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PERVIVENCIA Y LENGUAJE DE PIET MONDRIAN

¿Dónde radican hoy vida y positiva operatividad del De Stijl?. El texto de Zevi, tajante y hermético, se limita a subrayar una afirmación, sin insinuar pistas ni proponer conjeturas. El texto de Zevi se abre y cierra como un paréntesis de luz tornasolada, donde el pasado próximo' (el transcurso holgado de medio siglo) y el presente en curso (el hoy confuso y agónico) parecen, de una parte, mantener entrañable parentesco y sustentar, de otro lado, los extremos de una contradicción o, quizá, de una simple paradoja: la de quienes, impenitentes adictos a la contestación, niegan el apriorismo de aquellos supuestos originales (y poco tan esclarecidos como los del Neoplasticismo) en que se fundamentó la estética de nuestro tiempo, y no tienen inconveniente o escrúpulo en aceptar, con mayor o menor grado de conciencia, muchos de sus resultados empíricos. Buena parte de los que hoy proclaman la abolición del arte (con toda la carga de investigación que a espaldas suyas acarrea la evolución del orden contemporáneo) y su trueque perentorio por una expresión pública e inmediata (el cartel, el poster, ¿el panfleto?.'.) o por una actitud vital o por el mero enunciado de las presencias... ¿hasta qué punto no ajustan su protesta manifestativa a los logros de la estética que dicen combatir? ¿en qué medida no subyacen los resultados de la moderna investigación en el esqueleto formal de sus experimentos expresivos? Por obvia, sea suficiente la mera alusión al influjo de las primeras corrientes vanguardistas (y más concretamente de del De Stijl y aún más de Piet Mondrian) en las actuales experiencias cinéticas, formalizaciones computables, diseño gráfico... Dijérase que el texto de Zevi entraña una invitación a poner de manifiesto la efectiva vigencia, en nuestros días, del De Stijl; invitación que nosotros aceptamos, tomando como punto de partida la figura de Mondrian, por lo que tiene, especialmente, de síntesis y ejemplo de todas las corrientes renovadoras, felizmente alumbradas tras la experiencia cubista.

La recensión que en torno al De Stijl ha emprendido NUEVA FORMA con el firme propósito de esclarecer el origen y el norte del arte contemporáneo y con una amplitud y un alcance del todo desconocidos por la moderna historiografía española, hoy concluye, tras las tres entregas precedentes, con la exégesis de la figura más significativa del luminoso grupo holandés y una de las más señeras en el cómputo del arte universal: Piet Mondrian. Su escueta mención se nos ocurre, hoy, mil veces oportuna y, tal vez, suficiente para proponer, antes de entrar en el análisis de su obra, la patencia de estos dos hechos, más la contradicción que, en sí mismos implican: que la estética moderna nació como fruto sazonado por una profunda investigación y de acuerdo con una verdadera metodología, en tanto el arte de nuestros días parece, en buena medida, ceñirse a lo puramente experimental, dando como supuestos teóricos, los resultados de aquella investigación primera y supliendo el apoyo de una auténtica metodología por el favor de la información, puntual y abundantemente suministrada por los modernos vehículos comunicativos, que el segundo decenio del siglo fue edad de innegable esplendor, en tanto el tiempo que vivimos, lo es de decadencia. No nos cansaremos de repetir que el arte moderno brotó del impulso, del genio, de verdaderos artífices creadores, de auténticos maestros (nombres, como los de Picasso, Wright, Lissitzky, Malevich, Le Corbusier, Brancusi, Mondrian..., raramente se han inscrito, con tal profusión y coetaneidad, en la historia del arte) dándose además, entre todos ellos, una clara conciencia de la honda mutación sufrida, por el impulso de su propia creación, en el contexto del acaecer contemporáneo, y subyaciendo, por último, en su acción común, una realidad histórica, un sustrato social y político, del todo coherente (no sólo el arte, la vida en general se veía embargada, apenas amanecido el año 1900, por la conciencia común de un cambio radical e inminente, de una gran revolución, que había de estallar, poco después, en tierra eslava).



