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BILBAO TENTACULAR





Bilbao, ademán tentacular desde el mar a la pradera. Así iniciábamos, hace ya más de tres años, el tímido proyecto de trazar un esquema semántico en torno a la contextura, al lenguaje arquitectural de la gran urbe vasca. Guiados sólo por la intuición, o alentados por la raíz genuina de nuestro nacimiento en suelo bilbaíno, o inducidos, tal vez, por la remembranza proustíana de la primera luz, de la conciencia primigenia, hemos vuelto una y otra vez a contemplar el mapa de la capital de Vizcaya, traducido en nuestra memoria afectiva (capaz de retener una fracción viva del tiempo ido) a manera de ademán tentacular entre el mar y el campo abierto No se nos diga que la imagen de una urdimbre tentacular aflora, en general y de forma inmediata, de cualquier plano o mapa urbano. Su imagen habitual es otra, más afín a la del corazón y su flujo y reflujo por la red arterial, desde el centro a las afueras, que a la de un ademán de presa, sólido y tenaz, mar afuera y tierra adentro. Si dos notas distinguen peculiarmente la trama lingüística de la ciudad de Bilbao, ellas son, a las claras, la de solidez y la de distensión, representadas ambas y fundidas, bajo el trazo más elemental del mapa urbano, en el signo de un poderoso e implacable gesto tentacular que acapara y vigoriza el discurso de la vida.

¿Dónde empieza Bilbao? ¿Dónde concluye? La ruta natural a Bilbao, la más acorde con el engranaje singularísimo de su introducción geográfica, viene dictada por la senda del ferrocarril. (No deja, al respecto, de ser reveladora la constancia, ya en el pasado siglo, de once líneas ferroviarias, abiertas a la circulación en general, y otras cinco, específicamente mineras, abocadas todas a un destino común: Bilbao). Los Caminos de Hierro del Norte de España son aquí como ríos que, obedientes al verso manriqueño, van a dar a la mar del morir (los trenes, en puro lenguaje ferroviario, no concluyen, mueren). Apenas ha dejado de contemplar tierra alavesa (allá, por Llodio), introducido apenas en suelo vizcaíno, presiente el viajero la inminencia de una gran ciudad cuyo anuncio paulatino se agiganta y resplandece sin solución de continuidad (como la génesis de un inmenso tentáculo) hasta hacer del todo natural, evidente, necesaria, la presencia embargan le, el término urbano de Bilbao. Tras creciente e ininterrumpida premonición, llega el tren a Bilbao, a las casas de Bilbao, a sus estaciones, alzadas entre las casas, como casas, sumisas a la misma y razonabilísima escala de las casas bilbaínas, y no ajenas a una risueña profecía prefuturista o himno desenfadado (tal escribíamos recientemente, a propósito de la estación del Ferrocarril de Santander, proyectada, con el siglo, por Severino Achúcarro) al advenimiento de una nueva concepción arquitectónica en la que el ornamento suntuario abandona el incienso catedralicio y se baña en el humo de las locomotoras.

Llega el viajero a Bilbao desde la meseta, y no cesa allí su travesía. Bilbao prosigue sin solución de continuidad, prosigue el gigantesco tentáculo a favor de la corriente, Nervión abajo, hasta las puertas del océano. Ribera diestra e izquierda reflejan, en el curso del agua, el. contrapunto incesante, como tensión de opuestos, de dos formas harto diferenciadas del vivir (cuyo significado será decisivo a la hora de pergeñar el esquema semántico de la ciudad), más allá del Puente Colgante, en la arista del último dique, opuesto al ímpetu del Cantábrico. Lejos de nuestro ánimo, todo decir metafórico que pueda exceder el mero carácter explicativo de nuestro empeño. La voz mas entrañada en el proceso urbanístico de la capital de Vizcaya, es sin duda alguna el ensanche. La historiografía cita una Generación del Ensanche (de ascendencia finisecular y nombres insignes, como los de Achúcarro, Anduíza, Epalza...), el archivo conserva CIEN proyectos de ensanche, la ordenación urbana circunscribe una extensa zona, bautizada con tan significativo vocablo; y en la práctica conoce una actividad sin freno que, casi desde la fundación misma de la Villa, viene respondiendo, día a día, a dicha denominación. Bilbao es el ensanche, la distensión perpetua, el gigantesco tentáculo que, desde su premonición fronteriza, (allá por Llodio) sigue y sigue, penetra, acapara, vigoriza el suelo hasta el umbral de los mares. Habíamos de remontarnos al anteproyecto histórico de quien fundó la Villa y luego reparar en el símbolo antonomásico de la ciudad (el Puente Colgante), significativamente alzado allende el municipio, para cifrar en el lugar y en el tiempo, la titánica expansión, el esfuerzo, el ensanche del Bilbao tentacular.

