El pasado viernes, día 7, cumplía Marc Chagall noventa años, y, aunque tampoco fue nunca a Granada, ha sido la ciudad de los Cármenes la que, merced a las atenciones de la Fundación Rodríguez Acosta, ha tenido a bien rendirle un sincero y oportuno homenaje, mediante la doble y bien nutrida exposición (doce óleos, seis gouaches y cincuenta aguafuertes) que por estos días sigue abierta al público. De origen judío, nació en Rusia (Vitebsk, 1887) y residente, desde 1922, en Francia (que con motivo de su onomástica le ha otorgado la Gran Cruz de la Legión de Honor), puede decirse que Chagall es, junto a De Chirico, el último gran superviviente de la vieja vanguardia. Para festejar el nonagenario de su nacimiento, sin descuidar el oficio acaba Chagall de instalar en un templo francés la vidriera más grande del mundo. Nuestro crítico de arte, Santiago Amón, se ocupa de ambos acontecimientos.
Marc Chagall, por primera vez en España
Una exposición para ejercitar la memoria afectiva y pasearse por las sendas del tiempo perdido. Si la pintura de Chagall es, en general, recuerdo perpetuo de la primera luz. tal cual brilló en el hontanar incontaminado de la infancia, su obra de última hora (decadente, sin duda. repetida hasta la saciedad u obstinadamente replegada en su propio recordarse) se nos aparece como una cabálgala festiva, como un risueño carrusel, como un tiovivo ferial en el que van v vienen los personajes y argumentos de una fábula que, de tantas veces repetida, llega a hacerse real, y en su mismo recrearse termina por coincidir con las hojas volanderas del calendario.
Ortos y ocasos, paso y retorno de las estaciones, tránsito cambiante de la luz, del clima, de los aromas, de las circunstancias,... se acomodan una y otra vez al calendario de su hacer poético, hasta el extremo de resultarnos difícil discernir dónde concluye la realidad y comienza el sueño, entrever las fronteras entre verosimilitud y fantasmagoría, o delimitar, con alguna precisión, lo que es dato inequívoco de la conciencia y lo nacido de Otras fuerzas soterradas, de otros acuciantes reclamos, de otros acaeceres que la conciencia no puede dar por acaecidos, aunque los reconozca la memoria ciertos. probados y comprobados.
Marc Chagall ha urdido una fábula, desligada por completo del acontecer histórico y hondamente ahincada en aquel acontecimiento común, de todo lugar y tiempo cualquiera, que los románticos alemanes llamaron sentimiento popular. No sin agudeza, ha dejado dicho, al respecto, Giulio Carlo Argan: «La pintura de Chagall es fábula, y la fábula es problema. La fábula no es sino la expresión viva de la creatividad del pueblo." He aquí un primer aspecto de la escisión provocada por cuenta y riesgo de Marc Chagall en la historia del arte contemporáneo: oponer al arte elitista, al arte para iniciados, una expresión popular a cuyo alcance son otros los iniciados que tienen acceso.
El arte de Chagall obedece, de acuerdo con Giulio Carlo Argan. a un proceso de transliteración, harto similar al de Brueghel. Nadie, salvo el artista, domina el texto que se oculta en la ilustración de las fábulas que él dirige al pueblo. Tampoco el pueblo conoce el contenido literal de lo que en cada caso concreto ha querido expresar el fabulista, pero posee, por afinidad, la clave, el código del mensaje: «Chagall invierte la forma de proceder del arte áulico, hecho para una élite de iniciados; también él hace un arte para iniciados, pero con la diferencia de que los iniciados son los componentes de la masa. y quienes no pueden comprenderla son los de la élite.
El reverso de la realidad
Una segunda característica del proceder de Chagall, distintiva entre mil en la nómina de sus coetáneos, es la idea de repetición que. según antes apunté, llega a la saciedad, al recuerdo de su propio recordarse. No son pocos los que de ello han venido a desprender limitación o impotencia, sin advenir que la fábula incluye, por naturaleza, el acto litúrgicamente repetitivo. La historia cambia; la fábula permanece fiel a si misma, o con tenues variaciones seculares que enriquecen su argumento; «Esta pintura- escribe Claude Esteban- de la de Chagall es el perfil moviente del hombre bajo las especies inmemoriales de la fábula. Y la fábula exige un desarrollo circular, un lirismo repetitivo, una liturgia.»
La tercera y decisiva nota del arte de Marc Chagall en la cuenta y recuenta de todos los pioneros que configuraron su generación, es, a juicio mío, su esencial diferencia estilística, pero no en cuanto que tal (como vienen haciendo mala costumbre textos, manuales y otros tratados de más altos vuelos), sino por su extremada capacidad de transcribir una historia que poco o nada tiene que ver con la que reflejan las páginas del suceso diario: algo así como el reverso sistemático, fecha por fecha, de lo que acaece por el universo mundo (política incluida), o el pulcro contracanto de las empresas que, para bien o para mal, invisten de peculiar fisonomía a nuestro tiempo.
