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EL ARTE Y EL ESPACIO

Estas consideraciones a propósito del arte, a propósito del espacio, a propósito de la confluencia de su juego recíproco, son sólo preguntas y, aunque a veces adopten un tono afirmativo, no dejan por ello de ser preguntas. Tales son las líneas iniciales del ensayo de Heidegger y tal va a ser la conclusión de esta serie de trabajos que en torno al tema del arte y el espacio venimos urdiendo de acuerdo con las premisas sentadas por el filósofo alemán y las consecuencias alumbradas por la acción instauradora de Chillida. Lo que en la pluma de Heidegger entraña un prólogo orientador, quisiera, en la nuestra, condensar un epílogo o la síntesis de un planteamiento de cara al origen del arte y su recta posibilidad asimilativa cuyos extremos se resumen y esclarecen en los conceptos generales de creación y conocimiento.

Estas consideraciones son sólo preguntas. ¿Cuáles los términos de la interrogación colosal que sustenta, preside y homologa la trama entera del texto heideggeriano? ¿De dónde nace la pregunta? ¿Adónde se dirige? Heidegger ha querido plasmar, en la concisa brevedad de su ensayo estético-espacial, no sólo la hondura de un planteamiento verazmente filosófico; ha tenido a bien, además, regalarnos el modo, gradual y exhaustivo, de su indagación, el cauce luminoso de una metodología, en cuyo desarrollo, compacto y coherente, nos atrevemos a adivinar el influjo o la resonancia de Henry Bergson. ¿Puede prevalecer el pensamiento a través del cauce unívoco de la pregunta? ¿Es la pregunta, en sí, una forma de conocimiento? Nuestra respuesta es tajantemente afirmativa siempre que el destino de la interrogación sea la vida misma, no un supuesto puramente intelectual, una teoría general o un sistema trazado con todo pormenor y lucidez, pero de espaldas al denso y enigmático fluir de la vida, y menos el dictamen de una ideología que pretende subsumir en su hermetismo el torrente sin fronteras de la realidad. La actitud puramente teorizante -hemos escrito en reciente ocasión- es comparable a la red de un pescador que pretendiera apresar en ella el caudal del océano. Tiende el teórico sobre la faz de las cosas su red sistemática, plena de equilibrio, de concierto, de proporción, y cuando la alza, halla que por el vano de las cuadrículas que él trazó con toda pulcritud, se cuela íntegro el caudal de la realidad. No ocurre lo mismo si la pregunta, tenaz y sistemática, se clava como un dardo en la entraña de la vida a la que el hombre se siente o debiera sentirse vinculado por otros motivos más hondos y, al propio tiempo, más cercanos que el puro pensar teórico. La pregunta, ciertamente, ha de ser formulada por la inteligencia, pero no dirigida a ella misma ni al cúmulo de consecuencias que ella dedujo, sino a la vida a la que el hombre debe sentirse vocacionalmente ligado, de la que el hombre tiene que recibir a diario una llamada como de simpatía, porque, sin ella, el conocimiento es algo sin contenido, la creación el mayor de los desarraigos y la vida su propia negación.

Una de las mayores ligerezas, quizá el error más grave, de la crítica moderna ha consistido en desvincular la producción artística del pensamiento filosófico que la precede con inminencia histórica o la acompaña con rigurosa temporalidad, cuando ese pensamiento filosófico detenta obstinadamente un dato revelador a la hora de plantear sin ambages el origen y el destino de la creación estética: el retorno a la Naturaleza, la vinculación entrañable del pensamiento con la vida. Nietzsche sustenta toda la carga de su pensamiento en un sólo pilar: el valor de la vida (la afirmación decidida de vivir no responde a un valor exterior a la vida; nada tiene valor sino en la vida y por la vida; la vida no es medio sino fin...). El pensamiento de Dilthey se concreta en la vivencia cuyo logro culminante es la expresión (toda vivencia tiende a la expresión y toda expresión responde a una vivencia...). El concepto de valor, para Scheler, se caracteriza por su realidad (no es una categoría establecida por el hombre) y su objetividad (el valor es algo frente al sujeto que lo intuye) no dándose su captación por un acto del entendimiento, sino a través de una intuición estimativa, emocional. Más claro aún es en Husserl el deslinde entre el pensamiento y la realidad, siendo ésta, no aquél, el punto de partida. Entiende Husserl la filosofía como fenomenología pura: renunciando a todo supuesto, hay que ir a las cosas tal como se manifiestan, en la inmediatez de su dato como pura presencia, es decir, como fenómeno; a partir de aquí, se hace posible el tránsito a la conciencia en sus dos grados: el estático (el regreso intuitivo desde los momentos objetivos hasta los modos correspondientes de la conciencia) y el genético (el regreso de los modos de la conciencia hasta la génesis inmanente que hay en el fondo de ellos) ¿Qué es, por último, el existencialismo sino una rotunda acusación a la vieja filosofía de ideas abstractas y un acercamiento al pálpito de la vida, contingente, mudable y particularizada?



