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ANTONIO LÓPEZ GARCÍA

LAS REFERENCIAS. Permitidme una imagen, la imagen del árbol. Con esta llaneza y plasticidad inicia Paul Klee uno de sus escritos sobre estética, cuya glosa va a servirnos de introito al quehacer instaurador de Antonio López. La proximidad de sus criaturas con el confín de la realidad excluye por principio todo decir metafórico; pero si el contemplador, de cara a la naturaleza manifestada por el pintor manchego, se viera obligado a expresar en una imagen el caudal inmediato que inunda su sensibilidad, sólo podría decir: ¿Una metáfora? un árbol, una ventana, un niño... Pocas veces amanecieron las cosas en la mirada del hombre con aquella verdad, esencia, y tiempo detenido que Antonio López sabe infundir a los objetos revelados desde su ser primigenio ¿Dónde lo alegórico? Aquí todo es presencia, inminencia, choque de los ojos, somnolientos o turbados por el saber intelectualizado, con la realidad desnuda, delatora del bagaje convencional que obnubila y falsea el mirar del hombre. Aquí no hay lugar a lo metafórico. La imagen deformadora de las cosas, suplantadora de la realidad, se convierte aquí en cosa manifiesta, en puro contorno de la realidad recuperada.

Penetrando el alcance de la metáfora de Klee y resumiendo su letra, diremos que el verdadero artista se preocupa de este mundo complejo y en sus límites le es dado ordenar el séquito de las apariencias y de las experiencias. El conocimiento de este universo, de este orden diverso y ramificado, es la primera facultad del artífice creador. Es conocimiento de las cosas de la naturaleza y de la vida, comparable al hondo afincamiento de las raíces del árbol. El artista cumple la misión de tronco, de fuste vivo, que es atravesado (él, su mirada, su sensibilidad) por la savia vigorizante, nacida en la entraña de aquella raíz nutricia. Asaltado y movido por la corriente de la savia, el artista dirige la visión y el sentido del ramaje, florecido y abierto a todas las direcciones tanto del tiempo como del espacio. ¿Dónde afinca sus raíces el arte luminoso de Antonio López García? Verdad se llama el subsuelo desde el que alumbra su mano el modo de ser de las cosas, conocidas en su entidad primera, abiertas a los cuatro vientos, poseedoras de un tiempo detenido, desprovistas de toda sombra apariencial, instauradas en la familiaridad (en la insignificancia) del lugar común que por la virtud de su don poético se convierte en absoluto, consolidadas en el instante único, capaces de desmoronar el saber arbitrario del hombre y someter a la más veraz y objetiva de las críticas el artificio (ideológico, sociológico, teorético...) urdido por el hombre, de espaldas a la realidad. La obra de Antonio López obedece a una singular actitud en la estética de nuestro tiempo y en la de otras edades ya idas y reclama un análisis aquilatado desde el punto de vista del conocer y del expresar.

Referida al ámbito contemporáneo y salvadas en su favor notorias diferencias, puede la obra de Antonio López sugerirnos de algún modo la experiencia del primer surrealismo, del realismo mágico, de la pintura metafísica y de otras corrientes más actualizadas, como el neo-expresionismo y el pop-art, pareciéndonos igualmente oportuno el cotejo con aquellos dos movimientos más característicos de nuestro tiempo: el cubismo y la abstracción.

El surrealismo ideó un deleitable juego, fundado en la simultaneidad contradictoria de los accidentes y presidido por el intento de provocar sorpresa en el ánimo del contemplador. Los objetos transmutados en la relación espacial y temporal (por su situación en el lugar inusitado o por su disposición anacrónica) y el escenario mismo, hábilmente subvertido (en las proporciones, en la perspectiva, en el contexto cromático, en el artificio de la luz y de la sombra) procuran al espectador una vaga sensación de misterio, una suerte de espejismo, que la serena contemplación pone al descubierto. En la pintura de Antonio López no se produce ninguna mutación accidental ni surge la sorpresa de la mera desituación de los objetos. Son ellos, por sí mismos, sin modificaciones circunstanciales, quienes predican con su propio ejemplo el enigma de su existir: manifestados en la nuda entidad, definidos con límite minucioso, obedientes al lugar acostumbrado, a la luz acostumbrada, a la inhesión de los accidentes acostumbrados... hablan de su enigmática existencia y hacen partícipe al contemplador de su propio misterio.

Tampoco es equiparable a la pintura de Antonio López aquella experiencia o actitud ordenadora que en la costumbre de algunos pintores italianos, de estirpe surrealista, dio en llamarse metafísica. Verdad es que la obra de Carrá, el artífice más significado de esta tendencia, llega a veces a revelarnos el tránsito poético de las cosas desde su íntima presencia, pero una nebulosa ambiental y ciertas, aunque leves, deformaciones constructivas tienden a evocar el umbral del sueño, a trocar la manifestación viva del ser por una metáfora de ascendencia onírica. Todo como suele suceder en los sueños -reza un texto de Borgesera un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Análoga es la alteración producida en las pinturas de Carrá. Sus figuras son verosímiles, sumamente cercanas al límite de lo real; pero realmente son un poco distintas, como acaece en los sueños. Referidas las figuras de Antonio López al confín onírico, habían de señalar la dimensión opuesta. Ellas sustentarían precisamente el retorno a la realidad, el choque súbito de los seres en los ojos somnolientos o simplemente turbados por el engaño apariencial. Como, al volver del sueño, las cosas inmediatas pueden causar asombro por su sola presencia, por el súbito estar en donde estaban, así la mirada del contemplador es sacudida por la realidad derramada en los lienzos o hecha tacto en las esculturas de Antonio López.

Más elemental y menos acorde con la estética de Antonio López García parece aún la tramoya del realismo mágico. No es difícil (marginada la posible contradición entre magia y realismo) descubrir su artificio taumatúrgico: las figuras se recortan en sucinto esquema, se hace hierático el ademán hasta sugerir la alegoría del tiempo detenido y el medio envolvente, enmarcado a veces por la geometría de fingidas arquitecturas, aparece incontaminado, aséptico, ámbito ideal para la fosilización de la vida. Surge así un universo transparente y utópico. Lo real obedece en buena medida a la norma académica y lo mágico adjetiva los objetos con aparente arbitrio, que en verdad es juego calculado, acumulación o deficiencia métricamente equilibradas, y vacío circundante provocado adrede. En la expresión de Antonio López no hay otra magia que el don electivo de su sensibilidad y la maestría de la mano. Nada es allí fosilizado. Instantes aislados del acontecer vital, súbitos, fugaces, inconexos (una perfección formal, una tonalidad incitante, un estado de ánimo...) son elegidos en el momento incipiente de su propia revelación y trasladados al tamiz ordenador del lienzo o a la amalgama del barro maleable con la misma e irresistible realidad e idéntico atractivo con que afloraron. Antes que se desvanezca, Antonio López sabe elegir ese momento único, pleno de existencia y henchido de razón, y plasmar más que el fruto de una experiencia, la experiencia misma.

Hemos citado estos tres movimientos (surrealismo, pintura metafísica y realismo mágico) de innegable orientación indagadora en torno al enigma de las cosas, por ver en ellos una invitación demasiado viva, una verdadera tentación para quien desarrolla su acción instauradora en el umbral del ser. A un palmo de lo sorprendente, del sobresalto ingeniosamente imbuído, la mano de Antonio López se detiene en el límite mismo que ciñe la realidad de las cosas. Bastaría a veces el filo geométrico de una sombra incoherente para alumbrar el aura surrealista en el marco de la composición y una levísima deformación onírica o el recorte intencionado de una figura había de sugerir en sus lienzos la huella de la pintura metafísica o el espejismo sensorial del realismo mágico. Asceta asiduamente probado en la delectación de los seres inmediatos, fija Antonio López el horizonte de su aventura en aquel instante único, atractivo y fugaz, que el don electivo de su sensibilidad y el poder de su mano convierten en instante absoluto. De nada valen en su oído tentadores cantos de sirenas. El ha visto la vida y ahora la derrama sobre la faz del lienzo. El ha contemplado la verdad del ser, la belleza del mundo, y ahora las comunica a los ojos de los hombres.

En relación con las otras dos corrientes antes citadas (neo-expresionismo y pop-art) diremos que la pintura de Antonio López emparenta remotamente con la primera y halla en la segunda un raro vínculo, provocado por particulares razones históricas que hemos luego de analizar. El neoexpresionismo es, ante todo, una actitud antropológica, regida exclusivamente por criterios sicológicos. Su consideración se centra en la complejidad del ego, eludiendo una sólida concepción ontológica que nos hable del hombre como ser ahí rodeado de seres que son ante sus ojos. No pasa de ser actividad analítica, orientada a expresar la intimidad del yo individual, salvado todo prejuicio, sin rehuir la caricatura, la máscara, el esperpento y demás fantasmas sicográficos. Exenta por completo de entidad metafísica, difícilmente podría la pintura neo-expresionista verse emparentada con la expresión de Antonio López, cristalizada, nítida, atomizadora de la realidad. Tal vez sus retratos, instantáneos, omnipresentes, o la escena humana, abierta de par en par a la mirada del contemplador, sean capaces de suscitar en su ánimo un efecto similar al del trazo expresionista, pero de origen muy diverso: la misma intensidad vital que palpita en los ojos retratados, se da igualmente en la presencia fidelísima de los objetos circunstantes, en las cosas y en los accidentes de las cosas, ordenadas en la pulcritud de un horizonte que escapa al análisis sicológico y entraña la noción luminosa del ser.