Que el estilo de Chagall es personal, único, inconfundible, lo certifican tirios y troyanos, aunque no sean muchos los que trasciendan tal reconocimiento (incluida, no pocas veces, la critica) y se adentren en los contenidos, en la positiva versión alegórica, en la fábula general con que el pintor eslavo-judío interpreta y trastoca lo que realmente ocurre por el mundo. El mero cotejo comparativo entre la circunstancia que le tocó vivir, y los rasgos con que él se propuso plasmarla desde dentro (desde el dentro del dentro) ahorraría comentarios o vendría a determinar los extremos de una contradicción total, mejor que proposición o actitud propiamente dialéctica.
Cuando, a partir de 1909, los cubistas se aproximan a las cosas de un modo primordialmente fisicista, sensorial, con ribetes de cientificismo, nuestro pintor entiende la nueva disciplina a manera de prospección interior en que el espectáculo de la apariencia se desintegra, se descoyunta desde dentro, con la pretensión única de visualizar la realidad profunda de la siquis. Lejos de todo análisis físico, tan grato a sus eventuales colegas. en sus cuadros, cubistas a su aire, el universo se desguaza y reorganiza del interior al exterior; se invierten cielos y montes, vuelan entre nubes las cúpulas bizantinas. las cabezas se desmembran del tronco y los animales dialogan con los niños...
Se acentúa aún más la contradicción. si se compara la peculiaridad de su crónica con la de sus más estrictos coetáneos. En tanto los expresionistas dan dramática noticia de la anteguerra, entreguerra y posguerra del 14. nuestro buen Chagall inunda sus cuadros de parejas voladoras de novios, violinistas en los tejados, asnos lectores, vacas pensativas, casas festivamente humeantes, peces convertidos en floreros. pájaros en ángeles, lunas y soles en audaces trapecistas..., gozosa panorámica que ni la revolución rusa del 17, de la que fue partícipe, ni el posterior exilio, ni la segunda guerra mundial, ni otras contiendas, frías o calientes, lograrán atenuar lo más mínimo.
Los aguafuertes de la guerra española
El ejemplo más elocuente nos viene dado en los quince aguafuertes con que ilustró el libro de André Malraux, titulado “Et sur la terre” y alusivo a la guerra civil española, tal como obra en esta excelente exposición de Granada. Sabedor, Malraux, de la peculiar versión que había de ofrecer Chagall acerca de nuestra guerra civil, en la carta de propuesta de colaboración le dirige al pintor este texto sintomático, cuya prevención inicial disipa toda duda: «Me parece que no sería necesario en absoluto pensar en una ilustración fiel (...). sino en una partitura de la cual mi texto sería el libreto. No dé usted ninguna importancia a los personajes: son, cuando más, sombras.»
Remota resulta, en efecto, la fidelidad de cada una de las estampas de Chagall para con el texto de André Malraux. Sombras le recomienda el escritor, y sombras confía el artista al aguafuerte; sombras fugaces, tornasoladas, tenidas de bien dentro del mal, en cuyo ir y venir los aviones alternan con el pajarerío, juegan los niños con los combatientes, en tanto los árboles, las nubes, las casas y los caminos... reciben, entre explosión y explosión, los rayos de un sol colmado de esperanza. Y lodo ello, corrobora Malraux sin eufemismos, «no por causa de España o de Rusia (...). sino de una materia grabada que usted acaba de inventar. que antes de usted no existía».
Y si tal es la versión que hace Chagall de la guerra, de la desventura. ¡cuál no será la que tenga a bien (y siempre lo tuvo) de ofrecernos para alabanza de la paz, para el cántico de la alegría, para gozoso colofón de aquel argumento universal que sólo es capaz de retrotraer y resumir la memoria afectiva, inmersa en los manantiales no contaminados de la infancia. en la asombrosa plenitud del tiempo perdido!. También en la exposición de Granada se nos regala un testimonio excepcional de la poética condición con que el pintor ruso sabe adornar la vida y los versos de los buenos poetas: las singulares ilustraciones del libro de Louis Aragón, titulado “El que dice las cosas sin decir nada”.
Es. posiblemente, en este libro donde Marc Chagall ostenta en todo su esplendor su habitual capacidad de convertir en poesía cualquier acontecimiento, literario o vital, que caiga en sus manos o quede encomendado a su buen hacer. Se produce en este libro una suerte de paradójica transformación, de metátesis esencial, por cuya virtud dijérase que el poeta, Louis Aragón, pasa a asumir el papel de ilustrador, y el ilustrador, Marc Chagall, se conviene en poeta. Tan cierto es ello, que cada uno de los versos de Aragón no parece sino el escueto comentario, incluso el titulo, de obras y más obras dadas a la luz por Chagall a través de los años y las técnicas artísticas.