Mención muy especial merece la doctrina de Bergson, cuyo planteamiento general afecta de lleno a la expresión estética de nuestro tiempo. Rara vez hemos visto referido el pensamiento bergsoniano a la frontera del arte, pareciéndonos palmaria su influencia, recta o colateral, en la obra de los dos novelistas (Proust y Joyce) quizá más importantes de nuestra edad y, por extraño que a alguien pueda parecerle, en las teorías de Piet Mondrian, representante genuino, si los hay, de la plástica contemporánea. La evolución, según el pensamiento de Bergson, no se da mediante el tránsito de unas especies a otras superiores, sino a través de la diversa ramificación del impulso vital. Primitivamente la vida se bifurcó en vegetal y animal y ésta, en su movimiento ascendente, alcanzó dos sendas decisivas: la de los artrópodos, por donde llegó hasta los insectos, y la de los vertebrados cuya concreción suma es el hombre. Los insectos entrañan el máximo de instinto y el hombre el máximo de inteligencia, siendo uno y otro, cada cual a su modo, la manifestación más alta del impulso vital. Inteligencia e instinto se contraponen y se desarrollan, el uno a expensas del otro, en proporción inversa. Al hombre, en consecuencia, poseedor del máximo de inteligencia, le corresponde el mínimo de instinto. ¿Cuál es el lugar o la función de ésta y de aquél en el campo de la vida? El instinto conoce desde dentro, pero está atado a lo real e inmediato. La inteligencia, por el contrario, no está ligada al presente inmediato (aprehende no sólo realidades, sino también posibilidades), pero su conocer es desde fuera. Hay cosas -en palabra literal de Bergson- que la inteligencia sola es capaz de buscar, pero que jamás encontrará por sí misma. Estas mismas cosas sólo el instinto las hallaría, pero jamás las buscará. Sumados, sin embargo, instinto e inteligencia (y esta suma solamente en el hombre es factible), se produce la intuición vital, forma suprema del conocimiento y la única capaz de ponernos en contacto con la realidad.

