Esta frase cálida, emitida por labios que en otro tiempo pronunciaban amorosamente el nombre de Maiacovski, deja hoy en los oídos de quien atentamente quiera escuchar, el acento de dos notas reveladoras a la hora de trazar su semblanza: el humanismo de un bagaje cultural traducido en plenitud expresiva, y el carácter urbano de su ejecutoria humana y de su aventura poética.
Integridad del saber fue cifra e ideal del humanismo (cuando humanitas significaba cultura) y base natural del Renacimiento, antes concepción integral del hombre, del mundo y de la vida que irreprochable pragmática. Supo el espíritu renacentista hermanar artes y ciencias, buscar la ejemplar resultante de aquella facultad múltiple llamada hombre. Era el hombre integral único objeto de formación y de cultivo. Artes y ciencias habían de brotar en diversidad florida, como producto único del hombre y para el hombre. La ingeniería, la estrategia, el arte pictórico, el conocimiento médico, la astronomía, la química, la escultura, la indagación matemática, la arquitectura, la ciencia física, anatómica... eran producto asombroso y pingüe resultante del hombre (de aquel hombre llamado Leonardo da Vinci).
La evolución del arte, termómetro fiel de la cultura, viene señalando, desde el último tercio del siglo pasado hasta nuestros días, el grado perfectivo de un nuevo renacimiento. Vivimos un siglo de renacimiento y de revolución. El término revolución con la nota de progreso en él implícita, tiene carta de naturaleza y de costumbre en el cómputo de lo contemporáneo. No se mide en ciclos o en períodos el proceso estético de nuestro tiempo, sino en revoluciones. Vocablo sagrado (la revolución), definidor otrora de aquel suceso excepcional que hacía virar súbitamente el curso de la Historia, es hoy utilizado con hábito tal que ha llegado a ser tópico en la definición de toda tendencia naciente. Con la misma naturalidad se habla en nuestros días de la revolución cubista que de la revolución industrial. Hay revolución del acero, del hormigón, del medio visual, del procedimiento expresivo...y revolución social, política, económica, científica... ¿Qué puede significar el uso hoy común de aquella voz que en la tradición albergara un contenido entre sagrado y pavoroso y siempre señaló la excepción antes que la regla, el hito solitario más que la planicie de la historia? Es el conato perfectivo del hombre lo que realmente subyace a esta asidua cita de la revolución, la audacia consciente de madurar su existir, de participar e integrarse en el sentido de la vida. Es, en suma, la epifanía de un rotundo y nuevo humanismo que ha extendido y profundizado el cauce sin alterar el norte que persiguió el Renacimiento: El arte y la cultura son producto del hombre y para el hombre.
Edad es la nuestra de revolución y de renacimiento. Una nueva y más propicia vertiente del humanismo late, sin duda, en la voz integración usada hoy con acento más agudo que otra cualquiera en la mención del arte y su destino. Integración supone complexión de las artes como exigencia y complemento: la idea renacentista del arte total, la síntesis universal de la creación. El término integración, en su acepción más actualizada, agrega además dos datos nunca hasta hoy presentes en la noción de renacimiento: libertad creadora y participación activa del hombre, no mera y pasiva contemplación, en el resultado, cuando no en la génesis de la obra creada. Integración y universalidad cualifican nuestro humanismo y definen nuestro renacimiento. Cierto que la tecnificación, fenómeno ineludible de nuestro tiempo, corre el riesgo de desmembrar, mediante la parcialidad del conocimiento especializado, la unidad del saber. Poco ha que nosotros, a propósito de la crítica de arte, denunciábamos este peligro; ajeno a tal contextura universal y unitaria es cierto proceder especializado de consabido matiz técnico o tecnificado, nunca ciéntifico. que en el campo de la crítica siembra indecible confusión al usar con ligereza o urdir con arbitrio términos extraídos de ajenas concepciones estéticas científicamente elaboradas, y en el orden de la cultura amenaza con desmembrar la unidad del saber. Obsérvese, sin embargo, que nos limitamos a advertir un peligro en el caso extremo de que el saber especializado quedara escindido en vez de integrado en esa contextura universal y unitaria de) humanismo, de la cultura. Son éstos los límites de la cultura contemporánea y como tales han de entenderse: Universalidad del humanismo y parcialidad del conocimiento especializado. No se trata de términos antagónicos, sino de límites extremos que admiten e, incluso, fomentan el ideal moderno de la integración. El panorama contemporáneo de las artes patentiza una firme voluntad de hacer confluir en cauce único aquellas aguas caudales alumbradas por impulso distinto y en diverso confín.
