A pocos artistas cuadra como a Goya el título de paladín de los derechos humanos, hasta el extremo de que en la exégesis habitual de sus pinturas, dibujos y grabados suelen correr feliz pareja la exaltación de los valores estéticos, que él acertó a iluminar desde la nada, y la condición de abierta denuncia de la iniquidad, de la opresión, de los caprichos de los poderosos, así como el patético lamento por los desastres de la guerra. Si el arte de Goya entraña una tajante ruptura con el decadentismo neoclasicista, de inmediata precedencia, su significado histórico abarca todas las características de una actitud intransigente, de un plante, ante la injusta situación sociopolítica de su patria y de su tiempo, estímulo y lección para otra tierra y circunstancia cualquiera.
El ciento cincuenta aniversario de la muerte de Goya me induce a iniciar el comentario en el lugar mismo en que reposan sus restos, llegados a España de un destierro más o menos voluntario, años después de su fallecimiento en la ciudad de Burdeos : la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid. Allí, en la base del crucero, se asienta hoy su tumba, bajo la cúpula misma que él supiera adornar en vida con soberbias pinturas al fresco, cuyo argumento, antes que divulgar alegorías teológicas o seráficas visiones de trascendencia, viene a explicarnos una anómala situación de la vida diaria, resuelta en pro de la justicia : la denuncia de un derecho lesionado, el llano testimonio en defensa de la verdad.
Testificador de la verdad. Tal y no otros es el título que mejor conviene a la vida y obras del genio de Fuendetodos. Goya fue (y así será secularmente recordado) un testigo fiel, intransigente, insobornable, de la historia viva de su tiempo, ejemplo y cifra, según dije, de la de otra edad cualquiera uno de aquellos espíritus arriesgados y desprendidos que cantan la verdad, caiga quien caiga, aunque sea a él mismo a quien le toque caer y morir en el exilio. En su valiente expresión no parece sino repetirse el eco de aquel su pariente legítimo, el gran escritor Francisco de Quevedo, que, frente a cárcel y persecución, no dejó de clamar a voz en grito : "No he de callar, por más que con el dedo vaya tocando los labios ya la frente/silencio avises o amenaces miedo".
Dije y digo que las portentosas pinturas murales que, debidas a su ingenio, sobrevuelan hoy su sepulcro en San Antonio de la Florida vienen a ser algo así como la escueta reseña de lo que a diario acontece inicuamente por las calles, y de cuya flagrante injusticia alguien tiene que dar público testimonio y cumplida delación. No. En la cúpula que él dejó pintada, y bien pintada, para asombro de propios y extraños, no hay el rastro más liviano de fábula a lo divino o dogmática proclamación angélica. Es la abigarrada muchedumbre popular (hombres y mujeres del barrio, niños desarrapados, manolas, mendigos, majas, chisperos, menestrales...) la que acude a presenciar una simple buena acción del buen Santo milagrero en defensa de la verdad.
El milagro de San Antonio se produce en la calle, en el patio de vecindad cuya baranda o balconado (con todo su sabor de corrala madrileña) desplaza al limbo de las beatitudes las suntuosas balaustradas de mármol que en otro tiempo acogían las galas del espectáculo taumatúrgico. San Antonio acaba de resucitar a un muerto, pero no con el ánimo de traernos noticia de ultratumba, sino para testificar, aquí y ahora, de la inocencia de su propio padre falsamente acusado de homicidio por el verdadero criminal que ahora huye de entre la asombrada concurrencia. Agradecen unos y otros al Santo su gesto, sin dejar de maravillarse ante la presencia del inesperado testigo.
La composición de las pinturas goyescas, en la cúpula de San Antonio de la Florida, respeta, ciertamente, toda una tradición renacentista que se inició en la Camera degli Sposi de Andrea Mantegna, prosiguió con Correggio y halló sus galas más fastuosas en los techos de Giambattista Tiépolo. Lo que Goya viene a cambiar de raíz en la estampa sin par que hoy sobrevuela su tumba son los contenidos, los significados. Las viejas alegorías (imperiales o sacras) han dado aquí paso a escenas eminentemente populares, en tanto el esplendor de antaño (mármoles, oros y celajes) se ve suplido por algo así como la ropa tendida en el patio de vecindad, con la llana y variopinta algarabía del suceso diario y la defensa de un derecho ayer mancillado y hoy restituido a la vista de todos.
