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COMENTARIO A "LOS COMENTARIOS" DE CHILLIDA

Eduardo Chillida ofrece a la contemplación pública la consumación de estas sus criaturas, tras haber agotado las posibilidades de una hipótesis inicialmente vislumbrada, esto es. de un sustrato en que ellas asentaron su condición primera y del que ahora desprenden su grado perfectivo, su propia conclusión. Eduardo Chillida expone hoy a los ojos de los demás lo que ayer pareció perfecto a los suyos (perfecto, es decir, consumado, concluso).

¿Cuándo puede decirse que la obra de arte, cada obra de arte, ha llegado a su término? ¿Cómo sabrá el artista que la obra es acabada? ¿Por qué, en un momento dado, la da por concluida? La respuesta de Chillida, referida a su caso concreto (ejemplo y paradigma de otros muchos), suele, por encima de toda vacilación, ser tajante e inmediata: la obra me resulta perfecta cuando me es familiar.

¿Filosofías? ¿No ha recabado el quehacer de Chillida atención privilegiada de parte del pensar filosófico? G!osas. entre otras, como la de Gastón Bachelard o la de Martin Heidegger. son más ilustrativas. Las propias y habituales lecturas de Chillida (Bergson, Heidegger, los presocrático, los románticos alemanes…) y sus mismos comentarios (que tanatas veces recogimos de su voz) corroborarían sus raíces en el suelo del buen filosofar.

A estos comentarios es a los que ahora quiere dirigirse es nuestro, dejando por esta vez y en pro del apunte filosófico, el cuerpo de la obra al juicio o al deleite o al asombro del contemplador. Y de entre ellos, espigamos aquel que mejor cuadra a lo que aquí y ahora se ofrece a nuestros ojos: la obra me resulta perfecta (esto es, concluida), cuando me es familiar.

¿En virtud de qué confrontación puede la obra ser familiar aquien la hizo y dejar con ello señal de su grado perfectivo? Fácil parece vincular la noción de acabamiento a la representación anticipada de la obra (finalismo) o a la trama gradual y acumulativa de las partesque la integran (mecanicismo) Una y otra vía, por feliz que fuere el recorridoabocan irremediablemente a ilustrar el acto de la creación a la luz del trabajo del artesano o del fabricante.

Hay, sin embargo, una diferencia capital entre la labor de éstos y la del artista. El trabajo del artesano y del fabricante es controlado por la función de la obra que ellos construyen. De aquí que finalismo y mecanicismo la expliquen tan cabalmente. ¿Qué es la función sino un modo de objetivar la obra y entramar sus partes hacia su seguro fin? Cuando es perfectamente sabida la función de la obra, perfectamente sabido es su término.

Distinto es el caso del artista, entre otras razones porque su obra carece de función semejante. Uno de los problemas más graves que, por tal modo, se le ofrece al artista, es terminar la obra. ¿Cómo objetivarla perfectivamente? ¿Qué criterio o confrontación vendrán a controlar su acabamiento? No queda otro camino, así las cosas, que el retorno a sus orígenes, a la fuente de la experiencia inicial, el cotejo con la genuinidad del punto de partida.

Por aludir al momento incipiente de a creación, Eduardo Chillida suele usar de una voz harto expresiva: los aromas. La obra toma su origen de una incitación. vaga y palpitante, por parte de las cosas, no de un esquema mental. Es una llamada como de simpatía (dicho en lenguaje bergsoniano) que viene de la realidad y sólo puede ser atendida por in tuición. Incitación y llamada tales son como aromas, por su tenue e inmediato acontecer embargante. Y en el tránsito de estos aromas, va, por un instante, el tránsito de la vida.

Estos aromas incipientes (trasunto de la experiencia o experiencia misma) exigen, para su fresca floración, el suelo firme de la hipótesis, el apoyo de un sustrato (hipótesis, etimológicamente entendida, significa sustrato), el tacto, el peso y la solidez de una materia en que plasmar el cuerpo informe, absoluto,dionisiaco, de la vida y de la creación, la efectividad de una experiencia plástica, capaz de concentrar el cómo y el dónde de aquella otra experiencia original.

Y sobre esta materia se inicia un trepidante proceso de negación, en cuya trama van cayendo posibilidades y más posibilidades, hasta que sólo queda la última y en ella, cuando más, el eco de las que fueron. El escultor ha instaurado la materia, y en su corporeidad busca ahora la objetivación de la última hipótesis, pero la busca hacia atrás, la busca a tergo, y antes por supresión que por acumulación de posibilidades y de formas.

La concurrencia de las formas lleva implicito, y más cuando se indiviualizan, el gérmen de su disociación, que sispa otras posibilidades y orienta la llegada esclarecida de una sola. El escultor no podía preveerla, ni ella ha sido la síntesis de un fin propuesto y alcanzado. Ha sido, mas bien, fruto de una retroacción paulatina y laboriosa hacia la genuinidad del origen, el retorno rectilíneo al caudal incipiente de los aromas.

Juzgo concluida la obra —insistirá Chillida— cuando me es familiar. Pero familiar —se dirá el lector— ¿respecto de qué? Respecto sólo de aquellos aromas primigenios que, provenientes de la realidad, pusieron en marcha la génesis tuda de la creación. La obra será perfecta o bien consumada, si hace explícita, desechando o disociando las demás, su posibilidad verdadera, si traduce unívocamente aquella llamada como de simpatía que venía de fuera, si resume la efusión de los aromas de lo desconocido, convertidos ahora en aromas de familiaridad.