A mayor abundancia cabe agregar que el neo-expresionismo (como toda corriente estética que se defina con un prefijo de revisión) encubre, bajo título renovador, una actitud frustrada. ¿Hasta qué punto muchos de los neo-expresionistas no proceden del aula de un abstraccionismo mal asimilado (especialmente de la action painting) y no pretenden sustituir la saturación del gesto informalista, repentizado, por el trazo desenfadado, insolente, de la neo-figuración? Distinta es la formación, distinto el procedimiento y otras las miras de Antonio López. Ya es síntoma elocuente el que jamás hayan probado sus pinceles la aventura abstraccionista. Nunca aceptó la innegable facilidad de su mano aquella otra facilidad del rasgo súbito, exento de elaboración. La presencia de sus criaturas adviene de forma instantánea a los ojos del contemplador, pero obediente a un proceso tenaz que asimila (átomo por átomo) y manifiesta (momento tras momento) el tránsito poético de la existencia.

Decíamos que sólo por particulares razones históricas, ajenas por completo a la intención de Antonio López, podría su quehacer verse relacionado con la experiencia del pop-art. Su aquilatada indagación ontológica y el cántico universal de sus criaturas, instauradas entre los seres de la naturaleza, son en verdad el reverso del relato anecdótico, de la crónica o miscelánea impresa en las páginas divulgadoras del pop-art. La condición real de su obra, la elección de las cosas entre las cosas de la costumbre cotidiana y el carácter inmediato de la revelación han dado, sin embargo, pie y argumento a una estimación peculiar en el pulso de alguna sensibilidad, como la norteamericana, imbuida, cuando no saturada, por la ejecutoria del pop-art. Si la primera exposición de Antonio López en Nueva York produjo asombro, precisamente cuando la citada corriente manifestativa alcanzaba el máximo de ebullición, la acaecida en el curso de este año ha venido a sembrar la duda y a sentar, tal vez, las bases de una reconsideración en torno a la génesis de un arte verazmente objetivo. La crítica de la opulenta urbe americana se ha hecho eco de la voz oportunamente emitida por el artífice manchego que enuncia y delimita el enigma del ser, apresado en su más íntima raíz y ceñido a la apariencia más familiar, frente a la mera recensión, a la facultad narrativa del arte-pop, que más de una vez confundió facilidad con genuinidad, realismo con anécdota y, a la hora de manifestar su testimonio, ha omitido de plano la noticia del lugar donde en última instancia se da todo acontecer: el ámbito misterioso de la existencia.

No parece razonable -hemos escrito a propósito de Manuel G. Raba- emitir un testimonio con palmario olvido del lugar donde acaece, y ese lugar o ámbito del ser (que incluye al hombre y la conciencia del hombre) se caracteriza por ser esencialmente misterioso. Dos serían en principio las vías por cuya virtud podría el arte acercarse al paraje enigmático del acaecer: o la expresión de su panorámica general (la frontera con aquello que no es como nosotros, el límite de la nada) o la manifestación de las cosas de nuestra costumbre desde su propio enigma, con sus perfiles aquilatados y su absoluta carencia de fundamento, en el área de un confín limítrofe con el no ser. Es decir, o la expresión del paraje misterioso o bien de las cosas halladas en la planicie del paraje misterioso. La primera senda conduce necesariamente a la abstracción, a la forja de objetos no figurativos, cuyos accidentes (el color, el clima, la apariencia geológica...) nos fueran conocidos y escapara a nuestra memoria el mapa integral de su coherencia. La otra es senda de concreción y en ella encuentra Antonio López los objetos elegidos entre los objetos, bañados por el tránsito cambiante de la luz, inmersos en la compleja naturalidad del cromatismo, detenidos en el momento culminante de su revelación, hasta el extremo de que su presencia, súbita y precisa, rememora en la sensibilidad del contemplador la inminencia de aquel lugar, misterioso, infundado, en el que se da su existencia y la de las cosas que están ante sus ojos.

La obra de Antonio López es parcela acotada en la dimensión del arte contemporáneo. Llamados a elegir los dos fenómenos más característicos de la moderna pintura, no dudaríamos en señalar como tales el cubismo y la abstracción. Ningún artista que haya en verdad sido consciente de la mutación experimentada, apenas iniciado el siglo, en la concepción estética, en el medio expresivo y también en la sensibilidad del hombre contemporáneo, ha podido rehuir de una u otra forma la experiencia de cubismo o el concepto abstraccionista. Antonio López ha sido autor en exclusiva de esta singular paradoja: conocer la raíz misma de la nueva problemática expresiva y no hacerla madurar jamás en el fruto previsible o por el surco acostumbrado Para hacer más ostensible la paradoja, una vez señalada su total desvinculación con la pintura abstracta, agregaremos que ésta conoce en España la hora de su apogeo precisamente cuando irrumpe en el ámbito estético la obra de Antonio López y que él ha compartido buena parte de su formación, de su sensibilidad y hasta de su amistad con los próceres del abstraccionismo. Cuando, por otra parte, se dice que el cubismo es la academia (con su normativa, su valor didáctico y sus limitaciones) del arte de nuestro tiempo, no quiera oirse ningún acento alegórico. La academia cubista (piénsese, por ejemplo, en la de André Lhote) ha venido en nuestros días cumpliendo su magisterio con parecido rigor y la misma preceptiva que otra disciplina cualquiera. Ya de forma sistemática, bien por mera afinidad, todos los artistas contemporáneos han reflejado de algún modo la experiencia cubista, debiéndose a mayor o menor capacidad creadora de cada quien, la aceptación ciega o la superación de sus postulados. Lo que sí parece insólito es el absoluto desentenderse de su problemática. Antonio López García, crecido y alimentado en plena sensibilización cubista, muy afín por cierto al carácter objetivador de su acción creadora, ha permanecido incólume en la intimidad de su taller, de su particular academia, dado a la tenaz ordenación de los objetos desde un ángulo tan sistemático y bastante más complejo que el prisma geometrizante del cubismo.

¿Cómo explicar conciencia tan fiel con el pensamiento estético de nuestra edad y tan decidido desarraigo de sus habituales medios expresivos? La abstracción, según dijimos, es senda propicia a la manifestación del paraje misterioso, del lugar donde en última instancia se da cualquier acontecimiento y culmina toda historia; Pero no es menos viable un proceso de esencial concreción, una actitud verdaderamente creadora, por cuya gracia el instante fugaz se convierte en absoluto, rememorando, al propio tiempo, en la sensibilidad del contemplador el milagro circunstante a las cosas. Antonio López ha rehuido la indagación abstraccionista o, más bien, ha traducido su caudal poético en limpia afirmación de las cosas, ceñidas al contorno de lo otro, de lo inaprensible e infundamentado de la existencia, en su límite pavoroso con la nada ¿Por qué es el ente en general -vuelve a la carga Heidegger- y no más bien la nada? No es la nada causa alguna de asombro ¿Acaso sería irrazonable la inexistencia de las cosas? Pero las cosas son y su fundamento escapa misteriosamente a toda pesquisa. Enigma y asombro (el viejo concepto griego de admiración) provienen del ser, no de la nada, y envuelven las cosas en la mirada del hombre que es inevitablemente entre ellas. Antonio López García, vigía consciente y mañanero, acude al espectáculo derramado, obsesivo, inexplicable, de la existencia, sin ignorar la problemática más actualizada de la expresión. Ha llegado el tiempo de elegir y el tiempo de manifestar. El ha elegido las cosas, no el confín de la nada, y las ha manifestado, no en la sombra evanescente de la abstracción, sino en los límites que conforman y aquilatan su propio misterio. El ha dado importancia al lugar común; ha otorgado a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido.