A la hora de elegir un ejemplo capaz de sintetizar el ideal humanístico, la pujanza renacentista y la voluntad integradora de nuestro tiempo, ninguno más radiante que esa cumbre de la civilización contemporánea bautizada por Walter Gropius con el nombre significativo de Casa de la construcción: la Bauhaus. La enseñanza inicial de Van de Velde cristalizó, por obra de Gropius, en ambicioso programa de integración y de humanismo. No parece sino que el trivium y quatrivium volvieran a renacer en aquel organum en que maestros de formas y maestros artesanos (investigadores, artistas, teóricos, empíricos, creadores, técnicos...) iniciaban, con abierto espíritu de equipo y sin distinción jerárquica alguna, una empresa de espíritu universalista y civilizador. La Bauhaus es un aula abierta al humanismo. Se trata de un renacer integral, abierto a un nuevo horizonte humano, a una concepción nueva del hombre y de la vida cuyas bases sociales presidieron, desde su origen, la recta ejecutoria de la Casa de la construcción (es innegable la huella que la revolución de 1917 deja en el pensamiento de Gropius y en la pluriactividad de la Bauhaus). El afán de integración excede el marco de las artes y tiende, según propuesta de Gropius en Moscú, a una estrecha colabora-ción entre los artistas y los hombres de ciencia. La nómina de sus componentes, de dispar estilo y personalidad indiscutible, hace aún más deslumbrante el milagro de la Bauhaus: Van der Rohe, Kandinski, Klee, Moholy Nagy, Feininger, Meyer, Marcks, Breuer... La amplitud integradora del grupo de Weimar no dudó, además, en hacerse eco de las premisas y resultados de otros movimientos más o menos afines, como el grupo De StijI (¿cómo olvidar, por relativa que fuere su coincidencia con los postulados de la Bauhaus, la estancia de Van Doesburg en sus aulas y su encendido diálogo con maes-tros y discípulos?) e. incluso, llegó a acoger en sus publicaciones el manifiesto de Malevich de orientación harto discorde con el pensamiento de Gropius y sus huestes. Fue la Bauhaus ante todo un espíritu (de fraterna colaboración dentro de sus muros y de apertura diáfana hacia el exterior), un espíritu que, cuando menos, simboliza, a diez años vista, el primer logro de aquel grito revolucionario emitido hacia 1909 y es, también, radiante luminaria cuyo último destello puede descubrirse en las actualísimas tendencias de obra integrada, de arte orgánico.