¿Responde el mapa tentacular de Bilbao, como estricto significante, a la objetividad de un significado poco menos que evidente? Con toda intención hemos elegido la faz del mapa urbano, a manera de aproximación primera al esquema semántico de la ciudad, porque en él se fundamenta, histórica y conceptualmente, el primer propósito de traducir al lenguaje gráfico el discurso vivo de la urbe. Roland Barthes ha descubierto sagazmente en la antigua Grecia, la transcripción lingüística de la convivencia urbana en los términos científicos de la cartografía: un mapamundi de Herodoto, realizado gráficamente, está constituido como lenguaje, como una frase, como un poema sobre opuestos.. La pauta dialéctica, o síntesis de opuestos, es, por lo demás, común a toda la cartografía de la antigüedad helena. Barthes no deja de reconocerlo, aunque no nos parezca particularmente exacta la paternidad que él quiere asignar a Anaximandro, de un concepto esencialmente heraclitiano. Creemos que fue Heráclito de Efeso quien trazó la primera concepción dialéctica de la realidad, quien justificó el eterno fluir de la vida en la tensión u oposición de los contrarios y quien dejó literalmente escrito: la lucha o conflicto es el padre de todas las cosas...;el conflicto es comunidad y la discordia regulación. Aún recurriríamos, por avalar nuestra opinión, a la del padre de la dialéctica, Jorge F. Hegel, de cuya genuina y lógica admiración brotó esta frase, espontánea, lacónica, y no exenta de ironía: Heráclito ha sido el primer filósofo verdaderamente "hegeliano".. (Aunque incidental, se nos ocurre oportuna esta puntualización, porque, más adelante, ha de sernos harto útil, en el análisis semántico de nuestra ciudad, el tema de un lenguaje fundado en la tensión de los opuestos). Y, pasando ahora, con Barthes, del espacio geográfico, en general, al espacio urbano propiamente dicho, hemos de reconocer, con él, que la noción de "isonomía", forjada para la Atenas del siglo VI por un hombre como Clistenes, es una concepción verdaderamente estructural, y agregar, por nuestra cuenta, el carácter significativo en ella implícito, capaz de conferir a la estructura urbana y a su representación gráfica, un planteamiento semántico.

La exacta correlación entre la ciudad y el mapa decidiría la posibilidad de una primera aproximación semántica, la trama misma de un lenguaje natural y su adecuado transporte gráfico. (Siendo el mapa verdadero lenguaje que, lejos de ajustarse al arbitrio de un código preestablecido, traduce verazmente la realidad urbana, huelga advertir que ésta, de algún modo, también es lenguaje). Si el mapa de Bilbao fuera, en efecto, el significante estricto (no la sinonimia) de su intrínseco significado urbana y si a ambos cumplieran, realmente, el vigor y la distensión del gesto tentacular, había de ser el análisis de éste el punto de partida en la indagación semántica, en la proposición lingüística, excluyendo de antemano, todo acento alegórico y no deteniéndonos en la inmediatez de lo puramente perceptivo.. Tanto la alegoría como la noción o método de la Gestalt repugnan a la constitución de un lenguaje en sentido estricto por trasladar la primera a la región de lo figurado el recto sentido de los términos, y no trascender la otra el campo de lo meramente perceptivo. El lenguaje de la ciudad ha de poseer la misma virtud significativa e idéntico carácter generalizable (sin capacidad de generalización, no hay posible lenguaje), que su transcripción gráfica, aun reconocida la exactitud e inmediatez con que se producen en el mapa las relaciones lingüísticas y lo complejo, remoto y, a veces, contradictorio de esas mismas relaciones en el tráfico real de las calles, plazas y avenidas (dos zonas urbanas, contiguas y coherentes en el mapa, pueden, en la realidad del suelo, albergar formas dispares e, incluso, antagónicas de la Convivencia). La ciudad habla a los habitantes. Para que esta proposición sea válida, ha de verse desprovista de todo acento metafórico y formulada al margen del fenómeno inmediato de la percepción. Lo primero en consecuencia, que ha de rehuirse en la constitución del lenguaje urbano es el arbitrio de la alegoría y, después, el dato concreto, no generalizable linguísticamente de la Gestalt.