¿No guarda el pensamiento dialéctico cierta afinidad con esta forma bergsoniana de plantear la vida y su recta aprehensión? Pensar es, en sana doctrina dialéctica, negar aquello que está inmediatamente ante nosotros (el statu quo) y afirmar el cúmulo de posibilidades encubiertas en el presente dado. Aquí es donde radica el valor negativo del conocimiento. El presente inmediato está traicionando, según el pensamiento dialéctico, su propio existir, su capacidad viva de futuro: la existencia (statu quo) no concuerda con la esencia (cúmulo de posibilidades) de lo real que se nos ofrece. La dialéctica, en suma, niega la realidad inmediata y afirma el potencial positivo, el despliegue eficaz que tras ella palpita. En pura dialéctica, el permitir una indagación formal en arte, es hacer posible el arte, enfrentándose al statu quo, al presente dado, mediante la forma, modificativa, ordenadora y conformadora de lo conocido hacia lo posible, acercando la existencia de las cosas (statu quo) a su verdadera esencia (cúmulo de posibilidades encubiertas tras los datos próximos), desplegando la perfección formalizadora del universo hasta el hallazgo de leyes y estructuras más universales y reales que las de la apariencia inmediata o del acaecer cotidiano. ¿Dónde, se dirá el lector, radica el parentesco entre la dialéctica y el pensamiento bergsoniano? El filósofo francés escinde el conocer en instinto e inteligencia: el primero está necesariamente ligado al presente, a lo real e inmediato, en tanto que la otra es capaz de promover el despliegue eficaz de lo real inmediato hacia lo posible. ¿La inquisición tenaz de la inteligencia sobre el instinto no supone de algún modo el acercamiento, gradual y paulatino, de la existencia (statu quo) del acaecer a su verdadera esencia (cómulo de posibilidades encubiertas en el presente inmediato)? No nos resistimos, de paso, a señalar la torpe paradoja producida en aquella concepción del arte que mejor debiera haber encarnado el pensamiento dialéctico: la estética soviética. Lejos de promover la incesante indagación formal que, de acuerdo con la dialéctica, supone la única posibilidad para el arte, el realismo socialista se ha limitado a mantener, contra viento y marea, el statu quo de un arte inmóvil, anacrónico y convencional. Quiere un arte -ha escrito Marcuse con sobrada razón que no sea arte y obtiene lo que solicita.

Valga esta somera recensión del pensamiento contemporáneo para poner en claro su arraigo a la entraña de la vida en el orden del conocer y del expresar, subyacente por fuerza en la manifestación estética de nuestro tiempo, y también para mostrar cómo la crítica, desvinculada del pensamiento filosófico y convertida en órgano unívoco de la información universal, viene sembrando duda y confusión en el planteamiento y asimilación del arte y subvirtiendo los términos de un grave problema, de una auténtica encrucijada. La profusión de sutiles teorías puramente estetizantes, urdidas de espaldas a la realidad y al pensamiento verazmente filosófico, la intelectualización de un fenómeno, como el estético, eminentemente vital, el refinamiento conceptista... señalan hoy, a las claras una curva decadente o un grave riesgo que hora es de denunciar, advirtiendo, al propio tiempo, la senda que conduce a la luz: el retorno a la Naturaleza, la vinculación entrañable del pensamiento con la vida. La crítica, en buena lógica, debiera quedar circunscrita por el pensamiento puro o ser mero reflejo de una rotunda concepción humanovital casuísticamente aplicada al quehacer empírico. La multiplicidad y el alcance de los medios informativos -escribíamos hace poco- de las redes publicitarias (verdadera piedra de toque o de escándalo en la expresión de nuestro tiempo), vienen, sin embargo, haciendo de la crítica, luz omnipotente, omnisciente y omnipresente en el ámbito de la creación artística. El crítico informa con puntualidad minuciosa y es a su vez informado, con no menor celeridad, de la actitud más actualizada, del hoy cronometrado, del último grito, e incluso llega a profetizar, sobre la base de esa misma asombrosa exactitud informativa, las premisas del arte inminentemente venidero, de forma harto similar a la utilizada en la oferta y previsión de la moda. Hablar de pensamiento filosófico o de concepción general del hombre y de la vida resulta ocioso. El bagaje cultural del crítico queda igualmente absorbido por la información. El crítico es el portavoz de la actualidad. Su misión radica en divulgar la última innovación y mantener sin tregua el ritmo acelerado, no de un pensamiento evolutivo, sí de una actitud entre estóica y rutinaria: el estar al día por el estar al día. Entre tanto, el auténtico pensamiento filosófico queda en el olvido, el origen genuino del arte queda en el olvido, es olvidada la vida misma y el espectador, cuando no el propio artista, se siente oprimido por una nube artificial de absoluta confusión.