Maiacovski fue en su tiempo y en su país (y hoy lo es, fuera ya del lugar de la cronología) la ejemplar concreción de la actividad integradora, de la expresión orgánica. Su gran cuerpo por las calles de Moscú. Un gran cuerpo por las calles de la ciudad es ante todo un organismo en marcha cuya contextura cinética hace multiplicación de lo que había de ser mera suma de partes. La facultad integral (el hombre) constituye el verdadero objeto de formación y de cultivo. Si esta formación se da iluminada por una concepción del hombre y de la vida, la voz (el mensaje) ha de brotar forzosamente poliforme y rotunda a través de toda la gama de la expresión. El presagio de la Revolución y su ulterior advenimiento fueron en los ojos de Vladiriro Vladimirovich luz informadora y amplio horizonte de actividad. Formado en ella el hombre Maiacovski, transmitirá el latido de su plenitud a todas sus facultades, y ellas han de responder al unísono, orgánicamente, a la hora de divulgar un mensaje único. ¿Quién podría augurar al joven Maiacovski, indóciles por entonces sus labios a la modulación de la rima, que había de ser una de las voces poéticas más penetrantes del siglo? Incapaz de escribir un mal verso, según propia confesión, trueca la lira por la paleta: aprendiz de pintor en la Escuela de Bellas Artes allá por el primer decenio de 1900. Se ha iniciado la carrera del genio. La senda elegida no parece, sin embargo, adecuada a su temperamento, por más que allí conozca a David Burliuk, hombre de sólida formación y pionero del futurismo ruso. Tres años dura la experiencia: el príncipe Lvov, director de la Escuela, decreta su expulsión.¿Será incapaz también de trazar un rasgo aceptable el toque de su pincel? Esta vez no. Razones de crítica y agitación constituyen el único motivo de su salida. ¿A dónde? A la forja del espíritu, a Ja palpación de la vida y del sentido de la vida. Su alma gigante madura, y madura en ella el acento de un lenguaje integrador mientras sus pies recorren seguros e impacientes las calles de Moscú. Páginas clásicas y modernas son devoradas por sus ojos ávidos de porvenir y una interrogante fustiga su conciencia y la raíz misma de su destino: ¿Qué puedo yo oponer a estas anticuallas? ¿Es que la revolución no exigirá de mí otra cosa que haber pasado por la seriedad de una escuela? Ha sonado la hora. La revolución ha estallado y con ella el relámpago de la inspiración en la voz de Maiacovski: el pintor, el ensayista, el narrador, el actor y autor de teatro, el director de cine, el orador, el programador circense,... el poeta épico, lírico y dramático brotan al unísono de la entraña de Vladimiro Vladimirovich como reflejos cambiantes de un mismo hogar: la lumbre de la formación integral, del humanismo, alimentada por la llama de la idea (el nuevo horizonte de la revolución).
No hay verdadero humanismo ni espíritu renacentista sin la vigencia de la ¡dea. Ha de sentir el espíritu y compartir plenamente una rotunda concepción del mundo y de la vida para que la multiforme facultad de expresión sea acorde con su destino. Eclecticismo vital y diletantismo sólo son posibles en edad renacentista, pero no suponen, en sí mismos, ni creación ni renacimiento. Hábito más que acierto constituye ese empeño de significar en la expresión polifónica de Jean Cocteau la encarnación del renacimiento contemporáneo. No se pretende aquí negar la calidad del timbre ni la dimensión del ámbito experimental de Cocteau. Pocos fueron los palillos que pudieran escapar a la magia de su tacto: la música (a él se debe en buena parte el estímulo y hasta el nombre del Grupo de los Seis), el arte pictórico, la novela, el ballet, el cine, el teatro, la poesía... brotaban de su inspiración con variedad admirable e inconfundible estilo. ¿Cómo no ver en Cocteau el reflejo de aquel renacer glorioso de las artes en los inicios del año 1900? Eso es cabalmente Cocteau, simple reflejo, pero nunca encarnación del renacimiento contemporáneo. No hay parcela de la vanguardia que ignore la huella de Jean Cocteau. Huella fugaz fue, sin embargo, la suya, andadura de viajero errante que pisa todas las regiones y en ninguna halla asentamiento. Conoció los lugares, pero jamás abarcó como totalidad la panorámica ni divisó el horizonte del mundo contemporáneo. Tarea en verdad difícil ha sido para los tratadistas la clasificación de Jean Cocteau y su deslumbrante espectáculo de variedades. Multíparo Cocteau a la par que veleidoso, contradictorio, irrazonable, péndulo oscilante entre la vanguardia y la academia, ingenioso y jovial volatinero que en sus días fue llamado con afable ironía el hombre orquesta, capaz de concertar los más variados timbres sin preguntar por su origen ni por su alcance. Reflejo vivaz, alegre tornasol, pero nunca entraña del renacer contemporáneo abierto a un nuevo destino del hombre (pleno de vigencia en la voz de Maiacovski) no menos que propicio a la trama de un eclecticismo espectacular en los ojos y en la aptitud de una sensibilidad refinada como la de Jean Cocteau (cuya más aguda paradoja adquiere cierto matiz autobiográfico en las páginas de Le coq et Farlequin: el eclecticismo es la muerte del amor y de la justicia).
