido palmario de la «corporeidad» y tremenda densidad de la que brota dicha evanescencia. En los cuadros de Rothko es una invariable forma cuadrangular la que toma consistencia, a favor de la cual esa «forma corpórea» se va distanciando o evadiendo del plano subyacente (evasión y distancia que se acentúan aún más por la distinta coloración del plano
de fondo y la masa emergente). En tus obras predomina mucho más, como es lógico, la corporeidad de lo eminentemente sólido (el hierro, por ejemplo), cuya solución, al llegar al límite, no es la «evanescencia», sino la trepidación, «el temblor», característico de la materia por ti empleada. Pese, sin embargo, a esa tan contundente corporeidad de muchas de tus esculturas, la atención de algunos estudiosos se ha centrado erróneamente.
como en el caso de las «evanescencias» de Rothko, en el «límite lineal» (mucho se ha hablado, con relación a tus obras, de la «línea-fuerza»), en el recorrido externo, entendido como «contorno». ¿No radicará en la justa inversión del planteamiento el punto de coincidencia, peculiaridades al margen, entre la obra de Rothko y la tuya?
CH.: En la palabra «límite» que acabas de pronunciar puede latir la verdad de todo este asunto. El problema del espacio. en general, es un problema de «límites», para Rothko, para mí y para quien haya tomado conciencia ante él y lo haya trasladado a la obra. En el límite, una cosa pasa a convertirse en su propia «contrafaz» («contra-forma», «contra-hueco»...). Ahí radica el enigma del límite, que es el equivalente, en el espacio, al «presente» en el tiempo («el límite es el protagonista del espacio --he dejado yo escrito- como el presente, otro límite, es el protagonista del tiempo»). La forma de llegar a ese límite y de resolverlo (o «resolverse en él el cuerpo») se dará, entre otras cosas, de acuerdo con la materia empleada y el proceso seguido. Pese a la diversidad de nuestros mundos y procesos respectivos, es ahí donde se da la coincidencia entre la obra de Rothko y la mía. Más de una vez lo he pensado.
A.: El límite, así entendido, dista mucho de esa consideración «lineal» («contorno», «línea-fuerza»...) que algún intérprete ha asignado erróneamente a tu escultura. El límite dice relación con el cuerpo y con
su «contra-cuerpo», para lo cual es menester, ante todo, que haya efectiva corporeidad, produciéndose su «solución» de acuerdo con la materia y el proceso. A tenor de ello, y frente a una opinión no poco divulgada, se me ocurre oportuna esta distinción, basada en el predominio de la «corporeidad», ante los cuadros de Rothko y ante tus esculturas: la intensa corporeidad de las obras de Rothko es la de lo húmedo, la «densidad d, la nube», cuya solución natural, ante el límite, es la «evanescencia». La corporeidad de tus esculturas es la de lo eminentemente duro, la «solidez del hierro», cuya solución natural, en el límite, es la trepidación, el «temblor». En ambos casos, pues, el problema «en el límite» se produce a partir de la «corporeidad». Cabría agregar el nombre de un «tercero en concordia»: Pablo Palazuelo. También en su caso ha abundado la crítica a favor del carácter «lineal» y en perjuicio de la auténtica «corporeidad» de sus formas. ¿De qué especie es esta corporeidad? La de la piedra preciosa. diamante o rubí, cuya solución natural, en el límite, revestirá la forma de reverberación o «destello». «Evanescencia», pues, «temblor» y «destello» señalan, llegadas al límite, las formas respectivamente corpóreas de Rothko, Chillida y Palazuelo.
CH.: En los tres, a juicio mío, el problema es único: el desarrollo de la obra en función de esa imagen terrible del «límite» (punto álgido del espacio y también del «ser»). Quien lo haya sentido, habrá procedido, a través de su peculiar recorrido de creación, movido por la plenitud de un gran enigma y por la duda de poder llegar hasta el final, a la claridad de la luz (cuyo rayo, en el límite decisivo, invocaba Goethe: «¡Luz. más luz!»). Cuando hago una escultura y defino con rotundidad una forma, siempre me queda una zona de mí mismo, en función de lo hecho, envuelta en una gran duda: una duda en torno a esa definición. Si uno prosigue es porque se siente obligado por una necesidad. Es esa necesidad la que a mí me lleva a definir, a Rothko a degradar, y a Palazuelo, según la imagen que tú has trazado, a provocar últimas «fulguraciones». En los tres casos el fenómeno, realmente, es el mismo: la incapacidad de llegar a definir plenamente el problema del lugar en el espacio y su equivalencia en el tiempo, porque, realmente, se trata de un problema que excede las posibilidades humanas. El que se lo plantea de cara, no pudiendo llegar a una definición suficiente, tiene que recurrir a aproximaciones o indicios últimos («temblores», «fulguraciones» o «evanescencias»).