¿Son de algún modo equiparables la personalidad de estos hombres, su conciencia histórica y su empeño investigador, a la ambigüedad, a la desconexión y al empirismo elemental de nuestros artistas más actualizados? Valdría la pena insistir en la noción de ambigüedad, índice y pauta del quehacer de nuestro tiempo, y extraer de ella, dos acepciones antagónicas. La noción de ambigüedad ostenta hoy, en el ámbito de las artes y de la cultura en general, un matiz positivo, determinado por la extensión y comprensión de lo que los estructuralistas denominan campo intelectual, en cuyo ámbito se origina una verdadera identidad lingüística, nacida de la universalidad de las concepciones, la simultaneidad de las experiencias, la reciprocidad de los influjos, la concurrencia de las sendas de investigación, la síntesis enriquecedora de las contradicciones..., componentes, todos ellos, y generadores de un progresivo crecimiento dialéctico por saltos, un conocimiento universalizado, a favor de los modernos cauces informativos, y ajeno enteramente a todo énfasis subjetivista, capaz de resumir una nota esencial de la cultura contemporánea. Junto a este matiz positivo, justo es señalar, sin embargo, otra especie de ambigüedad del todo negativa, favorecida igualmente por los modernos medios comunicativos y rayana, casi por sinonimia, en lo promiscuo, híbrido, anodino, a merced de la costumbre, si no de la rutina. La estética contemporánea ha desplegado históricamente su trama manifestativa que, al consolidarse en sucesivas síntesis, cada vez más simples y generalizables, ha estimulado prematuramente la pretensión de sedicentes artistas, hasta determinar un clima ambiguo, en que lo genuino y lo híbrido, lo obediente a la investigación concienzuda y lo impuesto por sus resultados empíricos, lo debido a la vocación y lo dictado por la rutina, lo alentado por el impulso creador y lo atribuible a torpe remedo..., vienen desconcertando, confundiendo, la sensibilidad de unos, la fe de otros, y el pensamiento de no pocos ( entre ellos, y esto es verdaderamente grave, el de los que juzgan, critican y programan). Fácil es hoy -escribíamos recientemente- para cualquiera que se halle en posesión de una sensibilidad mediana y una puntual información, emular externamente alguna de estas síntesis que a sus creadores costaron esfuerzo titánico y expresión acorde con su "verdad interior", y más fácil aún seguir la cadena sincategoremática de una imitación progresiva, sin atender al origen del primer eslabón, (y más fácil, todavía, alzar, en medio de este maremágnum de mediocridad la voz contestataria, ajena igualmente a todo entronque con la moderna tradición, solicitando la muerte del arte y de sus sospechosos cultivadores).

¿No existirá -preguntábamos en la ocasión citada- una pauta segura, capaz de discernir el metal noble de la ganga? Sí. La certeza del origen, el cotejo del alfabeto original, la confrontación objetiva de cuanto hoy se divulga o se combate, con la fuente genuina de su alumbramiento, con la luz esclarecida de la moderna investigación, con el pálpito inicial del orden contemporáneo que, en su tiempo, supuso una escisión tajante (como no conoció otra la historia) respecto al orden tradicional, preestablecido, y, en el nuestro, sigue sustentando la razón de un suceso histórico, irreversible e innegable, del que nosotros somos parte y consecuencia. Una y cien veces hemos afirmado que la errónea interpretación de la estética contemporánea en manos de supuestos artistas y, aún más, la total incomprensión en la sensibilidad del inexperto, el divorcio palmario entre la masa y la minoría innovadora, obedecen no tanto a la complejidad sintáctica de los nuevos fenómenos estéticos, como al rotundo desconocimiento, por parte de unos y otros, de su elemental morfología, de aquel alfabeto original en que se decantó el impulso genuino, audaz, revolucionario, del orden nuevo, y el contenido, preclaro y abundoso, de la moderna investigación estética. ¿Cómo será posible la instauración o el simple entendimiento (e incluso la repulsa, la negación) de un lenguaje nuevo, de una nueva sintaxis, con una ignorancia absoluta o con el inexcusable olvido del alfabeto subyacente? Aceptar, sin más, unas formas que ayer, apenas alumbradas por la gracia de un sólido proceso investigador, se orientaron a la constitución de un habla nueva, y reconstruirlas hoy, con todas las variaciones imaginables, pero desposeídas de su genuina vinculación a aquel lenguaje originario, es incurrir en vanos esteticismos o alentar el despropósito de la confusión babélica. Aquí radica, a juicio nuestro, la raíz del desconcierto en que, merced principalmente a la acción caprichosa de ciertos o incontables y sedicentes artistas, ha venido a dar la recta, la serena, la lúcida andadura del arte contemporáneo. Hay que retornar, sin demora, al sabor primigenio del alfabeto elemental en que se apoyó originariamente la luminosa indagación de la estética contemporánea, hasta convertirse en lenguaje autónomo, intrínseco, objetivo, y, como tal, independiente, a manera de un sistema regido por sus propias leyes y en posesión de un tipo harto peculiar de legitimidad, por oposición al poder político, económico, religioso..., a todas las instancias que pretenden gobernar la cultura, en nombre de una actividad que no es propiamente cultural (por decirlo en términos gratos a algún moderno estructura lista, como Pierre Bourdieu). ¿Dónde hallar un ejemplo más conciso y congruente que el de Mondrian, tras la búsqueda de la morfología primera, del primer alfabeto en que se fundó el arte de nuestra edad, apto para la emisión de aquel lenguaje intrínseco, objetivo, autónomo, investido de facultad autotransformadora, constituido en estructura?