Por lo que hace al cubismo, podemos distinguir en él una triple dimensión: la indagación, la academia y la pragmática. Ni ésta es la ocasión ni creemos que alguien quiera poner en tela de juicio el alcance de la indagación cubista. Pocas veces las cosas fueron presa de un análisis tan profundo (el volumen, el peso, la pluridimensión, la multiplicidad del ángulo visual, la simultaneidad de los aspectos...) como el ejercitado por el aula cubista. Hemos escrito con toda intención la palabra análisis por creer firmemente que en la densidad del cubismo analítico conocieron Picasso y sus gentes un momento culminante de la estética universal, que posiblemente concluyera con la última pincelada debida a la tenacidad y al pulso poético de Juan Gris, para luego convertirse, por reiteración o costumbre, en academia o pragmática. El cubismo, entendido ahora como academia, sería en principio de mayor validez que cualquier otra, merced al rigor del canon geométrico; pero pudiera entrañar también mayor peligro: la rigidez sistemática hurta genuinidad y la pura visión geometrizante de los objetos es capaz de encubrir, bajo aparente complejidad compositiva, la facilidad de un esquema necesariamente preconcebido e indefinidamente multiplicable en la práctica. Convertido, por último, el cubismo en pragmática, ha venido arrastrando, a nuestro juicio, una génesis contradictoria. Su originaria y profunda indagación analítica (de innegable ascendencia física y no muy holgada dimensión poética, hecha siempre excepción de Juan Gris) pronto se esfumó en grácil planimetría; la ponderación del volumen pasó a ser yuxtaposición de superficies y lo que naciera como agudísima pregunta perduró como respuesta, segura y rutinaria, al intrincado problema del espacio y de su ordenación.



La investigación cubista ha cubierto su última etapa cuando nace a la expresión la voz de Antonio López, cuyo acento personal, singularísimo (el estilo, en la acepción más genuina) difícilmente podía, por otra parte, someterse al dogmatismo, al saber apriorístico de la nueva academia. Por lo que al cubismo pragmático se refiere, también nos parece harto razonable su desvinculación. La antigua indagación ahora es molde conocido, de infalible resultado a la hora de ajustarse a los objetos y suplir su disposición común por otra armonía ejemplar y predeterminada. ¿Cómo había de aceptar este trueque quien precisamente agudiza mente y sentido en la captación de esa disposición común, de ese común lugar donde las cosas se manifiestan? (El ha dado importancia al lugar común, ha otorgado a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido). La práctica cubista nos sugiere el ejemplo de esas plantillas transparentes cuya elemental superposición modifica los objetos y determina su interpretación compositiva sin necesidad de oír el mensaje inminente y primigenio de las cosas. Cierto que Antonio López como veremos al tratar del procedimiento, infunde a las formas manifestativas de los objetos las formas interpretativas de su sensibilidad; pero con absoluta adecuación, sin que aquéllas pierdan e pálpito cautivador con que afloraron ni desvirtúen éstas el milagro de su revelación. Antonio López García ha sabido definir una admirable proporción entre objetividad y sensibilidad, y así come en la vida no están en discordia realidad y emoción, de igual suerte en el alumbramiento de sus criaturas logran feliz maridaje el don subjetivo y la presencia veraz de lo que está más allá de nuestros ojos.

LOS CAMINOS. Hablamos aquí de los caminos transitables en el orden del conocer y en e orden del expresar. Huellas no ignoradas nos llevan a la confluencia de dos sendas cuya rectitud quisiéramos resumir en el ejemplo de dos episodios: En la busca del tiempo perdido y La epifanía. El nombre de Marcel Proust palpita a las claras en el primero de estos títulos y la poética de James Joyce en el otro. La pintura de Antonio López es, ante todo, milagro de genuinidad cognoscitiva y de lucidez manifestativa ¿Dónde buscar, de cara a su interpretación, caudal más limpio del conocer y del manifestar que en aquella fuente remota descubierta por los dos insignes novelistas? No es empresa fácil la exégesis del quehacer de Antonio López García. La dificultad nace paradójicamente de su radiante claridad, de la concreción propositiva, del carácter inmediato de la revelación, de su misma sencillez. Calidad y rectitud al margen, cabe establecer este principio: Cuanto más compleja es la manifestación de una obra artística, mayor es su capacidad significativa y más fácil la labor exegética. A mayor cantidad y cualidad de signos, mayor posibilidad interpretativa, dándose equivalente proporción, pero inversa, sobre la base de la simplicidad. De aquí precisamente procede la virtud polisemántica de las artes cuya variedad de significantes ilumina (abre, en término más actual) la posible dimensión y multitud de los significados. Huelga advertir que si los signos son caprichosos o incongruentes, no puede haber otro resultado que la confusión, inmerecedora de toda exégesis.

A este potencial polisemántico corresponde, sin embargo, un umbral máximo cuya transgresión acarrea o inadvertencia o ceguera en los ojos del contemplador. Una obra que abarcara todos los signos posibles (la realidad misma) provocaría inefabilidad en sentido estricto: una actitud puramente contemplativa y una equivalente mudez interpretativa. La obra de Antonio López se instala al borde mismo del umbral máximo de la significación para acercarse a la plenitud de la realidad, del ser. Y así como resulta imposible definir el ser (por predicarse de todo en sentido general) y sólo nos es dado fijar su concepto analógicamente (establecer sus modos, diferencias supremas o categorías) de igual suerte y por su proximidad a lo real, resulta problemático procurar una noción positiva del quehacer de Antonio López, no siendo, en cambio, difícil señalar analogías y diferencias o afirmar restrictivamente (como hicimos en el capítulo anterior) lo que no es su obra. De ella, deslumbrante y familiar, cabe decir lo que Heidegger afirma del fenómeno óntico: el ser por su absoluta patencia, por su presencia cotidiana (todo es ser y el ser está en todo) pasa inadvertido, y si el hombre quiere indagar decididamente su entidad, contemplarlo cara a cara, queda deslumbrado por su fulgor. Así las cosas, no es de extrañar la escasísima literatura que ha venido débilmente reflejando la insólita actividad del pintor manchego (apenas la nota de catálogo o la crítica de exposición). A la luz de los dos ejemplos aludidos intentaremos ahora vencer aquella dificultad impresa en la faz de las criaturas instauradas por la virtud poética de Antonio López en el umbral máximo de la significación.

La busca del tiempo perdido es, según el pensamiento de Proust, un retorno a la infancia de carácter no literario o narrativo, sino esencialista. Hay que retornar a la infancia porque en su visión primigenia se hallan las esencias puras de las cosas. Se trata, pues, de una actitud subjetiva del alma hacia la verdad: el hallazgo de un tiempo en que la duración se detenga, se eternice. Es un ejercicio espiritual (que hasta hoy parecía reservado a la poesía) fundado en la actualización de la sensibilidad. La actualización del conocimiento intelectivo no ofrece particular dificultad por ser teórico, discursivo. La actualización del conocimiento sensible, en cambio, es producto de una actividad compleja que Proust desarrolla sumando, en un momento dado y con motivo de una circunstancia dada (una sensación, un estado de ánimo) dos sentimientos de tiempos distintos, capaces de provocar un nuevo sentimiento acumulado, poseedor de una objetividad y una solidez que el simple recuerdo jamás podría transmitir. Esta actualización viva de la sensibilidad se asemeja a la densa corriente del río que establece una comunión esencial entre sus márgenes. Este y aquel sentimiento, separados por el tiempo, son las dos riberas que la sensibilidad actualiza y pone en íntimo contacto. Se detiene el tiempo y la memoria ha de esforzarse por concretar ambas orillas o, más bien, el tránsito del hombre a lo largo de ellas. Volvemos ahora al presente para resumir lo que la visión ha adquirido de una y otra ribera. El pasado se ha concretado con aquella objetividad y solidez antes mencionadas, a su ejemplo se clarifica el presente y entre uno y otro tiempo discurre la corriente viva de la realidad.

¿Hasta qué punto puede la obra de Antonio López ceñirse a la visión esencialista y más aún al procedimiento alumbrado por Marcel Proust? Nadie entienda la busca del tiempo perdido como un argumento peculiar. El retorno a la infancia es una actitud cognoscitiva, una senda elegida para aprehender la realidad, una tendencia del alma hacia lo verdadero. No se trata de suscitar la infancia a manera de espectáculo o por vía anecdótica; se pretende, ante todo, recuperar desde hoy aquella visión primigenia que poseyeron los ojos infantiles. No hacer del recuerdo tema argumenta¡; preponer a la mirada del presente, desvirtuada, intelectualizada, deformadora, una memoria afectiva, inmersa y esclarecida en las aguas manantiales de la infancia ¿Qué tamiz podría, en otro caso, proveer de claridad y concreción semejantes a las criaturas contempladas y definidas por Antonio López? En la naturaleza del recuerdo cabe distinguir dos clases de memoria: la afectiva y la intelectual. Esta se limita a ofrecernos una noción del pasado, exenta de toda virtualidad poética; nos habla del tiempo transcurrido, pero no cristaliza ni detiene la duración. La memoria afectiva, por el contrario, actúa sobre impresiones que fijan en ella cierto fragmento de duración. La memoria afectiva despierta ante el estímulo de una sensación hallada al azar (un olor, un color, un sonido) y a partir de ella surge una multitud de sensaciones que en torno a ella se abren en abanico. La coherencia de este florilegio de sensaciones va a determinar el clima e iluminar la visión de las cosas en los ojos de Antonio López y, una vez reveladas, conservarán el fulgor inusitado, la concreción material del tiempo detenido, del caudal apresado en las márgenes de la realidad.

