El pasado jueves se inauguró en Madrid una muestra conjunta del pintor irlandés Francis Bacon, y de nuestro Pablo Picasso. Esta exposición congrega (por primera vez en España?) las firmas de ambos maestros, con el favor y el fervor de una concurrencia masiva. El hecho es tanto más de valorar cuando la galería Theo, lugar de la exposición, fue asaltada bárbaramente por los ultraderechistas guerrilleros de Cristo Rey en ocasión (1972, noviembre) de una muestra de grabados de Picasso, que fueron destruidos. También es significativo, por precaria y anacrónica que pueda resultar esta muestra, que sea una sala privada y no el Estado —tan generoso en otro tipo de masivas demostraciones— la que tenga que hacer semejante esfuerzo.
Paradójico, por monstruosamente verdadero, resulta (dicho con remedo de una sentencia de Grarcián) que una quincena, apenas, de pinturas venga a constituir la muestra más holgada que de Pablo Picasso se nos haya dejado ver en Madrid a lo largo, al menos, de estos últimos cuarenta años. Paradoja igualmente, y monstruo de verdad es que, tras la tan cacareada y frustrada promesa de la Fundación Juan March, comparezca Francis Bacon por vez primera entre nosotros con seis pinturas al óleo, y un par de grabados de dudosa técnica y consecuente paternidad.
Y tanto más paradójicamente actual, en el caso del primero, cuanto que es ahora, justamente. cuando empiezan a oírse voces reivindicativas en tomo a la restitución del Guernica, con eventuales adornos patrióticos nada acomodados a los hechos. ¿Hay acaso algún argumento jurídico capaz de desmentir el desdén manifiesto que a lo largo de tantos años ha venido mostrando España hacia uno de sus hijos más insignes? ¿No nos cuadran mejor culpa y vergüenza que exigencia de justicia? ¿Cómo explicar que estas quince obras conformen la colección más completa que de la pintura picassiana se haya visto nunca en Madrid?
La españolía
No restamos —dejé escrito con motivo de su muerte— ni el negro de uña al sentir patriótico de Pablo Picasso, pero si salimos al paso de esa repentina fiebre de españolidad (poco afín, ciertamente, a la afín resonancia orteguiana de la españolía) que, apenas muerto, quiere invadir lo mejor de su ejecutoria, llevada a cabo integral o esencialmente en suelo francés. Fue allí, en Francia, donde Picasso asentó su arraigo, su morada, poco menos que elevada a rango de institución. con la anuencia de las propias instituciones oficiales, que incluso le ofrecieron un homenaje sin precedente en la historia del país vecino: abrir, en vida del artista y para honor de su obra, las puertas del museo del Louvre.
Pablo Picasso es español por origen, por aquel estigma que el origen deja en la manera de ser y obrar del hombre, y por su escueta afirmación de ambas razones: «Soy español y realista en el sentido de que no siento remilgos ante las ásperas verdades de la existencia.» Pero de atender al suelo y al ambiente cultural en que vivió y llevó a cabo el designio de su obra, su patria ha sido Francia, mucho más atenta al quehacer de Picasso y honrada de ni morar, que la tierra de su origen, inclinada solo, y en la ocasión favorable, a reivindicar su nacimiento y su obra mis afamada, y desafecta por lo común, cuando no hostil, hacia lo mejor de su ejecutoria.
En verdad que el conjunto irrelevante de estas quince pinturas menores, llegadas a Madrid no admite otra critica que la denuncia de lo no hecho, ni siquiera estimado. Quince pinturas menores, que, lejos de arrojar luz alguna sobre las intenciones picassianas, terminan por confundir a la masiva y diaria concurrencia. Toda una primicia, en fin, que aconseja silencio en vez de estimular reivindicaciones.
Ocasión tardía
Y Francia Bacon, o la ocasión tardía y baldía. De haber llegado hace, por ejemplo, unos quince años, hubieran servido algunas de las seis pinturas (que hoy cortejan en Madrid la novedad picassiana) de toque de atención a tantos improvisadores, émulos y plagiarios como por entonces le salieron al singular artista irlandés. Seguro estoy de que una sola exposición de Francis Bacon, presentada en el momento oportuno, hubiera bastado para poner en entredicho a la legión de sus fraudulentos secuaces, empedernidos mixtificadores y adulteradores de sus originalísimos procedimientos.
El Bacon que en la pasada década hizo furor entre tantos y tantos de nuestros vanguardistas fue un Bacon de libro, un Bacon tomado de ilustraciones y reproducciones; en cuya engañosa superficie quedaba enteramente disipada y confundida la técnica inconfundible del pintor irlandés. Los incontables émulos coyunturales de aquel tiempo, apasionadamente deslumbrados por el sadomasoquismo baconiano, interpretaron su pintura a la brava, o al viejo modo expresionista. Densidad matérica y violentas pinceladas pretendían traducir en sus telas lo que en las de Bacon es somera liviandad, rayana casi en la nada de la materia y de la forma.
Algunos de los lienzos baconianos que hoy se exponen en Madrid hubieran bastado, repito, para contener la ola de sus fraudulentos secuaces de luce diez o quince años: que de haber su peculiaridad a la cabeza de otras muchas virtudes de Francis Bacon, tal y no otra seria el el moroso refinamiento y el ahorro sistemático con que acierta a convertir el dramatismo en elegancia. Fondos lavados, oreados, transparentes, en los que el aguarrás prepondera sobre el oleo...dan paso a la huella del pincel eminentemente seco, conformador, en su moroso e imperceptible ir y venir, de la figuración humana, en trance de admitido o consentido sufrimiento.
Dos grandes devastadores
¿Picasso versus Bacon? Ignoro los propósitos de quienes han montado la exposición, si han querido o no contrastar modos y procedimientos de estos dos grandes devastadores.
El conjunto de lo expuesto hace obvio, en todo caso, el contraste. Todo lo que en Picasso es frescura, inacabamiento y derroche, resulta en Bacon sequedad de pincelada, consumación aquilatada de los planos y sistemático ahorro de la materia, reducida no pocas veces a su mínimum neceesarium. No parece incluso descabellado suponer que sea esa tentación de frescura inmediata la que induce a Picasso a dejar inconclusos los más de sus lienzos, en tanto quedan pulcramente estampados los Bacon, merced a la ahorrativa ponderación con que recorre la sequedad integral de sus superficies cromáticas.
— Y la devastación. «Para mi un cuadro —afirmó Picasso en mas de una ocasión es una suma de destrucciones». Francis Bacon, equiparando el acto de pintar al de vivir, ha dejado dicho por parte: «La vida, desde el nacimiento hasta la muerte, es una larga destrucción.» ¿Actitudes paralelas? Posiblemente, porque posiblemente se trate de los dos más grandes intérpretes de la descompostura humana, mas allá del temblor de los huesos. Pero con un diferencia sustancial: cree Picasso es el genuino descubridor de la nueva modalidad interpretativa, por no decir de toda una época (nuestra época), de la que Bacon ha acertado a pergeñar el más vital y verosímil de los retratos.
EL PAIS - 13/03/1977
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