¿Cómo no había de reflejar la plástica contemporánea la presencia latente y embargante, la coincidencia vitalista del pensamiento filosófico de nuestro tiempo? ¿Cómo había de desdeñar aquella fuente, abundante y clara, contenida en el concepto bergsoniano de intuición vital? El instinto nos ata a la entraña de la vida misma como por simpatía o vocación, conoce la vida desde dentro, pero es ciego. La inteligencia, por el contrario, clarividente y ordenadora, conoce la vida desde fuera. Ella, que tiene la máxima capacidad inquisitiva, ¿a dónde dirigirá la pregunta, de cara al enigma vital, sino a aquella parcela de la vida misma, habitada, penetrada, recorrida de norte a sur por el instinto? Si hay una virtud que distinga peculiarmente al artista creador no es exactamente su facultad ordenadora, formalizadora. Antes, mucho antes, ha de verse asistido por una insólita capacidad instintiva, por un acercamiento, innato, vocacional, diariamente ejercido, al caudal incesante de la vida. Se trata de algo más profundo y laborioso que el viejo concepto de sensibilidad o el plácido mito de la inspiración y viene, de hecho, a abarcar toda actividad que detente, de cara a la vida, auténticos valores de conocimiento y creación. También en la actitud del científico en sentido estricto, del investigador, de quienes llevaron a cabo los grandes descubrimientos, es costumbre sobreestimar su talento racionalizador o la visita carismática de un hado benéfico, con inicuo desdén de su pálpito incesante, de su conexión tenaz con la entraña del acaecer, de su acercamiento vocacional al denso fluir de la vida. Es frecuente destacar en el alegre anecdotario de los grandes descubrimientos, junto al temple racionalista y metódico del investigador, el carácter causual con que éstos se han producido, sin connotar, de paso, la tenacidad de quien investiga, o el deslinde riguroso de la vida, la incisión palpitante en el campo vital asiduamente abonado por su investigación. En un momento dado brota de sus labios el ¡eureka! jubiloso, con acento de sorpresa o de azar favorable: el invento ha nacido y quizá de forma imprevista o por senda inopinada, pero no a merced de la casualidad. La idea obsesiva, la incitación vital, ha ido penetrando las márgenes del acaecer, desmenuzando, consumiendo el cúmulo de posibilidades y el azar ha sobrevenido tras la búsqueda en la raíz de la vida, el análisis exhaustivo, el avance y el retroceso de una pregunta obstinada que la inteligencia ha ido formulando, inexorable, a la vitalidad del instinto. Y no sólo quien alienta con su actividad el fuego vivo del conocimiento y de la creación, también el que se asoma a la obra creada o quiere en verdad conocer su sentido, ha de verse dotado de una viva facultad instintiva. No se atribuya, como viene siendo costumbre, la posible desvinculación entre la estética contemporánea y la capacidad asimilativa de la masa, a un exceso de intelectualización por parte de aquélla a la que ésta no puede aspirar. En nuestra opinión, ha ocurrido exactamente lo contrario: en la misma medida en que el arte de nuestro tiempo, avalado por un pensamiento filosófico eminentemente vitalista y asomado decididamente a la vida sin trabas canónicas o prejuicios académicos, ha acentuado la posesión del instinto, en esa misma medida la masa, tal vez a su pesar, se ha visto racionalizada, dirigida por semáforos, electrónicamente computada, a merced de una cultura programada y distribuida por los grandes canales de la información y la publicidad, y alejada por completo de la genuinidad de los colores, olores y sabores que antes regalaba la vida a la cercanía de su instinto. ¿Cómo podrá asimilar un arte de honda raíz vitalista quien se halla sistemáticamente desarraigado de la corriente vital? No se atribuya, pues, al arte contemporáneo su posible desvinculación de la masa, sino al hermetismo racionalizador de una vida artificialmente impuesta y también a la omnipresencia de la crítica que, desdeñando el pensamiento filosófico y de espaldas al acontecer vital, está haciendo suyos los mismos grandes canales informativos y publicitarios de que se valen la alta industria, el llamado desarrollo o nivel o la simple programación de la moda. El hombre de hoy se ve diezmado en su posibilidad instintiva, en su vocación vital, y, sin ella, es del todo imposible el acercamiento a la verdad del arte.