Y si el origen del acto creador descansa en los aromas y el retorno a aquella incitación primera ha de darse, cual testimonio de familiaridad, por disociación o negación de formas (no por adición mecanicista ni bajo el control de un fin preestablecido), parece oportuno preguntar: ¿Qué son, en última instancia. los aromas? ¿Cuáles las formas que han de ceder y por qué han de ceder su eventual consistencia al feliz advenimiento de la última y definitiva?

La presencia de los aromas, todo lo tenue y vaga que se diga o precisamente por ello, por su mismo acontecer embargante, entraña un grado máximo de concentración, de parte de la realidad. Los aromas son el efluvio de una realidad esencialmente concentrada, tan densa y concentrada, que dificulta su captación inmediata y hace imposible su mención, la expresión directa de su nombre.



En los aromas palpita al vivo aquel llamada como de simpatía que nos Ileg de las cosas: una voz incitante, un reclamo pleno de atractivo, pero huérfano de nombre, que, en un golpe de gracia viene a regalar a nuestro sentido, a nuestra conciencia, a nuestra memoria, el tránsito insospechado de la realidad cuando ésta se hallaba en un grado inefable de concentración (inefable, esto es, innombrable, inexpresable, indecible.

La concentración extrema de lo real, el pulso condensado de la vida, impide toda mención inmediata. Sólo cuando el suceso se distiende como una frase, es posible su articulación, su lectura, su análisis y su enunciado. Ante una realidad, por el contrario, esencialmente con centrada, hemos de conformarnos con detener nuestro paso, oír el alerta subyacente, el siste, viator (¡alto, caminante!), que nos llega de su entraña, y enmudecer o inquirir o, tal vez, recordar.

¿Recordar?¿Será acaso posible traer a la memoria aquello, precisamente, que no tiene nombre? Diríamos, al margen de toda paradoja, que en la insistencia, en el esfuerzo por recordar aquella realidad concentrada e innombrable, le será al artista dado su nombre. La realidadse le ha descubierto en un golpe de gracia (si esta experiencia no se da, no hay posiblñe creción), y el artista procede ahora hacia atrás, a tergo, como a la busca de un recuerdo que , por muy denso, resulta indefinible.

Crear, pues ¿es recordar? El regreso a los aromas dadas de lado resonancias platónicas, el retorno al primer contacto con el pulso concentrado de la vida, es no poco afín al empeño de la memoria tras la pertinacia de un recuerdo indefinible, cuya captura y nombre surgen de la insistencia o por exclusión, gradual, paciente, exhaustiva, de otros mil, reconocidos o reconocibles e incapaces, por ello, de susbsumir la concentración vital, la experiencia, de aquel instante único.

Es un recordar, diríamos, al margen del tiempo. Oída la voz (¡siste, viator!) que surge de la vida, el artista ha de detenerse y centrar allí toda su sensibilidad, pensamiento y memoria, tensamente atento al hallazgo de un tiempo en que la duración se eternice y la concentración de la realidad aparezca patente e individualizada. A partir de este instante revelador, o golpe de gracia, o experiencia al desnudo, comienza a ser verosímil e imperioso el hallazgo de un nombre.

Sólo por analogía podemos hablar de tiempo, si en verdad lo real se nos ofrece como instante único y eternizado (no se debe olvidar —resume literalmente otro de los "comentarios" de Chillida— que el pasado y el futuro son contemporáneos) y sólo por vía ejemplificante, el recuerdo es afín al acto creador. Crear viene a ser un recordar de espaldas al tiempo, un retrotraer toda la atención hacia un instante pleno y concentrado de la realidad que. como tal, excede todo cómputo.

El pasado y el futuro se hacen contemporáneos, cuando el artista se detiene ante la señal alertadora (¡alto. caminante!) que aflora de la vida y recoge el instinto y la mente penetra por intuición. Allí. en el suelo virgen de la experiencia, subjetividad y objetividad (la inclinación del artista y el súbito desnudarse de la realidad a sus ojos) son como dos perspectivas, dos temporalidades, capaces, por un instante, de generar otra más acumulada, concentrada, universal, que el simple recuerdo jamás podría transmitir ni mencionar.

La sensibilidad entonces se actualiza cual la expansiva corriente de un río, distensamente abierto a la comunión esencial entre sus márgenes. Esta y aquella perspectiva, temporalmente distensas. son las dos riberas que recorre, la sensibilidad y la intuición revive y el acto creador pone en íntimo contacto. Allí el tiempo se detiene, la realidad se concentra y ha de esforzarse la memoria por concretar el vivo fluir entre ambas orillas.

Es en este sentido donde cobra validez el acento de retroacción o de memoria con que Proust sintetiza y define el acto creador: la grandeza del arte radica en redescubrir, recopilar y darnos a conocer esa realidad lejos de la que vivimos. ¿Entenderíamos este retorno (o redescubrimiento o recopilación) en una acepción temporal? ¿No aludirá. más bien, al reencuentro con la nuda experiencia, al tacto mismo de lo que el hombre llama esencias objetivas?

El hombre -proseguimos con el sagaz novelista- se va alejando más y más de la vida. en la medida en que va acrecentándose el espesor y la impermeabilidad de su conocimiento convencional, por el que la realidad va viéndose poco a poco suplantada. Corre incluso el riesgo, a merced de sus fríos esquemas mentales, de morir, sin haber vislumbrado siquiera esa realidad, próxima, circunstante, derramada, que es la propia vida.

