BARTOLOME Esteban Muri lO murió, hace ahora trescientos años, con los pinceles en la mano. La crónica de nuestro tiempo diría que falleció víctima de accidente laboral si se tiene en cuenta que la muerte le sobrevino, el 3 de abril de 1682, al caerse de lo alto del andamio en que se hallaba pintando el retablo mayor de los Capuchinos, de Cádiz. Y en verdad que no cuadra mal a nuestro buen artista, por su propio afinamiento en el suelo de la costumbre, un final tan triste y habitualmente acorde con el paso y el peso de los trabajos y los días, más acá o más allá de lo que luego queda a merced del juicio teórico, de la reconsideración crítica y de la controversia histórica.
Pocos artistas han sido objeto de estimación tan contradictoria, a favor de los años, como Murillo. Ley de historia es que el gusto de la época exalte o relegue valores y honores de épocas precedentes, sumiso su conjunto al dictado, periódico e inexorable de la revisión. En el caso de nuestro buen pintor se ha llegado se llega por uno u otro lado al colmo de la desmesura. Como de la noche al día, se vino a reincidir en su reconocimiento o en su desdén a lo largo de épocas sucesivas, sin que de semejante y tan contumaz tornasol se vea excluida la nuestra. Vale decir, con Gaya Nuño, que la suya es «la descarriada crónica de una pintura en cuya evaluación se han dado cita todas las exageraciones posibles e imposibles».
No, no es de hoy la controversia. Su historia tiene historia. «La violenta gráfica -agrega el autor sobredicho- del ascenso y descenso en la nombradía de Murillo, con otro viraje postrero de intento valorizador, ofrece su mejor índice en la bibliografía al artista dedicada, tanto se cifrase en monografías como en obras generales». Estamos de acuerdo en ello así como en la preferencia de éstas («normalmente más objetivas y niveladas») sobre aquéllas («tan proclives al panegírico»). Desde la primera biografía de Murillo, escrita por el germano, Joadun ven Sandrart, en 1683, hasta el último y luminoso estudio de Diego »regulo, dijérase cae la historia de su historia nos ha llegadlo repartida entre devotos y detractores.
Hay algo, sin embargo, en que unos y otros llegan al acuerdo: la condición popular del pintor sevillano, acogida por la gente llana como cosa muy suya entre el más lisonjero y suyo de los colores. «¡Tanto puede la lisonja del colorido para granjear el aura popular!» dejó de Murillo certeramente dicho Antonio Palomino en 1724. Torpe en verdad, y negado ha de ser quien no conozca a Murillo e incluso el que, al margen de ciencia o doctrina, no reconozca sus cuadros entre oirás de otros maestros: que gentes del pueblo son las suyas, y de afable devoción popular (como afable era él) sus semblanzas «La amabilidad de Bartolomé Esteban Murillo -corrobora Ceán Bermúdez, en 1800- convenía perfectamente con la dulzura y estilo de sus pinturas.»
Rayana en el milagro se le antoja a uno la maña que se da Murillo en concelebrar el milagro teológico con los tipos de la barriada. Describiendo el cuadro en que Moisés saca milagrosamente el agua de la roca, se admira Ponz, en 1776, de cómo allí «se ve todo género de expresiones, las más propias que puedan imaginarse, entre ellas, un muchacho que se va a arrojar de la yegua donde está montado; una mujer que, al parecer, después de saciada su sed, da de beber a un hijo, y otro llorando amargamente porque se le retarda este consuela..». Allí, en fin, donde otros artistas (los más) dieron rienda a la magnificación taumatúrgica, descubre nuestro Murillo su efecto benefactor entre la buena gente y en su propio medio o costumbre.
Y los niños. «Parece haberlos estudiado con peculiar afecto --apuntaba en 1848 Stirting-Maxwell-, tomando nota de sus maneras y de sus gracias en los inconscientes modelos tan abundantemente suministrados por la jocunda pobreza de Andalucía.» Milagroso se le hace igualmente a este auto cómo Murillo halló en los muchachos de brillantes ojos negros los tipos extremados, «más apropiados para sus cuadros que los pálidos infantes e infantas que absorbieran el cuidadoso lápiz de Velázquez». Contraste cabal entre el jubón, calzas de terciopelo, guarniciones de raso y atavíos de la Corte..., y los pintorescos harapos de la plaza del mercado. Lo más relevante del caso es, para la conciencia de Stirling-Maxwell, que estos apuntes de la vida normal son trabajados y destinados por Murillo a sus pinturas religiosas.