La coetaneidad, la diversidad y amplitud creadora de Cocteau y de Maiacovski (ungidos los dos por el don de lengua en un Pentecostés multisonoro) invitan a establecer entre ambos las líneas sugerentes del paralelismo. La dispar formación y el significado histórico de uno y otro inducen a subrayar su divergencia. Espíritu ecléctico, se adhirió Jean Cocteau a cuantas revoluciones brotaron en su tiempo; no siempre, sin embargo, descubrió el norte a que todas ellas apuntaban: una conmoción universal, el augurio de una nueva concepción del hombre y de la vida alumbrada, quizá, en los estertores de la Gran Guerra. Maiacovski, por el contrario, formado en el humanismo de la nueva era, participa realmente en una sola revolución, vértice y confluencia, sin duda, de todas las otras. La plenitud de su quehacer y la diversidad asombrosa de su creación no obedecen a eclecticismo alguno; son producto unívoco y justa resultante del hombre informado por una idea universal y fiel a su destino. Bien pudiera referirse a Maiacovski, supliendo el puro desenfado por sólida formación humana, aquella frase gentil que el propio Cocteau dedicaba a Tristan Tzara:
El es un poeta; todo cuanto haga será poesía. Es él, Vladimiro Vladimirovich Maiacovski, la encarnación más entrañada del renacimiento contemporáneo y príncipe de todo genuino futurismo.
Las calles de Moscú habituadas, todavía, al ir y venir de su gran cuerpo. Este acontecer, hecho ya objetiva costumbre por plazas y avenidas de la gran ciudad, revelan a las claras la conducta eminentemente urbana de Maiacovski. Todo movimiento revolucionario ha tenido siempre condición urbana. Se debe el campesino a la tierra y a la tradición (¿hay reflejo más claro de la tradición que la espalda agreste de la tierra siempre igual a sí misma?) y su destino se juega en la cara y la cruz de este dilema o emigra o consume en su propia piel la identidad de la tierra. La llamarada de 1917 es buen ejemplo de este carácter urbano de las revoluciones (desde la independencia burguesa frente al feudalismo agrario en plena Edad Media, hasta los grandes movi-mientos revolucionarios de la Edad Contemporánea). Dijérase que en el campesinado se daba la tierra más abonada para la subversión reivindicatoría, y fue precisamente allí donde la revolución del 17 halló pertinaz resistencia. El grito de guerra dado en San Petesburgo, pronto se escuchó en Moscú y en las grandes urbes vigorizadas por la industria, mientras que la población rural oponía el dique de la tradición (el apego) al impulso revolucionario, hasta ser objeto de masiva y cruenta represalia. Plazas y calles de la gran ciudad conocieron a Maiacovski e hicieron costumbre propia de su talla gigante, de su voz de vanguardia, de su capacidad para multiplicar en poesía el progreso del hombre. Pero dejemos ahora la gran revolución del 17 para referir esta impronta urbana a las otras revoluciones acaecidas en el ámbito estricto de las artes.
