El Santo, el Sabio, el Pacificador... fueron llamados, en atención a sus correspondientes virtudes, Fernando III, Alfonso X y Alfonso XII, en tanto Pedro I, Enrique IV y Carlos II recibían título respectivo de Cruel (Justiciero, según otros), Impotente y Hechizado..., en razón de presunto vicio, deficiencia o dolencia. Son, sin que medien otras intenciones, simples ejemplos de manual de historia. ¿Y Carlos III? La advocación que mejor cumple a su gestión y a su persona (y a ella debe avenirse, me creo, el homenaje conmemorativo del segundo centenario de su muerte) es la de Carlos III el Urbano, a caballo del «Siglo de las luces».
Hubo de llegar el «Siglo de las luces» para que de él y de ellas tomara la ciudad ejemplo en el decoro nocturno de sus calles. Al siglo XVIII corresponde, en efecto, el primer proyecto, puntual y lineal, de iluminación pública de Madrid, debiéndose el empeño a su «mejor alcalde». Con el apoyo de los Sabatini, Hermosilla, Villanueva, Ventura Rodríguez... concibió y proyectó Carlos III (el Urbano) nuestra ciudad en atención a los dos elementos más simples de la geometría: el punto y la línea. El “punto de concentración” se vio definido (y aún funciona como tal) en la Plaza Mayor, quedando abierta la «línea de expansión» (que lo sigue siendo, Castellana arriba) a lo largo del paseo del Prado.
Muy significativa del «plan general» de Carlos III es la atención prestada al mobiliario urbano, en su alcance funcional y representativo. Se trata de un proyecto global, enteramente acorde con el pensamiento ilustrado, a una mano de la mano el dictado de la razón y la libertad de la naturaleza. El rigor del trazado arquitectónico comulga siempre con la efusión del medio natural y el edificio público (el Prado) comparte con el jardín (el Botánico) una misma parcela. Función y representación resplandecen en todas las formas del mobiliario (la verja, la puerta, el arco, la farola, el asiento, la fuente...), pensado y dispuesto como «objeto símbolo» en el «buen ver» (cuestión es de «luces») de la ciudad.
Antes de Carlos III (el Urbano) las «luces de la ciudad» o brillaban por su ausencia, o eran ocasionalmente brindadas al habitante, llegando incluso a depender (¡quién lo diría!) del culto a Nuestra Señora. Lo normal era que, llegada la noche, quedara la urbe a oscuras, con temor del vecindario y gozo de la picaresca, reservadas velas y luminarias al ornato, exclusivamente, y al rumbo de las celebraciones populares. Y de ahí justamente nacieron las llamadas «iluminaciones efímeras» (que en pie, y con ocasión festiva, siguen en nuestros días y por nuestras calles) a favor de guirnaldas, arcos y florones colmados de colores y luces en ventanas, balcones y puertas... para segura y gratuita diversión de la barriada.
Un factor decisivo en el auge del alumbrado callejero se cifró, como digo, en el fervor mariano del pueblo madrileño. Tras el triunfo de Lepanto (debido, según la corte y el clero, a providente mediación de Santa María) brilló por toda España la lumbre de la gratitud, que a traducirse vino en la llama perpetua y nocturnamente encendida en hornacinas, retablillos, humilladeros y pequeños altares labrados en portales y esquinas de las casas grandes y, por emulación, de las pequeñas. En Madrid llegó el derroche del fervor mariano a hacerse diaria costumbre, semejándose, a veces, a una luminosa «liturgia nocharniega» sin tregua o plazo y acabando, otras más, como el proverbial “rosario de la aurora”.
Relacionándolo o no con uno de los más castizos y grotescos episodios acaecidos en la Villa y Corte, a él (al sobredicho «rosario») siguen refiriéndose las gentes. Fue el pueblo llano el que a la costumbre de adornar las casas con hornacinas repletas de velas y lamparillas en honor de Nuestra Señora añadió el rito de enlazar la noche con el alba en la práctica del «rosario de la Aurora». Raro era el barrio que no tenía rosario propio y ruta igualmente propia, disputándose unos feligreses a otros el favor de la Virgen. Y lo nacido del fervor colectivo vino a parar, como a seguido ha de verse, en enconada reyerta.
Presidido por cuarenta faroles de oro partía el más pomposo del templo de San Francisco el Grande. De menor tono, y quizá mayor piedad, era el llamado «rosario del Hospital», que iniciaba su marcha desde la iglesia de Santa Catalina. Y un mal día vinieron los seguidores de éste y aquél a coincidir en calle estrecha, dándose recíprocamente de narices. Exigían paso los opulentos cofrades de San Francisco;
negábanse los humildes devotos de Santa Catalina, llegando unos y otros de las palabras a las manos y acabando en airada disputa lo iniciado en fervorosa andanza. ¿Qué es acabar como el rosario de la Aurora? ¡A farolazo limpio!
Más o menos castiza renació la discordia popular cuando la autoridad pretendió cargar a espaldas del ciudadano lo que ella no acertaba a resolver. A finales del XVII (y por imitación de lo que Luis XIV hiciera en Francia) se ordenó a los propietarios iluminar las fachadas para utilidad y seguridad de la ciudadanía. Correspondía a los dueños sufragar a los inquilinos el gasto que a éstos suponía el mantenimiento del alumbrado, no tardando en desatarse la protesta y quedar incluso impresa en pasquines que, pese a su carácter clandestino, iban de ojo en ojo por toda la ciudad. «Para encender estas luces —decía uno de ellos, y valga de ejemplo de todos los otros— hay que apagar las chimeneas y dejar las cenas en claro.»
Con la llegada de Carlos III (el Urbano) se convirtió el alumbrado en servicio público, uno más, aunque más deslumbrante, dentro de aquel proyecto global de que ya se dio noticia. Ciudad de «ojo ciego» y «agua va» pasó Madrid, de la mano del rey ilustrado, a encarnar el prototipo de la ciudad moderna. Toda una operación de saneamiento terminó por lavar (que buena falta le hacía) la cara de la urbe a la luz del sol, en tanto la iluminación pública la hacía asomarse de noche a su propio fulgor. Cambió el interior de la Villa y Corte merced al servicio de alcantarillado, limpieza, recogida de basuras, empedrado de calles... y público alumbrado, viéndose externamente adornada con el trazado de caminos, paseos, fuentes, restauración de la cerca y construcción de puertas monumentales, entre las que la de Alcalá sigue siendo ejemplo y homenaje al ilustrado y urbano monarca que a bien tuvo alzarla.
DIARIO 16 - 15/05/1988
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