Y el color o, más bien, la austeridad con que Goya se vale de un sordo cromatismo. Contraviniendo la tradición de la pintura al fresco, Goya tiene la valentía de sustituir la tradicional brillantez de los techos, áulicos o litúrgicos, por la dificultosa acritud de las tierras naturales. Tierras de Siena y tierras de Sevilla constituyen esencia y entidad de esa cúpula, milagrosa y milagrera, que los ojos del artista, aun privados de visión, contemplan, día a día, desde lo hondo de la tumba. Tierras por doquier, tierras fundidas en un amarillo macilento, en el brillo efímero de un bermellón, y en la cruda y fría transparencia del azul cobalto o de un tinte morado y aterido. Tierras, en fin, amasadas en el contraste esencial definidor de su pintura y pleno de significaciones humanas : el fiero sobresalto del blanco y el negro.
¿ Qué es lo goyesco ? Dadas de lado angulación histórica en general y general concepción estética, atenderé a un índice inmediato, a un simple dato de la sensibilidad. Lo goyesco nos trae, desde lo sensible, la evocación de lo negro. Y no pretendo ahora referirme a la consagración de esta tonalidad dominante, definidora, por nombre antonomásico, de sus pinturas negras, sino a la generalidad de su obra. Buena parte, al menos, de ella y la integridad de su proceso elaborador se ven presididas o alentadas por la mancha del negro profundamente inquirido y dramáticamente disociado. Lo goyesco nos presenta, por golpe de vista o de recuerdo, el reverbero de un blanco transparente (velo, gasa o entretela) ante o sobre la expansión de un crespón desgarrado. Y esta súbita alternancia tiene por base la disociación : mancha negra que flota, se expande y aclimata, rompe y rasga en jirones la totalidad de la plástica goyesca.
Un blanco fundamental y un negro desgarrado constituyen, en efecto, el substrato de la gran invención de Goya. Blancos y negros, plenos de corporeidad, enconadamente hostiles a la profusión del color y a la ficción de la línea. "Siempre líneas, nunca cuerpos", escribía Goya en edad de plenitud. Y, oponiéndose a la herencia de esa tradición, vueltos los ojos a las cosas, se preguntaba Dónde encontráis las líneas en la naturaleza ?" Y vuelve a agregar más adelante : "Yo sólo veo cuerpos iluminados y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y planos que retroceden (...). Mi ojo jamás percibe lineamientos ni detalles. Mi pincel no debe, pues, ver mejor que yo (...). En la naturaleza sólo existen el sol y las sombras". Y para no dejar el menor resquicio a la duda coronaba su decir sentencioso con esta frase inmortal : "i Dadme un trozo de carbón y yo dibujaré un cuadro !".
Luces y sombras en vibrante contrapunto, blancos y negros a porfía, son los que terminarán por inducir a Goya a la práctica del aguafuerte, en cuyas artes y oficios sentará el genio de Fuendetodos un magisterio definitivo, del que no escapa el drama político de su tiempo y la denuncia de los males de otro tiempo cualquiera. Ahí, en el frenético hervir del ácido sobre la plancha de cobre, es donde Goya ha de plantear la descomunal batalla entre las fuerzas de la noche (del terror) y el reino de la luz (de la libertad) ; lucha de la que no había de ausentarse la apocalíptica realidad de su patria. "Lo que los juegos del buril y de¡ ácido reproducen en el rectángulo de cobre -apunta el escritor francés Claude Roy- es la lucha que desgarra a España (...) entre la razón y los sueños de la razón, entre la muerte y la vida, entre el hervor inconfesable de la sombra y las razones de la claridad : entre la noche y el día".
Cabe decir, de acuerdo con la fuente recién mencionada, que el grabado al aguafuerte cobró con Jacques Callot una cierta autonomía, cuya entidad, pese a todo, no merecía otra consideración y otro nombre que el de un simple dibujo retenido en el cobre. Serán las experiencias llevadas a cabo por Lucas de Leiden (aquella su exquisita y progresiva atenuación de las tintas en atención a la distancia) las que habrán de iluminar los ojos de Rembrandt, en la propia ciudad de Leiden, y, desmoronada la rigidez del dibujo, terminarán por convertir el aguafuerte en milagrosa captación del diario acontecer : juego insensible de luces y sombras, de "cuerpos iluminados -como Goya advirtiera- y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y pianos que retroceden".
