E1 arte del Greco entraña la ruptura más tajante que en sus días haya conocido la Historia: ruptura si acaso superada por la que Picasso provocó, inconfundiblemente, en la primera década de nuestro siglo. Se me dirá que todo artista genuinamente creador ha dejado en sus lienzos, junto a la huella de la ruptura, el sello de lo inconfundible.
¿Hay, sin embargo, pintor más inconfundible, calidad al margen, que el Greco? Cualquiera, gústele o no, lo distinguiría entre mil, entre todos los otros, hecha excepción (y gustos también aparte) de Pablo Picasso. A este solo extremo o punto fundado de comparación quisiera ceñirse mi comentario ocasional a propósito de la doble exposición del Greco recientemente inaugurada en Toledo y en Madrid; que sus obras hoy expuestas deben contemplarse, me creo, con ojos igualmente de hoy.
Hay argumentos suficientes para afirmar que Picasso, a la hora de la ruptura, acudió al fragor de aquella otra (la más grave que antes de la suya conociera la historia del arte) provocada por el Greco. «Se liberó de Italia», escribe de éste André Malraux acentuando más la escisión que la presunta consecuencia para con sus maestros venecianos. Se liberó, cabe acentuar, de toda forma de perfección (esto es, acabada, consumada, conocida) y abrió sus ojos al horizonte de lo desconocido, de lo ilimitado, de lo por venir. Desmintiendo el contumaz empeño renacentista en fingir tres dimensiones allí donde sólo puede haber dos, redujo el Greco la pintura a un soberbio plano, a una superficie gigante en que todo el acontecimiento se centra, antepone y choca frontalmente con la mirada del contemplador. ¡Una espléndida vidriera sobre la que Picasso lanzará el dardo incontestable de sus célebres Señoritas de Aviñón!
No son pocos los estudiosos que han descubierto la sombra del Greco en el desarrollo de las criaturas dadas a luz por Picasso con anterioridad a 1907 (año de las Señoritas de Aviñón) y de forma especial en los tipos o estereotipos de la época azul. De hecho el estímulo de Theotokopulos ya andaba presente en sus incipientes escarceos barceloneses (recuérdense sus Croquis de dos figuras a la manera de el Greco o el Retrato de un desconocido, de 1899) y no han de serle ajenas, para el resto, sus «luces lívidas -dicho con palabras de Roger Garaudy-, sus relámpagos azulosos, sus formas angulosas y despedazadas, rechinantes de color». Buena prueba de ello es que en torno a 1930 (época llamada de los museos) encarnará el Greco uno de los reclamos más incitantes en la sensibilidad de Picasso, entregado por aquel entonces a la recapitulación empírica de los maestros de antaño.
Lo que nadie señala, que uno sepa (¡y quién sabe si no habrá sido objeto de consideraciones y reconsideraciones en algún capítulo de la inabarcable bibliografía picassiana!), es que el esquema esencial de las Señoritas de Aviñón responde fidelisimamente a una composición harto conocida del Greco: aquella concretamente que sustenta la escena central del cuadro titulado La visión o Quinto sello del Apocalipsis, obra de plenitud del singular maestro cretense afincado en Toledo (que hasta hace unos años podía contemplarse en la Casa-Museo de Zuloaga, en Zumaya, y hoy exige un viaje al Metropolitan de Nueva York, en cuyas salas se exhibe para orgullo de americanos y vergüenza de españoles).
Tanto en la escena central del Quinto sello como en la cruda estampa de las Señoritas de Aviñón son cuatro las figuras fundamentales, trazadas en total frontalidad (frente a la fracción de un desnudo o la mujer agazapada en el cuadro, respectivamente, del Greco y de Picasso). Aunque obvio e inmediato, no radica lo más revelador del síntoma en esta análoga manera de agruparse las siluetas femeninas.
El nexo verdadero se da tanto en la concepción de la masa (el desnudo, antes acentuado que reprimido por la liviandad apenas sugerida de las telas) como en el ritmo e interdistancia a que obedece el crecimiento de las formas.
