Le dieron por muerto, o él se lo hizo, o decidio pasar con Rimbaud una temporada en el infierno (entendiendo por infierno, acorde con su raíz etimológica, el lugar de abajo, esto es, del subconsciente). Unas cuantas semanas ha parado Dalí, a merced de sí mismo, en solitarios territorios de la subconsciencia nutricia y alertadora de no pocos asuntos de arriba: de aquella misma suprarrealidad que dio nombre, justamente, al suprarrealismo, encarnado arquetípicamente en nuestro hombre y comúnmente divulgado, por galicismo aberrante, como surrealismo. Lo de hoy es sólo ejemplo de lo de siempre: que desde siempre vivió Dalí, como pez en el agua, en una suerte de oscilante vapor entre lo más hondo de abajo y lo más altanero de arriba, enteramente al margen de ajena y arbitrada costumbre.
Hace apenas tres meses, dio Salvador Dalí en confinarse al polo sur de su peregrino vivir, y acaba ahora de volver al polo norte de su habitual desmesura. Le dieron por muerto y al trimestre resucitó ante el estupor de siete informadores (él mismo eligió el número sagrado a la hora de su propia noticia), y ha hablado a lo largo de tres horas (voluntariamente elegida la cifra por igualmente sagrada) de lo humano y más aún de lo divino. Ha vuelto hierático, vestido con el fulgor del oro, y, sin que se sepa si fue verdad lo que abajo le aconteciera (como nunca tampoco se hurtará a la duda lo que sucedió a don Quijote en la cueva de Montesinos), de retorno ha exclamado con su coterráneo y prematuramente ido Joan Salvat Papasseit: «Dije que volvería cuando florecieran las espadas.»
«¡Ya estoy aquí!», fueron, cual cumple a un aparecido que se precie de tal, sus palabras salutatorias, para a seguido espetar el hermoso verso de Papasseit, su paisano y precursor (murió surrealista, con probada antelación a la fundación oficial del grupo parisiense). E igualmente hubiera cuadrado a la ocasión tal cual estrofa del también surrealista y convecino Foix, frustrado premio Nobel, sin duda, por haber escrito en vernácula lengua catalana: o del Brossa, puente entre el surrealismo de preguerra y posguerra; o del Cirlot, a caballo de la experiencia surrealista y el balbuciente postismo: o del más severo y aborigen Espriu...: o del mismísimo Raimundo Lulio, aventurado descubridor de suprarrealidades, ocho siglos antes de que le dieran a André Breton la primera papilla.
«El surrealismo soy yo», ha sido, en labios de Dalí, proclama constante y quién sabe si personificada encarnación de algo muy propio de su tierra y del arte de su tierra. Mucho se jactan los franceses de dar por suya la invención surrealista, siendo no pocos los indicios que la harían y hacen genuinamente catalana. Agréguese a la nómina anterior la firma de Gaudí, surrealista antes del surrealismo: o de Miró, vínculo indispensable en el tránsito del surrealismo europeo al expresionismo americano: o de Tápies, fiel cotejo entre la práctica onírica y la abstracción; recuérdese, en fin. el risueño viaje de Picabia a Barcelona tras
la huella de la suprarrealidad... y dígasenos luego, con Dalí a la cabeza, quién es quién en estos lances. sin olvidar que hasta el Bosco (Bosch) tenía apellido catalán.
¿A qué achacar esta tan comprobable peculiaridad artística por tierras de Cataluña? A la incitación o quizá al cálculo de una enajenación mental positivamente creadora y lúcidamente oscilante entre la suprarrealidad y la subconsciencia. En no lejana conversación mantenida en un matutino madrileño con Joan Miró, me atrevía yo a insinuar si no obedecería a una especie de admirable locura el particular don de los artistas catalanes. «Admirable locura -fue la respuesta del pintor-; por ahí van los tiros. Aunque alguien lo dude, se trata de una cosa muy nuestra, muy catalana, muy racial. Hubo incluso un buen puñado de pintores surrealistas que quedaron en el anonimato y de los que, por fortuna, se hizo el año pasado una exposición. En ella podía verse esa pizca de locura tan nuestra.»