La evolución entera del arte contemporáneo responde en general a la coincidencia vitalista de la filosofía de nuestro tiempo y en particular a la doctrina clarividente de Henry Bergson, por cuya virtud se hace posible la síntesis cabal del conocer: la pregunta tenaz de la inteligencia a la raíz que une el instinto con la vida, alberga la intuición vital, forma suprema del conocimiento, la única capaz de poner al hombre en contacto directo con la realidad y la única, también de afincar el tránsito del hombre en el enigma de la Naturaleza. Trasladando el tema al ámbito literario, los dos más grandes novelistas (Proust y Joyce) de nuestra edad vienen a confirmar en su poética un mismo sentir bergsoniano. La Busca del tiempo perdido es para Proust la renuncia al saber convencional, intelectualizado, y el conato por recuperar, desde el hoy y ante la realidad presente, la visión primigenia, la facultad instintiva que poseían los ojos incontaminados de la infancia, Joyce, por su parte, define en la noción de epifanía aquel instante luminoso en que las cosas se revelan con toda genuinidad a la inmediatez del instinto y que la mente luego convierte en absoluto: por ella el acontecimiento de la costumbre es conocido más allá de toda costumbre. Y ya en el campo de las artes plásticas, escuchemos la voz de quien inauguró el orden contemporáneo. Es la obstinación -escribe Cézanne, anciano, a Emile Bernard- la que me hace proseguir esa parte de la Naturaleza que, cayendo bajo nuestro ojos, nos da el cuadro. Y, aludiendo a la dificultad inherente en la captación de la realidad verdadera y al único medio posible para dicha captación, agrega: luego ocurre que la consulta a la Naturaleza nos ofrece los medios para alcanzar los objetos. A partir de aquí, la evolución del arte contemporáneo logrará metas insospechadas, primero con la investigación cubista (el volumen, el peso, la solidez de las cosas, la pluridimensión, la multiplicidad del ángulo contemplativo...), con el expresionismo (que exacerba la libertad instintiva) con la actitud futurista (que traslada el dato real a su posibilidad verificable) con el surrealismo...; luego con la abstracción (que indaga leyes más profundas de la realidad o muestra la inquietante geología del paraje enigmático que habitamos) y más tarde con el nuevo realismo, el neoexpresionismo, el 'arte objetivo, la obra abierta... que por variadas sendas indagan la realidad o la forma subjetiva de su aprehensión o el susto de las cosas o la activa participación del hombre entre ellas... Llegará, sin embargo, un momento (quizá ya ha llegado fatalmente, fiel a la ley del equilibrio inserta en la raíz misma del progreso) en que la indagación instintiva se convierte en academia, la expresión vital en costumbre rutinaria y el conocer genuino en sistema teórico. La profusión de sutiles teorías puramente estetizantes, la intelectualización, el conceptismo... parecen señalar, en la voz informadora de la crítica, desdeñosa del verdadero pensar filosófico, y en la actitud de ciertos artistas secuaces de la moda y ajenos a la incitación de la vida, una curva decadente o la oscuridad de una encrucijada que desde aquí combatimos, señalando al propio tiempo la senda que conduce a la luz: el retorno a la Naturaleza, la comunión entrañable entre el pensamiento y la vida.