La ciudad habla a sus habitantes. ¿Puede entenderse esta proposición, de espaldas a toda reminiscencia metafórica? La ciudad es un discurso y este discurso es en verdad un lenguaje, advierte Barthes, en cuya opinión resulta muy fácil hablar metafóricamente del lenguaje de la ciudad como se habla, por ejemplo, del "lenguaje del cine" o del "de las flores". El verdadero salto científico se realizará cuando se pueda hablar del lenguaje de la ciudad sin metáfora. Nos parece irreprochable el planteamiento del semiólogo francés y más que oportuno el ejemplo que propone a propósito del lenguaje de los sueños, despojado, en virtud de la investigación freudiana, de todo bagaje metafórico y científicamente investido de sentido real. De ningún modo, sin embargo, juzgamos acertado el cariz metafórico que él asigna al lenguaje del cine. ¿No puede, acaso, hablarse con entera propiedad de un lenguaje cinematográfico? ¿Cómo ha de ser el lenguaje del cine del todo equivalente a otros lenguajes netamente metafóricos, como el de las flores, o el de las olas, o el de las nubes, o el de los pañuelos de despedida? Tuvo el cine desde sus orígenes —escribíamos recientemente en las páginas de "Nueva Forma"— favorables condiciones intrínsecas para entrañar ínicialmente un lenguaje propio y constituir un arte delimitado con exclusividad, en posesión de una inalienable capacidad de exponer temas, argumentos, estructuras y relaciones que, por otro cauce, serían del todo imposibles en el orden del ser y del conocer. Un arte se hace tanto más delimitado y exclusivo, cuanto más delimitado sea su objeto formal y más exclusivo su vehículo manifestativo, su propio lenguaje. El cine vislumbró tempranamente esta su capacidad taumatúrgica de emitir un contenido o un objeto cuya existencia y conocimiento únicamente a merced de su vehículo propio, de su propio lenguaje, eran tales o conocidos como tales. Sólo en este sentido, la denominación de séptimo arte resulta justa y oportuna, porque viene a agregar a las ya conocidas, una nueva modalidad expresiva que no es suma de las otras artes, sino invención singular de un arte nuevo.

Nos resistimos tajantemente a aceptar la disyunción insinuada por Roland Barthes entre el lenguaje del cine y el de la ciudad (respectivamente investidos, según él, de acento metafórico y sentido real), por tratarse de un tema que hemos abordado, alguna que otra vez, más en su coincidencia que en su contraste, y por ver, en la conjunción de ambos, la magna posibilidad lingüística del porvenir. Somos de aquella opinión —escribíamos en la ocasión antedicha— que premoniza para un futuro, más o menos próximo, el concierto de dos formas fundamentales de expresión, de dos manifestaciones características, si las hay, para la constitución de un lenguaje consecuente con el desarrollo del orden contemporáneo: el urbanismo y el cine. Tanto en uno como en otro, las nociones tradicionales de tiempo y espacio, relativas a la significación en general, se ven transformadas por nuevos supuestos teóricos y a tenor de otros factores tecnológicos, uno de cuyos exponentes es la velocidad y otro la producción seriada a ritmos insospechados que imponen a la idea misma de "obra de arte” (al menos en su alcance pleno, de cara a la sociedad de masas) planteamientos absolutamente inexplorados. El mero enunciado de estos planteamientos exige la participación crítica y operante de un elevado número de especialistas, cuya labor específica había de quedar, en pro de la unidad del conjunto, prácticamente en el anonimato... La moderna contextura de la ciudad entraña el desarrollo de una entidad distensa y sucesiva como el lenguaje: es puro, autónomo lenguaje, aunque la fijación de su orden expresivo no pase, por ahora, de mero tanteo. Otro tanto cabe decir de aquellos contenidos que llegan a nosotros mediante la transmutación del espacio y el tiempo, en razón de la velocidad como constante y a merced de la proyección mecánica como vehículo, cuyo ejemplo arquetípico constituye el lenguaje cinematográfico. Su virtud lingüística nos pone adecuadamente en contacto con argumentos y realidades que, de otra suerte, no podríamos en modo alguno conocer...

Cien textos literales, de parecida estirpe, escritos por nosotros en diversa ocasión, nos sería dado ahora esgrimir en favor de la confluencia lingüística del cine y el urbanismo. Nos limitaremos, sin embargo, a recordar, por vía ilustrativa, los términos de una analogía elemental, a la vista de la peculiar configuración de uno y otro. La ciudad es un trayecto, un discurso. El film constituye igualmente un discurso, un trayecto. La conformación de éste y de aquélla obedece al trazado de una entidad distensa y sucesiva como el lenguaje. Todo lenguaje humano es necesariamente lineal. Nos está vedado expresarnos intuitivamente. El lenguaje ha de ser, por fuerza, distenso y sucesivo, lineal en el tiempo y en espacio. Y ¿cabe concebir una entidad sucesiva y distensa en el tiempo, tan exacta y ejemplar, como la descrita por el trayecto cinematográfico? ¿Es posible imaginar un ejemplo más aquilatado de distensión y sucesión lineal en el espacio, que el desarrollo intrínseco de la ciudad? (¿Quién alzó la ciudad? ¿Quién dotó a su organización de la significación infinita, siempre reiterable y nunca equivalente, que ahora ostenta? ¿No es la ciudad obra de su propio hacerse, tránsito de su propia génesis, fiel relato de sí misma? ). La ciudad y la proyección cinematográfica obedecen, por igual, al despliegue de una manifestación intrínseca; son lenguaje puro, autónomo, cuyo hacerse es el hacerse mismo de la realidad que representan, no mediando entre aquéllas y ésta ningún otro contenido. Planteada así la cuestión, nos es dado decir que el orden distenso de la ciudad y la proyección sucesiva del film entrañan un fieri esencial, constituyen un autónomo vehículo manifestativo, un lenguaje estructural que nace, media, prosigue, se perfecciona y concluye (como el orden musical de Guido de Arezzo) en la autorregulación enriquecedora y enriquecida de su propio desarrollo.

