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RABA SÓLO SE PARECE A RABA

A lo largo del curso he venido proponiendo, por todo criterio, la confluencia de aquellos dos índices que mejor certifican el sentido del arte y el nombre de la creación y que, referidos a la actividad de Raba, merecen, por arquetípicos, verse doblemente subrayados: partir de la experiencia y desde ella explicar el proceso creador hasta su última posibilidad perfectiva. Si el afincamiento en la experiencia entraña, por principio, la negación decidida del dominio o el audaz asomarse a la incertidumbre, a la expectativa de lo ignorado, sólo los que a ella ajusten el curso de sus creaciones podrán verlas traducidas en novedad, en otredad, en diferencia. La perfección de la obra revela, por su parte, su condición ética más genuina y próxima: una obra bien hecha es ya una buena acción.





Manolo Raba acaba de ofrecernos Madrid (Galena Kreisler Dos) lo último y también lo más granado y ejempar de su quehacer (un quehacer funda desde siempre, en el pulso vivo de experiencia y dado a la luz en perpetuo trance renovador). Si únicamente los grándes artistas —de atender a ciertas observaciones de Henry Geidzahier— permanecen en contacto obstinado con las fuentes de propia capacidad creativa y renuevan desmayo el impulso y la energía que debe modelar sus obras, a pocos como a Raba cuadrarían arte y grandeza, alusivas ambas voces a su impenitente facultad renovadora y a la atención fidelísima en torno a aquel reclamo primigenio, a aquella fuerza singular que nutre por sí misma el cuerpo de sus criaturas y aclimata la totalidad del proceso creador.

Es creador el que ciñe la totalidad y cualidad de su quehacer al impulso exclusivo de su experiencia (de una experiencia perpetuamente renovada repetiré una vez más con Geidzahier— no de una experiencia simplemente recordada), el que sin tregua renuncia a lo sabido, aunque propio y acude sin tregua al vislumbre del ignorado, aunque haya sido vislumbrado desde lo más propio de sí mismo. La perfección de la obra sólo es posible, de otro lado, a contar de la experiencia y a juzgar y decidir desde la experiencia. Dará el artista por conclusa la obra cuando su cuerpo y contextura se acomoden verazmente al impulso que lo llevó al suelo de lo desconocido, de lo no probado, cuándo dicho impulso haya agotado su última posibilidad traduciendo claros y estrictos valores de creación y conocimiento.

Quien haya seguido con alguna atención la trayectoria de nuestro hombre, no dudará en dar por arquetípicamente comprobada la confluencia de ambos índices. ¿Un síntoma externo e inmediato? Valga la ejemplaridad de esta llana proposición: Las obras de Raba sólo se parecen a las obras de Raba. Su quehacer nos remite de inmediato a su quehacer, por haber nacido, crecido y madurado a expensas de su sola experiencia. La inevitable resonancia (en la rutina de tantas exposiciones al uso) de magisterios harto conocidos cede, ante el quehacer de Raba, al palpito de la genuidad, trasunto inequívoco de una auténtica experiencia. Tenazmente ajeno al reclamo tentador de lo magistralmente ajeno, él ha confiado afanes y cuidados a la sola expectativa, a la expresión y al auge de lo propio

¿Otros síntomas? La abierta panorámica, la historia misma de su actividad, trazada en la renuncia positiva a lo conocido, creado y experimentado por más que conocimiento, creación y experiencia hayan respondido unívocamente a la peculiaridad de sus artes y a la singularidad de su firma. Si estricta experiencia es negación palmaria del dominio, a pocos artistas les sería dado alardear, como a él, de haber acumulado el cómputo y el despliegue de su ejercicio negando y volviendo a negar todo aquello que, desdeñada la perfección eventual (o precisamente por ello) pudiera incurrir en el área de lo ya sabido y dominado. La obra de Raba no permite establecer diversidades estilísticas ni etapas contradictorias, pero sí fijar los grados de una escalada indeclinable, exigida por sus propios logros.

El aspecto material y la consideración más esencialista de su obra abocan a una misma y clara conclusión: la experiencia, la sola experiencia, distendiendo sin pausa el confín de su propio despliegue, orientando día a día la verificación de una hipótesis inicial, lejana, vagamente presentida reanudando la exigencia de su instauración en el suelo de las realidades, la prueba y reprueba de otras y otras experiencias sucesivas cuya suma sin cabo reclama austeras renuncias en cuanto a lo sabido y aguda atención a lo por conocer e instituir entre las cosas. Materia, forma y conocimiento son para Raba cuerpo, alma y designio de un discurso sin término que impone negaciones tajantes, dramáticas rupturas y otros y otros replanteamientos al dictado de la experiencia y por vía de exploración.