Para disipar en el lector cualquier duda acerca de la posible arbitrariedad de nuestro planteamiento que emparenta sin reservas la estética contemporánea con la filosofía vitalista y, de forma especial, con el pensamiento de Bergson, vamos a proponer el ejemplo de uno de los artistas más representativos de nuestra edad, cuya influencia ha sido decisiva, posiblemente como la de nadie, en la complexión de la plástica en general, en la modificación sustancial del ángulo contemplativo y de la mirada misma del hombre moderno: Piet Mondrian. El que se haya limitado a descubrir en sus depuradas estructuras, el sello racionalista (y en esta errónea valoración ha influido notoriamente el aprovechamiento empírico, el verdadero espolio perpetrado por tantos arquitectos sobre la obra del genial pintor holandés) no ha comprendido en absoluto su verdadero alcance. Bajo el rigor cartesiano de la línea y más allá de la pulcra gradación cromática, palpita en la obra de Mondrian la plenitud de una emoción universal (impresionado por la inmensidad de la Naturaleza -escribe Mondrian el año 1940- yo trataba de expresar su expansión, su calma y su unidad; y agrega en su ensayo, ""Un nuevo realismo", de 1943: la expresión plástica y la manera misma con que el trabajo es ejecutado, constituyen ese "algo" que evoca nuestra emoción y lo convierte en "arte", porque el arte se expresa a través de una emoción universal. La obra de Mondrian parece sintetizar, por sí misma, el rigor de la pregunta que formula el entendimiento y el asombro, la emoción contenida en la respuesta que traduce el instinto; las dos márgenes colmadas de la intuición vital. La presencia latente de Bergson en el pensamiento de Mondrian es tal, que muchas veces el lector cree estar leyendo en sus máximas, textos literales del filósofo francés. El ensayo más amplio y sustancioso de Piet Mondrian (arte figurativo y arte no figurativo, de 1937), aun sin citar jamás el nombre de Bergson, parece meditado y escrito frente a las páginas capitales de la Evolución creadora o de Los Datos. Todo el ensayo gira en torno a los conceptos de entendimiento y vida, de instinto e intuición, desprendiéndose de su juego recíproco, el destino del arte y la verdad de la expresión: el instinto y la intuición están llevando a la humanidad hacia un verdadero equilibrio. El arte muestra que en el curso del progreso, la intuición se hace más y más consciente y el instinto más purificado. El arte y la vida se esclarecen más y más; revelan cada vez más las leyes según las cuales se crea un equilibrio real y vital. La intuición esclarece el pensamiento puro, uniéndose así con él. Conjuntamente forman un conocimiento que no es simplemente cerebral, que no calcula, sino que siente y piensa; que es creador en el arte y en la vida. Y si alguien persiste en la creencia de considerar el arte de Mondrian, verdadero paradigma de lo contemporáneo, como una instauración puramente racionalista, obediente al cálculo y ajena enteramente a la corriente vital, el propio pintor holandés le advertirá de lo erróneo de una apreciación tan simplista: Aquellos que no comprenden este tipo de conocimiento, consideran erróneamente el arte no-figurativo como un simple producto intelectual.

¿Cuáles son los términos de la interrogación colosal que sustenta, preside y homologa la trama entera de este libro de Heidegger, cuya exégesis venimos urdiendo a lo largo de estos tres ensayos? Estas consideraciones a propósito del arte, a propósito del espacio... son sólo preguntas y, aunque a veces adopten un tono afirmativo, no dejan por ello de ser preguntas. ¿De dónde nacen tales preguntas? ¿Adónde se dirigen? Nacen de la inteligencia, pero no se dirigen a ella, ni al cúmulo de consecuencias que ella dedujo, sino a la vida a la que el hombre debe sentirse instintivamente ligado, de la que el hombre tiene que recibir a diario una llamada como de simpatía, porque, sin ella, el conocimiento es algo sin contenido y la vida su propia negación. Es la pregunta tenaz del entendimiento al instinto, forma suprema del conocimiento y la única capaz de poner al hombre en contacto directo con la vida, que Bergson llamó felizmente intuición vital. Si en el trabajo anterior atendimos al contenido del texto heideggeriano, queremos ahora destacar su forma, el procedimiento, gradual y exhaustivo, de su indagación, el cauce luminoso de una metodología absolutamente imprescindible en la indagación estética. En este ensayo de Heidegger, tan importante como la profunda claridad de su contenido, viene a ser el método inquisitivo (todo el libro se acoge a los signos pertinaces de una gigantesca pregunta) desplegado por su autor, porque en él se ejemplifica diáfanamente el acercamiento del conocer humano a la problemática del arte y él es el más adecuado de los imaginables a la hora de ilustrar la honda raíz bergsoniana de la instauración creadora llevada a cabo por Eduardo Chillida. Heidegger ha palpado el espacio como un fenómeno original que apresa en sus fronteras, la totalidad del acaecer, el despliegue de la vida, abierta genuina, originalmente, a la validez del instinto, y sobre los datos de su proximidad vital ha lanzado el dardo de una pregunta inexorable.