Porque es, a fin de cuentas, la vida misma, no su lapso temporal, la vidacoetánea del pasado y del futuro, la que en un momento dado visita a todos los hombres, no sólo al artista. Ellos. sin embargo y como obnubilados por la lente del saber convencional, no la ven. Sólo la ve, atento a su llamada, el verdadero creador y, por vía de reflexión o de retorno, la hace suya y luego la muestra a los hombres, a su sentido. a su conciencia, a su memoria.

Los aromas resumen el pulso vivo de la experiencia, son un instante cognoscitivo en que instinto y conciencia (es decir, intuición) descubren súbitamente el latido concentrado de la realidad. Ella, la realidad, visita, en palabra de Proust, la sensibilidad de cualquier hombre, adquiriendo, sin embargo, auténtica exigencia de cara a su manifestación, que solamente al artista le es dado patentizar. (Sólo el artista, en texto también proustiano, la muestra a los hombres).

En la explosión, pues, de los aromas se origina, pero no se consuma, el cortocircuito de la creación estética. Se requiere, por parte del artista, una promoción subjetiva, capaz de descubrir a los ojos del contemplador la concentración objetiva de la realidad. Y es como un fluir incesante, como una corriente, desde la realidad objetiva al don subjetivo del creador y de la expresión de éste a la mirada de los otros.

Puede la realidad, circunstante y enigmática, desnudarse de pronto y ofrecérsenos como instante único y eternizado. Y ello suele acaecer cual paréntesis luminoso, o zigzag de relámpago, sobre la monotonía del diario caminar. ¿Tendrá, sin más o sólo por ello, alguna relevancia, en el ventanal de la manifestación, esta visita sin anuncio de la realidad, este acercamiento imprevisible de las esencias objetivas?

Apagado el fulgor del relámpago, desvanecido el efluvio embargante de los aromas, el hombre prosigue su andadura. consolidándose en su memoria afectiva. si él prestó acuciada atención, la llamada de las cosas, o difuminándose para siempre su reclamo, a favor de la indolencia o a merced del saber intelectualizado. del esquema mental, en el confín difuso e irretroactible de los recuerdos perdidos.

¿Habrá de trascender esta simple llamada como de simpatía el umbral del arte, sin ser objeto de ulterior expresión? ¿Qué otra cosa es el arte sino plena capacidad inquisitiva e indicativa? No se trata de representar. El ámbito de la vida excede toda representación. Se trata, más bien, de preguntar (yo no represento –es otro”aforismo” de Chillida-;yo pregunto), indicar, redescubrir y dar a conocer aquel momento de plenitud, de concentración real, trasunto de la vida.



Y sin en ello (en redescubrír recopilar y dar a conocer la realidad, latente a espaldas nuestras) va la grandeza del arte ¿cómo no ha de ser el proceso creador una retroacción ineludible, paciente y morosa, un confrontar, a tergo la génesis de la experiencia plástica con el destello vivo de la experiencia real, un empeño al margen del tiempo, en recordar el lugar verosímil y el nombre original de los aromas?

Mil son las semejanzas, al margen del tiempo, entre el itinerario de la.auténtica creación y el esforzado trayecto de la memoria tras la mención y el sitio de un recuerdo que, por denso y concentrado, se torna indefinible. La diferencia es, por el contrario, una y clara: que en el recuerdo se persigue una realidad conocida, en tanto que el impulso creador acude, apenas sobrevino la premocición de los aromas, al encuentro con lo real desconocido.

No hay para el artista otra prueba viable, ni otro signo que atestigüe de la conclusión de su obra. Sin el tacto de la experiencia original, eminentemente nueva, nueva, no hay creación posible (como no hay, sin ella u otra esencialmente afín,posible compresión de parte de quién ahora contempla lo creado) y jamás, sin el cotejo de la experiencia plástica con la llamada de las cosas, los aromas de lo desconocido han de tomarse, cual señal perfectiva, aromas de familiaridad.

Crear, pues. es como recordar o cotejar las formas de la creación con los indicios de aquella experiencia primera suscitada a instancia de las cosas al empeño, ,al arriesgado empeño de excluir, gradual y exhaustivante, todas las formas que, por conocídas, reconocidas o reconocibles, eran incapaces subsumir la concentración vital de aquella llamada de simpatía que viene del envés de las cosas, de lo desconocido de las cosas.

¿Cuáles son las formas-era nuestra segunda pregunta— que han de ceder y por qué han de ceder su eventual consistencia al advenimiento de la última y definitiva? Creemos que las lineas precedentes implican la respuesta: tales formas son las conocidas o reconocibles, y el motivo de su disociación o exclusión se funde en su propia naturaleza y en la condición peculiar de lo creado que, de ser verdaderamente creado ha de conllevar el tacto de lo desconocido.

Si el fin preconcebido, el proyecto a fronte, sirve de poco en el horizonte de la creación, de menos aún valen formas y posibilidades ya probadas, por feliz que que fuere su elección y su agregado mecanicista, cauce seguro, en el mejor de los casos, y control,.siempre o pauta para recrear lo ya creado, con mayor o menor número de variaciones, mejor o peor sutileza, pero a merced, forzosamente, del círculo vicioso de un perpetuo pleonasmo.