Destacamos ahora el aspecto cognoscitivo sobre el manifestativo por ser aquél el origen de todo el proceso creador y también porque hemos de dedicar un último capítulo a los medios de expresión (pictóricos y escultóricos) de que se vale Antonio López en la recreación del universo. La pulcritud y el verismo de su obra, exenta de toda sombra apariencial, pregonan una iluminación, una plenitud cognoscitiva, cuyo parangón solamente podríamos hallar en la infancia ¿Cuál es la virtud del conocimiento infantil? ¿Cómo conoce el niño? El niño se sitúa de cara a las cosas, en contacto entrañable con la verdad de las cosas. El niño tiene el privilegio de palpar la verdad de las cosas, cree en las cosas, se adhiere a ellas con todas las fuerzas de su corazón. Permitidme un ejemplo: un árbol. Un árbol es una realidad única que sólo puede poseerse por un acto de adhesión total. El niño tiene fe en la existencia individual, cree en la vida individual del lugar en que se halla. El adulto, en cambio, pasa por el lugar, por la naturaleza, sin detenerse. El adulto tuvo, cuando niño, una fe ciega en el mundo y esta especie de creencia que el curso de la vida le arrebató, sólo puede adquirirse otra vez por los senderos del arte. El genio -en frase de Baudelaire- es la infancia reencontrada.



La capacidad contemplativa de Antonio López excede todo límite. No hay lapso temporal capaz de disminuir el paciente empeño por asimilar (átomo por átomo) la presencia desnuda de las cosas. Ningún reclamo podría aminorar su tenaz adhesión a ellas ni sustraerlo de su conocimiento, de su posesión. Hemos hablado de paciente empeño ¿Cuánto tiempo emplea Antonio López en la consumación de una de sus obras? La verdad absoluta, reflejada ahora en los ojos del contemplador, ahorra todo cómputo. Esta verdad que desde el lienzo llega a nuestra mirada, es fruto de una lenta palpación, de un acto de fe emitido de espaldas al tiempo. Ha transcurrido mucho tiempo desde que el objeto que en este instante cautiva nuestros ojos, cautivó la sensibilidad de su artífice; largo tiempo del conocer que, al concretarse en la expresión definitiva, se convierte en instante absoluto, en duración eternizada, abierta a la participación sensible de quien la mira. Para el adulto el mundo es un espectáculo contemplado de lejos, ajeno a su participación. No así para el niño. El niño se zambulle en la naturaleza y participa plenamente de ella. La vida del adulto es vida de sociedad, ceñida a una serie de actos que dictan la urbanidad o la costumbre, desprovistos por completo de un sólido valor individual. Los adultos se cierran en el interior de su costumbre, se miran unos a otros, son un mutuo espectáculo, pero en verdad no se interesan mutuamente, viven en soledad, transforman la vida en teatro, carecen de seriedad verdadera (realmente sólo son serios en la práctica de la frivolidad). El niño cree en la individualidad y en la originalidad de todo lo que vive, en tanto que el adulto, intelectualizado, sólo cree en generalidades, en ideas, en conceptos. A merced de sus esquemas mentales, se ve el adulto desposeído de una fuerza atractiva hacia las cosas. Sólo el arte (y quizás el amor por otros derroteros) es capaz de reestablecer en su sensibilidad esa energía y presentarle de nuevo los seres, individualizados, únicos, irremplazables, reclamando de sus sentidos una activa participación. Este y no otro es el secreto de las cosas reveladas por Antonio López. Un acto de fe, una antigua creencia, cuya raíz penetra la infancia, ha brotado del transfondo de su sentimiento, sus ojos asiduamente clarificados en la contemplación de la naturaleza, en la detectación de la realidad, ceñida por las márgenes del tiempo, han visto la belleza del mundo y su mano la transmite a la mirada de los hombres. Un proceso, equivalente e inverso, se origina ahora en la sensibilidad del contemplador hasta acercarle a los afluentes de la genuinidad, a la afirmación de la fe perdida. Ahí, a un palmo de los sentidos, están de nuevo las cosas, suscitando en la memoria de quien las mira, una mezcla de familiaridad y de asombro, invitándole luego a su activa participación entre ellas (como juego de infancia) y evocando, por último, la plenitud del tiempo perdido.

La excitación artística procura la ocasión de considerar un paisaje como algo único, irremplazable, en el que la individualidad aparece con una patencia milagrosa ¿De dónde le viene al arte esta luminosa excitabilidad? ¿En qué consiste la vocación del artista? No se conforma Antonio López con probar la sensación proveniente de las cosas y, lejos de exteriorizar con asombro su feliz advenimiento, indaga la razón última de su fuerza atractiva, de su encanto. Ante una maravilla sólo cabe o la mudez contemplativa o la búsqueda de su secreto; la palabra exclamativa, estridente, retórica, se torna opaca. Hay que ir más lejos, preguntar por qué hemos sido cautivados por aquella sensación. El arte es denodada búsqueda en el transfondo de las sensaciones. La sensación es una llamada que surge de las cosas, y es función del artista descubrir y apresar la realidad subyacente. En la obra de Antonio López la realidad se patentiza a través de una exaltación encarnada en las imágenes de los objetos que vienen a descubrir su secreto. La función poética en general no consiste, como creían los simbolistas, en la mera producción de imágenes. Esto equivaldría a una llamada sin contenido. Se trata, más bien, de un encuentro con la realidad atravesando las cosas por medio de las sensaciones y para esta penetración es preciso descubrir un objeto que esté en conexión con otro (en una y otra orilla de la corriente temporal) por una relación de analogía. El arte no consiste, sin embargo, en la simple lectura de analogías, sino en el acto de conocer esas analogías como verdaderas, como verificables. En el choque con las cosas hay una llamada, una atractivo ineludible hacia su íntima realidad. La grandeza del arte -escribe Proust- radica en redescubrir, recoger y darnos a conocer esa realidad lejos de la que vivimos. El hombre se va alejando de ella cada vez más, en la medida en que se va acrecentando el espesor y la impermeabilidad de su conocimiento convencional por el que la realidad se va viendo poco a poco suplantada. Corre el hombre el riesgo de morir sin haber siquiera adivinado esa realidad que es la propia vida, la vida verdadera, al fin descubierta, esclarecida, la vida realmente vivida, que en un instante dado visita a todos los hombres no sólo al artista. Ellos, sin embargo, no la ven; la ve el artífice creador y la muestra a los hombres. Antonio López García ha participado de la grandeza del arte, porque él ha redescubierto, asimilado y traducido la realidad, inminente e inadvertida, y ahora la muestra a los sentidos del hombre, a su conciencia, a su memoria, en una fracción milagrosa de tiempo detenido.

El retorno a la infancia es, según se advirtió, de carácter esencialista, no literario o narrativo. No es un argumento peculiar, una semblanza histórica de aquel tiempo feliz. Se trata, más bien, de una actitud decidida hacia la verdad: recuperar, desde hoy y ante la realidad presente, la visión primigenia que poseían los ojos infantiles. Lo decisivo, en consecuencia, es el presente auténticamente vivido, contemplado en la panorámica rotunda del tiempo y con la transparencia de un mirar no turbado por la lente del saber convencional. El mundo de la infancia presta al arte un concurso puramente cognoscitivo, pero jamás el vehículo expresivo. En la inversión de estos términos se decide cara y cruz de la pintura ingenuista y del arte naive en general ¿Qué relevancia puede tener en el ámbito estético la remembranza o la emulación del trazo infantil? El arte naive ha venido interpretando erróneamente el problema, ha trocado los datos de la conciencia, afincados en la lucidez de la infancia, por el grafismo infantil (más bien por su imitación consciente) y ha elaborado una expresión ficticia antes que ingenua.

La divergencia entre la actitud cognoscitiva (diáfana, incontaminada, tamizada por la luz de la edad primera) y el don expresivo (fiel, riguroso, acrecentado por la tenacidad del estudio) se hace patente en la obra de Antonio López García y pone al descubierto el peligro que entraña el ingenuismo premeditado como cauce de expresión.