Observe el lector que Bruno Zevi, al mencionar la vigencia y positiva operatividad, en nuestros días, de las primeras vanguardias, no habla del cubismo, sino de sus derivados, encabezados por el De Stijl. No tratamos, con ello, de llevar las aguas a nuestra hacienda; sólo queremos corroborar una tesis hace tiempo mantenida por nosotros, a propósito del oficio y maleficio, la cara y la cruz del arte de Picasso. Nadie osará poner en duda que toda la estética moderna yace, en última instancia, a espaldas de la genial invención picassiana: pero no todos han sabido o querido subrayar con trazo restrictivo, ese carácter de última instancia, sólo de última instancia, que, en justicia, le es debido al inmortal malagueño, aun admitida la trascendencia del precedente cezanniano. A propósito de la última y decepcionante exposición picassiana, en el Palacio Papal de Avignon, nosotros dábamos, en estas mismas páginas de NUEVA FORMA, al césar lo que al césar era debido, sin quitar ni poner un maravedí y al son de ésta o parecida letanía: Sin Picasso, no hay cubismo. No se hubiera producido, sin Picasso, la sustancial mutación estética del orden moderno. Sin Picasso, la manifestación pictórica no hubiera conocido el canon de la libertad, el frenesí reglado, la ecuación, antes que paradoja, entre el grito y la norma. La escultura, sin Picasso, aún anhelaría la nueva poética que proclama la valoración sustantiva del volumen y el trueque del espacio envolvente por el espacio creado. Sin Picasso, sería inconcebible la nueva mentalidad arquitectónica... En Picasso reside, ciertamente, el esqueleto de toda la estética moderna, el cambio fundamental (como no conoció otra la historia del arte), hecho ya costumbre en la sensibilidad y en la mente del hombre verazmente contemporáneo. A Picasso, pues, lo que es de Picasso (connotando siempre el influjo decisivo del precedente de Cézanne).

¿Por qué, entonces, subrayamos restrictivamente el carácter de última instancia con que ha de entenderse la singular aportación picassiana? Porque sólo de forma remota y mediata (al margen, tantas veces, de su previsión) es atribuible al genial malagueño el peso, la cualidad y el sentido del arte contemporáneo. Toda la estética moderna descansa remotamente en la feliz invención del cubismo; los pintores cubistas, sin embargo, no fueron particularmente perspicaces a la hora de intuir la trascendencia del alucinante juego que palpitaba entre sus manos. No es éste el momento de profundizar en la peculiaridad de los artífices del cubismo; pero sí ocasión propicia para sugerir que, salvo Leger (el menos adicto, por otra parte, a la escueta normativa de la naciente escuela), ninguno de ellos supo transcender los postulados iniciales y, menos, emparentar con las corrientes derivadas en cuyo fluir se esclarecía, difundía y consumaba la realidad del orden moderno. Relegando la nómina de sus integrantes, dando de lado, también, sutiles divisiones, imaginadas por Apollinaire (cubistas científicos y cubistas órficos), y ciñéndonos por último, a sus grandes protagonistas cabe afirmar que la muerte prematura de Juan Gris y la fidelidad impertubable de Breque al canon cubista, dejan prácticamente la cuestión a merced de las veleidades de Pablo Picasso, ni consecuente con el credo de su propia invención, ni partícipe de aquellos movimientos derivados que tan gran provecho sabrían sacar de ella, dado a la orgía de su genialidad, abriendo y clausurando etapas, más o menos felices, dictadas siempre por su indomable albedrío, y más desvinculadas, cada vez, de la evolución rectilínea del orden contemporáneo que, en última instancia, le es deudora de su primer balbuceo.

Es costumbre distinguir en el quehacer picassiano, la producción que precede al Guernica y la obra posterior. Tal distinción, aceptada por el uso, -escribíamos en reciente ocasiónquiere, en su ingenua simplicidad, escindir el quehacer picassiano en dos edades opuestas: la primera, caracterizada por la indagación tenaz y el feliz alumbramiento de un lenguaje sólido y duradero en la evolución de la estética contemporánea, viéndose, en la otra, la solidez suplida por el arbitrio y el lenguaje sustancial por la adjetivación ilustrativa. (A propósito del Guernica, no deja de ser oportuna esta precisión, frente a quienes proclaman dicha obra como una de las glorias de la pintura universal: que no es del todo ajustada tal referencia a una obra exprimida en la cruda desnudez del blanco, el negro y el gris; en el Guernica debe verse, más bien, la creación de un portentoso grafista, título que, en verdad, cumple y corresponde en justicia a Pablo Ruiz Picasso). La ruptura, sin embargo con la tenaz indagación y con las premisas mismas del cubismo, había sido provocada por Picasso con notoria antelación al alumbramiento del Guernica. Tendríamos que remontarnos al año 1915, para ver tal escisión en las últimas secuencias del cubismo sintético. La actividad picassiana va a arrastrar, a partir de aquí, y a lo largo de la década de los veinte, un curso contradictorio: su originaria y profunda indagación analítica (el volumen, el peso, la pluridimensión, la multiplicidad del ángulo visual, la simultaneidad de los aspectos, la adición de una cuarta dimensión temporal...) comenzará bien pronto a esfumarse en gráciles planimetrías, la ponderación del volumen pasará a ser yuxtaposición de superficies, y lo que naciera como agudísima pregunta, va a perdurar como respuesta segura y rutinaria al complejo problema del espacio y su ordenación. A partir de aquí, la actividad de Picasso es caprichosa e incontrolable: épocas felices, momentos febriles en los que opone, con no acallado orgullo y relativo acierto, el poderío de su mano al curso luminoso y rectilíneo de la moderna estética, frases de monótona reiteración, certeras aunque tardías regresiones al rigor analítico de sus años privilegiadamente creadores..., y años, muchos años, en que lo fía todo al capricho, al rasgo repentizado, a la fácil explosión expresionista... y, sobre todo, al prestigio universal de su firma.

