Cuanto las artes más ceñidamente se organizan en una semántica estructural, tanto más difícil aparece la labor crítica y vana la función del critico; (subrayamos en ambas voces un aliento, antes mundano que cultural, promotor, por exigencia del medio macrourbano y a favor de la densa corriente periodística, de una verdadera dedicación laboral: el critico de arte, cuya manifestación más cualificada encarna el llamado critico de exposiciones). La semántica ha reconsiderado en nuestros días su objeto formal, a la par que ha universalizado el ámbito de la significación hasta hacerlo extensivo, más allá de las fronteras del lenguaje, a todo lo representativo. El nuevo contenido, más conciso en su objeto y menos angosto en su alcance, se exprime mejor sin duda en el término semiología que en la voz semántica a la que habría que agregar adjetivaciones como formal o estructural para evitar toda especifica alusión, consagrada por el uso, a lo verbal en sentido estricto.
El actual pensamiento francés es posiblemente el que con más hondura analiza el fundamento y expone con mayor nitidez el método de la nueva concepción semántica. Harto abonado estaba el campo de la cultura francesa para la espléndida floración de esta disciplina: tres generaciones de poetas insignes habían iluminado el ámbito y ensanchado a todas las artes la nueva frontera de la significación. El ejemplo y magisterio de Mallarmé, verdadero introductor del signo como categoría axiológica y de sus posibilidades combinatorias, se decanta en la ulterior evolución del simbolismo hasta sintetizarse en la poética de Apollinaire o en la estética de Valéry y, trascendido el medio nacional, en todos los programas de nueva creación (Elliot, Pound, Huidobro. Maiakovski...). Correlato análogo y coetáneo puede advertirse en las otras artes, temporales y plásticas. En pintura: la senda luminosa trazada por Delacroix, el fascinante desarrollo del impresionismo, y las nuevas directrices de intrínseca significación, cromática (Seurat) y formal (Cézanne) hasta el cubismo y la abstracción. En música: Tras el legado de Fauré, el alumbramiento de Debussy y la evolución del impresionismo y del naciente atonalismo y, ya sin solución de continuidad, la fértil generación de los movimientos progresistas, el Grupo de los Seis (Honegger, Milaud...), la Escuela de Arcual (Jacob, Sauguet...). la Joven Francia (Messiaen, Jolivet...) y las corrientes dodecafonistas y senalistas (Boulez. Le Roux...) hasta la música aleatoria y concreta.
De la actual generación de semiólogos franceses es sin duda Greimas el que delimita con mayor pulcritud la nueva frontera de la significación. Vaho sería sintetizar en un articulo la compleja organización de su Semántica estructural, pero no imposible trazar el esquema de su inicial planteamiento:
Ante la primera unidad sémica, que no descansa en la unidad de los términos sino en la oposición primera de ellos (blanco-negro, hembra-varón, formal-informal...). se abren dos universos, el cosmológico o práctico y el poético o mítico, según que en el signo se valore su contenido especifico o su dimensión figurada. En ambos casos se produce el metasema. Unidad-base para la ulterior organización del metalenguaje en su doble orientación: metalenguaje científico, correspondiente al ámbito cosmológico y metalenguaje poético, adecuado al ámbito mítico. En el primer caso el metasema es puro núcleo, y pura significación figurada en el segundo. Sólo, asi, el metalenguaje estructural, frente al vulgar lenguaje, puede asumir la concrección de lo artísticamente creado. Las artes se clarifican y definen por su peculiar metalenguaje poético y la concepción estética ha de hallar, también, en un metalenguaje científico la adecuada expresión; (obsérvese cómo la estética de nuestros días atribuye a las artes y extrae de ellas términos y conceptos que la somática tradicional reservaba con exclusividad al lenguaje verbalmente configurado).
