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RAFAEL CANOGAR (Testimonio y Compromiso)

La reciente exposición de Canogar armonizaba, en los blancos muros de la galería Juana Mordó, un canto exultante a la expresión como tal. Es la voz (el logos) lo que define al poeta. La vida y su espectáculo se reflejan en la mente y en la sensibilidad de cada quien, versátil siempre su argumento al transitar de unos a otros. Por imperativo inmediato de su propia conciencia (él está entre las cosas y es, además, consciente de su estancia), habrá el hombre de emitir el fiel testimonio, el compromiso solidario ante el acontecer vital con sus leyes y sus obediencias, sus nobles desafíos y sus quebrantos, su alegría e infortunio. Testimonio y compromiso son ineludibles para el hombre en cuanto hombre; es su expresión definitiva lo que valora al poeta como poeta. Sólo cuando el testimonio es paradigma y universalidad el compromiso, surge el arte integral, la poesía viva, en cuya definición adjetivos como social son por fuerza redundantes. Sólo entonces la vida misma queda entrañada en la expresión del artista veraz, radiante espejo en que pueda el hombre descubrir sus lacras, ennoblecer su frente, renovar su andadura, perseguir su destino. La vida misma, fuente natural de creación, se asoma al alba de otra creación más luminosa y cabe entonces admitir sin ironía que la naturaleza imita al arte. Rafael Canogar eleva a paradigma el testimonio, el compromiso de una acción creadora coherente con su tiempo por la sola virtud de su expresión singular, arquetípica, capaz de orientar nuestros ojos a la plenitud de un inmenso escenario (el gran teatro del mundo) donde la vida es programa y rotundo argumento.

Testimonio y compromiso. He aquí dos términos que, alumbrados por peculiares circunstancias histórico-políticas de nuestro tiempo, ha consagrado el uso en el ámbito del arte y el abuso ha llegado a desprestigiar. No es ésta, por supuesto, la hora de aquilatar el alcance estético, reconocida de antemano su condición de ineludible actitud humana, pero sí ocasión propicia para significar la vigencia de ambos conceptos, como formas de expresión, en la obra más reciente de Rafael Canogar, cuyo comentario nos ocupa. La muestra presentada en Roma por el joven maestro toledano en 1964 fue para muchos sorpresa, para algunos consecuencia feliz, congruente resultado del apasionado expresionismo precedente, y para todos alarde de dicción, original manera de crear un arte auténticamente testimonial. Su última exposición de Madrid, clausurada apenas hace un mes, plena de madurez, de maestría, vino luego a suscitar en la mente de quienes la vieron y en la crítica de quienes la juzgaron, el tema del compromiso en la expresión del arte. ¿Qué es testimonio y qué es compromiso? ¿Son acaso nociones ajenas a la consideración objetiva de las artes? ¿Suponen, por el contrario, formas nuevas de expresión estética, hecha abstracción incluso del factor sociológico? La obra más actual de Canogar constituye el núcleo de tales preguntas, si no es ya cumplida respuesta, delimita un campo más de indagación que de polémica y esclarece en buena medida un tema tan candente como proclive a la confusión.