Nunca como en Murillo se nos dieron tan cercanos el cielo y la tierra, ni la alegoría a lo divino corrió pareja tan feliz como la estampa a lo humano. El milagro de Murillo radica, a juicio de Ch. Elan, en hacer esencial e inmediatamente compatible lo real y lo ideal, lo de Dios y lo del hombre. «El arte de Murillo -escribe, mediado el siglo pasado- lo abarca todo: la extrema realidad en su forma más grosera a la vez que más pintoresca, y lo imaginativo en su más dulce expresión. Con Murillo por guía, pasamos revista a la creación entera y recorremos el Universo, no solamente como Dios lo hizo, sino como lo han hecho los hombres» (lo que de hecho viene a coincidir con lo afirmado por Ch. B. Curtis por entonces, ante el dilema, tan propio de aquellos días, entras Velázquez y Murillo: «aquél trabajó para críticos y artistas, éste para el género humano»).
El proverbial dilema Velázquez-Murillo encontró su reverso en la no menos proverbial confluencia Murillo-Rafael, salpicado de tales cuales distingos que terminan por subrayar la cualidad del pintor andaluz en parecidos términos a ya precisados . A finales del XIX, Pedro de Madrazo descubre en Rafael y Murillo “dos almas gemelas”, sin que alguno de los
dos resulte desfavorecido por tan intima fraternidad. Ambos trajeron al mundo una causa misma, «aunque cada uno recibiese al nacer los medios más adecuados para sustentarla: la misión de convencer acerca de la divinidad del culto a generaciones que pensaban y sentían de modo distinto.
Rafael nació, de acuerdo con Madrazo, para hacer sentir con formas ideales la grandiosa epopeya del Evangelio. Murillo nace para inculcar con formas de la vida real, hasta cierto punto vulgares, aquella devoción tierna y afectuosa con que aún responden el corazón y la imaginación después de quebrantado en la razón el convencimiento. «Rafael sirvió al catolicismo sacando la verdad a la idealidad; Murillo coopera a su triunfo posponiendo el idealismo clásico a la verdad, a la realidad, al naturalismo. Rafael había sido el pintor del Evangelio: Murillo era el pintor de la sagrada leyenda.» Leyenda que, por suya, incluirá. a quien la hizo entre el fervor popular, a tenor de lo que, aludiendo a sus «Inmaculadas, comentara en 1914 Elías Termo: «Murillo, cualesquiera que sean las severidades de la critica, tendrá un público inmenso, pues serán eternas cómplices de su gloria todas las madres. »
Pintor del pueblo, del sentir del pueblo (en aquella singular acepción que el romanticismo ademán había luego de conferir al término): traductor, entre galas celestiales, del corazón de la barriada.. Bartolomé Estaban Murillo «no tuvo nunca sino un propósito -escobe Guinard-J. Batidle en su «Historia de la pintura española, 1950 interpretar lo que su casa, calle, su ciudad le ofrezcan como modelos, pero los tradujo como pintor y no como ideólogo.» Del todo acorde viene a ser, en este mismo sentido, el juicio de Diego Angulo: «Manteniéndose dentro de la tradición de la tierra, la de un Zurbarán, imagina estos temas en, un escenario más humano y sencillo, introduciendo pormenores y escenas secundarias tomadas de la vida cotidiana, a las que a veces concede gran amplitud».
La ocasión del tercer centenario de su muerte me ha aconsejado espigar en torno a un punto de coincidencia a las otras mil veleidades de la crítica) un puñado, de opiniones difundidas a lo largo de trescientos años. Grandeza y fallo de Murillo tal vez estriben (como sagazmente
apunta Lafuente Ferrari) en su propia popularidad, en el servicio a una sensibilidad extensa y difusa. ¿Su estimación desde una perspectiva,digamos, de vanguardia?
La actual exaltación del barroco en general y la particular valoración del arte-testimonio otorgan a Murillo plaza de vecindad y encomio de llaneza, era el más puro sentir cervantino y en la más noble aceptación andaluza, pudiendo concluir con Stirlig-Maxwell: “En Andalucía, Murillo tiene un lugar en el afecto del pueblo poco inferior al de Cervantes”.
ABC - 03/04/1982
Ir
a SantiagoAmon.net
Volver
|