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Nueva York: ¿la meca del arte contemporáneo?

Es opinión común que hasta, fecha no lejana (ni precisada tampoco con algún rigor) fue París tribuna, emporio y refrendo oficial del arte de nuestro tiempo, cediendo a Nueva York tales prerrogativas a contar de cierto día (igualmente impreciso). ¿Merece hoy la cosmópolis americana ser tenida por la Meca del arte? Recién llegado de "allí" (extienda el lector la circunstancia de lugar a otros nombres aledaños como Washington, Merion, Filadelfia...). se me hace obligado abundar en el cariz, afirmativo, de la respuesta, por partida doble: en atención tanto al estricto carácter de "historicidad", como al dato más acusado de "actualidad"; a la cuantía y calidad de lo que allí se guarda y al sentido u oportunidad de lo que se hace.

¿Cómo es posible —se pregunta el visitante, por lo que al primer aspecto concierne—, que bajo las bóvedas de los museos públicos, en el arca de las colecciones privadas o en el aula y el «campus» de tantas y tantas fundaciones americanas (valga por todas la del fallecido Mr. Barnes), se custodie y exhiba lo más y mejor de la obra de Cézanne, de Matisse, de Picasso...? ¿Pura y simple cuestión crematística? ¿Opulencia? ¿Imperialismo? Ingenua y vana parece en este caso la extensión o la sola complacencia del tópico. Es o fue, ante todo, cuestión de congruencia histórica, de fino olfato y aguda atención al suceso de la cultura en general y al particular discurso del arte contemporáneo en el tiempo de su primera y más granada floración; atinado propósito, si se quiere, de hacer suyo lo ajeno, a favor de ajena e inexplicable indiferencia, cuando Cézanne, por ejemplo, moría en su retiro de Aix-en-Provence, ante la incomprensión de los suyos.

¿De qué tiempo data, realmente, la decadencia de París o la paulatina cesión a Nueva York del terreno beligerante en aquello de orientar el arte nuevo y congregar a las huestes de la vanguardia? Suele la opinión común (dentro de la impresión ya comentada) , referir el suceso a la década de los cuarenta, a la violenta y feliz irrupción de la «Escuela del Pacífico», y a los nombres propios de Pollock, Kline, De Kooning... ¡Pueril condescendencia y optimismo engañoso! Tendríamos que remontarnos al año 1913, para asistir al risueño espectáculo dadaísta, desplegado por Duchamp, por Picabia, por Man Ray, en la macrópolis norteamericana y definitivamente aclimatado al mundo de sus calles y avenidas, no sin antes dar cuenta y pormenor de que todo ello ocurría con tres holgados años de antelación a la constitución «oficial» de Dada, en la ciudad de Viena (de atender a la letra chica y a la mala memoria de texto y manuales.

¡Lo más y mejor de Cézanne y Matisse, y no poco de lo más representativo de Picasso, a repartir entre Nueva York y Washington, por no decir selectivamente congregado en esa bella mansión ajardinada, sita en el poblado de Merion y universalmente conocida y citada con el nombre de “Fundación Barnes”! ¿Cómo o en qué ocasión llegaron hasta allí tantas y tan ejemplares creaciones de tan grandes maestros? Merced al talento previsor, al fino olfato de Mr. Barnes y merced también al desafecto de Francia (cuécense habas en todas partes y de todas partes emigran talentos y vuelan obras magistrales), hacia sus dos pintores más eminentes. Porque es de saberse que Mr. Barnes hizo suyo el legado de Cézanne poco tiempo después de su muerte, acaecida ante la indiferencia de sus compatriotas, como luego haría suya la obra, la amistad y la convivencia misma de un Matisse desdeñado en su patria, o buena parte de las picassianas épocas “azul” y “rosa” (otra buena parte se fue a Rusia), más tales cuales y certeras muestras de la incipiente aventura cubista, alumbrada en suelo parisiense y no siempre entendida o estimada por los habitantes de la ciudad del Sena.