De forma provisional y sin otro alcance que la claridad de este comentario, diremos que testimonio es noticia, fiel documento histórico; compromiso, en cambio, es denuncia, noble actitud política. Huelga advertir que la innegable afinidad entre ambas nociones dificulta, a veces, su delimitación. Una nota al menos les es común: la fidelidad del artista con la conciencia de su tiempo. Cierto que, prenotado así el problema, toda obra de arte, merecedora de nombre tal, es necesariamente testimonio de su época. Un cuadro logrado -decía Cassinari- es producto de la voluntad y de la conciencia (es, en suma, una buena acción). No cabe expresar más gráficamente el nexo entre lo ético y lo estético, piedra de toque y pauta en la cuestión que venimos planteando. Toda obra de arte es verazmente testimonial, si nació de la conciencia, y éticamente es valorable por el mero hecho de haber sido recta su ejecución y ejemplar el resultado (es ya una buena acción). Otro es, sin embargo, el problema que se pretende aquí apuntar. Queremos, de una parte, significar bajo tal advocación un arte conscientemente alumbrado por un imperativo ético y orientado al testimonio vital como único fin. Reconocida en nuestros días la genuina persistencia de esta tendencia expresiva, se trata, en segundo lugar, de inquirir por su efectivo resultado en el campo estricto de la estética. ¿Puede hablarse hoy de pintura testimonial en términos semejantes a los empleados en la mención, por ejemplo, del cubismo, del futurismo del arte abstracto? ¿Admite la dicción testimonial una consideración axiológica en las fronteras del arte? ¿Constituye una categoría estética? Nos induce ala respuesta afirmativa el ejemplo de Canogar, su tenaz propósito expresivo, el acento paradigmático de su voz y, especialmente, la recta evolución de su pintura que sustentada desde su origen en sólidos cimientos estéticos (estructura y composición siempre vigentes en la obra de Canogar), forjada en la austeridad (paleta avara de color la suya, reducida tantas veces su gama al blanco y al negro), en la ley de una preceptiva tajante (el magisterio de Vázquez Díaz, el asiduo gimnasio del post-cubismo) y el paciente desvelo de la investigación (siempre en vanguardia sus pinceles, desde el juvenil ensayo de Xagra o Fernando Fé hasta la plenitud del expresionismo abstraccionista) ha dado, en las sucesivas exposiciones de Roma y de Madrid, el fruto sazonado de un arte integral en el que la valoración estética se hace absolutamente inseparable del testimonio, del compromiso.

La exposición de Roma en 1964 supuso para alguien motivo de sorpresa, si no fue piedra de escándalo; (¿era posible que Canogar, el puro, el equilibrado, el esteta, osara quebrar de pronto la serenidad de sus modales refinados con el agudo grito de un testimonio vital?). Y. sin embargo, aquel insólito alarde de nueva dicción era consecuencia lógica de la saturación subjetivista acumulada en etapas anteriores, feliz desembocadura de aquel vigoroso abstraccionismo cuya doma llegó a impregnar sus pinceles de frenesí barroco. Había, por otra parte, más de un dato que hacía indiscutible la paternidad de Canogar en el alumbramiento de las nuevas criaturas: la solidez estructural de la composición, la seguridad del trazo, la serenidad expositiva de un contenido vibrante y, sobre todo, la ausencia de elementos ajenos al arte pictórico tan característicos de la pintura-testimonio y en general de todo neo-expresionismo. Invitados a elegir una nota distintiva de Canogar en el panorama de su generación, poco dudaríamos en resaltar su fidelidad al noble arte de la pintura. Nunca hubo en su quehacer telas desgarradas ni costuras de alambre que inserten en la faz de la pintura el escombro, el material de derribo, ni colas que agreguen a la composición imaginaria el objeto cotidiano (aquel universo en declive donde las colonias de planetas ruedan por las playas con los objetos abandonados). Vano y pretencioso sería intentar ahora el análisis aquilatado de los medios expresivos y, más aún, poner en duda la validez o el alcance de aquellos procedimientos meta-pictóricos instaurados en la estética contemporánea merced a la investigación y al oficio de insignes maestros. Queremos, tan sólo, distinguir una virtud singularísima de Rafael Canogar: su firme negativa al uso de elementos extraños al arte de pintar, en el proceso elaborador de una obra, como la suya, plena de lucidez investigadora, de afán renovador, de signo vanguardista, desarrollada, además, en las fronteras de una corriente (el arte-testimonio) tan propicia a la inserción de materiales extrapictóricos. Atento Canogar a la pluralidad manifestativa, a la polisemántica del mundo contemporáneo y dotado, al propio tiempo, de una minuciosa exactitud para traducir el bagaje multiforme y confuso de la manifestación vital en pura, en unívoca expresión pictórica. Su dicción testimonial arranca de la fotografía, de la prensa ilustrada, del documento publicitario... y, sin embargo, ni la estampa fotográfica, ni el recorte de periódico ni el cartel aparecerán como tales en la obra de Canogar; será su pulcra traducción pictórica, elevada a arquetipo, la que suscite en los ojos del contemplador la plenitud de un espectáculo ejemplar.