El año 1909 es fecha capital en la evolución y en el destino del arte contemporáneo. Aparte de alumbrarse en sus días, más que el manifiesto, el alcance del manifiesto futurista, también en sus días se produce la justa confluencia de tres generaciones fecundas y se cumple en sus días la hora puntual del éxodo masivo de los artistas a las grandes ciudades. Profusa e interminable había de ser la crónica del acontecer estético en torno a fecha tal. Vamos a intentar, al menos, un somero esquema. El óbito de los insignes precursores se aproxima con significativa inminencia al año 1909 (fallece Cézanne en 1907, no alcanzando pareja edad los otros dos grandes maestros por fuerza del destino: súbita enfermedad arrebata a Seurat la vida en plena juventud y a Van Gogh la suya aquel sombrío fogonazo surgido de sus manos febriles). Pasemos al registro de los natalicios: Entre los años 1901-1913 ven la luz primera los artífices de la vanguardia abstraccionista (en 1901 nace Dubuffet, en 1902 Lanskoy y Gottiieb, de 1903 al 7 Gischia, Hartung, Bazaine, Still, De Kooning, Poliakoff, Bolotovski, Bryen, Haardt..., en 1909 nace Singier, y desde esa edad hasta el 1913 acaece el nacimiento de Vasarely, Ubac, Graves, Kline, Pollock, Atlan, Baziotes, Rothko... ¿Qué acontece entre el nacimiento de éstos y la muerte de aquéllos? La apertura del nuevo confín, la floración incesante de movimientos y escuelas cuyos contactos y discrepancias habían de alumbrar en el medio urbano, cosmopolita (Weimar, Milán, Munich, Moscú, Berlín, Amsterdam, Bruselas... y París) la llama de las revoluciones, y el símbolo, ya que no el contenido, del manifiesto futurista. Precisamente en el año 1909 se dan los siguientes acontecimientos cargados de significación: La llegada a París de Zadkine y Chagall, precedidos de Picasso, Kupka, Brancussi, Julio González, Juan Gris... y seguidos de Pevsner, Mondrian, Boccioni, Carra, Foujita, Russoli... En ese mismo año se produce la constitución del grupo cubista, la primera muestra rayonista de Larionov, coincidiendo con la primera exposición de Matisse en Moscú, el primer y decisivo contacto entre Modigliani y Brancussi, la primera exposición del Werkbund en París, el primer cuadro analítico de Picasso, el ingreso de Léger en la galería Kahnweiler y su encuentro con Braque y con el maestro malagueño, el cordial homenaje del grupo cubista al aduanero Rousseau, la llegada de Denis a Moscú, la dedicación de Bourdelle a la pedagogía de las artes hasta el fin de sus días, la entrada de Arp en la academia Julián de París. También en 1909 Gabo abandona los estudios de medicina para dedicarse, primero al estudio de las ciencias y luego al aprendizaje de la escultura, Gromaire cambia la toga por los pinceles, realiza Picabia su original Cautchouc. Mondrian experimenta el color primario e inicia su era simbolista, Théo Van Doesburg expone por primera vez en La Haya, lleva a cabo Chirico su primera pintura metafísica (Enigma de una tarde de otoño). Lipchitz y Archipenco ingresan en la Academia de Bellas Artes de París, Kandinski y Jawlenski fundan el Grupo de Munich, Dufy, separado del grupo fauve y aconsejado por Braque, se orienta hacia el cezannismo. inicia Kupka la serie de los Gigolettes... Resulta imposible reseñar los sucesos de la plástica contemporánea inscritos en el transcurso del año 1909. Puede decirse que la revolución del arte gira en torno a esa fecha, propicia como ninguna para el manifiesto futurista. Con mínima antelación (los Nabis, los Maestros Escultores, el Fauvismo, la Escuela de Montmartre) o con inminencia evidente (el grupo De Stijl. la Bauhaus, el expresionismo alemán. Dada, el surrealismo, la Nueva escultura, el Vorticismo, las corrientes rusas y norteamericanas...), el desarrollo del arte contemporáneo gira como una esfera polícroma en torno al luminoso eje de 1909. Si hemos centrado la crónica en el ámbito de las artes espaciales, se debe a que la profusión de los movimientos pictóricoescultóricos y su concatenación revolucionaria ejemplifican mejor que cualquier otra manifestación cultural el núcleo y el desarrollo del renacimiento contemporáneo. La referencia a la arquitectura queda ya hecha en la cita de la Bauhaus (a la que había que agregar los nombres insignes de Wright, Gaudí, Hoffman, Perret...), y la poesía bien puede simbolizarse en la figura de Maiacovski, renunciando a la simple mención de los acontecimientos de la estética musical, cinematográfica, teatral, fotográfica... so pena de hacer inacabable esta crónica.