Pero volvamos a la exclusión de lo alegórico en la trama del lenguaje urbano y al ejemplo singular que nos brinda la ciudad bilbaína. Para concebir un lenguaje urbano, propiamente dicho, ha de ser la ciudad la que hable; no el hombre el que imponga el código convencional de una simbología. Ha de ser la ciudad la que, desde sí, manifieste, según certera opinión de Kevin Lynch (citado por Barthes), los términos mismos de la conciencia que la percibe; la imagen de la ciudad ha de ser reencontrada por los lectores de esa ciudad. Tal planteamiento nos parece, en general, justo, aunque, en particular, no resulte muy adecuado el término percibir (rectamente alusivo a la noción de la Gestalt que, a tenor de lo dicho más arriba, debe igualmente quedar excluido de la lingüística en sentido estricto). El ejemplo (el mal ejemplo) extremado de un lenguaje urbano, puramente alegórico, bien puede obedecer a este esquema: se circunscribe simbólicamente una porción de naturaleza, sin atención alguna a su intrínseco significado, y sobre ella, se alza después el significante del símbolo elegido. Nace, así, un lenguaje tautológico, de relevancia nula en la frontera semántica. ¿Puede, acaso, darse una verdadera significación cuando son cualitativamente iguales el significante y el significado. El simbolismo, advierte certeramente Roland Barthes, no es concebido actualmente, al menos en términos generales, como una correspondencia regular entre significantes y significados; incluye, más bien (agregaríamos por nuestra cuenta), su exacta sinonimia, entraña un contexto tautológico, viene a proponer, en suma, el símbolo de un símbolo cuya cadena, urdida convencionalmente, jamás sería descifrada sin el conocimiento del código o clave subyacente.

Vamos a proponer un ejemplo sobradamente conocido y capaz, por ello, de hacer superfinos otros comentarios: la ciudad de Madrid. ¿En virtud de qué, sino .de un símbolo preestablecido nació, como capital, la capital de España? Elijamos —se dijo el monarca— el centro geográfico de la península cual símbolo de un propósito centralizador. Para nada se pensó (las trazas de la ciudad por sí mismas lo prueban) en el significado intrínseco de la parcela elegida; todo quedó subordinado al arbitrio preconcebido de una alegoría general (¿la célula? ), ¿la cabeza? , ¿el nudo? , ¿el corazón? , ¿la atalaya equidistante de los cuatro puntos cardinales, supervisora de los cuatro vientos? ). Y, así, nació la ciudad prototípicamente artificial, de espaldas a toda consideración urbanística, sociológica, ecológica..., y enemistada, de raíz, con toda consecuencia lingüística. Se dirige el viajero a Madrid, a través de la meseta: secano y paramera, soledad y despoblado, ausencia y ausencia, por toda aproximación..., ¿pueden ni remotamente sugerir al viajero la inminencia de la gran urbe, de la que se dice cabeza de las otras? Y de pronto, surge la macrociudad, como un espectro gigante, como una aparición, del todo imprevisible, rayana en el sobresalto (especialmente si el acceso acaece por el Sur, el Éste o el Oeste), delatando, ante el entorno, su propia incoherencia. La trama entera de la ciudad discurre y se exterioriza, antes cual símbolo de un símbolo, que a manera de lenguaje consecuente.