A la hora de enjuiciar la labor del artista toledano, se hace imprescindible la mención de aquellas actitudes extremas en la plasmación de la pintura-testimonio: el neo-dadaismo y el pop-art. Entiéndase que ambas corrientes son citadas de forma negativa en su referencia a la pintura de Canogar. Es, sin duda, el neo-dadaismo el gesto más exarcebado, casi insultante, en la instauración del objeto cotidiano junto al rasgo grotesco, como símbolo y para burla de una sociedad en decadencia. El neo-dadaismo es grito iconoclasta que poco tiene que ver con el diáfano vehículo expresivo de Canogar y menos con su propósito de convertir el testimonio en paradigma. En cuanto al pop-art difícil sería aceptar o desmentir de forma abierta la cuantiosa literatura que acompañó su nacimiento y la crítica contradictoria que ha suscitado su desarrollo. De nuestra parte osamos agregar dos matices, aptos tal vez para un nuevo planteamiento y tal vez suficientes para eximir de la ejecutoria-pop la dicción ejemplificadora de Canogar: El pop-art es testimonio de testimonio; el pop-art es testimonio para el futuro, mera amplificación en el presente. Se nos dirá que todo testimonio lo es, a su vez, de otro, cuya gradual concatenación nos llevaría a la manifestación primigenia de la vida como inicial documento. Lo que nosotros queremos sugerir es, pese a todo, que la semántica del pop-art, cualitativamente considerada, se limita a transcribir con total exactitud un testimonio visual, que ha sido elaborado por la sociedad misma, con mayor o menor profusión de signos, conocidos de sobra por el ciudadano que los contemplare: la estampa fotográfica, el slogan publicitario, la noticia sensacionalista... El artista pop no hace más que amplificar estos símbolos para suscitar en el ciudadano contemplador la congoja de verse oprimido por una muralla de semáforos que orientan, a la par que controlan su tránsito por plazas y avenidas. No negamos la importancia de este testimonio amplificado; cedemos, tan sólo, a la sociología el estudio de sus consecuencias. ¿Qué aportación expresiva ha supuesto el pop-art? Una mera transcripción cuantitativa de relevancia nula en la frontera semántica. ¿Puede acaso darse una nueva significación cuando son cualitativamente iguales el significante y el significado? La fuerza testimonial del pop-art, contemplado su mensaje a la luz de aquello que en el campo de las artes es estricta expresión, se limita a proyectar agigantados los signos visuales de una sociedad dada y de su tiempo (viene a ser, en suma, el símbolo de un símbolo). En modo alguno es relevante para la sensibilidad coetánea un documento tal, desprovisto de significación cualitativa y exento casi por completo de aliento creador. Puede, en cambio, su pervivencia entrañar un testimonio gráfico de indiscutible valor histórico en la conciencia de futuras generaciones: no se produciría en tal caso la identidad entre el significado y el significante; el símbolo ya no lo sería de otro símbolo, sino de una realidad histórica periclitada cuyo horizonte semántico, desaparecido el signo que lo motivó, quedaría impreso en la gráfica gigante del pop-art.