Lo que dicen formalismo es clara subversión axiológica. Porque el arte no descansa en una escueta razón de formas; es, más bien, denodada indagación ante la realidad desconocida, instauración vital de lo que no era. El concertar, todo lo esmerado que se quiera, las formas conocidas hacia un fin seguro y predeterminado, hace que la vida quede radicalmente suplantada por el esquema forma/ (y no se trata de instituir formas —diríamos con Huidobro—, sino de crear vida).

Deleuze ha sabido, mejor que nadie, poner de manifiesto, entre otras mil y habituales deformaciones del pensamiento de Nietzsche. el tradicional y erróneo entendimiento en torno a aquella su aguda concepción de lo dionisíaco y lo apolíneo, que, lejos de sustentar el consabido antagonismo entre lo informe y lo conformado, encarnan, respectivamente, la faz positiva y negativa, el carácter primario y el carácter secundario de un proceder único.

Lo dionisíaco significa, por tal manera, un proceso primario, genuino, en que se manifiesta la vida. informe, subyacente, derramada, en tanto que lo apolíneo es lo secundario, lo exento de genuinidad, formalizador. reductivamente explícito, pacializado y, a la postre, convencional. La subversión sistemática de ambos términos acarrea el truque de la vida por la forma (y ¿cómo ha de importarme la forma —suele decir Chillida— cuando lo que está en juego es la vida?).

Jamás, y de una vez para todas, podrá ser apresada y exprimida esta raíz dionisíaca de la vida, pero sí sucesivamente asediada, localizada y descubierta, a lo largo de una incesante aventura a espaldas de lo conocido y reconcido. creado y recreado. Lo contrario (el partir de formalizaciones sabidas de antemano y urdir la pulcritud de un concierto sucesivo, a favor del proyecto finalista) es suplantación, aunque lo llamen formalismo.

Precisamente por no ser penetrable de una vez para todas, el subsuelo dionisíaco de la vida admite y reclama un retorno sucesivo y siempre nuevo. Cada formalización, afincada en lo hondo de lo dionisíaco o nacida de sus perpetuos aromas, es un nombre nuevo e irrepetible, una señal alertadora sin posible reedición; porque la obra. cada obra, apenas fue nombre y señal de lo desconocido, adquiere una forma singular y con ella pasa a ser objeto conocido, señalado y nombrado.

Cumpliendo a lo dionisíaco el proceso primario y no dejando la obra, aún arrai-gada en su latido subyacente, de ser sólo parcela, angulación sólo de la vida, limitada forzosamente por lo apolíneo de la forma adquirida, de su propia corporeidad, ¿qué nombre y sustancia asignaremos a aquella otra obra que, desde su origen, fue mero proceso secundario, sola presencia apolínea, sin ningún contenido real, sin arraigo alguno en el subsuelo de la vida ni en el efluvio de sus aromas?

Más de una vez, reconocida la resonancia bergsoniana, hemos comparado la actitud teorizante, finalista, formalizadora, desvinculada de la experiencia. Y de la vida con el empeño de un pescador que pretende apresar en su red el caudal del océano. Del mismo modo, aquel lanza la red sistemática del saber y el hacer convencional y , por las cuadrículas que el trazó y midió y dividió y subdividió…con toda pulcritud, se cuela íntegro el caudal de la realidad.

¿Cuáles son las formas—insistimos por no perder el hilo de la pregunta—que han de ceder y por qué han de ceder su eventual consistencia al adveni-miento de la última y definitiva? Es obvio que las conocidas y por el mero hecho de ser conocidas. El creador, si en verdad ha presentido la llamada oculta, dionisíaca, de la vida, ha de dar al olvido, disociar, desmadejar, excluir... todas las formas sabidas, a la espera de otra u otras esencialmente ignoradas.

Para llegar a lo desconocido, hay antes que pasar por lo no conocido, escribe T. S. Elliot, dando a entender, al margen de todo viso conceptista y por clara afinidad con cuanto aquí se dice, que la única senda viable hacia lo desconocido es la conciencia de la propia ignorancia y también del riesgo que supone cada paso al frente: un tajante y austero desdeñar lo ya sabido, más la audaz aceptación de la aventura por toda concomitancia.

Vano resulta (en el confín, al menos, de la creación) el proceder silogístico, cuya consecuencia es siempre demostración de lo ya demostrado. Todo lo que ahora se hace explícito en la conclusión, lo implicaban las premisas, y todo lo formulado en ellas, era conocido de antemano. Bellas o no. las formas deductivas incluyen, de algún modo, el estigma de la defraudación. (No es honrado preguntar —insiste el "comentario" de Chillida— cuando se sabe la respuesta).

Y más vana aún la angulación unívoca y convencional del esquema finalista. La idea misma de finalidad, propuesta como único principio orientador, es suplantación de la realidad y de la vida y termina por desvirtuar tanto el presente como el futuro, al abrir, en el suelo del hoy. una laguna que impide la visión de lo circunstante, al tiempo que condiciona forzosamente, anticipando cuando no destruyendo la expectativa de lo porvenir.

Deja. así. el presente de ser presente. al verse unidireccionalmente orientado. de espaldas a sus incontables características auténticamente hodiernas, hacia un porvenir preestablecido, y también el futuro deja de ser futuro, por encarnar, de esta suerte, su visión anticipada y no su abierta expectativa: lo que. por cauce finalista, pretendemos alcanzar en el mañana, ya lo tenemos, desde el hoy. sabido en buena parte y, en buena parte, conformado.