Esta es la verdadera busca del tiempo perdido, el retorno a la fuente cristalina de la infancia. En el caso singular de Antonio López aún podríamos acentuar alcance y presencia del radiante universo poseído en la niñez, al menos en una etapa de su actividad creadora, mencionable, a tenor de la temática y del sentimiento impresos en ella, con este título colmado de sugerencias: el tiempo de los abuelos. Así lo menciona el propio pintor, no pareciendo difícil descubrir tanto en sus palabras como en su plasmación argumenta) el carácter relativo del planteamiento. Incurriríamos en flagrante contradicción si, después de haber negado toda validez temática al reencuentro con la infancia, aceptaramos ahora, sin más, la proposición de aquel tiempo feliz como argumento literario. No es, sin embargo, el mundo literario de la infancia lo que nos revela Antonio López en la etapa aludida; es su referencia al presente concretada una vez más en la suma de dos sentimientos de temporalidad diferente en un momento dado de la vida como puerto de confluencia. Los retratos asombrosos de los abuelos especifican el valor sentimental del tiempo que fluye y se detiene a modo de paréntesis cuyos signos abarcaran las dos riberas de un mismo acontecer. Y en este paréntesis esencial queda enclaustrada la duración relativa (el nexo abuelo-nieto constituye el accidente denominado relación) del tiempo actualizado que imprime en el hoy una vinculación proveniente de un ayer lejano. El tiempo de los abuelos rememora, en la mera plasmación, aquella edad feliz, sólida y estable, rodeada de divinidades protectoras, firme y segura en el tiempo y en el espacio, poseedora de un centro, de un corazón del paisaje, a cuyas orillas se asoman las gentes que evocan el universo de la infancia. Una segunda etapa del quehacer de Antonio López podría bautizarse el encuentro con la ciudad. La llegada a la ciudad y la residencia en el medio urbano modifican el escenario, pero no el sentimiento ni la pulcritud expresiva. Han cambiado ahora los términos de la relación sin que ésta sufra menoscabo por lo que hace a su afincamiento en la otra orilla de la temporalidad. La relación en este caso es paterno-filial y Antonio López reproduce otra vez el corazón del paisaje en la faz de los hijos, en la mirada providente de la madre, retratados con la misma veracidad y el mismo sentimiento, en las mismas orillas, sólidas y estables, a las que se asoman las mismas divinidades protectoras y los mismos objetos, elegidos de la costumbre diaria y manifestados desde el enigma de su misma familiaridad.

Y, así, llegamos a la otra senda escogida para ilustrar la actividad de Antonio López: La epifanía de James Joyce. En la evolución paulatina de este concepto suele sintetizarse todo el pensamiento estético del genial novelista irlandés. El término epifanía aparece por vez primera en el Stephen Hero y, tras laboriosa génesis, desaparece definitivamente en el Portrait. El tiempo que separa ambas obras, señala, en la opinión común, el olvido de la base escolástica y la proposición de una idea creacionista, reflejando una y otra los polos opuestos de una concepción estética. Aun a riesgo de incurrir en alegre osadía, tratándose de un tema tan analizado y por tantas plumas insignes, diremos que, lejos de advertir un carácter diametralmente opuesto en el pensamiento del Stephen Hero y del Portrait, creemos hallar una proporción complementaria, aplicable, además, al desarrollo de cualquier obra artística merecedora de nombre tal. Por la epifanía -viene a decirnos Joyce en el primero de los libros- el artista descubre en un momento de gracia el alma profunda de las cosas; la epifanía es, en consecuencia, el modo genuino de conocer la realidad. En la otra obra, por el contrario, parece asegurarnos que lo decisivo en la creación artística no es experimentar la realidad, sino formarla: no es lo importante la revelación objetiva de las cosas (el instante en que algo se nos muestra sino el acto del artista que muestra algo desde él a través de la elaboración de la imagen. Cotejadas, sin embargo, con todo pormenor ambas ideas, antes que contradecirse, parecen complementarse y hasta sintetizar la exégesis que venimos exponiendo en torno a la obra de Antonio López García.

Hay, en efecto, un primer estado cognoscitivo en el que las cosas se revelan desde sí mismas en un golpe de gracia, colmadas de encanto y fugaces. De aquí parte la corriente creadora. Aquí aparecen los primeros signos de la manifestación, de la epifanía. El arte es función semántica. Siempre que la obra haya sido gobernada por la claridad (no hay mal tan nocivo en la frontera estética como la confusión) los significantes, impresos en ella, han de guiarnos por fuerza a sus correspondientes significados y cuando éstos encarnan, como ocurre en la expresión de Antonio López, la plenitud de la realidad, se origina en la sensibilidad del contemplador una corriente cognoscitiva, equivalente en todo a la que produjeron las cosas en la sensibilidad del artífice. El conocimiento que hoy poseemos de la realidad manifestada en los signos (en la imagen de los objetos) propuestos por Antonio López, es rectamente adecuable al que él tuvo de cara a las cosas. Este es el único criterio de certeza aplicable en la intelección y más en la interpretación del producto artístico. Y en este trueque vital cumple el arte su específica función de conocimiento. Y ¿cómo se manifiesta la realidad ofrecida por Antonio López? o bien ¿cómo afectaron a su sensibilidad las cosas cuya imagen afecta hoy a la nuestra? Difícilmente podría otro concepto ceñir este primer instante cognoscitivo con igual precisión que el de epifanía. Las cosas se revelan a los ojos de Antonio López con aquella nitidez y frescura que atribuye Joyce al don epifánico: el instante único, fugaz e irrepetible, en que lo intrascendente, lo inadvertido de las cosas que nos rodean, adquiere de pronto una importancia universal hasta condensar el tiempo y hacer sólida la noción de lo absoluto.

Joyce utiliza el término epifanía en su más recta acepción etimológica: manifestación hacia, aparición ante. La corriente reveladora, por lo tanto, parte de las cosas y se dirige hacia el hombre o brota ante sus ojos. Las cosas se muestran desde sí mismas a los sentidos del hombre que transita entre ellas y ante ellas se detiene de improviso. La epifanía es momento cognoscitivo que podríamos comparar, por su claridad y súbito advenimiento, con el zigzag del relámpago: en su repentino fulgor las cosas conocidas palpitan por un instante con una nitidez no acostumbrada y cobran de pronto una importancia que jamás tuvieron en el uso cotidiano. El propio Joyce más de una vez compara con el fulgor del relámpago la aprehensión epifánica del mundo y de la belleza del mundo. Incluso en el Portrait (abandonada ya, según dijimos, la voz epifanía y modificada, según la opinión común, su concepción del conocimiento y del cauce expresivo) explica el carácter súbito de la revelación y la claridad de lo percibido en la imagen del relámpago: Su pensamiento se encendía a veces por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de un fulgor tan límpido que en esos momentos... sentía que el espíritu de la belleza lo envolvía como en un manto.

Observe el lector el valor cognoscitivo (la intuición) que atribuye Joyce a la epifanía. Por ella el acontecimiento de la costumbre es conocido más allá de toda costumbre (el lugar común adquiere la importancia de lo desconocido) con claridad meridiana. Si hay una virtud particularmente descollante en la obra de Antonio López, es la radiante claridad de las cosas mostradas. Todo objeto es allí manifestado como uno y percibido como cosa. La delimitación espacial, el perímetro físico, ciñe la realidad de las criaturas alumbradas por Antonio López, de los objetos desgajados por él del resto del universo al que se debían, y ofrecidos al contemplador en los límites de su unicidad e integridad. El objeto es uno, pero integrado en la pluralidad, en la proporción de las líneas que lo forman, en el equilibrio de las partes. Bien pudiera decirse que la sensación súbita ante el objeto es de carácter sintético y de carácter analítico la percepción subsiguiente: después de haber sentido -resume Joyce en el Portrait, cual si se hallara ante un lienzo o escultura de Antonio López- que la cosa es "una", se percibe que es una "cosa", compleja, múltiple, divisible, separable, compuesta de partes, resultado y suma de las partes, armónica. La realidad, una e íntegra, es además clara en su manifestación, no entrañando tal claridad el mero reflejo de lo ideal inmutable en sentido platónico, sino la resultante justa de su misma integridad y unidad. El relámpago de la epifanía no ilumina, pues, la sublime región de las formas arquetípicas, sino la entidad desnuda de lo real, descubierta en los límites, en la estructura, en la forma de su concreción. Ante la revelación abierta por Antonio López, el contemplador queda detenido, atónito, por el tránsito misterioso de la belleza. Este es el instante único, el supremo esplendor de la realidad, la claridad cristalina de la imagen estética que ahora embarga a quien contempla las cosas reveladas por Antonio López en la misma medida que ellas embargaron a su hacedor. Este es el instante absoluto, en cuya duración la realidad se posa, se desmenuza, se integra, se unifica y resplandece.