El testimonio de Canogar se halla pleno de significación directamente alusiva a lo coetáneo, al presente en curso, porque en su documento el significante no es la identidad, es el paradigma del significado. Análogas a las del pop-art son sus fuentes de inspiración: el imperio de la publicidad en su alcance más amplio. Por sus lienzos discurre todo el anecdotario de la gran revista ilustrada con su policromía pegajosa y su mortal sensacionalismo: la colisión automovilista, el héroe del domingo, la marca que se batiera en aquella olimpíada, el asesinato y la glorificación del presidente Kennedy, la gesta del astronauta, el gol de la victoria... Así es la materia (caótica, estridente, inorgánica) que se ofrece a los ojos del artista; cometido del artista es dotar de una forma congruente a este caos delirante de la manifestación vital. Obsérvese que el caos manifestativo (sea su cauce el genuino de la vida o los grandes canales de la información controlada) es idéntico en los ojos de Canogar y en los de un ciudadano consciente. No así la facultad ordenadora (la forma). Ella no procede de la manifestación objetiva, es don subjetivo de Canogar (forma a priori de su sensibilidad, acrecida, decantada, incorporada a su pulso por la asidua indagación, por la práctica incesante). En este choque de la materia disgregada por el estadillo vital y la forma unificadora se inicia el proceso creador cuyo último resultado no será, como en el caso del pop-art, la mera amplificación de un símbolo preexistente, sino la integración de un contenido múltiple en un solo símbolo ejemplar: la plasmación del testimonio en el espejo del paradigma. Nadie tache de sorprendente aquella aventura romana de Canogar (multiplicada dos años después la audacia en la galería madrileña de Juana Mordó). El fuego de la génesis abstracta ha sido ahora simplemente suplido por la imagen simbólica del tiempo presente. La conformación, sin embargo, del nuevo contenido obedece al mismo pulso fidelísimo, inconfundible como la propia firma de Rafael Canogar. Plenos de ciencia ordenadora sus pinceles van consumando el arquetipo de una composición aleccionadora a tenor de dos directrices: unas veces el documento gráfico se desarrolla en tenso contrapunto con el vacío espacial uniforme y monocromo (como solía acaecer en sus creaciones abstractas suspendidas en el equilibrio de elementos dinámicos de cromática alternancia y el plano inmóvil de tonalidad única); en otros lienzos la composición es episódica a la par que unitaria, merced a una originalísima ley de simultaneidad: distintas fases y gestos diversos de una misma acción, como episodios de un relato único, palpitan simultáneamente hasta exprimir un símbolo integral. Y, al lado de esta sutil arquitectura, la explosión del color. El blanco y el negro, tenazmente adheridos a la paleta de Canogar, mantienen su rango de base cromática sin impedir, por ello, la paulatina invasión de dos gamas que apenas se tocan para provocar su divergencia, como dos escalas musicales que sustentaran un radiante contrapunto: azul-verde-gris-amarillo; amarillo-ocresiena-rojo. A veces un mismo lienzo participa de ambas escalas, pero en general se hace excluyente el empleo de una u otra. No dejaremos de anotar una rara y grata sensación de eclecticismo producida (al menos en nuestros ojos) por la armonía alternante de estas dos gamas. Como si en ellas se contuviera la síntesis de toda la evolución abstraccionista, la escala azul-verde-gris-amarillo suscitó de golpe en nuestra sensibilidad los nombres de Marchand, Beaudín, Tal-Coat, Vedova, Afro..., y la semblanza de Schumacher, Bissier, Jorn, Santomaso, Nicholson... surgió al conjuro de la escala amarillo-ocre-siena-rojo Era, sin embargo, otro el nombre que, ante la depuración colorista de Canogar, sobresalía con mayor prestancia: Willen De Kooning. La significación cromática de Canogar, siendo otra su gama y distinto el símbolo perseguido, nos sugiere un acercamiento a la paleta laboriosa de De Kooning. Dos años empleó este genial artesano de Rotterdam en la realización de su inmortal Mujer 1, símbolo para él definitivo del color-testimonio. Dos años de actividad violenta modelaron la tortura de la carne; lo que pretendía simbolizar De Kooning en la expresión del cuerpo femenino era el testimonio de la carne, y sólo la rabiosa tenacidad en la transfiguración febril de la materia pudo alumbrar ese paradigma cromático en carne viva: el rosa De Kooning. No es, en el caso de Canogar, un solo color el paradigma cromático de su testimonio; es una tonalidad que osaríamos bautizar con el nombre mancha de rotativa. Si alcanzó el arquetipo testimonial del dato vivo, arrancado simbólicamente de las páginas de la gran publicación ilustrada, de esas mismas páginas había de surgir el complemento cromático. Ignoramos cuál fuera el procedimiento elaborador en la sabia paleta de Canogar, pero damos fe y testimonio de que su pintura rezuma el premigenio olor a tinta fresca de imprenta y posee brillo y satinado de linotipia.