El esquema finalista, el proyecto a fronte, representa la primacía de una sola orientación sobre la multidirección de las otras mil en que se expande la plenitud del existir y de la vida. Pura visión anticipada, y quien sabe si errónea, de lo que, desde el presente, configuramos como futuro, da tristemente al olvido todos los otros, los incontables sentidos, las demás e infinitas direcciones en que la vida irrumpe hacia el porvenir verdadero, hacia su intrínseco despliegue.

Visión anticipada y ¡quién sabe si errónea! Esperad —vuelve a la carga Elliot— pero sin esperanza, porque bien pudiera la esperanza haceros errar en el objeto mismo de la esperanza. Si yo concibo (sirva de glosa) y me propongo una esperanza sola (la primacía de una sola orientación), he malogrado el objeto de todas las demás. Y ¿quién me dirá que era esta la certera y no cualquiera de las otras (la multidirección de las restantes orientaciones) desechadas a priori?

¿Dónde, sino en la conciencia de aquellas otras mil expectativas o esperanzas, ha de hallarse el nombre de lo desconocido, el signo del futuro, el designio de la creación? Más valen ciento volando que pájaro en mano, resume el "comentario" de Chillida (aguda réplica, en este caso, al canto llano del refranero). Tras el vuelo incitante e indefinible de estos cientos de pájaros, no apresados en la jaula del proyecto a fonte, se abre el multisentido de la exploración creadora.

Porque es en el vuelo y bullicio de esta bandada multidireccional de pájaros libres, donde converge el horizonte del explorador, el estimulo de su arriesgada aventura y la pista, también, de sus descubrimientos. El explorador abre ante sus ojos una perspectiva colosal de ignorancia (por eso, precisamente, explora) y de riesgo (por algo va a la aventura) en cuyas márgenes, sólo en ellas, las ideas de encuentro y hallazgo terminan por sustentar la más feliz de las sinonimias.

No hay allí más aliados que la atención aquilatada tras lo que se espera, sin saber aún como es lo que se espera (yo conozco mi obra desde el comienzo —prosigue el "comentario" de Chillida— pero no sé como es) y el constante arrojo de quien afronta lo desconocido, en cuyo umbral la teoría consumada y la meta preconcebida (el saber convencional y la primacía de una sola orientación) han de ceder su peso y hermetismo a la apertura de la exploración y al buen aire de la hipótesis.

La exploración cuenta, sólo o cuando más, con el apoyo de la hipótesis, y el curso perfectivo de esta, implica riesgo. El explorador parte a la aventura, atraído por la sola expectativa de lo que desconoce, e incitado por aquella llamada como de simpatía que viene de las cosas y va hacia su trasfondo, sin otras artes que la impedimenta y el temple de quien se asoma a un paraje abismal. Su avanzar por el suelo de lo arriesgado es su propio conocer.

El arte (y toda actividad que ostente auténticos valores, sea ejemplo la ciencia, de conocimiento y creación) es esencial descubrimiento, careciendo de entidad y alcance si el artista poseyera, de antemano, el objeto del conocimiento y la forma del crear. El arte es un conocer creando, una exploración sin desmayo, en que azar y propósito, hipótesis y riesgo, inteligencia e instinto (es decir, intuición} son los únicos compañeros de la aventura.

Yo conozco la obra —volvemos al sustancioso "comentario" de Chillida— desde su comienzo, pero no sé como es. esto es, yo me sé muy bien el dónde de su origen (el sitio de la experiencia primera, el palpito de la primera incitación, el clima primigenio de los aromas...) pero sólo cuando la obra, excluidas y disociadas las ya conocidas, llega a alumbrar su posibilidad verdadera, me es dada la forma (el cómo} de su conocimiento y de su manifestación.

¿Otra fórmula explicativa? Mi único medio de conocimiento, frente al esquema del saber convencional, es el proceso. Mismo de la creación. Parto de un reclamo innombrable, informe, dionisíaco. que me llega de lo más concentrado de la realidad, y, a lo largo de un paciente y moroso trayecto de negación y de renuncia en torno a lo sabido, voy llegando, porque voy conociendo, a la conformación absolutamente nueva y al nuevo nombre de lo que antes no me era dado conocer.

Y es de saberse que para hacer coincidir este resultado último con aquella incipiente expectativa (el dato de la perfección con la premonición de los aromas) y sentir de golpe, en el vértice vital de dicha coincidencia, el refrendo de la familiaridad, ha sido menester un trayecto ascético, indeclinable, ferozmente disociativo y negativo, en cuya andadura el artista halló en el riesgo el más fiel acompañante.

No, de ningún modo y por adecuada que parezca su proposición, las nociones de fin propuesto y alcanzado, pueden justificar ni sostener ni, mucho menos. hacer familiares los extremos (el unde y el quo) de tan vital confluencia. El esquema finalista es simple proyección de algo concreto y conocido que, lejos de tocar la frontera del futuro, se limita a revisar y volver a revisar el pasado.

Sólo el juego —escribe Bataille— posee la virtud de acercamos, lo más lejos posible, al porvenir, pero confiando a éste, a su solo despliegue, lo que habitualmente se confía a una idea preconcebida que, de hecho, es una forma del pasado. ¿Cabe exponer con mayor agudeza la clara distinción o, tal vez, antagonismo que media entre el proyecto finalista (la idea preconcebida) y el asumir el riesgo (la noción del juego) a la hora de afrontar lo por venir?

