El verano en curso viene testimoniando, con más silencio que generosidad, los noventa años de vida del pintor Giorgio de Chirico. Nacido en Volo (Grecia), de padres italianos, y en posesión, originaria y legítima, de la nacionalidad paterno-materna, Giorgio de Chirico es, entre los que viven, y tras Marc Chagall, el más viejo de aquellos singulares artistas que alentaron el ímpetu de la primera vanguardia y acertaron a alumbrar el arte de nuestro tiempo, en su orientación más ejemplar, positiva y duradera. Se ha producido el feliz cumpleaños el pasado diez de junio, sin la mínima resonancia que su obra, máxima reclamaba como propia y aquí y ahora, y ante la inigual indiferencia ajena, nos es grato restituir y divulgar. En torno a la acusada personalidad y prolongado quehacer del buen artista greco-latino (ahí es nada) escribe Santiago Amón.
«La novedad de Nietzsche es una extraña y profunda poesía infinitamente misteriosa y solitaria que se funda en la Stimmung (empleo la palabra alemana, más eficaz que su traducción literal por atmósfera), se funda, repito, en la Stimmung de la tarde de otoño, cuando el tiempo es claro y las sombras más largas que durante el verano, porque el Sol comienza a estar más bajo. Esta sensación extraordinaria se puede disfrutar en las ciudades italianas y en algunas mediterráneas como Niza. Pero la ciudad por excelencia donde aparece este fenómeno excepcional es Turín. »
Elijo, de entrada, este texto de Giorgio de Chirico, dado a la luz en 1950 (edad en que el artista podía contemplar con plena objetividad y amplia panorámica su magistral labor antecedente), porque en él se nos regalan pistas e indicios a la hora de fijar las lindes del lugar de su experiencia.
Desde una angulación puramente física, las mejores pinturas de Giorgio de Chirico se ajustan, en efecto, a la plasmación pormenorizada, aquilatada, morosa, de esos tres elementos que él atribuye a la poética de Nietzsche y no tiene escrúpulo en definir como su gran novedad: la creación de una atmósfera a modo de presencia absoluta; la recreación de una luz cruda, congelada a ras de suelo, y el solo contrapunto de unas sombras alargadas e invasoras. Desde una consideración metafísica (y él es quien acuñó el término en su específica dimensión pictórica) el arte de Giorgio de Chirico se basa en la delimitación del espacio como lugar eminentemente misterioso, inefable y solitario.
Los cuadros de Giorgio de Chirico nadan en la marea de una soledad doblemente acrecentada. El propio pintor nos advierte cómo todas las obras de arte investidas de verdadera profundidad contienen dos soledades: una, que podríamos llamar, y él llama, soledad plástica, índice de beatitud contemplativa y resultante de la construcción y combinación de las formas; la otra sería la de los signos, soledad esencialmente metafísica, que excluye a priori toda posibilidad lógica de adecuación visual o psíquica. Las pinturas de Giorgio de Chirico son, en efecto, delimitación atmosférica de la soledad, acentuada por la ausencia del hombre, estratégicamente contrastada con elementos arquitectónicos de la Grecia clásica y la Italia renacentista, e imbuida, en sus cuatro orientaciones, de aquel presagio que Nietzsche vislumbrara y diera en traducir como sin-sentido universal. “Una de las sensaciones más extrañas que nos dejó la prehistoria - escribe el propio De Chirico –es la sensación de presagio. Existirá siempre. Es como una prueba eterna del sin-sentido del universo”
Provechosa consecuencia.
En la acción creadora, y en la biografía misma, de Giorgio de Chirico juegan un papel decisivo su nacimiento y crianza en Grecia, su posterior afincamiento en Italia, y un viaje que, a caballo de una y otra circunstancia, llevó a cabo por tierras de Alemania y había de traerle por más provechosa consecuencia el descubrimiento del pensamiento de Nietzsche y Schopenhauer (premonición, este último suceso, de no pocas actitudes, corrientes y movimientos muy acordes con los vientos que hoy soplan). A partir de 1903, Giorgio de Chirico inicia sus estudios en la Academia de Grecia, que luego proseguirá en Roma, Milán, Florencia y Turín (la ciudad de sus revelaciones) y concluirá eventualmente, antes de que llegue a su fin la primera década del siglo, en la ciudad de Munich. De la esencial interrelación de estos tres acaeceres será fruto próximo la obra por él bautizada Enigma de una tarde de otoño (1910), en posesión de todas las características que habrán de adornar lo más y mejor de su quehacer sucesivo.