Los nombres de Cézanne y Matisse, más su mutua y muy particular relación con el de Picasso, darían pie y argumento a un amplio comentarlo acerca de la exigua atención que Francia tuvo a bien prestar a sus dos artistas más universales, ejemplarmente contrastada por la clarividente oportunidad histórica con que ambos eran avizorados al otro lado del Atlántico. Harto sintomático resulta hoy comprobar que hasta 1970, no se dignara el país vecino celebrar una exposición antológica de Matisse, cumpliendo a Cézanne tres años más de espera para merecer tal honor.

TIEMPO DE PRORROGA

Dijérase que los franceses hubieran trocado de buen grado el fulgor de su arte moderno y la nómina misma de sus artistas por saber a Pablo Ruiz Picasso nacido en el corazón de la Galia, o, al menos, incorporado a su nacionalidad. Ni la coherencia del quehacer de Picasso con el desarrollo cultural y artístico del país vecino, donde, por otra parte, transcurrió la casi totalidad de su vida, ni la adopción gustosamente regalada por Francia al impenitente español, ni el haber abierto solemnemente las puertas del Louvre en vida del artista y para honor de su obra (caso único en la historia del museo y en la historia de Francia), ni aquella consideración “francés ilustre” por su cuenta y riesgo, le asignara a diario Jean Cocteau, ni otros mil estímulos y solicitudes, lograron modificar, pese a tanto empeño y devoción tan rendida, la condición civil de Picasso, quien, en el documento acreditativo de su legado al pueblo barcelonés, escribía para asombro de unos, indignación de otros y contento de no pocos: «Yo, Pablo Picasso, de nacionalidad española y vecino de Mougins (...), otorgo donación a la ciudad de Barcelona y en su; representación al Ayuntamiento de la misma».

Vale decir, además, que esta motivación reverencial en pro de un artista ajeno, con inicuo desdén hacia loa mejores de los suyos, se daba muy tardíamente o en «tiempo de prórroga», cuando Picasso pertenecía ya más a la leyenda que a la historia del arte y cuando, al margen de presuntas prerrogativas y homenajes casi póstumos, quedaba constancia mayoritaria de su actividad verazmente creadora en los museos americanos. Consecuencia o no de estas razones, es lo cierto que Matisse, uno de los espíritus más estrictamente creadores en el cómputo de la estética contemporánea y de otras edades ya idas, ha padecido más que ningún otro (o tanto como Cézanne), la incomprensión de sus compatriotas, al tiempo que merecía (no menos que Cézanne), la oportuna atención del otro lado del Océano. ¿Se abrieron acaso para ambos (ni aún después de muertos), las puertas del Louvre? No. Hubieron de transcurrir dieciséis años tras la muerte del primero y más de sesenta tras la del otro, para que París se dignara dedicarles una exposición simplemente antológica.

John Russel, comentando el caso concreto de Matisse, ha escrito: «Una de las mayores paradojas a lo largo de la carrera de Matisse se cifra en el hecho de que este artista, esencialmente francés, haya sido sistemáticamente desconocido o subestimado en su propio país. Nunca han comprendido los franceses a Matisse ni han sido capaces de decir acerca de él algo relevante, ni siquiera han sabido comprar sus obras. Los grandes clientes de Matisse fueron americanos, rusos y escandinavos, y los textos más importantes se han escrito en Norteamérica». El acento agudo del texto no deja de incluir mucho de la verdad. Buena prueba de ello es que la revista parisiense «Chroniques de l'Art vivant», como saliendo al paso de las duras palabras de Russel, publicadas en el «The Sunday Times» , se limitara tímidamente a insinuar que la mencionada exposición antológica era una muestra de reconocimiento (¡a buenas horas!), de Francia hacia la obra de Matisse.

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/07/1975

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