¿No es esta también la norma a la que atiende el proceso creador de Eduardo Chilidia? Toda la obra de Chillida ostenta una ambivalencia palpitante entre el rigor de la inteligencia y la pasión vital. La primera vez que nos fue dado a escribir en torno a la acción creadora del escultor donostiarra, titulábamos nuestro trabajo Número y pasión en la obra de Eduardo Chillida, dando a entender, en la contraposición de los conceptos respectivos, tanto el módulo pensante, el principio racional de contención, la cifra exacta de la aventura tridimensional, el paradigma de la justa disposición locativa..., como la violencia romántica, el ímpetu pasional, el vivo frenesí, la tortura del hierro..., cuya síntesis suprema proporciona a la totalidad de su obra, vida y razón, emoción y equilibrio. Difícilmente hallaríamos otra noción que acogiera más estrictamente que la síntesis bergsoniana (inteligencia + instinto = intuición vital) esta dicotomía palpable y reducida a la unidad por la clara virtud del escultor guipuzcoano. Todo este ímpetu pasional procede de la densa corriente de la vida cuyo poso es conocido y transitado desde dentro por el instinto. Todo aquel cálculo, orden o número obedecen a la ley inquisitiva de la inteligencia que indaga sin tregua, interroga y, a la postre ordena, formaliza y unifica, desde fuera, el caudal desbordante de la realidad. Y la síntesis suprema de uno y otro confín, patente en la obra de Chillida como la huella de una andadura, recta y agónica, recibe el nombre esclarecido de intuición vital.

Eduardo Chillida suele valerse, en la expresión literaria y en la conversación misma, de una voz, debida a su invención, que concreta con evidente carácter ilustrativo, el origen genuino de sus criaturas: los aromas. En esta expresión, gráfica, llena de naturalidad, de frescura, sintetiza Chillida el momento incipiente de la creación. Los aromas constituyen un punto inicial, un instante congnoscitivo, pero no propiamente intelectivo; los aromas son la efusión primera del instinto en contacto directo con la vida, la respuesta inmediata y genuina desde dentro a la pregunta que formula con tenacidad redoblada la inteligencia exterior. "Los aromas" -hemos escrito en la ocasión mencionada- alumbran fácticamente el proceso creador; no surgen en edad pre-natal sino coetáneo al inicio de la obra. La palpación de la Naturaleza y de la vida es una actividad ineludible, anterior, concomitante y consecuente a la obra, pero ésta parte del primer golpe del martillo, del temblor inicial en la veta fértil del espíritu y en la faz del hierro incandescente. Apenas sugeridos los aromas, se concretan en esquema inicial, pleno ya de materia, en frase original, válida ya para la configuración del lenguaje, pero sólo cuando el lenguaje se haya configurado plenamente, podremos hablar estrictamente de intelección. Los aromas, revestidos ya de materia modelable, apoyan la comunión inicial entre la inteligencia y el instinto, sustentan el sordo y titánico proceso elaborador y señalarán, por fin, la coherencia o la inadecuación de la obra alumbrada. La obra, una vez instaurada, habrá de mostrar a la facultad instintiva de Chillida, aquellos aromas incipientes, convertidos ahora en forma organizadora, en orden inteligible. La familiaridad instintiva de los aromas ha de traducirse en la familiaridad inteligible de la forma consumada. ¿Y si ello no ocurre? ¿Si la obra alumbrada no resulta familiar a los ojos de su hacedor? Es que algo se ha torcido en la senda de la generación, algo hay fallido cuya causa es menester indagar a lo largo de un itinerario inverso: el de la destrucción. El mismo paciente empeño que guió el pulso de Chillida en la instauración de la obra -decíamos en la ocasión citada- habrá ahora de conducirlo por vía aniquiladora, a través de cada modulación, de cada palpitante ensambladura, de cada proporción numérica... hasta el entronque con la frase incipiente, con los "aromas de la familiaridad".

Este es el esquema elemental del quehacer de Chillida, el que entronca su obra en la entraña de la vida y en la perfección del arte. El ha palpado vocacional, instintivamente, la vida, ha acentuado sin tregua la pregunta del entendimiento y, por vía de intuición vital, ha logrado la plasmación de una obra ejemplar en el concierto de la estética contemporánea y en el parangón de otras edades.

NUEVA FORMA - 10/04/1970

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