La vidriera más grande del mundo
Al cumplir los noventa años, Marc Chagall acaba de instalar en la capilla de Los Cordeleros (iglesia gótica del siglo XII. sita en Sarrebourg. en la Lorena) la vidriera más grande del mundo: 12 metros de altura y 7.60 de longitud. Viene así a consumarse, por ahora, el ciclo de los ventanales litúrgicos que el viejo maestro iniciara, en 1957, con los ideados para la iglesia de Plantean d'Assay, en Saboya en 1957, y de los que ha venido dando fe sucesiva en la catedral de Metz (1958), en la sinagoga del hospital de Hadassah. cerca de Jerusalén (1960), en la iglesia Fraumunster, en Zurich (1970), en la catedral de Reims (1974).., más los realizados con destino a Nueva York: el de La Paz. en la sede de las Naciones Unidas y el de la iglesia de Pocantico Hill.
Cinco años de trabajo ininterrumpido le ha costado a Chagall la consumación de esta última vidriera, que en su totalidad viene a ocuparla extensión aproximada de cien metros cuadrados. La maqueta inicial (realizada a escala 1/15), con los bocetos o cartones de las franjas divisorias (reducidas a su mínima expresión en el empleo del plomo tradicional), formas compositivas y gradaciones cromáticas, ha dado paso a su consagración definitiva y litúrgico ornato del citado templo de Sarrebourg. Se ve el gran ventanal completado con siete pequeñas vidrieras colocadas en los vanos ojivales de la capilla.
La magnitud y complejidad de la empresa ha exigido nuevas técnicas de fabricación y montaje: una proyección o amplificación fotográfica de la maqueta a sus dimensiones reales y en pro del trabajo directo sobre las grandes planchas acristaladas. especialmente fabricadas para el templo de Sarrebourg. A merced del ácido fluorhídrico, todo un laborioso proceso de grabado ha dado vía libre al flujo y reflujo del color, a su entonación y degradación paulatina que llegan a hacer innecesario el empleo de la cinta de plomo en el engranaje de los fragmentos.
Fábula y liturgia
Fiel a su particular concepción y difusión de fábula e inevitable liturgia con que, según dejé apuntado en el comentario adjunto, la divulga y adorna. Marc Chagall ha trazado un argumento esencialmente bíblico que, de acuerdo con su costumbre, incluye la semblanza del Crucificado Rey de Íos judíos, y jamás se entiende a otros episodios y personajes del Nuevo Testamento. La raíz judaica del singular artista eslava se ha plasmado siempre en esta peculiar característica exegética que en el drama de la Cruz halla su epílogo, sin afectar para nada a otros pasajes evangélicos.
Sin romperlo ni mancharlo, el rayo de luz traspasa el cristal e ilumina el templo de Sarrebourg con la efusión de un radiante arco-iris (símbolo bíblico de la paz), en cuya trama y despliegue preponderan los rojos, los verdes y los azules. La Paz: es, en efecto, el título general que ha asignado Chagall a su obra. abierta de par en par a personajes y símbolos de la Biblia (Adán y Eva, Isaías, las Tablas de la Ley, el Candelabro de los siete brazos. Abraham y los tres ángeles...) y coronado con la triunfal entrada de Jesús en Jerusalén y su muerte en el Gólgota.
Cual corresponde a un genuino hacedor de fábulas, siempre ha buscado Chagall amplios escenarios en que ofrecer al público el argumento y la forma de su ritual manifestación. Primero fueron los grandes murales que. a instancias de Effros y Granowsky, realizó en Moscú para ornamentar el nuevo teatro de arte judío: luego, los decorados del Aleko. de Tchaikowskv; del Pájaro de fuego, de Stravinsky; del Dafnis y Cloe, de Ravel, y las tapicerías del Parlamento de Jerusalén, los murales de Francfort, el techo de la Opera de París....y. por último, la decidida entrega a las vidrieras litúrgicas, en que la fábula había de hallar adecuada sacralidad.
Y de la suntuosidad catedralicia ha terminado por recluirse en el fervor del templo abandonado, como al dictado de este texto de Claude Esteban: «No seria la gran catedral en su mensaje unitario, altivo, demasiado seguro en el polvo de la ciudad, lo que convendría más a estas lecciones humanas de esperanza, sino unos collares de capillas blancas (...) en el espacio para el paso de los fieles, de los profetas y de los mendigos».
EL PAIS - 10/07/1977
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