Al nivel de estas dos estructuras (el metalenguaje científico y el poético), sólidas y luminosas como dos torres de vigía, el lenguaje vulgar queda forzosamente falto de alcance y de palabra. Traducir a él lo de éi depurado es senda inviable. No puede hoy el crítico desempeñar el papel de cronista de salones ni la crítica debe limitarse al comentario de la obra contemplada con visión meramente académica o interpretada a través del buen gusto personal o, lo que es más peligroso, unívocamente juzgada según las premisas de determinado grupo o escuela. Ante la obra de contextura no académica suele el profano poner en duda, con ilusorio desdén, la aptitud del artífice para la obra de factura académica. Von Haussestein señala lo improcedente de tal duda frente a lo adecuado de una fundamentación objetiva: desde el momento en que la obra tiene una razón auténtica de ser, huelgan toda duda y pregunta en torno a determinada aptitud. Semejante es el desdén del crítico, adscrito a tal escuela o programa, para con la obra que no cumple los presupuestos de su esquema. Ausencia de universalidad, desvinculación de la corriente cultural y carencia de una concepción estética, o científicamente construida o metódicamente asimilada, laten en esta actitud critica cuya parcialidad puede, a veces, redundar en lo ético. Sobrado está el mundo de críticos y falto de poetas. O la pura creación en el ámbito cada vez más diáfano y unlversalizado de las artes, o la elaboración científica de una estética de universal validez, o su recta asimilación en el cauce universal y fluyente de la cultura. Estas son hoy las sendas viables en las fronteras del arte. Ajeno a tal contextura universal y unitaria es cierto proceder especializado, de consabido matiz técnico o tecnificado, nunca científico, que en el campo de la critica siembra indecible confusión, al usar con ligereza o urdir con arbitrio términos extraídos de ajenas concepciones estéticas científicamente elaboradas, y en el orden de la cultura amenaza con desmembrar la unidad del saber.
Sería deseable —advierte Wólfflin— que existiera una palabra especial para distinguir inequívocamente la obra cerrada de lo que es simple base de un estilo conformado tectónicamente. He aquí la cuestión. En la búsqueda de esa palabra late el problema semático de una organización conceptual significativamente adecuada a la estructura del quehacer artístico, (el hallazgo del metasema);
y latirá a lo largo del capitulo que el buen esteta helvecio dedica a la obra tectónica y a las especies tanto afines a ellas como opuestas. Es innegable una tendencia natural a asimilar el carácter de tectónico con el de cerrado. Este tipo de asimilación se da, por lo general, en el campo semántico mediante el trazado de un puente representativo que de un térnimo nos hace fácilmente transitar a otro y provocar la sinonimia de sus conceptos respectivos. En la cuestión que nos ocupa, el puente bien puede quedar constituido por la inmediata representación del concepto casa: nada más tectónico y nada más cerrado que la noción directa y cotidiana de la casa. Esta elemental representación puede ser suficiente para dificultar la desconexión que lo tectónico y lo cerrado tienen de hecho entre si; y, en general, viene a poner de manifiesto cómo la figuración creada por un término es capaz de hacernos deslizar hacia otro hasta su mutua asimilación. (El concepto paisaje podría, por ejemplo, ser el puente representativo entre atectónico y abierto. Parece conveniente, en el enunciado mismo y con antelación a todo planteamiento, acusar el latido de aquella palabra que anhelaba Wólfflin y tender a concretarla en verdadero metasema: el hallazgo de un término orientador en el análisis de estos cuatro conceptos, en tanto que con ellos nos será factible circundar el ámbito de la creación artística. La fluidez de términos que usa hoy la critica en torno a análoga cuestión, palpitante en la evolución de la pintura, parece dar con creces por superada la búsqueda de la palabra deseada: formal, informal, aformal, estructural. cerrado, arquitectónico, figurado.figurativo,. no figurativo, neo-figurativo, real, concreto mágico-real, abstracto, abierto, cinético, integrado, aleatorio, plástico-visual, programado, seriado… Tal profusión de voces bien puede haber aquilatado definitivamente cualquier pormenor en la noción de las artes, como igualmente puede haber afirmado para siempre los cimientos de una torre oe Babel El problema en su faz subjetiva es de recta elección y de adecuación precisa en el aspecto objetivo. Todo término, fracturado de su contexto pierde la entidad peculiar y adquiere otra nueva si es objeto de ulterior e indebida urdimbre. aparte el carácter univoco, equivoco y análogo que en si mismo entraña todo término. Organizar en el sistema respectivo cada uno de los términos de él desarraigados es pretensión ambiciosa. Más modesto es nuestro propósito: analizar la serie antes señalada de conceptos, consagrados por la cultura, y, desde ella, referir a la pintura actual la noción de obra tectónica y de obra abierta con la particular fisonomía que esta última noción ha adquirido a partir, especialmente, de la lúcida investigación de Umberto Eco.
