El recién venido Guernica (no vuelto, como alguien sigue escribiendo: que difícilmente podría volver a España lo que nunca en España estuvo) comienza a suscitar esperadas glorificaciones y atribuciones ideológicas en la misma medida en que ayer recabó suspicacias, desdenes e invectivas sin cuento ni tino. Ojalá venga a simbolizar, desde su perspectiva sociológica, algo así como el dato de una edad definitivamente ¡da, el fin de una contienda en la que se vio inscrito y de la que fue grito incontestable, o aquel punto de conciliación nacional tantas veces invocado y no pocas desmentido. A la luz de la consideración estética valga anticipar que, aun a meced de su propio proceso pictórico, es el grabado más significativo, sin duda, de toda la historia del arte.
Que sea o no Picasso el más grande pintor de nuestro tiempo vaya en criterios y gustos, quede al amparo de amplia o restrictiva estimación o acomódese (aparte de no entrañar el arte una actividad propiamente competitiva) a apreciaciones singulares en torno al dogma de la perfección (del que nuestro inmortal no fue, ciertamente, ni abanderado ni acólito). A nadie, sin embarro, se le hará fácil discutir o negar, con razones de alguna consistencia, que este mismo Picasso haya sido el grafista más grande de la Historia. Pasa el Guernica por ser (séalo o no) la obra más representativa del que hacer picassiano y el símbolo más característico (eso sí), por magnitud y resonancia, del llamado orden contemporáneo (?), con su incesante contienda y su impar anhelo pacifista.
¿Y qué es el Guernica sino descomunal grabado realizado al óleo? Para mejor detalle, entienda el lector esto de al óleo corno simple y acostumbrado decir, ya que la pintura fue llevada a cabo (y la referencia me viene personalmente dada por un test (lo presencial de la calidad del recordado Juan Larrea) con la técnica del duco Cerosa) grabado, y no otra cosa, es el Guernica, confiado a procederes más acordes con el ornato o buen ver del automóvil de la época que propios de un proceso elaborador tradicionalmente artístico. Los casi ocho metros de anchura y los tres y medio de altura que lo definen certifican, me creo, la adecuación del adjetivo viéndose bien empleado el sustantivo en atención a los tonos planos que explican la estampa de acuerdo con el ejercicio del grabar.
Se explica y consuma el Guernica en el pálpito exclusivo de tonos blancos, negros y grises escuetos (planos con tintas de impresión, reportados, cercenados, incisos con la misma proporción que las demarcaciones de una plancha de aguafuerte o de un soporte con gráfico) vierten a conformar materia, forma y argumento de una pintura que no pocos juzgan la más relevante de nuestro tiempo El crudo tableteo de la luz Y el contrapunto sordo de la sombra dan paso en el Guemica al plano medio de la
penumbra con premeditada exclusión de aquella efusión multicromática a que tradicionalmente se atuvo y de la que recibió nombre propio, en cuanto que tal, el arte llamado pictórico.
Las tres tintas del grabado, ni una más, encaman, planas y adyacentes, la desmesura del lienzo, al tiempo que concitan el gesto de los personajes hacia el ángulo superior izquierdo (allí, exactamente, donde el toro a punto está de lanzar un mugido tremebundo) del acontecer. La mujer fugitiva, la mujer en llamas, la portadora de la luz, la madre suplicante con el hijo muerto, el caballo desbocado, el soldado caído..., acuden o miran, de derecha a izquierda, hacia el toro apocalíptico entronizado como protagonista principal («¡lid en honor del toro -describió César Vallejo la escena- y su animal pálido, el hombre!») Impetuoso e instantáneo, este giro siniestro exige al ojo una actitud sumamente forzada que termina por acentuar, cómo no, la sensación de dramatismo.
Acostumbrada a una contemplación de signo inverso (el hábito natural de la lectura nos induce a contemplar de izquierda a derecha) se violenta la mirada, quedando incluida, a la brava, en la violencia misma del suceso. Como una ola sin freno, el suceso se precipita (entre el pugilato de la luz, la sombra y la penumbra) a favor de su propia y plena distorsión. Y es de su genuina condición de grabador de donde le viene dada a Picasso esa fiera distorsión que invierte la mirada. Si aquél actúa de derecha a izquierda sobre la plancha, para que al imprimirse sobre el papel se acomode a la natural disposición del ojo, no de otro modo se conduce nuestro hombre en el Guemica. Tentado por su mejor oficio, Picasso ha entendido y alumbrado el lienzo como un inmenso grabado.
Así lo atestigua la exclusividad de los blancos, negros y grises y sobre todo, la intencionada inversión de la escena, cual si se tratase de un negativo que la ulterior impresión habría de convertir en positivo. Y no ya el Guernica (arquetipo indiscutible de todo un buen hacer),
cualquiera de sus pinturas se nos revela de golpe si partimos de su específico entendimiento gráfico. El plano por el plano y el poderoso giro que lo define y circunscribe nos remiten a la omnipotencia del genial grabador, viniéndole a corroborar los particulares modelos históricos en que Picasso centró su emulación (y a la cabeza de ellos la enseñanza de la prehistoria). No en vano René Char lo ha llamado pintor de Lascaux y Attamira, de todos los lugares donde el toro estuvo presente.
Es la línea la que en la pintura picassiana condiciona el caudal de la expresión. Apenas entregados sus ojos de antracita a la austera meditación del plano y en el plano, concebirán la blancura del lienzo como campo ilimitado que urge delimitar. De norte a sur va y viene el poderoso grafismo sobre la palma de la tela, mil veces desguazada y otras tantas recompuesta, hasta lograr la suprema superficie, convertir en inminencia el plano y el dibujo en surco.
El binomio pintor-grabador se nos hace del todo insoluble. Picasso acude de la pintura al dibujo, del dibujo al grabado, del grabado, otra vez, a la pintura..., renovándose el ciclo a modo de vertiginosa carrera en la que acertar a saber cuál es el punto de partida y cuál la meta responde a puro y simple enigma.
¿Significados? La ley de la simultaneidad preside de lado a lado (y a tenor de razones no precisamente cubistas) el tránsito del exterior al interior, del día a la noche.... y viceversa. El brutal bombardeo sobre la villa de Guernica aconteció, como es sabido, a la luz del día, que el telón de una densa humareda no tardó en tomar noche pertinaz o súbitamente encendida por el estallido y la llamarada. Y ese negro y ese blanco picassianos (crudos, tableteantes, despiadados, fúnebremente descompuestos en un gris mortecino...) vienen a mostrar, en fiero contrapunto, el terror de aquel día claro que pronto quedó sumido en la más luctuosa de las noches, desde el campo abierto hasta la morada de los inocentes (niños, mujeres, animales estabulados... y un varón exánime).
El significado, sin embargo, más elocuente nos viene paradójicamente dado por omisión calculada antes que a la luz de lo presente (¡y tan presente!) En todo cuadra de batallas es lo normal, cual cumple al género, que aparezcan el agredido y el agresor. El Guemica, en cambio, únicamente nos ofrece la visión de los agredidos. «¡Lid de las almas débiles -vuelve a la cargó Vallejo— contra los cuerpos débiles!» De le condición del alma es el no ser vista, y aún más si obra con debilidad del propio espíritu, con alevosía, a espaldas de los cuerpos de los débiles (niños, mujeres y animales). Guernica se llama el portentoso grabado. ¿Y no merecería llamarse, con igual derecho, la nueva matanza de las inocentes?
ABC - 11/09/1981
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