Transportémonos ahora, y al margen del entorno, el contexto urbano a su representación gráfica, traslademos la ciudad al mapa: un río caudaloso parece surcar diametralmente el acaecer de Madrid, en pie, a diestra y siniestra, por verse reflejada en la corriente. Raro es que, de acuerdo con la imagen cartográfica, no aparezca impreso en tinta azul, como el Sena de los bellísimos mapas parisinos. ¿Acaso no es un río? No. Es el Paseo de la Castellana, más su continuidad, arriba y abajo, desde la Plaza de Castilla hasta la de Atocha. Cuando una ciudad ha sido fruto único del artificio, de la invención, ¿por qué no ha de serlo el río que la orienta o debiera orientarla? Aquí nada cuenta la historia del Manzanares (lo de aprendiz de río responde más a la generosidad que a la ironía de Góngora). El auténtico río de Madrid es La Castellana. Quien discurra por vez primera, a través de la capital de España, ha de intuir la necesidad de un río en el descenso natural de las calles hacia el cauce de su arteria más caudalosa. ¿Cómo es posible que una ciudad sea elementalmente legible, a falta de un elemento capital, como el río, en cuyo curso ha de ejemplificarse y quedar reflejado el discurso mismo de la vida? Si quien a él desciende, por la margen derecha o izquierda del Paseo de la Castellana, choca súbitamente con el asfalto, atribúyalo a error sintáctico de la ciudad, no a su buen sentido de transeúnte. La ciudad fue ayer capaz de inventar un río; ¿por qué hoy no ha de serlo, a la hora de fingir su color (azul, ocre, siena, verde..., pintados sobre el asfalto), paulatinamente cambiante con el paso de las estaciones ¿No adquirirían incluso, mayor coherencia los puentes que hoy surcan, supervalorizando la opulencia de aquel suelo, la espina dorsal de La Castellana?

Otro ejemplo, más próximo a la sensibilidad contemporánea, bien pudiera cifrarse en la contextura y alzado de la ciudad de Brasilia. La polémica en torno a lo excelente o tópico de su arquitectura, debe, de entrada, subordinarse al planteamiento lingüístico allí probado y llevado a la práctica con extremada pulcritud, rayana en asepsia. ¿No se habrán invertido, una vez más, los términos del lenguaje? ¿No obedece el canon de Brasilia a la omnipresencía de un símbolo intelectualizado? Lejos de hablar la ciudad, desde sí, al habitante (prefigurado, uniformado, medido en el ritmo interdistante de bloques y más bloques congelados), se limita a sostener el airoso armazón de una inmensa alegoría, premeditada paso a paso. Símbolos y símbolos, áureamente dispuestos, amasados en el hormigón, quieren suplir el medio natural de la convivencia y hurtar toda espontaneidad a la comunicación (a cuya práctica efectiva e inmediata tiende, por principio, todo lenguaje). No es que la arquitectura de Brasilia merezca, como tal, alabanza o reproche; es la posible subversión lingüística, organizada allí con todo pormenor, la que hace harto cuestionable el sentido de una tramoya, más afín (con toda su simbología eventual) al concierto o reclamo universal de la Expo, que a la urdimbre natural de un verdadero lenguaje urbanístico. Primero se meditaron y propusieron los símbolos y luego, sobre ellos, se alzó la morada del hombre. Sólo quien conozca el código intelectualizado, preestablecido, quien se halle en posesión de la clave subyacente a la gran alegoría en que se funda la joven ciudad brasileña, será el privilegiado lector de tanta y tan fría monumcntalídad. Para los demás, la ciudad es muda. Trasladémosla al mapa. ¿Qué puede significar la red cartesiana, ofrecida a nuestros ojos, que no sea el orden, interdistante y aquilatado, de unas proporciones instauradas con maestría?

Y vayamos ya al ejemplo de la ciudad de Bilbao. ¿Responde su mapa tentacular, como estricto significante, a la objetividad de un significado poco menos que evidente? ¿En qué se basa tal correspondencia? En el carácter natural del ámbito invadido por la expansión natural de la urbe. Creemos que el sustrato natural de la correspondencia entre el significante y el significado, es la base de una semántica urbana. ¿Acaece así en la Villa de Don Diego? Para el que conozca, palmo a palmo, la vasta región en que se distiende la capital de Vizcaya, no ofrece la menor duda el hecho de que Bilbao ocupe o tienda imperiosamente a hacer suyo el espacio vital de su natural pertenencia; y para quien lo ignore, valga el peso de algún razonable testimonio. La provincia de Vizcaya se divide en siete regiones o comarcas naturales (Valles del Artibay y del Lequeitio; Ría de Mundaca; Valle de Plencia; Valle del Ibaizábal; Valles de Arratia y Orozco; Las Encartaciones; elValle bajo del Nervión), v una de ellas, la última (el Valle bajo del Nervión) corresponde de forma harto natural, al asiento y expansión de la capital bilbaína. Ya es síntoma elocuente, al hablar de expansión natural, de distensión sin freno, de ensanche, el dato incuestionable de que la ciudad se asiente o tienda sus tentáculos en suelo que, por naturaleza, es suyo, y que se expanda hacia los cuatro puntos cardinales de su propia geografía. Bilbao riégase con cinco ríos caudales —diríamos con palabras hurtadas al Loor de España, de Alfonso El Sabio— que van a dar al Nervión (el Ibaizábal, el Asúa y el Obclas, por la margen derecha, y el Cadagua y Galindo, por la ribera izquierda), proclama su distensión a lo largo de siete fértiles y profundos valles, y recorta su perfil a través de una cadena de montes (Santo Domingo, Santa Marina, Archanda, Fuerte Banderas, San Bernabé y el Monte de las Cabras). Montes, valles y ríos que, al margen de todo decir metafórico, traducen, en el mapa, aquel gigantesco tentáculo, aquel ademán de presa, sólido y tenaz, tierra adentro y mar afuera, y premonizan a los ojos del viajero, la inminencia natural de una ciudad natural.