Entendemos, de un modo general, por obra tectónica aquella que posee una sistemática organización, manifiesta o sobreentendida, en la que se articulan, sin menoscabo de ulterior trascendencia, los signos cromáticos y formales. La etimología del vocablo (del griego tectónicos: lo concerniente a la obra de carpintería) y su primigenio aliento en la noción de arquitectura nos descubren ya ese cariz estructural de elementos a plomo y elementos tendidos, ineludibles, al menos de forma originaria, en la sustentación del mueble y del inmueble. Lo tectónico, en efecto, se ha manifestado históricamente como sistema cartesiano en el que abscisas y ordenadas, con ritmo uniforme o gradativo y a merced siempre de múltiple posibilidad combinatoria en el juego de la interdistancia, somete el conjunto a la severa ley del ángulo recto. La persistencia de las coordenadas pueden ser, según se advirtió, patente o implícita sin que por ello la obra sufra afección alguna: muchas composiciones de Vassarely se desarrollan en génesis manifiesta de círculos cromáticos, sustentados, empero, cuando no enmarcados en la pertinaz relación de los noventa grados. La obra atectónica se define, en recta lógica, por vía negativa o privativa: aqudia en la que ni se advierte ni puede sobreentenderse semejante sistema ordenador, siéndole, desde luego posible una dimensión trascendente. La oposición tectónico-atectónico válida en la realidad y corroborada por el proceso histórico, no puede aceptarse sin embargo de forma absoluta. Toda obra concluida es, por conclusa, algo ya perfecto, en el veraz sentido etimológico y formal que alberga este vocablo (del latín, perfícere: acabar). Es perfecta la obra si es cumplido su total desarrollo Perfección es cumplido acabamiento. Incluso en el lenguaje rutinario, acabado y perfecto se confurtoen por clara sinonimia. El cabal desarrollo —como principio, como medio y como fin—, definitorio de lo perfecto, incluye ya cierto tectonismo. Esta idea de perfección habrá, a su vez, de ser revisada cuando a la obra conclusa se oponga la obra abierta con cualificado sentido cinético: susceptible de infinita posibilidad combinatoria. Entonces sustentaremos y ahora anticipamos que el tectonismo. como concreción de lo perfecto en su noción más amplia, es elemento constitutivo de toda obra pictórica.
Mayor cuidado ofrece la definición y consiguiente oposición de obra cerrada y obra abierta. De forma siquiera provisional, puede definirse como cerrada aquella obra que se configura intrínsecamente, en ella y para ella: se limita en si misma y a ella misma se refieren los elementos integrantes como principios entitativos. Su entidad radica en la inmanencia misma de la obra Hay que evitar todo atisbo de analogía entre obra tectónica y obra cerrada (deshacer el puente representativo antes citado). Aunque la una parezca, en teoría, ideal encaración de la otra, la realidad hiistórica viene a probar lo contrario. En la obra tectónica los elementos formales y cromáticos se comportaban a manera de órganos, y aqui como verdaderos coprincipios. En la obra cerrada se niega por principio, aquella trascendencia que en la obra tectónica quedó subrayada en su misma noción. Cierto que en la obra cerrada hay una tendencia hacia el espectador, pero de carácter reflexivo. El doble matiz (transitivo y reflexivo) implícito en el verbo latino intendere es atribuible igualmente a la voz intención: como acto de dirigir algo hacia un lugar, o como acto de remitir hacia si mismo algo originado desde sí mismo. Sólo en esta segunda acepción el término intención podría utilizarse a la hora de obra cerrada: los signos cromáticos y formales al alcance del espectador lo remiten con total exactitud a la obra misma, a su intrínseco acontecer. La obra se refleja en el contemplador como en un espejo
Al definir la obra abierta surge de lleno la cuestión de la palabra especial que Wolffilin, planteara con acento optativo. Tal vocablo no puede ser otro que esencial trascendencia. Aquella trascendencia ajena a la obra cerrada, plena de posibilidad en la atectónica y de constancia histórica en la tectónica, es necesariamente esencial a la obra abierta. El nuevo término, a su. vez y por su amplitud, más que a resolver se limita a aplazar la solución ael problema. ¿De donde se origina dicha trascendencia? ¿Cómo se manifiesta? ¿A dónde tiende Umberto Eco la asimila a la noción de movimiento y a tal propósito expone, con claridad admirasble la varia forma de concebirse y desarrollarse lo cinético en el proceso histórico de la pintura, aunque no siempre sepa el lector hasta que punto se confunden, en aquella exposición movimiento y movimiento topográfico. Tanto para evitar esta posible confusión como por creer que expresa mejor en :origen, el modo y el términono del movimiento, nos valdremos de la voz intención en sentido transitivo.Y'a se habló del doble matiz latente en el verbo intendere y, a propósito de la obra cerrada, fue usado en sentido reflexivo. La voz intención, ahora en su acepción transitiva, expresa el movimiento como un tránsito de la otra hacia el
