ARTE.LA NOVEDAD ANACRONICA DE MAN RAY.
05-77 BELLAS ARTES.
Esta vez el reloj de las artes ha señalado en Madrid la hora de la actualidad «con sólo medio siglo de retraso», siendo lo curioso del caso que sus anacrónicas manecillas hayan venido realmente a apuntar a la actualidad, por no decir a la «novísima actualidad». En la galería Iolas-Velasco presentó recientemente Man Ray una muestra antológica, merecedora de tal nombre, aun a falta de alguna de sus más singulares creaciones como las «rayografías» (no refiera el lector la etimología a la voz «rayo», sino al apellido de su inventor), por el solo hecho de abarcar el holgado período 1920-1973. El significado histórico del artista, el dato de que ésta ssa su primera exposición en Madrid (y en España, que sepamos) y la rara paradoja de que anacronismo tan a la luz se torne sorprendente actualidad nos invitan a sugerir unas cuantas reflexiones.
La mayor originalidad de Man Ray -diremos, no lejos de la opinión de Georges Hugnet- radica en la introducción de materiales ajenos al arte e incorporados por él a sus cuadros, en la fabricación de objetos desituados de su contexto habitual y «rectificados» por la imaginación, y en el empleo de técnicas industriales (fotografía, aerografía...). A tenor de los procedimientos, valga decir que su gran innovación fueron las ya citadas «rayografías», risueña afirmación, lo mismo que los «collages» y «frottages» de Max Ernst, de una apertura al reino de lo maravilloso. Participó Man Ray en casi todas las exposiciones y publicaciones «dada» e ilustró algunas de sus revistas, entrañando dos, al menos, de sus películas [Emek Bakia, de 1926, y Etoile de mer, de 1928) el tanteo y el hallazgo de un nuevo vehículo expresivo, destinado a la emisión de una poética igualmente nueva.
Por lo sabido de antes y lo ahora visto, agregaré de mi cuenta que Man Ray es un pintor menor y un escultor mediocre. Cierto que ambos extremos, adictos a la noción y consideración tradicional del arte, poco o nada importan, referidos a un hombre del «dada», cuyas miras van precisamente a la negación del arte o de su acepción más «sagrada». Venga a cuento el dato sólo para advertir que no todos los dadaístas encubrieron en su tajante negativa ni relativa dotación ni mediocridad absoluta. Hubo quienes (Arp, Ernst, Picabia... y el propio Van Doesburg bajo el pseudónimo «J. K. Bonset») «desde su excepcional magisterio» proclamaron la abolición de todo dogma estético y obra magistral, y desde el prisma de lo moderno se oponían a la entronización de lo moderno, por el riesgo que entrañaban las corrientes vanguardistas de ir a dar, en plena ebullición, a la pureza del concepto, a la inmovilidad del canon, orillando el fluir denso, particularizado y diverso de la vida.
Las pinturas de Man Ray, juzgadas como tales, son o elementales ejercicios constructivistas o vagos apuntes oníricos, en tanto sus endebles esculturas (la serie, más en concreto, integrada por diez bronces y titulada Las manos libres) parecen rememorar el decadentismo de los simbolistas. Sólo cuando da de lado las artes y los oficios (sea ejemplo el monumento erigido o, mejor, «erecto» en homenaje a Príapo, provocación ingeniosa al buen gusto burgués e incluso irónica versión de la estética brancusiana) se nos muestra Man Ray en toda su gracia y esplendor. Tampoco están faltas de gracia e ingenio sus fotografías y aerografías, previsión, algunas de ellas, de muchas de las actuales experiencias objetualistas (arte del hallazgo, del desperdicio, arte de presencias, «arte povera»...). De todo lo expuesto son, sin embargo, sus «objetos rectificados» lo mejor, lo más original y también lo más impregnado del sabor de la época, novedad hoy de novedades.
¿De dónde les viene originalidad y buen sentido a los «objetos rectificados» de Man Ray? Cuando Marcel Duchamp, príncipe del «dada» y el más fiel a sus audaces postulados, expuso sus Ready-made, simples objetos extraídos del contexto habitual (la Rueda de bicicleta, de 1913; el Portabotellas, de 1914, o su célebre Fountain. de 1917), no albergaba intenciones alegóricas o simbólicas;
quería, más bien, hacer pública una creencia: la de que cualquier objeto como tal, desprovisto de su función, era digno y muy digno de atención por parte de la estética y de la vida. ¡Cuántas ruedas y botellas y latas y lonas y globos y sacos y arpilleras y maderas y alambres y cartón-piedra y gomaespuma y fibra-cristal... y con cuánta y pretenciosa carga alegórica no se vienen hoy exponiendo, al margen enteramente de la congruencia histórica y sentir vitalista que Duchamp o Ray asignaban a los objetos y a su traslado del ámbito del uso al marco de la exposición!
Porque fue a esta singular concepción estética, y en la entraña misma de su desarrollo, a la que Man Ray añadió un dato más: la «rectificación». Si agregamos al objeto del uso una leve rectificación que venga a privarlo precisamente del uso, ¿no habrá quedado convertido de algún modo en entidad puramente contemplativa, en «objeto artístico"? Su celebrado Cadeau, de 1921. no es sino un utensilio vulgar, una plancha de ropa, cuya superficie inferior, la destinada al planchado, se ha visto rectificada mediante la inserción de una hilera de clavos puntiagudos (de no oculta ascendencia o sugerencia o estridencia surrealista) quedando, así, el uso convertido en contemplación y dando la «utilitas» paso al arte. ¿Qué son los objetos, de espaldas a toda función? ¿Escombro? ¿Material de derribo? ¿Conciencia inminente del no-ser? ¿Simple materia de contemplación? ¿Asunto, acaso, y sustancia la más propia del arte?