Y si alguien la encarna arquetípica y universalmente es nuestro personaje. Repare el lector en que Dalí jamás afirmó ser el más grande pintor surrealista. Por lo que hace a lo uno, se limitó a destacar su condición de genio, relegando todo adjetivo, por lo que a lo otro atañe, a estricta sustantividad: «E! surrealismo soy yo.» Y si a él le da ahora por rebajar su tasa («me conformaría -ha dicho- con ser uno de los mejores pintores de la provincia de Gerona»), nos sería a nosotros preciso acudir a su adolescencia para en ella reconocer al hombre de oficio: que desde entonces cedió la personalidad del notable pintor a la del Dalí antonomásico, representante universal de sí mismo (¡autosuficiente plenitud surrealista!) en cualquiera de sus actos, incluido el del diario respirar.
Lo que en los más de los artistas responde a decadente pérdida de identidad atribúyase, en el caso de Dalí. a prematura transustanciación de la obra en la vida. Muy ajena le es a este alegre genio del Ampurdán (como él mismo, condescendiente o justo, se autobautizó frente a la genialidad demoniaca de Picasso) aquella inevitable mengua de la identidad creadora
que la decadencia impone incluso a los mejores. Piénsese en Picasso. Piénsese en Miró. ¿No aventaja la pura biografía de éste a la patente reiteración de su obra actual? ¿No fueron los últimos tiempos de aquél ejemplo contumaz de protagonismo del creador sobre lo creado? No, nada de ello va con quien sigue mirándose (¿desde hace setenta años?) en su propio espejo, sin defraudar jamás a la parroquia ni desmentir su fama intransferible.
Tampoco de ahí le viene la mala fama, que la tiene, a Salvador Dalí. Los pecados cargados a su cuenta obedecen, de acuerdo con una impenitente concepción maniquea de nuestra historia local, a un solo título o mandamiento: su adhesión al franquismo. Dividida la historia en buenos y malos, hecha la selección en atención primordial ala causa imperante y paradójicamente invertidas las manos del Juicio Final, los buenos vendrán a la izquierda en calor de multitud, y los malos irán con oprobio la derecha. Convicto, pues, y confeso de probado franquismo e inapelablemente condenado a la derecha, Dalí merecerá, a contar de tal día y hora, la pena de daño de una sistemática reducción al olvido o la pueril venganza municipal de borrarle el nombre con que honraba una calle de su pueblo.
«Se deshace aquí el sueño como el agua en el agua» (sueño o pesadilla que, aun en vano, rondó también la memoria de Borges, de quien es la cita, o de Pound o de Heidegger..., cuya cita respectiva excede igualmente el compadreo municipal). Pautas de mera sensatez han impuesto modales simplemente cívicos (y más si de un catalán se trata y entre catalanes) a la sed de los vengadores. ¿Qué arbitrio ajeno ha de valer, además, para quien vive enteramente al margen de ajena y arbitrada costumbre? Le ha sido públicamente devuelto a Dalí su buen nombre (y el nombre de su calle), aparte de que no son pocos los que en el probado franquismo continúan viendo el consabido episodio surrealista de este personaje incorregible, en cuyos nidos de antaño -y en ello aventaja a don Quijote- sigue habiendo pájaros hogaño.
Con un bello verso de Papasseit en sus labios ha retornado Dalí de lo más hondo del hondo a lo más arriba de arriba. Ha vuelto más monárquico aún y católico de lo que ya era cuando se nos fue, sin que deba buscarse a su doble y reiterada afirmación otra razón que afecto desmedido al protocolo y al lujo, al rito y a la liturgia. Vestido con el fulgor del oro, tocado con la gallarda barretina escarlata y empuñando el bastón de mando, no parecía sino pintiparado monarca de leyenda, al tiempo que, para auge de la pompa, anunciaba su inminente matrimonio de acuerdo con el rito copto y con su propia mujer. Dice, en fin, haber dialogado, allá abajo, con la muerte, y si él la ha encontrado muy alegre, quisiera uno deseársela muy lejana o muy ajena. cual corresponde a un auténtico inmortal.
ABC - 01/11/1980
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