El artista y el hombre se hallan, pues, tempranamente en sazón cuando, en 1911. se dirige a París y allí conoce a los dos más lúcidos y genuinos pioneros de la nueva estética: Guillaume Apollinaire y Pablo Picasso. El primero de ellos dirá del recién llegado que es el pintor que sabe exponer el carácter fatal de las cosas modernas. No suele darse excesiva importancia a la estancia de Giorgio de Chirico en París. La escueta afirmación dé Apollinaire se me ocurre, sin embargo, síntoma harto elocuente del influjo de nuestro hombre sobre aquellos primeros y más geniales vanguardistas parisienses. No en vano será a él a quien Apollinaire habrá de encomendar, años después, la ilustración de sus Caligramas, en la célebre edición de Nouvelle Revue Francaise.
Es movilizado con motivo de la primera guerra mundial, corriendo mejor suerte que aquellos otros atrevidos colegas (los Boccioni, Sant Elia. Duchamp-Villon y el propio Apollinaire...) que, imbuidos del fervor bélicofuturista de Marinetti y alegremente alistados en un batallón ciclista, no volverían del frente o, si lo hicieron, fue con la metralla de la muerte en plena juventud. En 1915 conoce a Carlo Carra, prosélito inmediato en los afanes de la pintura metafísica, y al año siguiente ejecuta las obras más relevantes de dicha tendencia: El enigma de la llegada, Melancolía y misterio de una calle, Plaza de Italia son sus cuadros prototípicamente solitarios, atmosféricos, tejidos en el crudo contrapunto de la luz conectada y las sombras invasoras, amasados en el presagio del sin-sentido universal: estatuas, bustos y maniquíes diseminados en la orfandad geometrizante del suelo, sin otro albergue que la remembranza de algunas arquitecturas de la Grecia clásica o de la Roma renacentista, anacrónicamenteconvertdas en estaciones ferroviarias, balnearios, en hornos crematorios.
Estatuas y maniquíes, en vez de hombres; semblanzas y bustos de aquellos insignes varones que se cuenta hubo en otro tiempo y hoy han quedado a la altura del zapato de unos viandantes súbitamente desaparecidos. Bustos, maniquíes y estatuas casi a ras de suelo, a la altura normal de un paseante ideal e inexistente, y muy de acuerdo con aquella advertencia que, tomada de Schopenhauer, su maestro, el propio artista propone a nuestra consideración. “Schopenhauer, que sabía mucho al respecto —escribe De Chirico en sus reflexiones sobre Nietzsche y las sombras de la tarde—, aconsejaba a sus conciudadanos no poner las estatuas de sus hombres ilustres sobre columnas o pedestales demasiado altos, sino colocarlas sobre zócalos bajos, como se hace en Italia, según él dice, donde cada hombre de mármol parece hallarse al nivel de los paseantes y caminar con ellos.”
La metáfora fundamental
¿Qué paseantes? Pura hipótesis o ausencia consumada, como lo fuera en los orígenes del mundo y lo será tras las postrimerías. Los paseantes de De Chirico se han esfumado en el enigma de la atmósfera otoñal o han pasado a convertirse en esos ilustres varones de antaño definitivamente petrificados entre la gélida luz del atardecer y el avance ponderado e ineludible de unas sombras geometrizantes y temibles como cuchillos. Muchas de las meditaciones de de Chirico se centran por vía de pertinaz obsesión, en aquel tiempo prehistórico enteramente ajeno a la vida humana. Atenta a tales y tan patéticos orígenes, la metáfora fundamental de su pintura consiste en retrotraer la arquitectura de otra edad (Grecia clásica o Roma renacentista) y dejarla con asombroso espectáculo de desolación universal, sin lugar alguno para la vivencia y la convivencia, síntesis aniquiladora de lo que Nietzsche llamó el eterno retorno. En sus escritos Sobre el arte metafísica (1919) comenta y rememora el pintor: “Me acuerdo de la profunda impresión que me causó, siendo yo niño, una escena vista en un viejo libro que se titulaba La Tierra antes del diluvio. La Tierra representaba un paisaje de la época terciaria, cuando aún no existía el hombre. Mucho he meditado desde entonces sobre el extraño fenómeno de la ausencia humana en su aspecto metafísico.”