En la exposición precedente late de hecho el triple criterio tomista de la belleza (integrítas, proportio, claritas) que Joyce interpreta libremente y nosotros referimos a la actividad de Antonio López con no menor libertad, anticipando esta aclaración: la epifanía constituye ciertamente un estado cognoscitivo y emotivo (la intuición) ante la realidad súbitamente descubierta y, como tal, afecta (visita, en palabra de Proust) la sensibilidad de cualquier hombre; pero sólo adquiere importancia de cara a la ulterior manifestación que únicamente al verdadero artista le es dado pronunciar (sólo el artífice creador la muestra a los hombres, en texto también de Proust). Es precisamente en este punto donde se hace cuestionable la antítesis entre el pensamiento estético del Stephen Hero (epifanía = plenitud de una percepción objetiva) y del Portrait (promoción subjetiva de un momento imponderable) que la exégesis habitual de Joyce suele destacar y nosotros nos resistimos a admitir. El instante epifánico origina el cortocircuito de la creación estética, pero en él no queda consumado el proceso creador; se requiere por parte del artista una promoción subjetiva capaz de traducir a los ojos del contemplador aquella plenitud objetiva de la realidad. De no entender en sentido complementario el mostrarse la cosa desde sí misma y el mostrarla el artista, también desde sí mismo, habría que admitir necesariamente la pretendida contradición latente en el pensamiento de Joyce, quedando, en tal caso, reducida la epifanía a una simple actitud de pureza contemplativa, de carácter estático, sin relieve alguno en la frontera estética. Pero ese complemento entre la revelación objetiva de la realidad y el don subjetivo de quien la transmite a los otros, se da a todas luces hasta el extremo de encarnar al vivo la corriente incesante desde la realidad objetiva a la sensibilidad del intérprete y de la expresión de éste a la mirada del contemplador a tenor de este esquema: La epifanía (la realidad revelada desde sí misma) ilumina la sensibilidad del artista y él (desde sí mismo) la traduce en la forma manifestativa del objeto creado que, al chocar ahora en los ojos del contemplador, se convierte otra vez en epifanía. Somos conscientes de que alguien tachará de arriesgada ésta nuestra interpretación del pensamiento de Joyce; insistimos, pese a ello, en el carácter complementario de uno y otro aspecto, subsumibles ambos en la noción de epifanía, y esclarecida su identidad por la lucidez de que las criaturas de Antonio López García son capaces de imprimir en nuestro contemplar.



Ahí, ante nuestros ojos, están las criaturas de Antonio López. Son cosas entre las cosas de la costumbre. ¿Por qué de pronto se nos ofrecen más -allá de toda costumbre? ¿Por qué provocan en nuestra sensibilidad una atracción súbita y convierten la percepción en golpe de gracia, en instante único? ¿No es ésta acaso la clara virtud del don epifánico? La síntesis de la sensación inmediata nos revela, de la mano de Antonio López, cada cosa como una y el análisis de la percepción subsiguiente como cosa. El límite que las ciñe es diáfano, conciso el perímetro que las extrae del restante universo y el equilibrio de las partes con el todo convierte la visión en armonía, en estructura, resplandenciendo en ella, objetivándose, la hermosa claridad. Todas las gracias de la epifanía presiden la acción instauradora de Antonio López. Se han invertido ciertamente los términos, pero no en alcance de la intuición epifánica. Aquí de hecho no hay cosas ni accidentes de las cosas, aquí tan sólo hay lienzos y esculturas y es en ellos donde ahora brota la epifanía. Puede la realidad circundante desnudarse repentinamente y ofrecérsenos al azar en todo su esplendor. Así nos ocurre (le ocurre al hombre en general) en el instante aislado, en el paréntesis abierto sobre la monotonía del diario caminar. ¿Qué relevancia ha de tener, sin embargo, en el preclaro ventanal de la manifestación artística esta visita sin anuncio de la realidad, este conocimiento imprevisible de las esencias objetivas? Apagado el zig-zag de aquel fulgurante relámpago, el hombre prosigue su andadura, consolidándose en su memoria afectiva la llamada de las cosas o desvaneciéndose para siempre en el confín difuso de los recuerdos perdidos. ¿Habrá, por ello, de trascender esta simple revelación el umbral luminoso del arte sin ser objeto de ulterior expresión? ¿Qué otra cosa es el arte sino capacidad expresiva?



Invertidos los polos de la corriente reveladora; difícilmente podría hallarse un ejemplo más adecuado para expresar esta nueva dimensión de la epifanía que la obra resplandenciente de Antonio López. No es la realidad inmediata la que ahora descubre en su familiaridad el atractivo de la otra orilla de la costumbre; son lienzos, dibujos, barro moldeado... lo que detiene ahora y cautiva nuestro mirar y hace límpido nuestro conocer. Ahora nos es dado seguir la senda inversa desde los signos presentes, a través de la sensibilidad de su artífice (Antonio López García) hasta la realidad que en su día suscitó desde sí misma el relámpago epifánico, nos es lícito establecer (tal es el verismo y la intensidad de la plasmación) un radiante paralelismo entre la epifanía que estalla en las cosas de Antonio López y la que en otro tiempo estimuló su sensibilidad y se nos ofrece, por último, una senda interpretativa, metodológica, que, basada en la validez de un criterio esencialista, es capaz de ir muy allá de la recensión narrativa, descriptiva, histórica o (lo que es más grave) teórética, ideológica (obediente a tal cual programa o manifiesto) en que habitualmente viene fundándose la actividad crítica de nuestro tiempo. Tan viable se nos ocurre este partir de la epifanía palpitante en la obra de Antonio López para llegar, a través de su particular sentimiento, a la otra epifanía de la realidad, que es nuestro propósito, sin temor de incurrir en osadía, desentrañar el procedimiento empírico, seguido, incidencia tras incidencia, por Antonio López y sorprender el primer instante de su contacto con la realidad.

Dado el paralelismo u ósmosis esencial entre el conocimiento del artista de cara a la realidad y el del contemplador frente a la obra manifestada, intentaremos, a su luz, analizar el primer instante de la epifanía en la obra de Antonio López o bien su reflejo en la mirada de quien la contempla. Fácil es confundir el concepto joyciano con un estado místico o platónico de vuelo trascendente, tratándose, por el contrario, de la captación de lo real en su acepción más inmediata (si el lector hace el recuento de la cualificación que venimos otorgando a los seres manifestados por Antonio López, hallará una verdadera profusión de alusiones a ese carácter inmediato de la realidad: lugar común, costumbre diaria, cosa entre las cosas, objeto ante los ojos, presencia cotidiana...). Tampoco es infrecuente entender el signo milagroso (el golpe de gracia) de la epifanía en un sentido literal, siendo así que tal milagro, lejos de interrumpir las leyes de la naturaleza, las enuncia con mayor claridad y, en lugar de transcender los límites de las cosas, viene a delatar la inadvertencia del hombre que transita entre ellas de espaldas a su realidad viva, tantas veces suplantada en su mente por el esquema arbitrario, teórico, intelectualizado o por la rutina del uso social.

Estos son los extremos de la epifanía (tal como Joyce los expone en las dos obras citadas) y de su mutuo complemento (tal es también nuestra particular opinión) nace la obra ejemplar. No puede haber contradicción entre los términos de un suceso único: la manifestación de la realidad. Joyce no sustituye en el Portrait el modo epifánico de experimentar la vida, expuesto en el Stephen Hero, por un modo subjetivo de formar/a; nos habla, más bien, de un segundo estado decididamente manifestativo, consecuencia y complemento de aquella actitud inicial eminentemente cognoscitiva. Ahora el artista, en vez de acusar y registrar, produce visiones epifánicas, pero fundadas necesariamente en aquellas otras visiones que la realidad descubrió desde sí misma a sus ojos despiertos, infatigables, en la pesquisa de la realidad y de la vida. El artista ha atomizado la revelación directa de las cosas y de su contexto objetivo ha elegido aquellos instantes que él ha de vincular a través de nuevas relaciones subjetivas e informar con su aliento poético de cara a la expresión. Remitiendo de nuevo la consideración a la obra de Antonio López y presentando otra vez a la mirada sus criaturas, vemos que son cosas como las cosas. ¿Tienen por sí mismas alguna virtud singular, digna como tal, de ser enaltecida? Toda su lúcida pujanza les viene dada por el don epifánico de quien las reveló. Han sido, ciertamente, objeto, de epifanía, pero no porque fueran en sí mismas dignas de ello. Ha ocurrido exactamente lo contrario: las cosas propuestas a nuestra contemplación por Antonio López, aparecen como dignas de haberse epifanizado por el simple hecho de haberse epifanizado. ¿Cuál es la facultad (la estrategia, en palabra de Joyce) iluminativa del artista veraz? ¿De qué procedimientos se vale para trasladar a través de su aliento poético la revelación de la naturaleza a la revelación de la obra? La respuesta a estos interrogantes constituirá el último capítulo de nuestro ensayo.