Ni Duchamp, con los Ready-made, ni Man Ray. con sus «objetos rectificados», querían propiamente negar la posibilidad artística, sino su espúrea versión académica desafecta a la vida. Al exponer, rectificado o no, en e de la «contemplación» lo hallado en el suelo de la realidad» y privarlo de ella para dotarlo de otro alcance puramente contemplativo, ¿no estaban de algún modo haciendo suya la dimensión más genuina del arte? Si la diferencia última, remontándonos a la Prehistoria, entre el «homo faber» y el «sapiens» estriba en la primacía, para aquél, de la función y el uso, y en el aceptar, por parte de éste, la sola contemplación, naciendo, entre otras, de esta bifurcación la primera concepción estética, ¿no pretenderían las huestes de «dada», y por exacerbada afirmación vitalista, ver empíricamente comprobada tal y tan primigenia dimensión del arte?
«El arte no hay que hacerlo -afirman hoy, paradójicamente y por fácil o externa emulación del gesto dadaísta, muchas de las novísimas corrientes-, hay que hallarlo». Y bien, amigos, ¿dónde, a tenor de qué ley o en virtud de qué ángulo del contemplar? Cierto que las cosas como tales (incluidas, a la cabeza, las más desprovistas de entidad, los desperdicios, los despojos, los «parerga y paralipómena», que diría Schopenhauer), al verse exentas de uso y función, vendrían a sustentar la esencial contemplación y, por raras o dadas o insólitamente impuestas, serían sólida piedra de meditación y aproximación sorprendente y cotidiana al confín más genuino del arte. «No hay que hacer el arte; hay que hallarlo». Esta proposición, tan a la moda y de apariencia tan razonable, no hace sino trasladar los términos del problema, sin resolverlo. Porque ¿quién lo hallará sino aquel que centró su conciencia y articuló su habla de cara a la contemplación y revelación de las cosas? ¿Quién sino el artista, el verdadero creador, vigía despierto y fiel indicador de la realidad?
Por encima de cualesquiera otros significados, esta exposición de Man Ray viene a poner de manifiesto una vana, novísima y anacrónica pretensión: el recurso perpetuo de muchos neovanguardistas a los padres legítimos de «dada», sin atender a la realidad histórica en que afloró su actitud desenfadada, ni al buen humor con que ellos la hicieron pública (poco acorde, por cierto, con el gesto grave o insolente, meditabundo o amenazante y eminentemente triste de quienes hoy, y por propia decisión, se dicen sus discípulos). Es allí, en su tiempo, en aluvión de la creación y de la obra, donde el gesto dadaísta cobra sentido y relevancia, no aquí y ahora, cuando, esfumada toda capacidad de obra (a merced de una información exhaustiva, de alegre y rutinaria emulación o plagio sistemático), se quiere imponer el dogma del «concepto» o la primacía del «objeto» o la insolencia de un «ademán» caprichoso, de pretendida ascendencia nietzscheana intencionadamente negativa, la actitud «dada» exigía, de una parte y en pro de su coherencia histórica, el dato positivo de todo un aluvión creador, plasmado en obra y obra bien hecha, cual la procedente, por ejemplo, de aquel derivado cubista llamado el «De Stijl» o «Neoplasticismo holandés» (con muchas de cuyas premisas comulgaron los dadaistas), y, por otro lado, suponía la conciencia palmaria, ya predicada por Nietzsche, de que «la vida no es medio sino fin», punto de confluencia, de acuerdo con De Micheli y pese a la disparidad de las sendas respectivamente elegidas, entre el credo «dada» y el programa «neoplástico». Allí y entonces, en el fragor de la creación desbordante (cuyo riesgo más obvio era por su propia perfección, su ulterior ejercicio académico) y ante el sueño de negar que sea sueño la vida, adquiere todo su sentido y magnitud el «no» risueño de Duchamp y sus gentes; no aquí y ahora y por la exigencia sola de la saturación, de la negatividad objetivada, de la ambigüedad universal, convertida, a favor de una información puntual y abundantemente suministrada, en universal academia.
Si el arte ha muerto por autosunción, vana parece toda proclama acerca de su óbito, resultando harto fácil, para justificar la impotencia propia, recurrir al desenfado ajeno y, sin más, concluir: «Ya lo dijo Duchamp». Fueron grandes maestros los que, apenas ayer, acotaron el campo de Marte de todas las vanguardias y redujeron y aun agotaron el magno repertorio de la creación que ellos primigeniamente alumbraran, y ha sido esta mengua o saturación paulatina de la obra la que ha impuesto, con invencible determinismo y por cauce sucedáneo, el auge aplastante del «concepto», la resurrección del «objeto» y un sinfín de contradicciones. ¿No es acaso contradicción que los «objetos rectificados» de Man Ray, destinados ayer, en buena medida, a combatir el buen gusto burgués y la inmutabilidad de su escala axiológica, acaparen hoy, convertidos en serie, su demanda y cuente (¡y a qué precio!) entre sus «valores», o que el carácter desmitificador con que fueron concebidos y dados a la luz estos artefactos haya parado en la mitificación de quien los hizo?
BELLAS ARTES - 01/05/1977
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