Entre la revelación de un lugar inexistente y paradójicamente recordable, entre el lamento místico del tengo nostalgia de donde nunca estuve y el vallejiano Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo, entre el sueño y la realidad, entre el tiempo y la memoria, las pinturas de De Chirico siempre me han llevado a repasar mentalmente un conocido texto de Borges: «Todo, como suele suceder en los sueños, era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas.» Harto análogas son las figuras y arquitecturas de De Chirico. Leve y sustancialmente alteradas, sumamente próximas al límite de lo real, en trance o parto de verosimilitud—. monumentos, personajes y escenarios de Giorgio de Chirico conllevan la señal de lo diferente, en forma, justamente, de irónica magnificación. Todo está a punto de volver a ser como fue.
Las pinturas de Giorgio de Chirico habían amanecido en posesión de todas las indicaciones que el naciente surrealismo no tardaría en hacer suyas. Lo más de los historiadores y exégetas coinciden en subrayar la ascendencia surrealista de las mejores obras de nuestro hombre, sin percatarse de que el fenómeno ha de interpretarse exactamente al revés, es decir como precedencia determinante en el ejercicio de la nueva corriente, y no como resultante o secuela.
Nietzsche y las sombras de la tarde.
Es de significarse, por otro lado, que De Chirico había acudido a la fuente más legítimamente inspiradora del surrealismo (no siempre vislumbrada ni compartida por muchos de los correligionarios, Bretón a la cabeza), unos cuantos años antes de que el surrealismo viera la luz. Entre todos los pintores de su tiempo fue Giorgio de Chirico uno de los primeros, o el primero, en percatarse de que el sentido del arte nuevo hallaba su justificación y fundamento en las doctrinas visionarias de Nietzsche y en las sagaces premoniciones de Schopenhauer, como la revisión más actualizada del tema ha venido a demostrar. Para De Chirico hay dos figuras estelares en el firmamento poéticofilosófico, Schopenhauer y Nietzsche, de cuya luz va a nutrirse en buena medida el arte contemporáneo, en cuanto que expresión eminentemente vitalista. Repasar los escritos de nuestro pintor es, según vimos, ver repetidos una y otra vez los nombres de los dos grandes pensadores alemanes.
«Dentro del contexto de la filosofía mundial —ha escrito Eugenio Trías a propósito del Nietzsche de Deleuze— no cabe duda que el joven movimiento filosófico francés, inspirado directamente por literatos y pensadores como Bataille y Kiossowsky, y dentro del cual podemos citar los nombres de Foucault, Derrida y Deleuze, constituye una de las vías más sugerentes, ricas y estimulantes. Ello es debido a su privilegiada situación cultural, puesto que confluyen en su reflexión la línea filosófica que. arrancando de la fenomenología, desemboca en Heidegger, así como los desarrollos más estimulantes de las ciencias humanas (marxismo, psicoanálisis, estructuralismo) y los hitos más sólidos de la vanguardia en literatura y en arte y, por último (y sobre todo), el revulsivo de ciertos escritores reputados como locos o como malditos (especialmente Nietzsche, Artaud, Roussel...)»
Traigo al caso el texto de Trías con el buen ánimo de subrayar un par de advertencias. El surrealismo, por un lado, y pese a los pesares de Bretón, tiene raíces más hondas y más amplias ramificaciones que las que se deducen de sus manifiestos (o de la habitual y exclusiva coyunda Marx-Freud), pareciendo una de sus venas más ricas y más permanentes la que le emparenta con el vitalismo en general y, en particular, con Nietzsche
¿Dónde mejor que en Nietzsche se nos ofrece, de otra parte, el pálpito de la vida sin meditaciones que proclamara el surrealismo? O se afirma libremente la vida como valor supremo (y sin que en ella se nos dé el medio hacia nada) o se la niega tajantemente. ¿Y no en esta inmersión directa en la vida, a favor del deseo y con la renuncia decidida de todo desarrollo histórico o mediatizador, la que proclama Bretón, desdeñando el rodeo de los medios, las categorías conceptuales y la cárcel del lenguaje constituido?. Es, en fin, lo cierto que Bretón se empeñara en pregonar, sin entrecomillar la fuente originaria, lo había anticipado cumplidamente nuestro Giorgio de Chirico, diez años antes, en cualquiera de sus pinturas metafísicas o en la frescura de sus reflexiones sobre Nietzsche y las sombras de la tarde.
EL PAIS - 07/09/1978
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