He aquí el gran teatro del mundo: Una procesión silenciosa avanza por los blancos muros de esta sala, una multitud alucinante convertida en muro o, tal vez, en sombra recién fusilada sobre el muro. Siluetas, apenas siluetas a punto de generarse en la superficie del muro, destacándose tímidas y sin acabar de desprenderse del muro, suicidándose a veces de norte a sur del muro, plegándose y desplegándose en la incidencia, en los ángulos, en la arista del muro. No es una procesión, es una pesadilla proyectada en la cal deslumbrante de esta sala, gobernada, detenida, petrificada por el silencio. El silencio se ha hecho sólido como de escayola y hay hombres de escayola que van a emitir un gesto también de escayola con el silencio húmedo y hueco de la escayola. Ni siquiera hombres, sólo ademanes diseminados en la escayola, ademanes sin propietario, zapatos que ayer tenían propietario y hoy se limitan a sostener el esperpento arrogante de un hombre sin cabeza que se atreve a dar un paso al frente, chaquetas sin propietario, mangas de chaqueta sin propietario. Un paso al frente. Vean aquella multitud de despojos humanos. Se encamina al alba, a la risueña luz del amanecer, para chocar de pronto con la superficie hiriente de la cal blanca e hiriente. Al frente de la reivindicación camina aquel silencioso grupo de operarios que ha hecho la huelga. No son operarios, fragmentos apenas de puños seccionados, de dedos seccionados por un armonioso cataclismo regido por el silencio. No hay matices. Aquí todo es blanco como el silencio, negro como el silencio. Chaquetas negras, zapatos negros, pantalones negros, horizontes negros como el silencio que precede a la nada. Y una luz blanca como la escayola, con la cal muerta de estos muros, puños blancos de escayola, dedos de escayola, suelos blancos, pedestales de ladrillos blancos y huecos como la escayola. Un relámpago azul y verde ilumina el frontispicio de la cal silenciosa. Es un azul demasiado intenso (azul mahón) inútil, absolutamente inútil para anunciar la primavera. No es tampoco el verde que profetiza la esperanza, es un verde pleno de recelos, un verde de amaneceres en descomposición, el verde que acompaña al cólera. Hay también un rosa, no aquel rosa perfumado que regalaban a las rosas los poetas amigos de las rosas. Es un rosa depauperado, rosa de gruesa ropa interior adquirida en las rebajas, rosa de grandes rebajas pos-balance, impreso en la camiseta de aquel operario que inició la huelga sobre la cal blanca y dolorosa de esta sala. ¿De dónde viene esta multitud? ¿Qué representan los blancos muros de esta sala? Esta multitud viene de la noble denuncia emitida por Canogar y esta sala es la galería Juana Mordó, donde Canogar ha expuesto la configuración plástica de un grito que clama al cielo.