Entre tanto y como inapelable contrapunto de su tortuosa actividad, la estética contemporánea, a merced de los derivados del cubismo, iba paulatinamente desarrollando, sin intermitencias ni fisuras, la solidez de un orden nuevo, en el que el maestro malagueño participaba, primero, colateralmente, luego, de forma contradictoria y, por último, de ningún modo. En este instante crucial (aún no se había iniciado la década de los veinte), en que de la indagación cubista y por la gracia creadora del De Stijl, la Bauhaus, y el Constructivismo Ruso, iba a nacer la deslumbrante síntesis arquitectónica como consolidación material de lo moderno, Picasso quedaría definitivamente descolgado de la evolución. Esta es la edad de oro de la arquitectura contemporánea: la plástica comenzará a revestir acusado carácter arquitectural, en torno al hecho arquitectónico se aglutinarán las artes y los oficios, y de él dimanará el sentido y hasta la denominación constructivista de los nuevos lenguajes. Pues bien, la arquitectura contemporánea, debiendo tanto al arte de Picasso, no halló en él un eco personal equivalente, ni siquiera relativo, cuando todo parecía reclamar su concurso, a tenor, por lo menos, de estos dos hechos: Si algo nació, en primer lugar, tocado de la gracia cubista y creció en virtud de puros supuestos picassianos, fue la moderna arquitectura. Los tres frentes decisivos, los tres grandes derivados (el holandés, el alemán y el ruso) basan la coincidencia de su ímpetu creador e innovador en premisas hondamente picassianas, cuya enseñanza se verá convertida en ámbito abierto a la serena contemplación y a la morada del hombre. En segundo lugar, los tres frentes mencionados, de honda raíz cubista, y aliento arquitectural, sabrán aglutinar en torno a directrices de acción conjunta, la actividad ejemplar de la plástica contemporánea: En torno al De Stijl. afloró el quehacer luminoso de los Mondrian, Van Doesburg, Vantongerloo...:los grupos eslavos (la Asnowa y la 0. C. A.) encauzan, a partir de la experiencia arquitectónica, la acción revolucionaria de Malevich, Rodchenko, Tatlin, Lissitzky.... y la germana Bauhaus presta aliento y cauce expresivo, en el aula arquitectónica de Weimar, tanto al ímpetu abstraccionista de Kandinski como a la virtud poética de Klee.

¿Cuál fue el fundamento de estos tres frentes? -preguntábamos en la ocasión antedicha- ¿Por qué tiempo se produjo su irrupción? ¿Hubo un ejemplo más lúcido y eficiente que el suyo en la recta evolución de la moderna estética? Los textos programáticos y la obra legada por cualquiera de los grupos citados, responden suficientemente a la primera pregunta: el fundamento fue el cubismo. Todas estas corrientes partían, en palabras de Van Doesburg, de una experiencia plástica y tal experiencia era de clara raigambre cubista. El mero cotejo de fechas resuelve cumplidamente la segunda interrogación: El De Stijl data de 1916, la Bauhaus se funda en 1919, y los grupos eslavos son creados, la Asnowa en 1923 y la O.C.A. en 1925. Observe el lector que las fechas fundacionales de estos tres frentes, decisivos en la progresión de la experiencia cubista y del todo vitales en el arraigo definitivo del orden contemporáneo, coinciden de lleno con aquel tiempo en que Picasso comienza a desviarse del cubismo. Dijérase que estas tres escuelas y aquellas otras afines (cuyo ejemplo español lo encarna preclaramente el grupo G.A. T.E.P.A.C.), así como la acción individual de los francotiradores (Wright, Le Corbusier) de la nueva arquitectura e igualmente la vanguardia abstraccionista recogen, de manos de Picasso, el fulgor de una antorcha olímpica que él no quiso o no supo llevar hasta el final de una marcha victoriosa. Y por lo que hace a la tercera pregunta, no hay posible discusión en torno a la pervivencia del constructivismo y del primer abstraccionismo, en el incierto desarrollo del arte más actualizado. Hubo un tiempo, cuyos últimos coletazos aún perduran, en que se anunció la muerte o proscripción definitiva de toda remembranza mondrianesca, de cualquier rescoldo constructivista. ¡Oh, efímeros aunque gloriosos días del informalismo! ¿Quién había de decir a las huestes informalistas (action painting, gestualart, arte-otro, neo-expresionismo, neodadaismo... y otros muchos neos) que tras el turbio nubarrón de la mancha desgarrada, volvería la luz radiante de la forma organizadora? ¿Qué son, a fin de cuentas, las corrientes cinéticas, las formalizaciones computables, las tendencias estructuralistas, el arte cibernético... y tantas y tantas manifestaciones que, a falta de mejor mote, vienen denominándose, en general, constructivistas? ¿Qué otra solución les es dado aceptar a muchas de las más actualizadas tendencias de actitud o de presencias objetivas, a la hora de proponer o de silenciar, sino el nudo exponer o de silenciar, sino el nudo esquematismo neoplástico? (Hemos visto una tabla apoyada en el muro con aquilatado ritmo mondrianesco, salones recién desguarnecidos en virtud de leyes mondrianescas, objetos diseminados por las calles, obedientes a la interdistancia que Mondrian dictó en otro tiempo...). Y, yendo otra vez a muchas de las actitudes contestarías, volvamos a preguntar: ¿hasta qué punto no ajustan su protesta manifestativa a los logros de la estética que dicen combatir? ¿en qué medida no subyacen los resultados de la moderna investigación en el esqueleto formal de sus experimentos expresivos?