El sentido estricto en que Bataille concibe la noción y elige el nombre de juego, es el de riesgo. Nada. Pues tiene que ver (y ¡Ojalá! Que algún día el homo homini lipus llegara bonaciblemente a traducirse por homo homini ludus) con esa acepción lúdica del arte, tan al uso, en cuyo ejercicio el juego, pese a la pretendida carga de humanismo con que se viene adornando el tema, termina por hacerse sinónimo de diversión, cuando no de frivolidad.

Lo que va en juego es la vida. Decíamos antes con el ánimo de subrayar la totalidad y gravedad del riesgo asumido por el artista, si en verdad emprendió el retorno al reclamo de la realidad, al subsuelo de la vida que, lejos de ser apresable por el esquema de la mente, es puro asombro, latido concentrado, lugar sin fundamento cierto, sin presumible precedente, donde mora el hombre y las cosas ineludibles, ofrecidas, impuestas (esencias objetivas) a sus ojos.

Sólo el juego tiene la virtud de acercarnos a un palmo del porvenir, esto es. sólo el riesgo es capaz de asomarnos, cara a cara, a lo desconocido. ¿Valdrá de algo. en trance tal, el fin preestablecido? No. Todo ha de ser fiado al riesgo, a su intrínseca ventura, especialmente aquello que suele ser objeto del proyecto a fronte, de la idea preconcebida. cifra, en última instancia, de lo sabido, o forma del pasado.

El proyectar, sin más, el presente, por cauce finalista, es renunciar a la autenticidad y pluridimensión del hoy y desvirtuar, al propio tiempo, la naturaleza del porvenir, aceptar y distender, sólo distender, lo conocido, para nunca llegar a lo ignorado. Imposible, de este modo, o ficticio el intento de redescubrir, recopilar y darnos a conocer esa realidad, lejos de la que vivimos y en cuya conquista radica la grandeza del arte.

Proyecto semejante, por no decir todo proyecto, afinca ferozmente sus raíces en la certeza de lo ya sabido y, lejos de tocar, una vez llegado a su fin previsible, el cuerpo del futuro, la entraña de lo desconocido, acarrea, cuando más, la reconsideración de lo que era ya pasto de nuestro conocer, de nuestro hacer, de nuestro conformar y concluye necesariamente en una perpetua revisión del pasado.

Sólo en alas del riesgo, nos es dado volar a lo que, incitante e imperioso, se nos muestra por descubrir y dar nombre. La multidirección de aquellos cien o mil pájaros libres (alguien, impotente y rabioso ante lo indefinible de su ruta, los llamó alocados), si procura desorientación en la mente y memoria de quien a su aire y en su aire los persigue, viene, de otro lado. a ampliar el horizonte, a alentar la expectación, reclamando, a la postre, el paso decisivo.

¿No será el paso decisivo para el artista-concluye el “comentario” de Chillida— el estar casi siempre desorientado? ¿No le vendrá dado al artista—agregamos o matizamos por nuestra cuenta— a merced de la multidirección y frente a la primacía de una orientación sola o la visión anticipada de la obra el feliz resultado de ésta, por costóso arriesgado y desorientador que fuere el recorrido y difusa la esperanza?

Eduardo Chillida sitúa la residencia natural del artista en las fronteras de la desorientación, agregando una salvedad limitativa (casi siempre) que,por encima;de su aparente matiz temporal, dice referencia próxima al carácter de excepción (radiante, pero rara excepción) de un vislumbre inicial, de un trayecto arriesgado, de un descubrimierito súbito y de un nombre nuevo para mencionar. desde un solo ángulo, la multidirección de le desconocido.

Desorientación equivale, así, a multidirección. Estos cien y otros mil reclamos rondan la atenta mirada del verdadero creador, hasta esclarecer el designio excepcional de uno sólo. De aquí que e artista se halle casi siempre desorientado o sacudido por un aluvión de alertas y señales. El espera, pero sin concreta esperanza. El objeto de ésta le vendrá dado como por excepción, no por elección anticipada, de otras y otras expectativas.

En modo alguno podía el artista prever este último resquicio de la posibilidad, ni ella fue el objeto seguro de un fin propuesto y alcanzado. Ha sido. más bien, fruto de una retroacción paulatina y laboriosa hacia el vislumbre incipiente, hacia lo esclarecido de la primera señal, el retorno rectilíneo, desoídos falsos cantos de sirenas e invocaciones ciertas de lo conocido, a la genuinidad del origen, al caudal de los aromas.

Hablamos de un vislumbre inicial, de un arriesgado trayecto y de un encuentro o reencuentro súbito, porque sólo en la interrelación de estos datos, cobra sentido y verdad el acto creador, extensible tanto al arte como a otra fuente cualquiera (sea ejemplo, otra vez, la ciencia) de invención, y queda desechada la sempiterna historia de aquella visita carismática del azar o divinidad tutelar o hado benigno, poco menos que inevitable en la biografía de los genios.

Frecuente es destacar, en el alegre anecdotario de los grandes inventos, el carácter casual con que éstos más de una vez se han producido, sin connotar, de paso, la tenacidad y el riesgo de quien explora (y por eso, justamente, encuentra o descubre), ni el deslinde del campo abierto a su exploración y ulterior descubrimiento. ni las idas y venidas por el suelo de la experiencia inicial y en el vuelo de un horizonte que, por multidireccional, parece desorientado.