A.: Vamos con un último tema. Una de las indicaciones que con mayor inmediatez me ha venido siempre de tus esculturas (y así lo he hecho constar más de una vez), es que, siendo objetos del arte, del artificio («artefactos», en su estricta acepción etimológica), tienen algo, y muy manifiesto, de «acontecimiento natural». ¿Podrá ser atacado por ahí el tema de la difícil compatibilidad entre la diversidad de la naturaleza v la unidad de la obra, como fruto de un «espíritu», de una sensibilidad personal? ¿A qué atribuirías tú este indicio inmediato o simple sensación?
CH.: Esta idea de coherencia de mi escultura con maneras de ser de la naturaleza, o su característica de «acontecimiento natural», ha sido apuntada por no pocos estudiosos e intérpretes de la, obra (tú, entre ellos, y Franz Meyer, que ahora recuerde...). No podría definir el caso con alguna exactitud, aunque yo mismo no haya dejado de notarlo. En todo mí quehacer hay, desde luego, un profundo respeto a la materia y a las leyes naturales que ella traduce. Uno se introduce, a través de la intuición, de la experiencia y de la obra, en ese universo de las cosas, de la materia con sus leyes, de la naturaleza..., y la obra, aun siendo artificio, termina por mostrar una cierta pertenencia al medio del que, en última instancia, provino, y aparecerse, de algún modo, como un «acontecimiento natural».
A.: Al menos el caso contrario ofrece pocas dudas. Vas a permitirme, para acotar el tema, la formulación de tres definiciones, alusivas a la «ingeniería», a la «arquitectura» y a la «escultura» (dando de lado en las dos primeras su aspecto funcional, o consideradas -Pirámides de Egipto, Acueducto de Segovia...- cuando se han hecho «obsoletas», cuando ya han perdido toda función práctica, por el paso del tiempo o erosión de la historia). «La ingeniería es un orden natural que se opone a la naturaleza» (por el cálculo, está en el orden de la naturaleza -el cálculo es abstracción de leyes naturales-, pero por la obra calculada, o estructura, se convierte en artificio que viene a perturbar o a modificar el orden natural). «La arquitectura es un orden artificial que se acomoda a la naturaleza» (parte de formas dadas, no directamente abstraídas de la naturaleza y trata con ellas de acomodarse -la ecología es su fiel compañera- al orden natural.» «La escultura es un orden natural que se traduce como parangón artificial ante la naturaleza» (si es una verdadera escultura, parte también de la abstracción de leyes naturales, y termina por parangonarse, como «artefacto», con la naturaleza circunstante). ¿Qué te parecen mis tres definiciones?
CH.: Verdaderamente agudas, aunque en el caso de la escultura haya que agregar que ese «parangón» de que hablas con acierto, lo establece realmente un tercero el contemplador. El árbol no requiere del espectador, tiene su propia vida; la escultura, sin alguien que la contemple, no existe. Estoy de acuerdo en que la escultura parte de la abstracción de leyes naturales, y en tal sentido puede constituir la «rótula» o articulación entre el orden natural y el artificial. La materia, dato de la naturaleza, en que yo trabajo, y yo que la trabajo, tenemos nuestros enigmas respectivos. ¿No le corresponderá a la obra el papel de articulación de unos y otros?
A.: También yo debo agregar que la obra de ingeniería y de arquitectura, una vez que ha perdido su función y «queda como monumento», requiere del «contemplador». Veamos el caso desde otra perspectiva (o siguiendo el vuelo de la «espiral»): tus esculturas («abstractas». en el sentido de «no-figurativas») mantienen un cierto parentesco, creo yo, con aquellos fenómenos más inabarcables (más «abstractos», en el sentido de «más ilimitables») de la naturaleza (la cordillera, la costa, la tempestad, la inmensa nube que sobrevuela un continente...), aquellos fenómenos que aparecen como anómalos por su misma magnitud y por la desemejanza, ajena al paso de la costumbre, con que se producen. ¿Vendrá este parentesco a fomentar la sensación de «acontecimiento natural»?