LA HERMANA TORPEZA. Sorprenderá al lector que, después de haber trazado una verdadera constelación de epítetos en torno a la noción de epifanía, alusivos todos ellos a la índole lúcida y precisa de la manifestación, vengamos ahora a hablar de torpeza, ciñéndose, además, nuestra glosa a un artista de envidiables dotes y maestría poco común. Puede el lector, sin embargo, advertir que la llamamos hermana con aquel acento entrañable que el Poverello daba a las criaturas contempladas, amadas y poseídas en su verdad más radiante. La epifanía es un grado extraordinario del conocimiento y de la expresión, verdadero estado de gracia ante la realidad, luminoso don comunicativo, y así como en la mística el lance supremo de la visión y del acto unitivo es don gratuito que en principio puede otorgarse a todo ser humano, pero que de hecho regala el cielo a los probados en el ejercicio de la renuncia, en la práctica del ascetismo (todos los grandes místicos fueron grandes ascetas) así también la epifanía, pudiendo iluminar mente, memoria y sentido de cualquier hombre, elige realmente y estimula a los probados en el contacto asiduo con la naturaleza y en el tenaz ejercicio expresivo. Nadie se engañe llevando a consecuencias últimas la visita del azar o el milagro de la inspiración. Las musas huyeron, tiempo ha, de la mente humana y sólo quien asoma, a diario y sin tregua, sus ojos desde la más altiva de las atalayas, puede sorprender el encanto de algún deslumbrante amanecer. Es frecuente destacar en el alegre anecdotario de los grandes descubrimientos, el carácter casual con que éstos más de una vez se han producido, sin connotar, de paso, la tenacidad de quien investiga o el deslinde riguroso del campo asiduamente abonado por su investigación. En un momento dado brota de sus labios el ¡eureka! jubiloso con acento de sorpresa o de azar favorable. El invento ha nacido, y quizá de forma imprevista o por senda inopinada, pero no a merced de la casualidad. La idea obsesiva ha ido penetrando, desmenuzando y consumiendo el cúmulo de las posibilidades y el azar ha sobrevenido tras la búsqueda, la concentración, el análisis exhaustivo, el avance y retroceso en las fronteras de la indagación. Otro tanto cabe afirmar de la epifanía en el marco sucinto de la obra ofrecida a nuestra admiración por el pulso fidelísimo de Antonio López García. Aquí todo es súbito y luminoso como el zig-zag del relámpago, pero obediente a un proceso, sordo, laborioso, en que el artista conoció la soledad y tuvo por fiel compañera a la hermana torpeza.

Es la obstinación -escribe Cézanne, ya anciano, a Emile Bernard- lo que me hace proseguir la realización de esta parte de la naturaleza que, cayendo bajo nuestros ojos, nos da el cuadro Elegimos el texto de Cézanne por la sinceridad con que expone la captación de la naturaleza, la fuerza penetradora de lo que está frente a la mirada y la perseverancia en su expresión acorde. Cézanne es posiblemente el artista que mejor ha sabido traducir la torpeza, como actitud ante las cosas, en luminosa definición de las cosas, y de él tomaremos pauta y ejemplo a la hora de referir esa actitud inicial y perseverante al empeño creador de Antonio López. Nadie se extrañe, pues, de ver atribuido el término torpeza al proceso elaborador de un artífice tan sabio como Antonio López García. Hablamos de actitud, no de aptitud. Así como al parangonar la busca del tiempo perdido con la visión incipiente del pintor manchego y con la lucidez de su restante actividad cognoscitiva, significábamos en la mirada infantil una actitud pura, incontaminada, exenta de todo convencionalismo, antes que un argumento peculiar, así ahora en la noción de torpeza queremos subrayar, antes que la capacidad de quien se propone la traducción fidedigna de la naturaleza súbitamente revelada, su actitud tenaz, obsesiva, perseverante, obstinada y fraternalmente humilde. ¿Cuánto tiempo emplea Antonio López -preguntábamos antesen la consumación de una de sus obras? La verdad absoluta -era nuestra respuesta- reflejada en los ojos del contemplador, ahorra todo cómputo: es el fruto de una lenta palpación, de un acto de fe emitido de espaldas al tiempo. El paso y el retorno de las estaciones contemplan el paciente empeño de Antonio López García en la aprehensión, calma, continua y minuciosa, de aquel fragmento de la realidad que ahora ha caído bajo sus ojos y ha de concretarse luego en la obra consumada. Nadie quiera escuchar un acento metafórico o hiperbólico en la alusión al paso y retorno de las estaciones. Antonio López García es muy capaz de esperar el otoño venidero para concluir un perfil, un contorno, una tonalidad, con el mismo verismo qLe tuvieran en el otoño ido. El tránsito cambiante de la luz sobre el matiz adivinado o la mutación del clima sobre la faz del conjunto presentido, ponen a prueba su obstinación, su capacidad de espera o de esperanza, su torpeza fraternal, como luego dará fe de su maestría el alumbramiento de la obra ejemplar, lúcida, epifánica.

No se confunda impotencia con torpeza; aquélla es no dedicación, dispersión total, mientras que ésta se aproxima al límite de la concentración. No existe, posiblemente, ser más concentrado que el torpe. Ante la primera dificultad grave, aparecida en la ordenación de las formas, (ante lo que llamaríamos la inmensa laguna del atasco) el impotente se dispersa y el torpe se obstina hasta alcanzar un grado sublime de concentración. Cuando se ha dicho que el artífice creador es la suma de una facilidad innata y de una dificultad provocada, se quiso esclarecer tanto la aptitud natural del artista como su actitud decidida, obstinada (torpe) de cara a la difícil empresa de la verdadera creación (la noción objetiva de dificultad connota de algún modo la de torpeza en sentido subjetivo). En el artista creador ha de darse una adecuación recta entre su aptitud natural (la vocación), previa al inicio de la obra, y la actitud laboriosa (la torpeza) en el empeño incoativo, durativo y perfectivo de la obra. La noción de aptitud innata se aproxima más, en nuestra opinión, a la de vocación que a la de dotación, aun a sabiendas de que la vocación en sentido estricto exige un bagaje mínimo de dotes naturales. El ejemplo más claro, al menos en el confín de nuestro tiempo, de un artista provisto del máximo de vocación y del mínimo, tal vez, de dotación, nos lo brinda Juan Gris ¿Hemos, por ello, de negar aptitud innata a quien, sobre una base de concentración y análisis sin tregua, trasladó el origen empírico del cubismo al horizonte de la poesía? Mucho se ha hablado de la torpeza de Juan Gris y no poco hay por hablar de su radiante virtud poética. El feliz entendimiento de esta antítesis aparente entraña, sin duda, la solución del enigma que envuelve la semblanza del genial pintor hispano (el mínimo y dulce Juan Gris) y centra en sus límites precisos el problema del artífice veraz de cara a la verdad de las cosas. Extremada, ineludible, hubo de ser la vocación de aquél cuya dotación natural apenas excedía el umbral mínimo y por gracia de la tenacidad, de la obstinación, de la perseverancia, fue capaz de alumbrar una obra ejemplar, única, en las fronteras del arte contemporáneo. Sólo a una vocación decidida (mejor, cuanto más enriquecida se vea por la generosidad de la naturaleza o por la rueda de la fortuna), aliada entrañablemente con la hermana torpeza, le es dado epifanizar la realidad circunstante, la fracción del universo, la presencia de las cosas en la planicie del paraje misterioso, el instante único, el ser.

Prenotada así la cuestión, diremos que aptitud innata y dotación natural encarnan en Antonio López García un grado excelso de vocación, pero más excelso parece aún su empeño obstinado a la hora de aprehender (átomo por átomo) y traducir (momento tras momento) la parcela de la realidad que en su día iluminó su mirada y, por obra y gracia del don manifestativo, ilumina ahora la nuestra. Esta es la ocasión oportuna de verificar el criterio de certeza antes citado: la realidad revelada por Antonio López nos conduce (tal es su verismo) a la revelación que el conoció en otro tiempo, y abre a nuestra contemplación el proceso integral, la labor atomizadora, la ósmois entre ésta y aquella ribera del ser. Sólo centrando nuestra atención en lo que antes llamábamos la inmensa laguna del atasco, nos es dado presenciar el titánico combate entablado entre la realidad y el artista que pugna por su fiel entendimiento y ulterior manifestación. La torpeza es facultad y fuerza limitadora de los objetos. La llamamos facultad porque tiene un ángulo positivo a cuya luz se percibe y condensa la individualidad de las cosas y le damos el nombre de fuerza limitadora por oponerse tenazmente a la visión del conjunto e impedir la intelección de la totalidad. La torpeza se concentra poderosamente en los fragmentos e impide la contemplación del todo; tiene fuerza para manipular las individualidades fragmentadas de un objeto aislado y pierde de vista el contorno e incluso la fisonomía integral de cada cosa. Esta desvinculación de la totalidad otorga a las partes del objeto una plasticidad insospechada, llegando a constituir, considerada en sí misma, una virtud del proceso creador. Hecha abstracción de la idea de conjunto, analicemos ahora detenidamente una de las partes, el más insignificante de los fragmentos elaborados por Antonio López: la minuciosidad, la plasticidad, la precisión, allí condensadas, nos revelan un grado tal de concentración que únicamente por senderos de consciente torpeza podría adquirirse. Bien merece, a tenor de este criterio, ser tenida por virtud y, referida al pulso aquilatado de Antonio López García, llamarse hermana nutricia, asidua compañera en el tránsito laborioso de la plasmación. El. es un artista sabio, iluminado, que se impone con plena consciencia y no menor voluntad el cauce ascético de la torpeza hasta convertirla (instante tras instante, vibración por vibración) en consumada maestría. Aceptada la senda de la austeridad, no le es difícil a Antonio López concentrarse en un ángulo dado y en él descubrir, detener, manipular luces, sombras, líneas, tonalidades... de insólita pujanza. El problema surge al querer describir el contorno de un objeto y su asociación con los demás. La incitante llamada de una serie de intuiciones no enteramente desarrolladas o semiorganizadas puede inducir al artífice a proveer de ceñido contorno a una suma de fragmentos intensamente potenciados, frente a otras zonas menos densas, menos resistentes, menos perceptibles; pero esas mismas intuiciones podrían igualmente estimularle a intensificar aún más el núcleo central de las formas fragmentadas cuya vivacidad adentraría al artífice en la movilidad cromática de la atmósfera, en la región evanescente, exenta ya de bordes, de apoyaturas en el objeto. El artífice ha llegado a una situación límite de muy exigua capacidad electiva: o aceptar los fragmentos contorneados con riguroso límite o elegir la atmósfera evanescente de la abstracción o mantener una tensión milagrosa entre aquéllos y ésta. ¿Cuál es realmente la equilibrada solución que desarrolla Antonio López García en el inusitado equilibrio de sus criaturas?