Fueron escritas estas notas cuando la retina aún mantenía viva la imagen de esta reciente y deslumbrante exposición de Canogar. Como las escribí las reproduzco sin quitar ni añadir un ápice. No es ésta, sin duda, la senda recta de la crítica, pero de ella hemos de servirnos para citar siquiera el contenido asombroso de esta muestra, tal como se refleja en los ojos despiertos del contemplador. El cuadro de exposición solía enmarcar un contenido único que, enlazado en el contexto de las otras obras exhibidas, proclamaba o desmentía su coherencia y también su vinculación o desarraigo estilístico. Mal puede enmarcarse cada una de las obras expuestas para Canogar, dada su conformación tridimensional y su irregular disposición locativa; se ha sumado el relieve escultórico a la pintura, al dibujo el modelado, y el problema de la luz es resuelto por la propia luz natural sobre el contraste del blanco y del negro fundamentales, que rara vez aceptan la presencia (de intención poco halagüeña) del verde, del azul, del rosa y la veladura de un gris vaporoso. Retorna Canogar a su gama predilecta, en ocasión a todas luces oportuna: el humano (mejor inhumano) espectáculo denunciado en este vibrante testimonio no parece indicar colores más afines que los del luto más riguroso. No debe omitirse, en la brevedad del comentario, el minucioso estudio y la solución magistral que Canogar nos ofrece del escorzo: maderas planas y divergentes concentran la intensidad visual, de arriba abajo, hasta el cuerpo de volumen real, oprimido en el plano horizontal o inclinado. Pero de todos los hallazgos debidos a la facultad manifestativa de Canogar, ninguno tan luminoso como la continuidad panorámica de la representación. La sala se convierte en escenario inmenso, en circo recién iluminado, y es por sus muros (integrados siempre en el acontecer de la obra y, a veces, indispensables para su congruencia visual) por donde el espectáculo se derrama con tal fuerza cinética que sólo una atención esmerada por parte del espectador puede detener. Esta fue una de las razones (la otra era motivada por la promiscuidad multiforme del contenido) que nos aconsejaron el procedimiento cinético de expresión narrativa instantánea, como prológo al somero comentario de esta inolvidable exposición de Rafael Canogar.

La entrañable concatenación entre la exposición de Roma y la de Madrid, y el vínculo real que enlaza el testimonio con el compromiso exigían un prólogo holgado en el que orígenes y motivaciones, suficientemente aquilatados, señalaran la senda inevitable de la evolución. Fuimos, quizá, profusos en la introducción y hemos ahora de ser parcos en el comentario de aquel concepto suscitado por la última exposición de Canogar: el arte de compromiso. Dijimos que compromiso era noble actitud política, sin que al adjetivo (noble) pueda atribuírsele sentido metafórico ni privar al sustantivo (acción política) de alcance rotundamente universal. El hombre en cuanto hombre, según la doctrina tradicional, es ya un ser político; su patria verdadera no puede tener fronteras más universales que la propia humanidad (se da en todos los hombres un vínculo natural de fraternidad). Si el artista es capaz de elevar imparcialmente el testimonio a paradigma ¿no ha de ser capaz de expresar la denuncia de aquello que daña a la polis, o que relaja el vínculo de la fraternidad humana? Sólo podrá manifestar un fenómeno universal aquél que posea el don de un lenguaje universal. ¿Quién como el artista, experto en la plasmación de símbolos universales, podría manifestar la demanda de aquella justicia a la que el hombre, en cuanto hombre, es acreedor? Rafael Canogar supo hacer símbolo de aquel caos manifestativo, emanado de la vida misma y reflejado en su conciencia. Y cuando el caos ha trascendido lo que es pura manifestación visual, para instalarse en zonas lesivas a la dignidad del hombre, ha sabido afirmar más todavía su conciencia, clarificar aún más su voz y elevar a ejemplo, a lenguaje universal, la denuncia de la injusticia, del atropello. Es en esa procesión silenciosa, en esa pesadilla alucinante de hombres petrificados, convertidos en escayola, en puro vacío, donde resplandece el paradigma, (aquel radiante espejo donde podía el hombre descubrir sus lacras, ennoblecer su frente, renovar su andadura, perseguir su destino...).

NUEVA FORMA - 01/07/1968

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