CH.: Has utilizado dos términos que pueden ser clave lo «inabarcable» y la «desemejanza». El primero ha de guardar forzosamente una estrecha relación con el quehacer de quien es consciente de la «indefinición del límite» y de la propia inabarcabilidad del espacio. El segundo tal vez constituya todo un vínculo entre arte y naturaleza. Quien trabaja «en la cuerda floja del límite» llega pronto a la conclusión de que la «semejanza» es posible en la geometría, pero no en el arte (ni tampoco en la naturaleza). En geometría, el punto no tiene dimensión. En el arte, por el contrario (y también en la naturaleza) la idea de «punto» es inseparable de la materia, se da encarnado en ella, adquiriendo una medida concreta e impidiendo toda semejanza. El misterio de la naturaleza y del mundo real, en el que el arte de la escultura está inmerso, se plantea en los tres campos, de una manera no poco afin y por la suma de estos tres datos: que el concepto de «punto» aparece necesariamente incorporado a la materia; que tiene medida; y que es refractario a toda idea de «semejanza» (cosa que no ocurre en la geometría por ser pura abstracción conceptual).
A.: Una nueva perspectiva u otro giro ascendente de la «espiral»: ¿No le vendrá a tu obra ese tinte de «acontecimiento natural» de su propio «buen acabamiento»? Este buen acabamiento nada tiene que ver. por supuesto, con la idea de «perfeccionismo»; alude. más bien a la natural coherencia de la obra para con su origen genuino. Cuando una obra se realiza de una forma caprichosa o arbitraria, no tiene por qué evocar, ni remotamente, algo que concierna a un acontecimiento de la naturaleza. Si la obra, por el contrario, obedece a una «necesidad», como tú decías, y se consuma por la sola confrontación con una llamada o exigencia que vino de la naturaleza y de la vida, su relación con lo natural y lo vital parece obvia. El término, en consecuencia, decisivo para urdir un razonamiento en torno al tema del «acontecimiento natural», debe buscarse en los orígenes del proceso creador. ¿De dónde parte el proceso de tu escultura?
CH.: De una llamada, vaga y soterrada, que yo he llamado «aroma» (y lo he llamado así para nombrar, de algún modo, este punto de partida, verdaderamente innombrable).
A.: Esa llamada, ese «aroma». ¿pertenece a las «reglas del arte», o proviene de la naturaleza y de la vida?
CH.: Sin duda que de la naturaleza y a la vida.
A.: ¿Cuando das por concluida una obra? ¿Respecto de qué indicio puede hablarse de consumación? El «aroma» que proviene de la vida es algo, difuso, embargante e «inefable», como la propia vida. De él no se puede decir es «eso», no se puede nombrar, porque en tal caso sería algo ya trasladado al mundo del concepto, convertido en categoría e investido de definición. El «aroma» es (diría Bergson) «como una llamada simpatía que viene de la vida» y sólo puede ser captado por vía de «intuición». A partir de él, se inicia el ciclo creador. ¿Y no se producirá, igualmente, en atención a él o por morosa regresión hacia él, hacia su creciente «familiaridad», la consumación de la obra, su definitiva «perfección» (en su más recto sentido etimológico)?
CH.: Así es. El encuentro último con esa primera llamada señala el fin, la definición, de la obra: es el encuentro con la propia obra y el cierre de todo el ciclo
creador.
A.: Y aquí viene la conclusión (que por parecerme tan clara y guardar proporción tan correcta con sus premisas, me induce a más de una sospecha): si el origen
se da en la naturaleza y en la vida, y todo el proceso se va a consumar en atención a aquel origen, la obra (la que se haya atenido a tal proceder) tiene ya algo de «acontecimiento natural», por cuanto que concentra y explicita aquella llamada que vino de la naturaleza y de la vida.
CH.: El argumento es irreprochable, tal vez demasiado claro, para lo complejo y obscuro del proceso a que se refiere (y tal vez de esa «claridad» nazcan tus «sospechas»). Creo, no obstante, que por ahí van los tiros, en la medida en que el caso no corresponda más a la duda que a la deducción.
A.: Si el nexo del problema se ciñe, en última instancia, al proceso en cuanto que tal, desde los orígenes hasta la culminación perfectiva de la obra, ¿podrías iluminarnos acerca de tales términos y tal recorrido?
CH.: Difícil empresa e iluminación no poco problemática. Lo que no se explique a través de la obra, como proceso y como realidad, mal puede hacerse con el solo raciocinio. Mis obras -dije antes- son mis vías naturales de conocimiento. Yo conozco muy bien las leyes que las rigen, pero no puedo) explicarlas sino a través de lo que hago. Yo conozco una obra antes de hacerla, pero ni sé cómo va a ser, ni quiero saberlo. Sé cuál es su «aroma», sé incluso qué espíritu se desprenderá de ella cuando esté concluida; ignoro, en cambio, la forma que va a adquirir y tampoco quiero conocerla de entrada. Si yo la conociera de antemano, corno proyecto, o si de antemano la visualizara plenamente, esa obra dejaría de interesarme por completo. No la haría, en la sana creencia de que ya estaba hecha. Cuando uno tiene a su alcance todos los medios y las partes de una obra y ve con claridad su fin, debe entrar en la sospecha de si no la habrá hecho con anterioridad: cuando uno sabe hacer una cosa es que ya la ha hecho. Hay que hacer lo que no se sabe hacer, como hay que conocer lo que se desconoce. El arte es un conocer creando, y el artista tiene que aprender haciendo.
