Entre el griterío y el alborozo de la multitud, en la plaza Mayor de Madrid, y desde el balcón de la casa llamada de la Panadería, fue proclamada la Constitución de 1812. Ocurrió el 15 de agosto de dicho año, meses después de que fuera aprobada, jurada e incluso bautizada como «la Pepa» por haber visto la luz, en Cádiz, el día de San José. (Ya se sabe: todo José, de acuerdo con la costumbre onomástica, es Pepe, y Pepa, toda Josefa.) La nutrida concurrencia contó con un personaje de excepción, que si allí pasó inadvertido, hizo él, con su vida y sus pinceles, que el mundo entero advirtiera un capítulo, contradictorio y esperanzado, de la historia de España. Llamábase este bien nacido personaje Francisco de Goya y Lucientes.
Francisco de Goya vivió, sintió en sus carnes, el paso tortuoso del siglo XVIII al XIX, la cruda transición de la Edad Moderna a la Contemporánea, el vuelco súbito de aquel tiempo en el que, con Carlos III, aún contaba España en el concierto de la naciones europeas, y aquel otro tiempo en que, bajo Fernando VII, y tras el Pacto de Viena, pasó a ser una nación secundaria. Vivió y sintió, sobre todo, el choque frontal entre el poder absolutista y el empeño democrático. Democracia, libertad e independencia recabaron de la expresión goyesca el grito sin sordina contra la invasión extranjera y el despotismo de dentro. ¿En nombre de «la Pepa»? Y del lúcido y fallido intento de modernizar el Estado a ejemplo de la Europa progresista.
Tanto la andanza humana como el quehacer artístico de Goya no revelan la tremenda contradicción, entre la opresión y la esperanza, del tiempo que le tocó vivir y acertó él a expresar como nadie. En verdad que en la suya pueden descubrirse, dos a dos, los extremos ejemplarmente contradictorios de una biografía única y rectilínea. Tildado de afrancesado, denunció a voz en grito la invasión francesa; afincado en la corte, defendió con uñas la libertad del pueblo; patriota hasta médula, vino a morir en el destierro... más o menos voluntario. ¿Un dato más en qué apoyar la contradicción vital, el sarcasmo impreso en la semblanza del pintor de Fuendetodos? Sordos sus oídos, cantaron sus pinceles el advenimiento de la Constitución de 1812.
A finales del siglo XVIII trazó Goya la alegoría de «La verdad rescatada por el tiempo ante la historia», de la que, con leves modificaciones, había de nacer su apasionada loa a «La Pepa» (una de las obras mejor alumbradas por el artista aragonés). En este deslumbrante cuadro goyesco la verdad se viste e inviste de Constitución. Lleva en la mano derecha el texto fundamental, en tanto la izquierda empuña el cetro de la soberanía. Del brazo la coge el tiempo alado en cuyo reloj simbólico se ha detenido la arena de su propio discurrir, que la historia se apresta a testificar, a la espera de los nuevos tiempos. Y el horizonte de par en par abierto al deseo popular....deseo que frustrarla un rey llamado, por amarga paradoja, el Deseado.
Dos años después de proclamarse la Constitución de Cádiz, volvía a España Fernando Vil, y con él, defraudando al pueblo y burlando su soberanía constitucional, volverían absolutismo y dictadura, ignominia de la Inquisición incluida. ¿Qué fue de «la Pepa»? Goya dejó dramáticamente plasmada la respuesta en una pintura hoy conservada en el Museo de Santander. La Constitución ha. muerto, se ha petrificado como una estatua. Ni texto fundamental, ni signo liberador. Es el rey quien en arrogante exclusiva ostenta los atributos del poder. ¡Cara y cruz de la Constitución de 1812 en la pintura de Goya! Vale, en fin, la pena (y la rabia) señalar que de los dos cuadros antes mencionados, el uno se encuentra en Norteamérica, y en Suecia, el otro.
DIARIO 16 - 24/03/1987
Ir
a SantiagoAmon.net
Volver
|