La letra de este somero análisis ha suscitado más de una vez en nuestra memoria los nombres de Velázquez y Zurbarán. Uno y otro se hallan respectivamente al borde mismo de la dispersión absoluta o de la concreción ya impracticable. Si Velázquez hubiera proseguido la iatensificación de los núcleos más potenciados, habría llegado a la total movilidad cromática, a la región evanescente de la atmósfera, a la abstracción (observe el lector que aquí no se menciona la atmósfera velazqueña en la acepción usual de película envolvente en torno a los objetos; hablamos en sentido futurible, en el caso de que Velázquez hubiera transcendido el máximo de intensificación cromática, desvaneciéndose para siempre los objetos y las imágenes de los objetos). De haber, por su parte, apurado Zurbarán el contorno de las zonas prevalentes en perjuicio de otras menos perceptibles, hubiera concluido por recortar cartones o elaborar enseres de alfarería (tampoco usamos ahora la metáfora tradicional del Zurbarán alfarero por la pulcritud y satinado de su materia plástica; nos referimos a piezas realmente desgajadas del conjunto a que se debían, concretadas ya para siempre en su contorno). La pugna por sintetizar ambos extremos encarna al vivo la inmensa laguna del atasco que pocos artistas supieron transcender con la maestría de Antonio López. Cézanne expresa, en la carta aludida, la dificultad de este trance e insinúa el cauce navegable para su feliz travesía: Ya anciano, en derredor de los setenta años, las sensaciones colorantes que proporciona la luz, producen abstracciones y no me permiten concluir la tela ni proseguir la delimitación de los objetos... de lo que resulta que mi imagen o cuadro es incompleto... los planos se pierden unos en otros. Esto es lo que ha inducido al neo-impresionismo a circunscribir los contornos por un trazo negro, defecto que es menester combatir decididamente. Luego ocurre que la consulta con la naturaleza nos da los medios para alcanzar el objeto. He aquí las orillas de la inmensa laguna del atasco (la abstracción evanescente y el riguroso contorno) y también la senda viable: la consulta a la naturaleza.

¿De qué modo ejercita Antonio López esta consulta a la naturaleza? Si ante una obra de Antonio López la sensación del contemplador era de carácter sintético y de carácter analítico la percepción subsiguiente, ahora se invertirán los términos en los ojos de artífice de cara a la realidad: el objeto aparece como cosa, integrada, compleja, múltiple, divisible, separable, compuesta de partes.... y habrá de ser él quien la convierta en una a través de la síntesis suprema de la creación. Es en la primera fase, en el ejercicio analítico, cuando ofrece la hermana torpeza su austero y amable concurso. Antonio López García se adentra en el fenómeno del objeto y de su organización desde muy atrás: desde el rincón lejano donde nace la concavidad del volumen. De aquél tenebroso confín brota ante sus ojos una atracción, cada vez más intensa, de interfusiones, de variaciones superpuestas, que ocasionan la ruptura del plano e impiden la lectura coherente de las escenas cotidianas. Siendo éstas sumamente verídicas en su individualidad, crean en conjunto un mundo de imposibles cotidianos pero no una ilógica de sensaciones aisladas: están dotadas de unidad en el tiempo y exentas de unidad en el espacio. Antonio López García, perseverante aliado de la hermana torpeza, ha adquirido una percepción estable de la materialidad, del aspecto sólido, resistente a la facultad sensorial. Por su virtud atomizadora, la forma ha alcanzado el máximo desarrollo de concentración y resistencia, la imagen se ha hecho densa, durable, hasta el límite culminante de separación singular, de divisibilidad. Se ha desmenuzado el cúmulo de las posibilidades y con él cesa el ejercicio analítico, siendo ya vana la capacidad de concentración que antes brindara la hermana torpeza. Las formas singulares osten tan el máximo de potenciación de unidad en el tiempo y reclaman la unidad en el espacio. Ahora es tiempo de ordenar las escenas cotidianas (el lugar común) en el marco de la coherencia espacial. Aquí se inicia la labor de síntesis cuyo feliz cumplimiento exige extremado saber, visión universal, maestría.

Este fragmento de universo, acotado por Antonio López, es el universo, con la misma unidad, integridad y claridad que poseyó en su revelación objetiva. Esta porción de naturaleza, desgajada por Antonio López, es la naturaleza, clara, una e íntegra, cual se manifestó a los ojos del artífice ¿Qué consejo, mejor que el de ella, podrá iluminar el modo de ser y manifestarse de las cosas? Agotada la concentración en las singularidades, se hace imposible para el torpe el acabamiento de la obra, ofreciéndose al académico (sea cual fuere la fuente de su preceptiva) la gran ocasión de trazar lo que tradicionalmente viene llamándose composición. Estas formas sólidas, resistentes, singulares, pero huérfanas de coherencia en el espacio, serían presa ideal para probar alardes composicionales: el ensamblaje, por ejemplo, de un cubismo diestramente proyectado sobre ellas, pero del todo ajeno a ellas, o la circunscripción de un contorno que las ciñera con la misma rigidez y artificio con que los diáfanos cristales del vitral son apresados por la plúmbea red del soporte, o la superposición de cualquier otra estructura ajena a la entidad de las formas que descubrió el análisis ¿Qué vendría a probar esta actividad composicional, extrínseca, convencional, racionalizadora, sino la impotencia a la hora de sintetizar en la genuinidad del todo la suma de las partes genuinamente analizadas? Así como antes hicimos abstracción del conjunto para considerar la singularidad de cada porción tenazmente intensificada por Antonio López, olvidémonos ahora de ésta para centrar en aquél nuestra atención. No hay aquí ningún núcleo prevalente, línea, luz o tonalidad, que resuma la solidez, la densidad, el atractivo del conjunto. La visión universal de Antonio López ha logrado la síntesis suprema de la creación. El ha consultado asiduamente a la naturaleza y, fiel al consejo recibido, ha sabido potenciar con equidad admirable las zonas más intensamente intuidas y aquellas otras menos densas, menos resistentes, menos perceptibles; ha conseguido equilibrar la pujanza de cada instante, de cada corpúsculo material, de cada punto del espacio. Todo es aquí integridad, todo es claridad, todo proporción. ¿Cómo ha sucedido? No alcanza a tanto nuestra facultad exegética. Sólo sabemos que no ha ocurrido por gracia de milagro sino por obra de la obstinación y de la maestría, hermanadas en la pesquisa, en la captación, en el tránsito de la realidad.

Permitidme, por último, un símbolo: el símbolo del árbol. Todos sus órganos y elementos participan del árbol, se deben al árbol y en él se justifican; son el árbol. Como el cerne del árbol lleva impresa la copa, la raíz, el tronco, la rama y la última hoja, así la facultad creadora de Antonio López García imprime una misma entidad a todas las porciones, a todas las singularidades. Ellas son la obra, el cauce intrínseco de la revelación; ellas son la revelación. Hay que hacer el poema -decía Huidobro- como la naturaleza hace el árbol, significando la absoluta inhesión, la compenetración en él de cada parte y la carencia de sentido allende sus fronteras. Como el árbol afinca su raíz en suelo firme y abre su ramaje a los cuatro vientos, así la obra de Antonio López García penetra lo profundo de la realidad y abre el fruto colmado de la revelación a todas las direcciones tanto del tiempo como del espacio.

NUEVA FORMA - 01/07/1969

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