En un momento dado, brota el ¡Eureka! jubiloso, con acento de sorpresa o azar favorabel . El invento ha nacido y. quizá, de forma no prevista o por senda inopinada, pero no a merced, tampoco, de la casualidad; por la gracia, más bien, de un cotejar sin tregua lo que se descubre. con el impulso que inició la senda del descubrir. Deshojadas las posibilidades que no eran, la última y definitiva aparece, por su presencia súbita, como revestida con la apariencia del azar.

La hipótesis inicial y la pertinacia de la exploración han ido, paso a paso, penetrando la frente del enigma, dejando atrás parcelas y más parcelas de lo apriorísticamente conocido, desmenuzando el cúmulo de otras y otras posibilidades, encubiertas en su envés..., de suerte que la exclusión decidida de aquéllas y el consecuente advenimiento de éstas hacen que el invento, siendo cifra de riesgo y obstinación surja sólo del azar o en olor de milagro.

El azar (el ¡eureka! o el ¡alea!) ha fructificado más que sobrevenido, tras la búsqueda, la insólita capacidad de atención y tanteo en el horizonte de la multidirección, la relación de los datos revelados, de las nuevas pistas orientadoras, de las cosas recién aprehendidas o hurtadas al letargo del no ser, el paciente avance y retroceso en las fronteras del lugar intuido, ab origine, en un golpe de gracia, o amillarado por la efusión concentrada de los aromas.

Tal es lo que Eduardo Chillida llama el reino de la desorientación, morada natural de artista, dimensión de la aventura, andadura del riesgo y en el riesgo.Riesgo y desorientación no suponen, tras lo dicho, una aventura a ciegas. Los aromas, aunque tenues, concentran lo embargante; son primero incitación, luego guía (aquesta me guiaba, clama San Juan de la Cruz. al paso de lo ignorado) y. por último, refrendo inequívoco de un toparse con lo que antes no era.

Éntreme donde no supe —insiste el místico, en plena y amigable desorientación y tras haber cruzado fuertes y fronteras. Esta audaz penetración en el ámbito de lo ignorado (en parte donde nadie páresela) se apoya en un latido incitador que, a fin de cuentas, es luz o llama viva, cálido sustento de quien avanza. Y él no avanza a ciegas, que va buscando sus amores en cuya exigencia el trayecto se hace venturoso y extremado el tacto de lo familiar.

Aromas, pues, o amores o incitaciones o llamadas de simpatía..., son como guías que, en el ámbito de la desorientación. van descubriendo el lugar y la mención del encuentro o, mejor y dada su preexistencia. reencuentro con lo inefable, disociando y excluyendo los nombres de lo ya conocido, la memoria de lo ya conformado, la vana tentación que. en su misma corporeidad apolínea, puede incluir lo no arraigado en la raíz dionisíaca de la vida.

Aquel pasar por lo no conocido, aquel dar al riesgo lo que suele confiarse a la idea preconcebida, o aquel esperar sin esperanza... (citas de Elliot, Bataille, Deleuze..., cotejadas muchas de ellas sobre la letra de un trabajo de Patricio Bulnes, próximo a su luz, y reafirmadas otras muchas a lo largo de habituales y fructíferas conversaciones con este sutil pensador chileno) exigen, sin reservas, el tránsito a la desorientación y el proceso disociativo y excluyente.

Nadie crea, en fin,. que este proceder por vía de disociación, exclusión y renuncia (hasta la clara coincidencia entre el término y el inicio de un trayecto único) se dio en alas de la sola contemplación; por gracia, más bien, de la experiencia, en el hacerse material de lo hoy consumado. Posibilidades y más posibilidades se han ido agotando con el despliegue de la hipótesis, inicialmente vislumbrada por Chillida, y de ella desprende ahora la última su grado perfectivo.

Hipótesis, decían las líneas iniciales significa sustrato, suelo firme, materia en que apoyar y traducir el impulso absoluto, informe, dionisíaco, de la vida y de la creación. El escultor instauró, desde el comienzo, la materia, y es en su realidad descarnada donde ha indagado la objetivación de la última expectativa; pero la indagado hacia atrás, a tergo, y antes por supresión o excepción que por acumulación mecanicista de posibilidades y de formas.

¿En qué norma, excluido el proyecto a fronte, se ha basado el escultor a la hora de ir disociando formas y posibilidades Es evidente que en la pertinacia de los aromas, en aquella especie de recuerdo, inciso tras la concentración extrema de la realidad. A su tenor han ido cediendo presencia y consistencia las ya sabidas, las ya conformadas (las apolíneas) y ha quedado ésta última que aún mantiene el fuego dionisíaco y el tacto seguro de lo familiar.

El escultor ha actuado, desde el recuerdo y sobre la materia, como el Demiurgo platónico. Pero no a la luz de las Ideas o arquetipos; obediente sólo a la incitación del origen, a la coincidencia de la forma con la genuinidad del punto de partida. El escultor, paciente Demiurgo, ha conformado la materia por clara confrontación con la obstinada certeza de Los aromas, y de esta reflexión o concordancia aflora ahora en sus ojos el destello de la familiaridad.