No piense el lector que todo el problema lingüístico ha de quedar, a juicio nuestro, subordinado al carácter natural del medio. Solamente queremos insinuar que, por encima de alegorías y artificios, el lenguaje, si en verdad no es convencional, tiene que responder, necesariamente, a la naturaleza subyacente, ambiente y circunstante. La Arquitectura es frente todo —escribíamos recientemente y siguiendo el magisterio de Juan Borchers— un orden artificial, alzado como espejo, como emulación o como reto, frente al orden de la Naturaleza. En épocas de renacimiento arquitectónico, resulta fácil descubrir la exaltación de lo artificial; la arquitectura decadente o de transición no puede, por el contrario, disimular su fracaso ante la naturaleza; los momentos estelares de la instauración arquitectónica entrañan, por último, y exhiben el reto gentil del orden artificial al natural, el titánico parangón entablado entre uno y otro. En cualquier caso, se desprende la interrelación necesaria de ambos y, en el mejor de ellos, descolla la idea de pulso titánico, de parangón, de reto, entre uno y otro. ¿No es ésta la circunstancia palmariamente referible a la ciudad bilbaína y a cualquier otra, sustentada en suelo natural, o impelida, por el reto incitante de su propia y natural geografía, a ocuparla a los cuatro vientos? Sólo cuando palpita este radiante parangón, puede decirse, con entera propiedad, que la ciudad habla desde sí misma. La ciudad no sólo son las casas y su ordenación; ésta y aquéllas, más la región natural (si en verdad lo es) en que se asientan o a la que tienden, constituyen, por mutuo y ejemplar correlato, el paradigma lingüístico. Si a la ciudad de Bilbao corresponde, por naturaleza, una de las siete comarcas naturales en que se desglosa la provincia de Vizcaya, y si ella responde a la emulación, distensa y sucesiva, de sus montes, valles y ríos caudales, huelga agregar que ella, en su hacerse, se convierte en entidad sucesiva y distensa, por vía natural, es decir, en lenguaje natural. Esta pauta lingüística es la que decide el signo natural o artificial (alegórico, simbólico, convencional, arbitrario...) de la ciudad que se ofrece a nuestra lectura. A la ciudad natural —diríamos en lenguaje llano— se la ve venir; la ciudad artificial salta como una sorpresa o una incongruencia. En ello va el que el viajero, apenas ha dejado de contemplar tierra alavesa, introducido apenas en suelo vizcaíno, presienta la inminencia de una gran ciudad, cuyo anuncio paulatino se agiganta y resplandece, sin solución de continuidad, hasta hacer del todo natura,evidente ,necesaria, la presencia embargante, el término justo de Bilbao, y que prosiga a favor de la corriente la travesía, Nervión abajo, hacia las puertas de océano.

Ahora nos toca aludir a la. inoportunidad de un planteamiento gestáltico en la trama del lenguaje urbanístico, si en verdad quiere ser lenguaje. La Gestalt, con sus dos leyes fundamentales (la de la composición no aditiva y la de la pregnancia de las mejores formas), parece, en principio, método ideal en la constitución de una lectura estructural. El lenguaje, sin embargo, ha de atender, ante todo, a contenidos del pensamiento, y la Gestalt se limita a los fenómenos de la percepción. Tanto el pensamiento como la palabra (el signo, en general) coinciden en el significado o. más bien, en el carácter generalizador que albergan los significados (tanto el pensamiento como el término, sea cual fuere su escritura, entrañan, al fundirse en la identidad de su significado, una generalización de la realidad). Una palabra —advierte certeramente Lev S. Vygotsky— no se refiere a un objeto, sino a un grupo o clase de objetos, y cada una de ellas es una generalización. Esta última constituye un acto verbal del pensamiento y refleja la realidad en un sentido bastante distinto del que la reflejan la acusación y la percepción. Bástenos ahora extender los conceptos empleados por el pensador soviético (palabra = signo; acto verbal = acto signnificativo) para que su esquema sea esencialmente acorde con nuestro planteamiento y podamos concluir con él: nuestra investigación experimental, así como el análisis teórico, sugieren que tanto la "Gestalt" como la psicología asociacionisla han estado buscando la naturaleza intrínseca del significado por caminos equivocados. A la hora, en consecuencia, de pergeñar el lenguaje de nuestra ciudad y de cualquier otra que responda a análogo planteamiento, liemos nosotros de rehuir semejante equivocación que ineludiblemente había de darse, si todo el proceso, hasta ahora urdido, se limitara a fenómenos puramente perceptivos, esquivando el carácter generalizador de los significados y sin atender primordialmente a contenidos generalizadores del pensamiento y a la equivalencia generalizadora de los signos.