No, en efecto, no da pie la obra de Raba a la deducción de confusiones estilísticas ni etapas contradictorias; permite tan sólo fijar los grados de una escalada sin freno, exigida y lograda por la negación de los logros precedentes. La primera condición del acto creador es el deslinde de una perspectiva única en que arraigar el tacto de la experiencia («la contemplación —diría Heidegger— del lugar desde un lugar») y centrar el vislumbre del verdadero y sucesivo conocer. Hace tiempo que fijó Raba el lugar de su experiencia, el ángulo de su contemplación general, paulatinamente ampliada y esclarecida. De esa perspectiva singular, de ese «lugar único», se desprende el parentesco de todas sus criaturas, naciendo las diferencias específicas de la renuncia a lo conocido y del propósito de conocer. La evolución material de su arte y el trayecto mismo de su proceso elaborador ahorran palabras. Desde sus primeras obras planas, surcadas por raras señales y ambiguas indicaciones, hasta la plasmación de estos volúmenes contundentes, exentos, desnudos, que hoy cautivan o asombran nuestra mirada lo unívoco y obsesivo de una indagación y lo creciente y ganancioso de los hallazgos sucesivos valen mas que la letra de cualquier comentario. Acuciado por un ansia creciente de expansión, Raba ha venido ampliando la corporeidad de sus criaturas hasta confiarlas audazmente al espacio real, a merced de su propia densidad y a favor de sus tres radiantes dimensiones. La mera consideración cuantitativa parece advertirnos acerca de lo que es un genuino proceso creador, fundado en la renuncia y en el propósito.

El proceso elaborador de nuestro hombre ofrece aún más a las claras lo que es renuncia decidida a toda idea de posesión y dominio, al tiempo que ejemplifica el paso audaz de una aventura hacia el confín de lo desconocido o sólo vislumbrado. Cuando Raba había logrado plenitud y magisterio en la originalísima urdimbre de sus leños y arenas (maderas humedecidas por un oleaje secular, restos de antiguos naufragios que aún conservan la huella de una arriesgada aventura en el umbral de la nada, arenas decantadas, satinadas, resplandecientes, fragmentos de una planicie sin fronteras o de un mar pulido y sereno que excediera cualquier dimensión e hiciera inverosímil todo fundamento...) decide su definitivo abandono y acude temerariamente a la prueba de otros materiales y otras técnicas.

Porque ha sido, justamente, en el tiempo de la clara perfección, del dominio absoluto, cuando Raba ha promulgado a los cuatro vientos el dogma de la renuncia a todo lo conocido, aunque genuinamente propio, a todo lo dominado, aun nacido de los más propio de sí mismo, y al menor rescoldo de una experiencia recordada... para entregarse arriesgadamente al empleo de unos materiales y procedimientos ajenos a su ejercicio y a su memoria que incitaban su expectativa y exigirían la prueba de una experiencia en constante renovación, en perpetuo desarrollo. ¿Cuántos artistas llegan al reino de sus propias prefecciones, a la plenitud del dominio?; ¿y cuántos, de haber llegado, son capaces de desdeñar olímpicamente sus conquistas y aceptar a la brava el reto de una nueva experiencia?

Nueva experiencia o titánica hazaña es, desde luego, la singular entrega de Raba a la forja y modulación del poliéster y al uso de aquellas pinturas industriales más acordes con la nueva o segunda naturaleza que él ha acertado a introducir en la entraña de la materia. Raba ha domado el cuerpo y la contextura del poliéster, ha convertido en dura costra la superficie pulimentada y sobre ella ha vertido la quemazón del color, sólido, arañado, pujante, siderúrgico, tornasolado y vivo en el fraguarse de la tonalidad.

¿Y los significados? Nudos, tumores, cráteres, brotando con la pujanza de la explosión desde la entraña del poliéster. Tienen las obras de Raba algo de objeto científicamente elaborado por manos desconocidas (colosales cantos, entre embrionarios y fósiles, gigantescos ovoides a punto de estallar o recién sofocados tras el estallido) y algo de elemento desgajado de otro orden, de otro universo, algo de aguda intersección y algo de límite decisivo. El quehacer de Raba se instala en el límite o tránsito hacia aquel otro confín, en parte el más remoto y olvidado, y en parte el más remoto y olvidado, y en parte el mas cotidiano y circunstante.

GAZETA DEL ARTE - 01/07/1975

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