De todos los sucesos reseñados vamos a elegir uno especialmente alusivo al aspecto urbano de las revoluciones. ¿Qué significa esta afluencia masiva de espíritus creadores al medio macrourbano? En este luminoso amanecer de 1909, París se ha convertido en la meca del arte, en el forum del renacimiento, y los artistas, desdeñando un trasnochado sentir patriótico, acuden a la plaza del mundo, al concilio ecuménico, al agora, a la asamblea cosmopolita, para deliberar, renovar e imprimir nuevo impulso al mapamundi de la cultura. Es aquí, en esta comunidad urbana, que otorga carta de ciudadanía a todo espíritu creador, donde la palabra se hace universal, donde afirmaciones y divergencias acuñan las síntesis de progreso, y donde se columbra una nueva concepción del hombre y de la vida. Se hace imprescindible el cotejo del arte y de la literatura española en este momento histórico y en verdad que resulta poco halagüeña su referencia al plano europeo. De nada sirve apelar a la relevante presencia de Picasso, Julio González, Juan Gris, Miró, Gaudí... en el concierto universal de 1909. Nunca fueron comprendidos y no siempre citados por sus contemporáneos residentes en España, ajenos, quizás, a la lectura de la prensa extranjera (buena parte del arte de vanguardia fue divulgado en las páginas de los periódicos). La literatura española rigurosamente coetánea al manifiesto futurista se halla representada por la Generación del 98, de firme raigambre agraria (1907-1917) contienen el proceso elaborador de los machadianos Campos de Castilla) frente al espíritu urbano de los movimientos vanguardistas. Admirable, sin duda, honda y trascendente Generación del 98. Nosotros mismos la hemos celebrado bajo la advocación de pequeña y entrañable Edad de Oro española. Ello, sin embargo, no impide reconocer su evidente anacronismo: Romanticismo tardío (España, tierra la más idónea para el genuino alumbramiento del Romanticismo histórico, conoció una corriente tardía y nada auténtica), afincamiento o nostalgia pero siempre referencia al glorioso pasado y exaltación de la tierra, en el sentido más agreste, de Castilla como símbolo de éter nidad concuerda poco con integración del pensamiento y de la actividad, visión de un futuro inminente y vida intensamente urbana (la universidad, en su más amplio sentido, como indagación comunitaria y la industria como logro y solidario acicate) de cara a la revolución. En una edad en que el arte inicia y alcanza un desarrollo rara vez conocido por la Historia, ¿no ha de ser significativo el desdén de los hombres del 98 por la evolución estética, su nada elocuente silencio, su ausencia de sensibilidad ante el fenómeno innovador de las artes plásticas y constructivas? Cierto que la Generación del 98 no esquivó la referencia a la idea de Europa, pero de una Europa abstracta, cuando no utópica, ajena por completo a la vitalidad de aquel renacimiento fastuoso que (si no es en la aguda intuición y, a veces, previsión de Valle-Inclán, como luego ocurriría con Ramón Gómez de la Serna), escapó de plano a los hombres del 98 y sólo después hallaría eco y consecuencia en la Generación del 27. Entre tanto, calles y academias de la gran ciudad (París) alcanzaban el grado de ebullición que precede al estallido, intuía Maiacovski en el horizonte urbano (Moscú) la llegada del alba, y un espíritu ingenioso (nacido, naturalmente, en Italia) se disponía a emular el canto del gallo: el manifiesto futurista.