¿Cuáles serán tales generalizaciones del pensamiento y tan precisos datos del lenguaje, referidos a la ciudad de Bilbao y a su ininterrumpido hacerse y expandirse? Aceptemos ahora la generalización en su más amplio sentido (los límites de esta primera aproximación semántica apenas sí nos permite esbozar casos particulares) y traigamos a la memoria aquella heraclitiana y positiva tensión de los contrarios, impresa en la cartografía y en el discurso mismo de las ciudades griegas, haciendo además, de cara a nuestra urbe, una división eventual: el término municipal de Bilbao, de acuerdo con la circunscripción oficial; y su natural expansión, al margen de artificiales compartimentos administrativos, a diestra y siniestra del río Nervión. Por lo que hace al primer apartado, cabe decir que Bilbao penetra, a través de sus siete fértiles valles, del campo al casco de la ciudad, poniendo al descubierto, en su incesante fluir, la síntesis enriquecedora de la tensión de los opuestos. El viejo antagonismo urbano-agrario —escribíamos recientemente y tocando, de soslayo, el tema— parece confluir en tierra bilbaína, derramada sin solución de continuidad, mar afuera y tierra adentro. Pujanza, fuego y pujanza, allí donde la fábrica y la tierra de labrantío se suceden con milagrosa intermitencia. Todo es allí milagrosamente distenso y próximo: el río que penetra con ¡a sal de los mares, y el que retorna con rumor de arboleda, o ceniciento, calcinado, impregnado en la lumbre de la factoría... la vaca que pace y la grúa que muge, el taller y el caserío, tantas veces unidos por pared medianera... Y todo es Bilbao, red y laberinto, capaz de albergar, en un puño solidario, vida y geografía, humanismo y cultura. Despoje el lector de todo lastre metafórico, de todo acaloramiento, el rasgo emotivo de nuestra prosa y lea, bajo él, una y otra vez repetida, la síntesis enriquecedora de los opuestos: el antagonismo urbano-agrario, como cauce progresivo, dialéctico, de la génesis entera de la ciudad. Y no dude de que la expresión Taller y caserío, tantas veces unidos por pared medianera, es válida al margen de cualquier reminiscencia alegórica.

Esta síntesis de opuestos, latente o visible en la expansión de la ciudad, a lo largo y lo ancho del suelo de su natural pertenencia, ha tenido que quedar necesariamente impresa en algún elemento lingüístico, consecuente con su intrínseco desarrollo. Y ¿qué elemento puede, con mayor veracidad y equilibrio, traducir aquella expansión y esta consecuencia, que la escala ideal a la que quiere tenazmente ajustarse el discurso de la urbe? Taller, y caserío, tantas veces unidos por pared medianera. Insistimos en el recto sentido de esta expresión, porque creemos que de la síntesis progresiva en ella implícita (cuyo análisis excede, por supuesto, los límites de nuestro trabajo), nació la escala de Bilbao, aquella misma y razonabilísima escala que antes asignábamos tanto a las casas bilbaínas como a sus estaciones ferroviarias y ahora podemos extender al caserío y al palacio, a la nave de la factoría o a la villa residencial, a la barriada obrera, a la colonia, al centro sanitario, al concierto de la plaza pública, al edificio administrativo, a la mansión propiamente urbana... Es una escala de radiante uniformidad (latente, perdurable, pese a los desmanes originados por la especulación, por la usura del suelo) y, como espejo de la incesante distensión urbana y de la holgura hallada en la vasta anchura, en la comarca de su natural pertenencia, tiende a la horizontalidad, aproximándose su módulo ideal, su arquitectura, a la proporción de los tres pisos. Cierto que, alguna vez, el símbolo, a ejemplo del que lo es con carácter vitalicio (el Puente Colgante), ha opuesto el contrapunto de la verticalidad o la audacia del arco, cual punto de referencia o dato fisonómico: el Sagrado Corazón, de Muguruza, la espléndida tribuna de San Mames, de Carlos de Miguel, Domínguez Salazar, Magdalena y Fernández Casado, y, más recientemente, el nuevo edificio del Banco de Vizcaya, de Chapa, Casanueva y Torres...