Dejó el grabado, por obra y gracia de Rembrandt, de ser un simple dibujo reproducido en numerosos ejemplares o un método de confiar al tórculo lo que antes dependiera del pincel, con el propósito capital de ilustrar una obra literaria. Suele aludirse al año 1639 y a su celebrado Pesador de oro a la hora de señalar la fecha y distinguir la obra en que y con que Rembrandt acertó a convertir los viejos oficios del grabar en un arte nuevo, esencialmente fundado en el juego alternante de la sombra y de la luz. Un largo siglo y medio hubo de transcurrir hasta que Goya transformase ese juego incipiente en dramático combate entre el oscurantismo y la libertad, con todas las implicaciones sociales y políticas que ambos vocablos conllevan.
Y, así, lo que en los frescos de San Antonio de la Florida es simple denuncia de un derecho lesionado pasará en sus aguafuertes a entrañar y difundir todo un profundo y exhaustivo documento social. "Lo que los españoles de 1799 reconocieron sin error -vuelve a la carga Claude Rey- es que los Caprichos, antes de ser un sueño metafísico, son un documento social. Lo que se pone en tela de juicio en ese mensaje de 80 capítulos, como en los Viajes de Guliver o en Cándido, no es el Hombre Eterno, ni Dios, sino el hombre vivo, la sociedad que él hace y que lo expresa, el Trono y el Altar, la tiranía y la mentira, el desprecio del hombre y la miseria de los aplastados. Algo hay, en efecto, que distingue la sátira trivial de la sátira grandiosa, tal como la transfiguran un Rabelais, un Swift, un Goya".
No se equivocan quienes en los sueños de Goya, y en su particularísima visión de los Caprichos -í nunca luces y sombras se vieron tan enconadamente enfrentadas !han querido descubrir el descenso de un nuevo Dante a los infiernos ; pero no a un averno de teológica trascendencia o de fábula mitológica, sino a la región subterránea de la vida de aquí y de ahora, donde los condenados, los proscritos, los privados de la luz, son hombres de carne y hueso. Goya desciende al infierno de una cárcel en cuyos sótanos yacen los presidiarios corroídos por las ratas, o acude a una casa de locos por cuyas sórdidas estancias se pasean los inquilinos grotescamente tocados con gorros de papel. i La degeneración, la aberración, la caída abismal de los valores del espíritu !
¿ Una nueva religión ? Tal es el sentir, entre otros, de Lionello Venturi, quien no duda en asignar a Goya estrictos valores religiosos para concluir confesando, paradójicamente, que la aportación de Goya fue la abolición de toda trascendencia. Nos hace reparar Venturi en la actitud de ese pobre diablo que, en sus inmortales Fusilamientos del3 de Mayo, a punto está de caer con toda la brutal inmediatez de una carga de plomo en su pellejo. Cual si pendiera de un madero invisible, sus brazos se distienden, heroicos y anónimos, un momento antes de estallar el cruel fogonazo. No, no tiene aureola de martirio, ni siquiera nombre, ese descarnado personaje, ni tampoco son sayones (funcionarios, más bien, o maniquíes) sus simétricos ejecutores obedientes al dictado de una máquina ciega que está a punto de destruir un valor humano.
¿ Quién es ese desmadejado protagonista, ese imborrable descamisado ? "El pobre diablo -responderá Venturi- que abre tan trágicamente los brazos es un nuevo Cristo en el Gólgota". Tal y no otra parece la manera como Goya expone sus creencias : el feroz subrayar el motivo de la nueva religión, de libertad y humanidad, nacida de la Revolución Francesa, el paulatino y costoso despliegue de los derechos humanos.
Una máquina ciega en trance se halla de aniquilar a un hombre (al hombre) siendo el dramático contraste entre el valor humano y la inhumanidad de esa máquina el que otorga a la escena verdadera y épica proporción. "Lo que Goya representa es la rebelión de las pasiones populares. Las
santifica, las sufre, las llora. De aquí que su poderosa expresión visual supere la tragedia del 2 de mayo y el patriotismo español, para adquirir un valor humano universal".
EL CORREO DE LA UNESCO - 01/10/1978
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