contemplador y de éste, no precisamente hacia la obra, sino hacia algo que ella tiene la virtud de crear. Los signos formales y cromáticos, al transitar hacia el contemplador, lo extraen de la obra y lo ponen en contacto con un acontecer que no está explicitado en la obra misma, sino abierto por ella. Lo que caracteriza a la obra abierta es la tendencia a crear desde si misma un campo de evocación, e incluso, de participación en el ánimo o en la actitud del espectador. Asi éste, al contemplar la obra, transitará de lo explícito a lo abierto por ella, o bien podrá modificar lo actualmente dado por lo potencialmente sugerido, es decir, seguirá la tendencia o intención de la obra. Es obvio señalar que una obra de esta naturaleza ha de tener una tendencia clara a la exención de limites. ¿Qué es en pintura una obra abierta? Apoyados en la expresividad del verbo intendere, podemos definirla asi: La que en su interna organización dispone los signos cromáticos y formales de forma transitiva, estimulando la intención o la iniciativa personal del contemplador en el campo (de la evocación o de la activa participación) creado por ella, y en su manifestación externa tiende a la ausencia de limites. No es preciso en cada caso la total complexión de las notas señaladas; la mayor o menor participación de tales momentos indica únicamente el mayor o menor grado de apertura.
Tampoco puede aceptarse de forma absoluta la oposición cerrado-abierto. El mismo Umberto Eco, luego de justificar el concepto de apertura con la mayor radicalidad y sin restricción alguna en su alcance, ha de reconocer que toda obra es en cierto modo abierta, en cuanto que es portadora de un mensaje artístico. Cabe agregar otra apertura de Índole locativa, ínsita en toda obra pictórica: la obra es en el lugar y ante el contemplador. Aunque accidental, dado su carácter extrínseco, no deja de ser una determinación por la que la obra de algún modo es afectada; precisamente lo extrínseco de esa determinación es lo que le confiere cierta apertura. (En cuanto al contemplador, ya quedó señalada la tendencia reflexiva de la obra cerrada). Por un proceso de abstracción mental podríamos llegar a la negación de la apertura en sentido ejemplar: aquella composición cuyo absoluto hermetismo encarnará el modelo de obra cerrada. Tampoco en tal supuesto nos serla posible reducir su relación al lugar y al contemplador. Puede la Historia del Arte cifrar en el Renacimiento toscano la negación más rotunda de la apertura y elegir, de él, a Rafael como el artífice ejemplar del hermetismo y hasta proclamar en su Escuela de Atenas el dogma universal de la obra carrada. Aún entonces habrá de reconocer la Historia del Arte dos notas innegables de apertura: una en la justa adecuación, al menos como decorum, de la composición del artista florentino al ambiente renacentista de la entidad locativa llamada Vaticano, y en el mensaje peculiar de este pintor y de su escuela la otra. El carácter de abierto y de cerrado, a diferencia del de tectónico, determinarla no elementos constitutivos, pero si consecutivos o propiedades de toda obra pictórica, que no perteneciendo a su esencia, se siguen de ella, en máxima o mínima medida, de forma necesaria.
No puede, igualmente, hablarse en sentido absoluto de una obra abierta. Desde el momento en que la composición se constituye en estructura, ya adquiere una tácita limitación. Es lo que Wólffiin llama la forzosidad de la obra: en ella ha de ser todo como es. Cierto que este concepto de forzosidad, como antes el de perfección, merece ser revisado de cara a aquella obra abierta con pleno desarrollo cinético, incluso programado, a merced de infinita posibilidad combinatoria. Tampoco en este caso la noción de forzosidad y la de perfección carecerían de relevancia, referidas ahora a la totalidad de posibles combinaciones como conjunto, máxime si es programado. Y aún cabe preguntar: ¿Existe en verdad una obra abierta de total sentido cinético? Por un proceso abstractivo llegábamos a la noción de lo hermético en sentido ejemplar, al modelo de obra cerrada; y sólo por via de mental abstracción podemos concebir la obra abierta en sentido absoluto. Umberto Eco, para pasmo de proselitsas, asegura que él nunca ha visto obras abiertas y que probablemente no existen. Esta aguda irónica sugerencia del ensayista piamontés, definidor genuino de la obra abierta, viene no más a insinuar la distinción entre lo que es una concepción estética de universal validez y lo que no pasa de ser el manifiesto local de un grupo o escuela. La obra abierta no es más que una categoría explicativa para ejemplificar una tendencia de la creación artística. Para hacerla explícita —son palabras textuales— ha sido necesario concretarla en una abstracción que como tal no se encuentra concretamente en ningún sitio. Y esta abstracción es el MODELO DE LA OBRA ABIERTA. Bueno es que el principe de nueva concepción estética prevenga cualquier exceso interpretativo de carácter pragmático, y es recusable que artífices y pregoneros de grupo crean unívocamente realizada ella abstracción en sus obras y en sus manifiestos.