A mayor abundancia, vamos a insinuar una última precisión en torno a la pervivencia de las corrientes constructivistas en general y, en particular, del lenguaje mondrianesco: aquellos que, de una forma consciente, dudan hoy o reniegan del arte establecido y reclaman o persiguen otros supuestos en que fundamentar la acción instauradora, están de hecho retornando, paso a paso y por paradójico que pueda parecer, al pensamiento y a la expresión de los Mondrian, los Malevich... El planteamiento es así de elemental: ¿Qué hicieron los Malevich, los Mondrian, sino negar tajante, definitiva y fácticamente todo el orden tradicional, todo lo establecido, todo, absolutamente todo, lo hasta entonces instituido y canonizado? ¿No trajeron, en su lugar, nuevos supuestos programáticos y obras absolutamente nuevas que apuntaban a una nueva concepción de la realidad y del arte? ¿No hallamos en sus manifiestos las mismas expresiones, parecidas preguntas, idénticos planteamientos a los que hoy proponen quienes entienden periclitado el arte actual e intuyen una concepción renovada, basada en otros postulados, en otras realidades? Hay, sin embargo, una diferencia notoria en la actitud de éstos y aquellos: en tanto los Mondrian, los Malevich, nos legaban no sólo puntos programáticos, sino obras ejemplares, trazadas en virtud de los nuevos conceptos estéticos, los nuevos profetas se limitan, por ahora, a dudar de lo establecido y esperar de la revolución tecnológica, el vislumbre de un arte esencialmente distinto y renovado. ¿A qué arte, por último, se refieren, cuando hablan de caducidad sin plazo, de urgente suplantación? ¿Al antes mencionado y zaherido maremágnum de negativa ambigüedad, híbrido, promiscuo, anodino, basado en la información rutinaria y desvinculado enteramente de los supuestos fundamentales, del alfabeto primigenio, que aún podría justificar algún aspecto de su vacilación, de su monotonía? Si así es, con ellos nuestro acuerdo. Esta proposición corrobora nuestra tesis y acentúa la inversión perentoria de los supuestos estéticos cuya historia nació así y, así, ha venido degenerando: Los Mondrian, los Malevich, arrasaron el orden tradicional, propusieron otras concepciones estéticas, otros postulados, y, a través de una profunda investigación, de una metodología estricta, implantaron una nueva estética, rectamente vinculada al sentido de la realidad y de la vida. El arte, nacido de esta nueva concepción, fue paulatinamente adquiriendo un señalado carácter experimental y concluyó por subvertir los términos del problema: los resultados de aquella profunda investigación inicial pasaron a ser supuestos teóricos, viniendo la información, a favor de los eficaces medios comunicativos de nuestro tiempo, a suplir el rigor metodológico e iniciándose, forzosamente, el camino de la decadencia o de la encrucijada. ¿Dónde hallar la salida? En el retorno al alfabeto primigenio o a la actitud, cuando menos, de quienes lo idearon, y en la constitución de un lenguaje consecuente, orientado a la vida y al sentido de la vida.

Intencionadamente hemos venido emparejando, a lo largo de esta última puntualización, los nombres de Malevich y Mondrian, por creer que en la obra del uno y el otro, se cifran, sin duda, los mejores logros, las consecuencias últimas, los frutos más sazonados del fermento cubista. El espacio, su captura, su ordenación, su orientación al sentido de la vida..., datos, todos ellos, columbrados en el rutilante universo del cubismo, fueron lúcidamente asimilados y conformados definitivamente, aunque de dispar manera, por estos dos colosos. ¿No es en su debate con el espacio -diríamos con palabras de Heidegger donde el arte se conforma hoy como auténticamente contemporáneo? ¿El espacio es? ¿Cómo es? ¿Cual su propiedad? Estas o parecidas preguntas, deducidas ahora de un texto de Heidegger, eran los índices vislumbrados en el primer palpitar del arte contemporáneo, en la página inicial de la deslumbrante cosmología cubista y a ellas se dirigió la metódica indagación de los Mondrian, los Malevich, hasta plasmar en el anverso, reverso, corazón y contorno de una obra ejemplar, el nombre y la forma de su adecuada respuesta. El arte y la técnica científica -prosigue la letra heideggeriana- asumen y consideran el espacio, pero con intenciones distintas y diferentes procedimientos. ¿El espacio, no obstante, es el mismo? ¿El que recibió de Galileo y de Newton, su primera determinación? ¿Aquella extensión, uniforme en todas las direcciones e inasequible al sentido, en la que no hay privilegio posible para la más delimitada de las parcelas o el menor de los reductos? ¿Acaso el del proyecto físico-técnico es con exclusividad el verdadero espacio? ¿Comparados con él todos los demás -el del arte o el de la vida diaria, abierto al ir y venir del hombre-, no pasan, quizá de ser subjetivas transformaciones, condicionadas, en última instancia, por la objetividad de un sólo espacio cósmico? ¿Cabe, por el contrario, hablar de un espacio estético? Tales o análogas cuestiones (cuya formulación hoy encomiendan unívocamente a la tecnología algunos espíritus previsores) fueron en su tiempo, planteadas y resueltas (ante nuestros ojos yacen sus obras: nuestra mente y sensibilidad son consecuencia de la honda mutación que ellos ensayaron) por ' estos dos gigantes. Ellos hicieron ciencia, experiencia y arte, del espacio, como algo vital, embargante, abierto al reposo de las cosas y a la morada del hombre. Ellos abrieron el magno ventanal de la estética contemporánea y aquilataron los supuestos y las leyes para la instauración espacial, aunque procedieran de forma antagónica.