Hablábamos de un segundo momento o división de Bilbao: aquélla que, haciendo caso omiso a arbitrarios limites administrativos y reflejando en el curso del agua, como tensión de opuestos, dos formas harto diferenciadas del vivir, prosigue, Nervión abajo, más allá del Puente Colgante, hasta chocar con la arista del último bloque opuesto al ímpetu del Cantábrico. También esta comarca es, desde el punto de vista de la geografía natural y de la vida, la ciudad de Bilbao, ciñendo, incluso, en sus límites una nueva síntesis dialéctica del desarrollo urbano y el planteamiento mismo en tomo al verdadero centro de la urbe. Por lo que hace al primer punto, ¿cuándo una ciudad habló, con mayor propiedad, desde sí misma? Aquí el no es reflejo y lectura, sin necesidad de alegorías, de un acontecer contrastado en su margen derecha e izquierda, en su ámbito, en su tránsito, en su incesante fluir. No es precisa una actitud analítica; basta la lectura objetiva del río para ver, en el reflejo del agua, la síntesis conflictiva de las dos riberas, el precipitado dialéctico, confluyente, de dos formas coetáneas y contrapuestas de la convivencia. El factor natural dicta, una vez más, la tensión de los contrarios, ejemplificada en la dirección natural de los afluentes, opuestos, dos a dos, en su discurrir hacia el no. Por la ribera derecha afluyen al Nervión, el Gobelas y el Asúa; por la izquierda, el Cadagua y el Galindo. La ribera derecha es universitaria en Deusto, fabril, por excepción, en Eran dio (éste es un caso claro de lo que antes llamábamos disidencia entre el suelo y el mapa), residencial en Las Arenas, nobiliaria en Algorta y Neguri. La ribera izquierda es, desde su primer eslabón, fabril en Euskalduna, obrera en Olaveaga, en Zorroza, más obrera en Baracaldo, en Sestao, popular en Porlugalete (con un paréntesis residencial, disidente, compensatorio y equivalente al de Erandio) e industrial en Santurce. Las consecuencias, sociológicas, ecológicas vitales, de este discurrir contrapuesto, puede deducirlas, por sí mismo, el lector. La ría incide y penetra desde las puertas del océano hasta el remoto nacimiento de la ciudad, creando un inmenso vacío congregador, su entero acaecer. Los estudios hechos sobre el nudo urbano —en opinión de Barthes— de diferentes ciudades han mostrado que el punto central de la ciudad, que llamamos "nudo sólido", no constituye el punto culminante de ninguna actividad, sino una especie de "foco vacío" de la imagen que la comunidad se hace del centro. (Piense el lector en las características de la tradicional plaza del pueblo). ¿Cuál es el centro de Bilbao? Su localización oficial ha variado esencial y paulatinamente con la modificación permanente, con el incesante ensanche de la ciudad. ¿Cuál es hoy el centro? Si el río congrega diametralmente la distensión de la urbe y si constituye el perpetuo foco vacío de su mismo discurrir, ¿no corresponderá hoy al Nervión urbano, al margen, otra vez, de toda metáfora, el centro natural de Bilbao?

Bilbao, ademán tentacular desde el mar a la pradera, poderoso e implacable gesto que acapara o tiende a hacer suyo el suelo de su natural pertenencia, premonición paulatina, obra de su propio hacerse, relato de sí misma, autorregulación enriquecedora y enriquecida, trayecto siempre reiterable y nunca equivalente, tensión incesante y progresiva de opuestos; ensanche, palpito y ensanche, proporción lineal, distensa y sucesiva en el tiempo y en el espacio, línea, distensión, línea-fuerza..., lenguaje. Distensión, línea-fuerza, lenguaje. Tales palabras brotan y se repiten, ante la semblanza y contextura de este Bilbao tentacular, cual si estuviéramos describiendo el fieri esencial de una obra, a manos de quien, como Eduardo Chillida, supo hacer de la materia informe, lenguaje vivo. El arquitecto Juan Daniel Fullaondo trazó, hace poco, el proyecto de una nueva y coherente configuración de las dos puntas de flecha que abren el puerto de Bilbao, allá, en aguas de Santurce. En el proyecto de Fullaondo, ambas cabezas de puente sustentaban, al margen de toda alegoría, como puro e intrínseco lenguaje, dos gigantescas esculturas en hierro, de Eduardo Chillida, definidas en el cántico de su propio crearse, en la exhaustiva explicación de aquella proporción, distensa y sucesiva, que constituye su peculiar lenguaje plástico y la trama del lenguaje en general. ¿No sería este deslumbrante proyecto, en el punto final del discurso urbano, en el límite de los mares, el remate cabal, la frase única y última de una ciudad que nace, media, se perfecciona y concluye, fiel al lenguaje de su propia génesis?

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ARQUITECTURA - 01/08/1971

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