¿Cuál es el significado del manifiesto futurista? Venimos repitiendo hasta la saciedad la fecha de 1909 y aludiendo sin tregua al simbolismo de su publicación, pero para nada hemos penetrado en su contenido. Aquí reside el problema. Estupefacción, desengaño, ironía afable o incontenible indignación produce, hoy todavía, el manifiesto de Marinetti en los ojos del lector primerizo. Por paradójico que pueda parecer, es lícito afirmar que lo menos importante del manifiesto futurista en su contenido y lo más relevante su oportunidad. La coincidencia masiva de verdaderos artistas creadores en el medio macrourbano, su afán revolucionario, innovador, la consiguiente rebeldía ante las glorias del pasado y el augurio de un porvenir urgente hacían mil veces oportuno el grito de Marinetti. Había de producirse hacia 1909 y en París (fecha aproximada y puerto franco de confluencia para aquellas tres fecundas generaciones), tenía que ser emitido por un italiano (cuyo pasado remoto fue glorioso por encima de todo honor, en tanto que el inmediato siglo XIX era apenas sombra vana del antiguo orgullo) y un ruso audaz (vigía mañanero desde la atalaya urbana, de cara a un inminente futuro), debía sazonar aquel frenesí de gestos nuevos y nuevas formas con el humanismo de una concepción, también nueva, del mundo y de la vida. Ironizado, menospreciado, zaherido, no deja el manifiesto de 1909 de apuntar su vigencia por lo que supone de actitud consciente y porque encierra el eco común de aquellas voces, dispares en su acento pero harto coincidentes en el pregón de un porvenir, de un destino. Cuantos tratadistas han entonado prematuramente el réquiem al volatín futurista, tuvieron luego que revisar su dictamen para volver a hacer problemática de lo que ya era problemático en sí mismo: así les ocurrió con el nacimiento de las corrientes abstraccionistas que aportaban soluciones científicas a planteamientos formulados por la plástica futurista; y así acaece en estos días de incertidumbre (coincidentes con la conmemoración cincuentenana) cuando el espléndido humanismo, amasado por tres generaciones feraces y elevado a rango renacentista, comienza a periclitar y en la senda del progreso (la nueva ciencia espacial, la tecnología, la electrónica, las conquistas de la biología, los avances insospechados en la comunicación planetaria e interplanetaria...) se premoniza el advenimiento de un nuevo lenguaje, de una nueva concepción antropológica, de un futuro inminente.
Poseemos el éxtasis de lo moderno, el delirio renovador de nuestra época. Sirva esta cita enfebrecida de Boccioni para concluir nuestro análisis, estableciendo una última relación entre revolución y futurismo en cuya entraña se vigoriza la voz de Maiacovski hasta ser su encarnación y paradigma. ¿Qué significa el éxtasis de lo moderno, el delirio innovador de una época? Una actitud política. Fue el futurismo un movimiento fundamentalmente político (acogiendo en la voz polis su sentido más genuino, sin desoír, por otra parte, su aguda resonancia urbana). Es éste un tema donde no hay aquilatación que pueda juzgarse excesiva. Se ha dicho de forma general que el futurismo fue en Italia la expresión del fascismo, como pudo en Alemania haber significado al canto al trágico ademán nazi y canalizado en Rusia el testimonio poético de la revolución del 17. Esta proposición, de enunciado tan ingenuo, encubre, además, una rotunda falsedad (al menos por lo que afecta a los dos primeros términos). El hecho de que Marinetti militara en los cuadros fascistas prueba sólo una actitud personal de Marinetti. Si antes subrayamos la escasa importancia del contenido, acentuaremos ahora con linea más gruesa la relativa significación de la voz que emitió el manifiesto. Toda su trascendencia, repetimos, radica en su oportunidad. Si Marinetti se alistó en las filas del fascismo y otros (Soffici, Papini...) renegaron del programa futurista, véase en ello un simple proceder personal que en modo alguno puede afectar al manifiesto de 1909 ni desmentir su oportunidad histórica (¿desmentiría, también,o había de afectar a la existencia de aquellos insignes precursores como Whitman, Verhaeren, Kipling? Que Marinetti transitara del futurismo al fascismo