Desguazada la caja volumétrica por el primer cubismo y recompuestas las cosas de acuerdo con la nueva normativa, la relación espacio-objeto surgía como un reto incitante a su síntesis enriquecedora. Dos eran las posibles soluciones: o el trazado de un espacio infinito, originado y transformable por la interacción de los objetos, o la supresión de éstos, en pro de una intrínseca y autónoma sustantividad espacial, desplegada como un sustrato primigenio y exclusivo para la constitución de un lenguaje estético, de carácter integral, orientado a la vida, en el que se procuraba natural acceso a la consideración pictórica, escultórica, arquitectónica, urbanística, a la creación del diseño y de otras mil formas de relación y convivencia que, de esta suerte, se veían inscritas y replanteadas en la faz de un entorno nuevo, de un nuevo paisaje. Malevich aceptó la primera opción y Mondrian la segunda. En Malevich, efectivamente, el objeto pervive, aunque su cualidad no sea figurativa, en la palma del espacio infinito. En Mondrian ha desaparecido materialmente el objeto, y la caja volumétrica, sustentada en la infinita y rica interrelación del positivo-negativo, describe el proceso mismo, el fieri, de una incesante creación espacial, autónoma, autotransformante, constituida en estructura. Ambos, pues, y por distintos caminos, han dado respuesta a la pregunta planteada por Heidegger: ¿Es posible concebir, frente al espacio físicotécnico, la entidad de un espacio puramente estético? Si la creación de éste radica, según el pensador germano. en oponer al espacio, entendido como túnica envolvente de los lugares dados, otro espacio, concebido como algo generado por la peculiar interrelación de los lugares congregadores ¿qué otra cosa se nos ofrece en la luminosa concepción del artista eslavo, sino la concreción material de esa vasta dimensión, de esa libre anchura, de ese espacio infinito, modulado y hecho presencia táctil por la interrelación de los objetos, desprovistos de toda figuración, dotados sólo de una incalculable capacidad indicativa, señalizadora, y convertidos, a la postre, en lugares congregadores? Es problemático y arriesgado insinuar siquiera si Piet Mondrian llevó a más lejanas consecuencias los términos de un planteamiento único. Sólo diremos que su concepción pictórica es de clara ascendencia e intención tridimensional (quienes conciben el esquema mondrianesco en el plano, no han comprendido en absoluto el alcance de su invención o, lo que es más grave, la han convertido en airosa, en grácil pantalla decorativa) y que la supresión del objeto ha favorecido increiblemente el juego infinito y la infinita posibilidad, modificativa, transformadora, de distender y conjugar los diversos planos de la caja volumétrica a tenor de la ley del positivo-negativo (que tantos horizontes ha despejado en la evolución de la moderna estética y tantas soluciones ha ofrecido al ámbito arquitectónico de nuestro tiempo, a la mejor disposición de la estancia de las cosas y el habitar del hombre) ¿No se da acaso en su prodigioso esquema, la síntesis de aquel espacio paradigmático, protoarquitectónico, desplegado, de acuerdo con la cita de Heidegger, como una encarnación de lugares que, abriendo y resguardando una comarca, proporcionan, mutuamente referidos, algo libre, capaz de conferir a las cosas, en este mutuo referirse, una permanencia y al hombre un habitar en medio de ellas?

Piet Mondrian ha eliminado el objeto (engullido por el orden intrínseco, por la verdad interior de lo creado). Esta llana afirmación, cierta desde un punto de vista material, recién comentado, ha sido, sin embargo, piedra de discusión y de discordia, en virtud de las diversas formas de interpretar su significado. De entre otras muchas, vamos a escoger y combatir la de quienes han creído ver en esta abolición de los objetos, figurativos o no, el viejo e ingenuo alegato del arte por el arte. Nada más ajeno al propósito de genial pintor holandés que la instauración de un arte meramente contemplativo u ornamental. Para Mondrian el arte es la vida intensamente vivida, y la vida, pura actividad interior, de espaldas. naturalmente, al mundo de las apariencias. La vida es verdad interior, íntima conciencia. Todo lo que no se vea circunscrito por esa verdad interior -escribíamos recientemente- es ajeno a la vida y, como tal, indigno de mención o, si se quiere, exento de auténtica realidad. De ahí la necesidad de eludir o destruir los objetos. (Los manifiestos de Mondrian no son precisamente -parcos en esta afirmación estético-vital). La tesis de Mondrian -insiste, por su parte. De intentos realizados por la vanguardia de superar el divorcio entre el arte y la vida, eliminando uno de los dos términos en conflicto. En este caso, eliminando el propio arte (o, al menos, un tipo determinado de arte, y, desde luego, todo aquel que quiera prosperar, siguiendo una errónea tradición, como ornamento o metáfora). La concepción estética de Mondrian es el mentis palmario a la consabida proclama del arte por el arte y la afirmación sin reservas de un acto creador abierto genuinamente a la vida, al sentido, a la íntima conciencia y palpación de la vida, a la integración formalizadora de todas las maneras y manifestaciones vitales. De aquí, precisamente, su extensión al curso integral de la vida, y su ejemplar adecuación, arquetípica, protoarquitectónica, a todas las especies de la expresión, a todas las modalidades del lenguaje.