La obra, así, se esclarece y perfecciona por la nobleza de su origen y en ella (atrás, hacia atrás, a tergo. hacia el germen de un recuerdo atemporal) es vigente la visión de lo nuevo y la dimensión de lo porvenir. EL futuro, lejos de instalarse en la previsión de una meta, palpita —concluiremos con Artaud— en la anáfora que se produce, la víspera de un nacimiento. Anáfora, repetición o reencuentro que, a la postre, resumen la grandeza del arte. el sentido de la creación.

¿Cómo se manifiesta, por último, y llegada a su perfección, la obra de Chillida? Una nota la hace distinguirse de la de otros muchos escultores y especialmente de aquélla que, por torpe remedo, vienen dando a la luz sus conocidos émulos y fáciles plagiarios: la unicidad. La obra. cada obra, de Eduardo Chillida es única tanto en su materialidad como en la renuncia, por parte de su hacedor, a su formalización reiterativa o a lo que llaman el juego de las variaciones.

No existen réplicas, debidas a la mano de Chillida, ni vaciados, ni fundiciones o refundiciones. Cada escultura suya es ejemplar único (única su materia y su conformación) e irrepetible. Dada de lado la convención universal (no poco rentable) de la serie reducida (cinco o diez o más réplicas de fundición), Eduardo Chillida concentra, en la unicidad de la materia, la unicidad del pensamiento y del quehacer. Una fue la llamada, único el trayecto, única ha de ser la obra.

En la elección misma de los materiales, se patentiza la idea chillidesca de unicidad. Agotada la experiencia de un material, no reincidirá Chillida en el filón de su seguro aprovechamiento; pasará, en el acto, a otro y otros que consumen su propia sustancia. La edad de la piedra cederá su historia a la del hierro, a la del roble, a la del acero. a la del alabastro, a la del hormigón...

Esta última, concretamente, la edad del hormigón, ¿cómo y cuándo ha surgido? Porque era y cuando parecía más perfecta la experiencia gigante del acero. Perfección es acabamiento. Las moles de Chillida condensaban la distensión pefectiva del acero hasta colmar sun intrínseca posibilidad. En ese punto, Chillida sintió la llamada imperiosa del nuevo material y destinó al hormigón aquellas proporciones colosales que excedían la condición del proceso al rojo vivo.

Y la unicidad, por otro lado, cualitativa, basada en la renuncia al juego de las variaciones. Si en el cómputo de la exposición resplandece el destello de una virtud ejemplificante, sea ésta: el perpetuo y austero renunciar a la prosecución de las variaciones que para sí reclamaría cada una de las obras. Más que un muestrario de épocas, lo es de experiencias, fundadas en la unicidad y consecuentemente hostiles a la idea. a la sugerencia misma de la variación.

Sabe muy bien Chillida que el recreo formalista es acto apolíneo, desprovisto de raíz vital. Si la obra perfecta, por muy arraigada que se dé en el suelo dionislaco de la vida y aun viéndose consumada en esencial unicidad, conlleva la sombra del proceso secundario y, pese a entrañar la señal y el nombre de lo desconocido, no deja por ello de ser objeto señalado y nombrado, ¡cuánto más no lo serán recreos y variaciones de lo ya conocido y manifiesto

No hay variación posible, cuando las formas manifiestas concentran la equivalencia única y exacta con los aromas del origen. Las formas que hoy cautivan nuestro mirar, han surgido por exclusión. paciente y morosa, de las ya conocidas, es decir, de las que no reflejaban el cómo y el dónde de un impulso original, absolutamente nuevo. Sólo por ello imposibilitan, de su hacedor, toda variación sobre un tema ya conocido, toda vez que es ya manifiesto.

Quede para sus muchos émulos y fáciles plagiarios este alegre juego de las variaciones, la mera, la externa labor apolínea, cuando no deformadora, del proceso material (¿podrá ser oquedad encubierta lo que fue concentración y densidad al rojo vivo? ¿cómo la ocultación del vano, tras la chapa y la soldadura, ha de explicar lo macizo de una materia única, más lo macizo de su tiempo y de su espacio?) y, lo que es aún más grave, del mismo proceso creador.

Ellos son los esmerados artífices del arabesco, de la variación, de la caligrafía sobre calco ajeno. Porque ellos parten de la forma consumada, debida al pulso de Chillida, a su paciencia disociadora, y, sin atender para nada a la arriesgada desorientación en que se vio sumido el artista original, toman alegremente de su obra la orientación certera para el feliz logro de sus sutiles variaciones, al tiempo que olvidan que el arte es un perpetuo conocer creando.

De nada vale recurrir a precedentes históricos y magisterios universales. Si estos tan tenaces émulos centraran toda su atención tras la posible escucha de aquella voz peculiar, alertadora (¡siste, viator!) que viene de la realidad y de la vida, ¿no sería su obra inequívoco reflejo de unos aromas originales, en vez de impenitente variación en torno a formas ya creadas, a aquellas, concretamente que la mano de Chillida extrajo por exclusión de las sabidas a priori?

Porque es ahí, sólo ahí, en la concentración del ánimo hacia la concentración de los aromas y en el retorno incesante, por vía anafórica, a la llamada primigenia. donde el arte se hace verdaderamente creador, lo nuevo se torna familiar, toma la forma unicidad y consistencia y se esclarece el futuro (aquel futuro palpitante—de acuerdo con la cita de Artaud— en la anáfora que se produce. la víspera de un nacimiento).



NUEVA FORMA - 02/02/1973

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