Fijados, en propósito al menos, estos cuatro conceptos fundamentales y subrayada su entidad relativa, fácil es descubrir su mutua relación. La obra cerrada —cuya manifestación más cualificada la en el Renacimiento florentino— aparece tectónicamente configurada, y la obra atectónica —de ascendencia barroca un tanto problemática— se muestra propicia a la apertura. Los otros dos términos de la relación —obra abierta y obra tectónica— trascienden cualquier limitación de época o de escuela y aparecen históricamente vinculados. Si una de las notas asignadas a la obra abierta es una clara tendencia a la exención de límites, no parece hallar su encarnación ideal en la ordenación tectónica, definida por la rigidez de severas coordenadas; y sin embargo en el proceso evolutivo a pintura, apertura y tectonismo se dan entrañablemente hermanados. He aquí la constante histórica que intentamos justificar y la paradoja cuyo equivoco procuraremos deshacer.
A tales términos se ciñe nuestro planteamiento y se ilustra, por via analógica, con un ejemplo a Historia Antigua. En el umbral del Helenismo, Calímaco sabía distinguir, dentro de lo épico, la obra cíclica y la aciclica (preñadas ambas voces de clara sugerencia a la obra cerrada y a la abierta activamente). El Padre de Historia de la Literatura Griega lamentaba que los poetas alejandrinos compusieran odiseas, contraviniendo el ejemplo original de Homero, cuya Ilíada rompe el llamado orden lógico y cronológico en pro de una más amplia facultad evocadora por parte del lector. La Odisea, de interna contextura aciclica, vino a ser, sin embargo, la continuidad biográfica de aquel personaje
—Ulises— cuyos antecedentes constaban en la Iliada. Un erróneo sentido de la emulación indujo a ciertos poetas alejandrinos a tomar de la Iliada otros héroes homéricos y cerrar su ciclo biográfico en sucesivas odiseas. Vitalmente ajenos a esta clausura cíclica, griegos y troyanos saltan de la mano de Homero a la vida en plena aventura, fracturada en la médula misma la noción espacio-tiempo sin antecedente biográfico alguno y sin paradero presumible, si no es por vía de evocación poética
tras la escansión del último hexámetro. No puede ser más aciclica (esto es, más abierta) la concepción de lo épico, ni tampoco más equilibrada (esto es, más tectónica) la organización intrínseca a obra. La Iliada subyuga de plano toda su entidad a la severa ley del módulo. En el aspecto estructural más externo la obra se somete a la proporcionada división de los cantos y éstos a la norma inflexible del hexámetro, que, a su vez, se articula en la medida justa del dáctilo y del espondeo, moderados por la implacable inserción de la cesura. La dimensión horizontal del verso es verticalmente escindida por la ley de la plomada ; (difícil resultarla encontrar un símbolo más cartesiano que la representación figurada de un verso griego). No es esta la ocasión de analizar la estructura interna de la Iliada. Sea suficiente mencionar aquella equilibrada proporción en la creciente y decreciente intensidad del diálogo o la exacta adecuación de la dimensión figurada, siempre antecedente, con la consecuente proyección real y, sobre todo, el cabal y coetáneo paralelismo entre los designios de los dioses, que habitan olímpicas moradas, y la acción de los hombres, que pisan la fértil tierra.