Este erróneo entendimiento del universo alumbrado, desde la entraña vital, por Piet Mondrian, obedece (pudiendo englobar, en cualquier acepción histórica, el viejo alegato del arte por el arte) a la simplicidad de aquellos métodos de análisis que pretenden explicar la complejidad de un todo estructurado, reduciéndolo a sus elementos y con un alegre desdén hacia la naturaleza unitaria del proceso en estudio. Lev S. Vygotsky, de cuya ciencia lingüística vamos a servirnos profusamente en la consumación de este último capítulo, propone, al respecto, un ejemplo aleccionador: la absurda pretensión de quienes, para indagar las propiedades del agua, recurren al análisis químico, a la descomposición en sus dos elementos, el oxígeno y el hidrógeno, ninguno de los cuales tiene las propiedades del total, y cada uno de ellos posee cualidades que no están en el total, e incluso antagónicas a las del total. Quienes apliquen este método con el ánimo de descubrir alguna propiedad del agua (por qué, verbi gratia, extingue el fuego) hallarán con sorpresa que el hidrógeno lo enciende y el oxígeno lo mantiene. La clave, para la comprensión de las cualidades del agua, no se encuentra en su composición química, sino en su interconexión molecular, en la concreta y específica concurrencia de sus átomos a la constitución del todo unitario, cuya entidad sólo es posible mediante esta y no otra interrelación cualquiera. Así, exactamente así, ocurrió a quienes, contemplando el esquema mondranesco, se dieron a analizar separadamente sus elementos, sin atender a la entidad unitaria del conjunto. Eliminado el objeto, ¿dónde, mejor que en la nuda presencia estructurante del color y la forma, podría tomar pie la pretensión del arte por el arte? Tal pensaron, ante el deslumbrante universo de Mondrian, y tal proclamaron los defensores a ultranza de un arte sin significados, de una estética anodina, y estoicamente soñada. Y en su sueño, olvidaron que aquella proporción estructurante (y no otra cualquiera), aquella peculiar interacción, positivo-negativo, de los ingredientes, confería al conjunto constituido otras propiedades que las de los elementos constituyentes, asentaba una nueva concepción espacial, ausente, como tal, de cada uno de ellos, y, sobre todo, anunciaba el fundamento originario de un nuevo lenguaje.

Piet Mondrian ha eliminado el objeto. Pero ¿qué objeto? o ¿con qué sentido? ¿con qué alcance? Vamos ahora a extender el problema a una consideración que exceda el aspecto material. El sabio pintor holandés liberó, de una parte, la manifestación plástica de todos los contenidos ajenos a su intrínseca significación (que tanto se habían servido de ella en el proceso histórico), y se entregó, por otro lado, a la instauración de un lenguaje que (por vez primera, en la historia del arte) intentaba una autonomía esencial, rehuyendo el dictado de lo no específicamente dirigido al ámbito del conocimiento dirigido al ámbito del conocimiento y la creación, desdeñando la encomienda de aquellos poderes o instancias que pretenden dirigir la cultura desde supuestos no estrictamente culturales. El primer aspecto, pese a quedar hoy casi inadvertido, por su misma constancia y familiaridad, entraña el más audaz propósito y el logro más colmado que jamás conociera la historia del arte. La ruptura tajante con la tradición, sin evocación ni regresión posibles, la escisión del orden establecido, el desarraigo de toda gravedad histórica, alumbraron súbita, violentamente (con esa violencia objetiva, ínsita en la entraña misma de la brusca mutación que viene a conformar, sin remedio, el orden contemporáneo) los nuevos tiempos, la nueva mentalidad, el ámbito nuevo de la construcción y el lenguaje. El arte había soportado históricamente una pesada carga, ajena a su función (ajena a su propia capacidad de conocimiento y ordenación del acaecer vital), en la que lo simbólico, lo alegórico, el cauce de tantas y tantas traducciones trascendentes..., desvirtuaban, hasta tornar híbrida, si no extinguir, su propia raíz lingüística. ¿No fue, pues, audaz y revolucionaria la supresión violenta y definitiva, debida al pintor holandés, de todo aquello que atenazaba al arte o atenuaba su propia entidad de lenguaje? Abolir el objeto significó además (en la segunda acepción apuntada) recuperar, para el acto creador, las fronteras estrictas de su competencia, el ámbito de lo que el moderno estructuralismo denomina campo intelectual: una concreta situación histórica en que los valores de la creación, de la ciencia, del pensamiento, de la cultura en general, ostentan, a merced de quienes se ven insertos en ella, un grado consciente de autonomía, hasta el extremo de constituir un orden intrínseco, objetivo, y, como tal, independiente, a manera de un sistema, regido por sus propias leyes y en posesión de un tipo muy peculiar de legitimidad, por oposición al poder político, económico, religioso.... a todas las instancias que pretenden legislar la cultura, en nombre de una actividad que no es propiamente cultural. La revolución del De Stijl, capitaneada en esta ocasión por Piet Mondrian, trazó y consolidó para el arte, las fronteras de su campo intelectual, dando cauce, simultáneamente, a un nuevo lenguaje, en posesión, como antes indicáramos, de esas mismas virtudes de autonomía y legitimidad.