A.: Pese a ignorar la forma perfectiva o el «cómo» va a ser la obra, ¿ese «aroma» originario es para ti una especie de preconocimiento?
CH.: Eso es exactamente: un «preconocimiento». El «aroma» es algo por lo que ya te puedes guiar en medio de la noche (aquella «noche» de que hablaba René Char). es lo que inicialmente conoces y puedes seguir, de una forma vaga, para dotarlo en su día de la forma que ahora ignoras. Este conocimiento no tiene, pues, nada de «formal», nada de definible «plásticamente». No sé lo que es, pero sé lo que no es. Este preconocimiento es disociación, exclusión tajante de lo conocido. No tiene cuerpo, no se puede dibujar: es algo que te embarga. pero que no admite nombre concreto ni definición siquiera aproximada. Ya que el «aroma» no se deja ni siquiera «abocetar», más de una vez me he sentido tentado a «escribirlo», a «frasear», digamos, en torno a él, y tampoco es posible.
A.: ¿Cómo o cuándo llega a adquirir algún signo corpóreo o a asumir algún punto material de referencia?
CH.: En el caso de que no se esfume (muchas veces así ocurre), hay un instante, bastante al comienzo del recorrido, en que el «aroma» viene a adquirir esa primera corporeidad que tú mencionas y que yo lamo «el corazón de )a obra». A partir de ese instante, ni ésta se me escapa, ni yo estoy solo. Con anterioridad a él,
la soledad es absoluta: soledad ante lo negro, ante la «noche», sin otro apoyo que la efusión del «aroma» que, si en sentido positivo no te esclarece prácticamente nada, excluye negativamente muchos caminos falsos. De pronto doy con ese «algo corpóreo», con el «corazón de la obra», que es ya un asidero dentro de la materia » y de la realidad. Nace con leyes que no puedo transgredir. Con él y con ellas, la obra ya no se me escapa de ningún modo. Si desde la primera llamada no acierto a llegar a este otro sitio, la obra no nace, se pierde definitivamente (y con ella se esfuma el «aroma» que inicialmente quería anunciarla). Cuando doy con esa referencia material, con ese «epicentro», la obra ya es mía. Es como un corazón que está latiendo, y pertenece va al mundo de la realidad y de la vida. Ya no estoy solo. Somos ya dos, haciéndose posible el trueque de preguntas y respuestas, el diálogo sobre un hecho real, sobre un acontecimiento efectivo.
A.: Conforme te escuchaba no podía ocultar una serie de ecos o referencias bergsonianas, harto afines, dentro de la teoría general, a lo que tú expones desde tu particular experiencia. Hay un luminoso opúsculo de Bergson, titulado El esfuerzo intelectual, en que, preguntándose el filósofo por lo que realmente caracteriza al «esfuerzo de invención», centra su análisis en un proceso muy análogo al tuyo e incluso hace referencia, con otros nombres, a alguno de los instantes que tú has definido tan certeramente. Según Bergson, sólo hay un camino para resolver un problema: «darlo por resuelto». «Uno se representa un ideal -escribe literalmente-, es decir, un cierto efecto obtenido, y luego busca por qué composición de elementos ese efecto se obtendrá realmente.» Uno da el problema por resuelto en el sentido de que sabe que es ése y no otro y que la solución está en él y no fuera de él. El inventor, de esta suerte, da un salto en el vacío, ignorando los medios y las partes y quedándose con la totalidad del problema como tal, para luego rellenar el intervalo sobre el que ha saltado. «Pero -pregunta Bergson- ¿cómo captar el fin sin los medios, el todo sin las partes? No puede ser bajo forma de imagen, ya que una imagen que nos hiciera ver el efecto cumpliéndose, nos mostraría también los medios por los cuales el efecto se cumple. Es preciso reconocer que todo se ofrece como un esquema y que la invención consiste, precisamente, en convertir ese esquema en imagen.» El inventor tiene que dar previamente con ese esquema conjuntivo (en que el todo no se halla explicitado en partes, sino que éstas se hallan dinámicamente concentradas en él como pugnando por salir), y convertirlo luego en imagen explícita (en cuyo concierto las partes aparecen desplegadas y conformadas). ¿No concuerda este esquema conjuntivo con lo que tú llamas el corazón de la obra (en el sentido de que ambos casos las partes y las formalizaciones están en él, y sólo en él, pero latentes y entrelazadas)? ¿No guarda relación por otra parte, la imagen de que él habla y la obra que tú concluyes (en el sentido de que aquellas partes, y sólo ellas, que antes se daban densamente concentradas, aparecen desarrolladas ahora en su integridad)? ¿No consiste, por último, el esfuerzo de invención o creación en convertir el esquema en imagen y el corazón de la obra en obra definitiva?