El predominio de una materia homogénea, sobre el dato de la individuación, resalta por igual en una y otra, viniendo un último indicio a incrementar el parentesco: la triangulación sistemática del conjunto, ejemplificada en la forma común de explicarse los brazos, entretejidos, descoyuntados e insensiblemente recompuestos en la imperiosa convergencia hacia un vértice común como un codo a una cuña o una arista. Compare usted el remate de las Señoritas de Aviñón con la cúspide del Quinto sello y dígame si no es todo análoga la síntesis formal expresada en el lienzo picassiano por la incidencia triangular del brazo izquierdo (tal como lo alza la figura central) y significada en la obra del Greco por la tensión geométrica de aquel paño triangular, distenso, apuntalado, punzante, que corona el ímpetu ascensional de la masa sobre la mujer que ocupa el centro de la escena.
Hay incluso una ligera discrepancia en la forma respectiva de distenderse y replegarse los brazos de estas dos mujeres que, lejos de desmentir, termina por corroborar el síntoma de la coincidencia. Cierto que en la figura picassiana los brazos se superponen triangularmente a la cabeza, en tanto que en la del Greco se cruzan triangularmente sobre los senos; pero la triangulación es idéntica, como obediente a una misma composición, trasladada muy a propósito, y por la exigencia de la verticalidad, desde el pecho a la coronación del personaje.
Algún que otro comentarista ha querido advertir el precedente próximo de las Señoritas de Aviñón en alguna de las muchas variantes que Cézanne llevó a cabo sobre el tema de las Bañistas, en las que late igualmente el espíritu del Greco. Pudo Picasso haberse acercado al Quinto sello a través de la enseñanza de Cézanne, atento por su cuenta al magisterio de Theotokopulos («siglos más tarde -ha escrito H. Dumont- la técnica del maestro español sería descubierta por Cézanne ... »); pero no es la lección de éste, sino el ejemplo de aquél el que se imprime en el alma y la carne de las Señoritas. A fin de cuentas, y a merced de lamentable olvido, era el Greco por aquel entonces un pintor recién descubierto.
Suele, en el anecdotario de Domenikos Theotokopulos, resaltarse el desdén, cifra de mal gusto, de Felipe II hacia el portentoso San Mauricio de El Escorial y callar, de paso, anólogo desdén y mal gusto semejante en la estimativa de otras generaciones sucesivas que relegaron el descubrimiento del Greco al advenimiento de la modernidad. Si la figura de Domenikos Theotokopulos (en cuya resurrección merece honor y privilegio la pluma de nuestro Manuel Bartolomé Cossío) cobra interés renacido a caballo del pasado y el presente siglo, no parezca extraño que los premonitores de la vanguardia, encabezados por Cézanne, volvieran a él sus ojos y mucho más sus impulsores verdaderos, presididos por Picasso.
Quedó ya advertido cómo la coronación de ambas composiciones responde por igual a la ley intransigente del triángulo, y vale ahora agregar, para mayor coincidencia, que una de las figuras adopta idéntica actitud en la escena de Picasso y en la del Greco. Rompiendo la frontalidad de los otros desnudos, esta figura nos ofrece la integridad de su perfil; una pierna se adelanta lateralmente; avanza lateralmente el pie; cae el brazo a lo largo del costado y la mano insinúa sobre el muslo una contracción o pliegue. Más significativa aún y coincidente es la disposición de la faz y del peinado o abundosa cabellera derramada a lo largo del cuello, del hombro y del brazo... hasta el codo.
¿Se da al lado de tantas similitudes alguna diferencia apreciable? Sólo una: su respectiva situación en relación con los otros personajes. La mujer, en la escena del Greco, se halla a la derecha del contemplador, y la figura picassiana ocupa el lado opuesto. Y ocurre que semejante trastrueque es hábito en la peculiar forma picassiana de afrontar o asaltar el testimonio de la historia. Su edad de los museos ahorra comentarios si no fueran refrendo suficiente las palabras mismas de Picasso. «Mis cuadros -declara a Kahnweiler, aludiendo a sus versiones de otros maestros- cambian profundamente (...) e incluso cambia el sujeto: un personaje que se hallaba a la derecha pasa a la izquierda y viceversa.»
La similitud de las Señoritas de Aviñón con el quehacer del Greco excede incluso ejemplos singulares y viene a coincidir con cualquiera de las obras realizadas por Domenikos Theotokopulos a partir de 1580, época aproximada de su ruptura con el magisterio renacentista (no se olvide que el Quinto sello del Apocalipsis es una de sus últimas creaciones). André Malraux nos ha dejado en sus Voces del silencio un agudo análisis de la actividad del Greco, desde su entronque con los maestros del Renacimiento hasta su liberación definitiva, más la antítesis que implica la supresión de lo lejano y la proposición del cuadro en total frontalidad como plano único o pantalla o hipérbole de la silueta. La ruptura del Greco con relación a sus predecesores, a sus maestros, a sus obras de Italia, radica justamente en la supresión de la profundidad, de la lejanía, y en la atrevida propuesta de la frontalidad.