Y, por último, la constitución de este lenguaje. En la absoluta imposibilidad de abarcar un tema tan complejo como el de la formación de un lenguaje en general y, en particular, de la originalísima virtud que ostentó la expresión de Piet Mondrian, nos limitaremos a proponer un sucinto esquema en cuya entraña latirá, según anunciábamos, el pensamiento de Lev S. Vygotsky. Quedó, a nuestro entender, más que clara la vanidad, ante este tema, de un análisis por elementos, haciéndose imperiosa la senda contraria: el análisis por unidades. Analizar por separado pensamiento y lenguaje, signo y significado, es atentar, de entrada, contra la unidad del habla, alterar la naturaleza de la expresión. Hay que hallar aquella unidad de análisis que posea las propiedades básicas del conjunto (así como la célula viviente posee las propiedades básicas del organismo vivo, según certero ejemplo propuesto por Vygotsky). ¿Cuál es la unidad del pensamiento expresado que reúne este requisito?. Es menester buscarlo en el aspecto interno del signo: en su significado, porque el significado es una parte inalienable del signo y del pensamiento, perteneciente, de este modo, tanto al dominio del uno y del otro (del pensamiento y del lenguaje). El pensamiento, a diferencia de la sensación y de la percepción, no capta particularidades, no se refiere a un objeto solo, sino que refleja la realidad en sentido general, es decir, traduce una generalización de ella. Tampoco la palabra (el signo) alude a un sólo objeto, sino a un grupo o clase de objetos, entrañando, de igual suerte, una generalización. No es, pues, ni en el pensamiento, desvinculado del signo (¿cabe imaginar un pensamiento exento de forma, por rudimentaria que esta fuere?), ni en el signo, desvinculando del pensamiento, donde se produce esta generalización, sino en el significado, constituyendo, por tal modo, aquella unidad de análisis que posee las propiedades del conjunto. El único método, en consecuencia, a seguir, en una exploración congruente del pensamiento expresado, es el análisis semántico, el estudio de los significados, la indagación en torno a la estructura de esa unidad (el significado) que contiene, interrelacionados, pensamiento y lenguaje. Teniendo en cuenta, además, que la función primaria del lenguaje es la comunicación, el intercambio social, y que ella sólo es posible a través, también, de la generalización (la experiencia individual -advierte Vygotsky- reside únicamente en la propia conciencia, y es, estrictamente hablando, no comunicarle), podemos cerrar el ciclo, concluyendo que tanto el pensamiento, como el término y la comunicación misma, coinciden en un mismo carácter generalizado y que éste sólo se produce en el significado.

Generalización y significado. Estas dos notas que resumen y unifican el milagro del lenguaje, ¿no son precisamente las que resplandecen, con mayor fulgor, en el lenguaje de Piet Mondrian? Mondrian elimina el objeto, seguro de que el objeto concreto pertenece, como tal, al mundo de la sensación y de la percepción, pero no al del pensamiento ni del lenguaje en sentido estricto (no anduvieron muy acertados quienes pretendían explicar el arte de Mondrian a través de los supuestos de la Gestalt, fundamentada en los fenómenos perceptivos, pese a las atractivas sinonimias que parecían relacionar rectamente con la dicción mondrianesca, sus dos leyes fundamentales: la de la composición no aditiva y la de la pregnancia de las mejores formas). Eliminado el objeto y urdida la trama morfológica, desposee a los signos de todo carácter simbólico o alegórico, alusivo, en resumen, a realidades concretas, y sobre la trama morfológica, dispone los significados con toda la carga de generalización (capaz de relacionar el reflejo generalizado de la realidad que yace en el pensamiento humano, con el nombre generalizado, también, de la realidad, que incorpora cada signo, cada forma). Y de esta suerte, logra una aproximación asombrosa a la realidad y al sentido de la realidad. La noción generalizada, abstracta, de la realidad, concebida por su pensamiento, se vuelca en la mención, igualmente generalizada, abstracta, del signo, transmitiendo al hombre lector, un acercamiento universalizado a la vida, al sentido, al desarrollo, a la infinitud de la vida, y también a los supuestos de su conocimiento, de su estructura, de su ordenación.

NUEVA FORMA - 01/05/1971

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