no significa en modo alguno que siguiera idéntica ruta el movimiento pregonado por él. Marinetti no regaló al fascismo el acento futurista, sino que recibió de manos de Mussolini el entorchado de miembro (¡de académico!) en la recién creada Academia de Letras ¡Él, que sentía, cuando futurista, náuseas ante nombre semejante!). No vamos a negar la actitud de los otros futuristas en el campo literario, porque el recuerdo de casi todos todos (Buzzi, Palazzeschi, Altomare...) se pierde hoy entre el anonimato y el seudónimo, pero sí vamos a proponer, como prueba indubitable de esta inversión valorativa que venimos comentando, el ejemplo de las artes plásticas, jalonadas por nombres ilustres (Boccioni, Severini, Carra, Russoli...). No fueron ellos quienes prestaron su expresión al movimiento fascista, ni este vió en sus pinceles y buriles el vehículo idóneo para inmortalizar la gesta triunfalista, sino en la preceptiva de Margarita Safartti, inspiradora del grupo Novecento que, con el apoyo oficial y evidente anaicronismo, realizó un arte retórico, lleno de resonancias del pasado glorioso, entre naturalista y romántico, fatuo, guiado por la vana pretensión de emular la gloria del Quattrocento y del Cinquecento. Referida la situación a la Alemania de Hitler con la relatividad que el caso merece y salvados todos los matices (Ezra Pound incluido), cabe afirmar que el aliento innovador de la Bauhaus. lejos de merecer el favor del nazismo suscitó sus iras y vio con amargura el derribo de sus propios muros en el año 1934.
A la hora de analizar la vanguardia creadora de Rusia, todos los tratadistas se ven y desean para ordenar ese complejísimo catálogo del fulgurante renacimiento eslavo, al iniciarse el siglo, en el que movimientos, actitudes, nombres de poetas y de artistas se mezclan con abrumadora profusión: rayonismo, suprematismo, imaginismo, futurismo, constructivismo…Khlebnikov, Kruchenikl, Maiacovski, Esenin, Larionov, Chagall, Kandinski, Tatlin, Archipenco, Malevich, Pevsner, Gabo…Todos los tratadistas se esmeran al advertir la distinta dimensión del futurismo ruso y del italiano y no pocos en destacar a Maiakovski como el poeta mas fiel al espíritu de su tiempo y de su patria. No son muchos, sin embargo, los que ,además, fundamentan de forma satisfactoria tales distingos. El problema se ciñe a estos dos términos: revolución y futurismo; de los que brota un resultante cabal: Vladimir Maiacovski. Ya hemos subrayado la integración integral de Maiacovski en el nuevo humanismo y la consiguiente actividad poliforme que le consagra como auténtico espíritu renacentista frente al eclecticismo de algún artista coetaneo. Cabe ahora preguntar:¿Cuál es el significado de la revolución del 17, referida a los otros movimientos revolucionarios de su tiempo, y cual su adecuación con la expresión futurista? No tratamos de valorar la revolución rusa desde ningún ángulo que exceda la mera historicidad, y , a través de ella se nos muestra como vértice real, como desembocadura de las otras y también como fuerza perdurable cuyas consecuencias (reales, fácticas) llegan a nuestros días. Por otra parte, la adecuación entre revolución y acento futurista se hace ejemplar en la voz de Maiacovski. El simple cotejo de textos descubre, sin más, la diferencia capital entre el futurismo ruso y el nacido en Italia: halló el poeta en la revolución una realidad acorde con el acento innovador de sus palabras y en ellas la revolución encontró el vehículo expresivo ideal para el cántico de su ejecutoria. Italianos y rusos glorifican la velocidad,el vértigo, la máquina y reprueban la tradición,el museo, la academia, el magisterio de los clásicos…;mas lo que en aquellos es utopía de posible o de inverosimil realización, es en éstos certeza presente, realidad palpable, cúmulo de cosas, de actos. El poeta Vladimiro Vladimirovich Maiacovski, está entre las cosas y ellas ante sus ojos. Su facultad expresiva se multiplica en el acontecer inmediato y de cara a un porvenir ya en movimiento. El se limita a actuar entre las cosas y esta actuación suya es también su cántico (porque él es poeta y todo cuanto haga será poesía).
NUEVA FORMA - 29/06/1969
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