CH.: Pese a ser asiduo lector de Bergson (tú sabes que La evolución creadora ha sido para mí un auténtico libro de cabecera), puedo asegurarte que no tenía noticia de ese opúsculo. Las similitudes, en efecto, son muchas y muy insospechadas. Debo, en todo caso, hacer una llana aclaración en cuanto a todas ellas: que Bergson está exponiendo (¡y con qué .agudeza!) una teoría, en tanto que yo me limito a describir, lo mejor que puedo, un proceso empírico. Lo curioso (y lo que me cuesta mucho admitir, y con no poco rubor) es que un profundo pensador (¡Bergson, nada menos!) desprende de un riguroso discurso filosófico algo muy afín a lo que haya podido alumbrar a través de mi intuición, de mi experiencia y de mi obra material. ¿No sería mejor omitir este punto, en lo tocante, al menos, a mi respuesta?
A.: Tu obra parte de la genuinidad vital del «aroma», logra su corporeidad primera (su «corazón» o «esquema conjuntivo») a contar de él, y se consuma en la exacta confrontación con aquel origen. ¿Cabe equiparar la «creación» a una paulatina y morosa «retroacción» cuyo auge se produce, al margen de toda paradoja, «hacia atrás»? Un aforismo tuyo dice textualmente: «No olvidemos que original viene de origen». ¿Equivale lo original a lo creado o a lo logrado merced a esa «retroacción» sin pausa?
CH.: Sin duda alguna. Este es el sentido de lo que tú llamas mi «aforismo» y no otro, en mi caso, el camino hacia la obra. Antes te decía que el encuentro último con la primera llamada señalaba el fin, la definición de la escultura. Ahí es donde se produce el encuentro efectivo con lo hecho, y en ese punto es donde se cierra el ciclo completo de la creación.
A.: Y el epílogo. ¿Por qué Picasso?
CH.: Por el carácter de rotundidad con que acierta a definir el volumen. No sólo ha sido un maestro en el análisis de las formas; cuando éstas se incorporar a las tres dimensiones, adquieren una solidez, una «rotundidad» que las hacen inconfundibles y que difícilmente se dan en las obras de otros escultores.
A.: La obra escultórica de Picasso ha atendido a una temática muy variada y admite, lógicamente, su asignación a muy diversas épocas. ¿En cuál de éstas aparece de forma más clara y «rotunda» el gran escultor?
CH.: En el «Monumento a Apollinaire» y en todas aquellas esculturas que se relacionan con dicha obra: ¡esas cabezas, sólidas, consistentes, «rotundas»..., a merced de un colosalismo concentrado y de una medida exacta en el espacio real!
A.: En mi libro Picasso. y cotejando un texto de Malraux, aludo a esas cabezas del «Monumento a Apollinaire» y a otras muy directamente emparentadas con ellas (invariables, prácticamente, a lo largo de la carrera escultórica del padre del cubismo), comparándolas con la peculiar disposición de los «ídolos sumerios»: faz contenida y distorsionada, nariz prominente y ojos abultados... ¿Te parece acertada la referencia?
CH.: No sólo en este caso. En otras muchas épocas (por no decir en todas) del quehacer de Picasso, se hace inevitable la referencia histórica. Pero las esculturas las
ha hecho él y con un alto grado de ejemplaridad.
A.: De acuerdo: el cubismo sólo pudo ser ideado por los oficios de un pintor con mentalidad de escultor, como lo prueba la contextura misma de las «Señoritas de Avignon», verdadero exordio del arte contemporáneo. Consciente de ello y refiriéndose a ellas, escribía Picasso a Julio González en 1908: «Bastaría recortar los personajes -puesto que los colores no son más que indicaciones de perspectivas de los planos inclinados de un lado o de otro-, después de reunirlos según las indicaciones suministradas por el color, para hallarse en presencia de una escultura». Picasso, por otra parte, fue pródigo como nadie en la meditación, va.
REVISTA DE OCCIDENTE - 01/01/1976
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