¿«Cuándo llega el Greco -pregunta Malraux- a la plena posesión de su arte»? Allá, hacia 1580, al trazar ese enigmático cielo de la Crucifixión, del Louvre (cielo disociado, hecho jirones, veteado como mármol, augurio del análisis cubista) que palpita, tras el Crucificado, como un inmenso plano hostil a toda sensación de lejanía. Otro tanto cabría decir del San
Mauricio o de La cena, cuya novedad estriba «en mantener el dibujo barroco del movimiento, suprimiendo aquello de lo que nació: la búsqueda de la profundidad». Todos los intentos renacentistas de fingir en el plano la tercera dimensión se verán barridos (y en ello va lo decisivo de su ruptura) por el gigantesco telón desplegado a manos de Domenikos Theotokopulos.
No es tampoco mal ejemplo de esa colosal ruptura provocada por el Greco en el discurso de la historia la Resurrección , del Museo del Prado. «Basta con pensar en Tintoretto -comenta Malraux a propósito de esta obra para ver cómo el cuerpo apunta no a una profundidad, sino a una superficie.» El color ya nada tiene que ver con la idea-de representación; apunta a otros horizontes en que la luz y el cromatismo se planifican como una vidriera. «Es una vidriera -agrega Malraux- y no una servidumbre del claroscuro o iluminación de los volúmenes.» El Greco, que ya no se vale de las carnaciones venecianas, limita ahora sus figuras con tonos negros cuyo papel recuerda el de los plomos de los vitrales y se halla tan vinculado a su propia materia como las vidrieras de Chartres al cristal.
El Greco ha cercenado de norte a sur toda la tradición perspectívista del Renacimiento. Ha elevado de abajo arriba el suelo del acontecer y, tras acercarlo a los ojos atónitos de quien lo contempla, lo ha convertido en superficie soberana cuya urdimbre se ajusta al trazo negro (a la sugerencia del plomo catedralicio que ensamblaba, plano por plano, la plenitud de las vidrieras), en tanto el color se planifica igualmente como el cristal que sólo el haz de luz atraviesa y vivifica. Y esa es la vidriera solemne, perseguida por Picasso como un sueño, mil veces desguazada y otras tantas recompuesta hasta lograr la superficie suprema, convertir en inminencia el plano, el dibujo en plomo negro, y en total frontalidad la totalidad dramática de las Señoritas de Aviñón.
¿Quién como Picasso ha sido capaz de reducir más y más la reducción milagrosa de la lejanía llevada a cabo por Domenikos Theotocopulos? ¿Quién como él ha instaurado, desde el suelo a la altura, la descarada frontalidad de una presencia insultante y absoluta? No se trata ya de confrontar, en beneficio de lo verosímil de una hipótesis, una obra concreta de Picasso con otra del Greco. Nuestro hombre se ha adentrado en la entraña misma del quehacer de quien nació griego y murió español. En su asidua contemplación ha hecho madurar la plenitud del modelo histórico, basado en la ruptura, y frente a él, y con sus propias armas, ha provocado otra escisión más radical aún y plena de augurios hacia lo ignorado, hacia lo incierto del porvenir.
Pablo Picasso ha transformado en influjo vivo lo que antes de él era frío dato cronológico, llegando a dar naturaleza de arte vigente y operante a la excepción singular de un pintor (el Greco) mágicamente resucitado de su rincón histórico. La carne y la estatura de las Señoritas de Aviñón significan, así las cosas, un rotundo mentís a los amigos de la lógica de la continuidad, a los abanderados de la casualidad determinista, por cuanto que ha sido su propia novedad la que ha convertido al Greco en precedente de algo que hace un instante no era, y por gracia del genio picassiano comenzó a ser y llamarse Arte Moderno. Pablo Picasso ha llegado, en fin, a la ruptura que en sus días encarnó el Greco a través de la que él ha representado, como nadie, en nuestros días.
LOS DOMINGOS DE ABC - 11/04/1982
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