¿Cabe imaginar obra de concepción más abierta y de más tectónica organización? Sí, otro Ulises, que asume la paternidad de la literatura moderna y de otras muchas literaturas, el Ulysses de Joyce, la obra abierta por antonomasia. Aquí lo acíclico no radica ya en la fractura de la noción espacio-tiempo, aquí es objeto de desintegración el universo mismo, su cultura y su conciencia, para mostrar la vida, más allá de toda evocación, descarnada y, a la vez, encarnada en la misma piel de la "hermana tierra". En la concepción y en la técnica —dice Joyce en carta dirigida a Harriet S. Weaver y citada por Eco— he tratado de representar la tierra que es pre-humana y presumiblemente posthumana... y el ciclo de todo el cuerpo humano asi como la "storiella" de un día cualquiera. No es posible mayor apertura pero tampoco imaginable mayor tectonismo en el esqueleto del Ulysses'. cada hora, cada órgano, cada arte estando inconexos se intercalan en el esquema estructural del todo. Y ¿cómo es ese esquema? No se trata ahora de la división en unos capítulos, verdaderamente arquitectónicos, que inciden verticales en la horizontal de la narración, sino del universo mismo fracturado, acíclico, abierto y vuelto ahora a crearse en la sistemática construcción del lenguaje que asume y organiza a través de la epifanía, todo aquel cósmico material de derribo.
Un último ejemplo lo encontramos en los romances fragmentarios, especialmente en los llamados de final trunco. Género cíclico por excelencia es el romance: tras un somero antecedente, surge la aventura y prosigue hasta el término feliz del desenlace. Basta, sin embargo, la mera supresión del desenlace para originar, por un juego de azar intencionado, un verdadero género poético de estricto carácter aciclico y aleatorio cuyo modelo ejemplar, el romance del Infante Arnalados, es considerado pieza maestra de la literatura española. Aquí—explica Menéndez Pidal— el corte brusco transformó un sencillo romance de aventuras en un romance de fantástico misterio, y esto no fue por casualidad, sino después de varias tentativas de un final trunco, algunas de las cuales se nos conservan en cancioneros antiguos. El acierto en el corte brusco aparece asi como una verdadera creación poética. La explicación de Pidal corrobora el carácter intencionado en la promoción del azar y su índole estrictamente aleatoria, con el cualificado matiz que hoy la estética atribuye a este vocablo, llegando a constituir una manera original y auténtica de creación poética. El romance, género cíclico y cerrado por definición, se torna acíclico y abierto a las posibilidades evocadoras del lector, sin ceder un palmo de su tectonismo. Muchos fueron los romances fragmentarios (había en los siglos XV y XVI un gusto muy difundido por las versiones truncase y, sin embargo, sólo el del Infante Arnaldos ha merecido rango de obra maestra. No puede, pues, atribuirse con exclusividad tal preeminencia a lo acíclico y aleatorio de la composición, sino a ambos factores en conexión con su tectonismo composicional: la pulcra estructura encadenada del octosílabo, el ponderado paralelismo en la descripción, en la narración, en el diálogo incipiente y, sobre todo, una radiante simetría lineal de signo ascendente (los peces que andan al hondo, arriba los hace andar) y descendente (las aves que van volando, al mástil vienen posar) sobre la horizontal de un mar estático y remansado por el encantamiento de una enigmática canción (que la mar ponía en calma, los vientos hace amainar).
No se quiera otorgar a estos simples datos, adquiridos por analogía del campo literario, otro alcance que el de ilustración oportuna. Con ellos sólo se intenta ejemplificar el vinculo o la mera afinidad entre tectonismo y apertura, antes de pasar a su efectivo análisis en el ámbito del arte pictórico. Ambos conceptos serán tomados como base o principio y también como método o norma: procurando un orden sistemático en el análisis y en la exposición, se evitará toda sinonimia con la idea cerrada de ciclo histórico o de sucesión cronológica, presente siempre aquella panorámica que Malraux denomina museo imaginario. Si el ejemplo ha sido tomado en tres fases distanciadas por la Historia, y se ha aceptado el testimonio de dos estetas (Wólffiin y Eco), situados en los polos de una posible concepción del arte contemporáneo, no se achaque a pretencionso afán erudito, sino a cierta intención de irónico escepticismo, actitud serenísima ante lo "novedoso", por "novedoso", y ante lo consagrado, por consagrado. Y si, por último, tal ejemplo es de ascendencia poética, débese a la esmerada atención que en cualquier análisis del arte hay que dedicar a lo poético, fuente, a la postre, y fundamento de la verdadera creación.
NUEVA FORMA - 01/11/1966
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