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LA ALMUDENA Y LA CORNISA

El presidente del Gobierno acaba de solicitar de «empresarios y otras personalidades» (¡raro binomio!) ayuda económica para que las obras de la catedral de la Almudena queden conclusas en 1992, coincidiendo (¿como las témporas con los bajos de la espalda?) con el Centenario del Descubrimiento de América, la Olimpiada de Barcelona y la Exposición Internacional de Sevilla.

Y los empresarios (de las «otras personalidades» nada se sabe) no han tardado en reunir cien millones de pesetas con los que se va a emprender la segunda fase, a la espera de otras dos más, que darán forma y fin al «disparate».

No creer que otra voz cuadre mejor a la consumación de una obra funcionalmente inútil, ideológicamente contradictoria, históricamente incierta, arqutectónicamente desdichada y urbanísticamente nociva.

La desaparición del culto catedralicio, a la luz de las nuevas directrices litúrgicas, certifica, me creo, la primera de estas cinco proposiciones, confinada la segunda a los extremos de una singular paradoja, lo que fue desdeñado por el «espíritu conservador» del anterior régimen merece de los actuales gobernantes (presuntamente progresistas) solicitudes y entusiasmos.

Por mucho que le extrañe, sepa usted que ni a la dictadura política ni a la jerarquía eclesiástica sedujo nunca el proyecto de la Almudena. Lo orilló monseñor Elijo y Garay, obispo de Madrid en los triunfales días del franquismo, arguyendo irónico que «en la plaza de la Armería soplaba siempre el viento y que no podrían ir los canónigos, a los que les volarían los mantos».

El entrecomillado pertenece (¡y no deja de tener gracia!) a un texto del actual arquitecto-restaurador, quien resume todo el celo del general Franco en la idea (poco gloriosa) o posibilidad de «organizar una rifa».

¿Fue pensada como catedral la Almudena? Difícilmente, y con sólo saber que la Villa y Corte dependía de la diócesis de Toledo. Nadie, pues, traiga tradiciones viejas al nuevo asunto catedralicio. La Almudena fue inicialmente creada como parroquia sustitutoria de la demolida en la calle Mayor para el trazado de la de Bailen, la convirtió luego Alfonso XII en sepulcro de la muy llorada María de las Mercedes... y sólo cuando (hace apenas cien años) fue elevada Madrid a rango de diócesis pudo hablarse de catedral en sentido estricto.

Desde el punto de vista arquitectónico la Almudena se va acomodando, conforme avanza a su fin, a la figura del «pastiche». A la petulancia de su choque frontal con las nobles trazas del Palacio Real (y con los nombres mismos de Sacchetti o Sabatini) añádase el sonrojo de su «ropaje encubridor» y el cariz «camaleónico» con que va cambiando, cara por cara, su «estilo»: románico-gótico, al sur; renacentista-herreriano, al este; barroco-clasicista, al norte..., y a la espera andamos de una nueva sorpresa en el flanco occidental.

Es, sin embargo, en el campo propiamente urbanístico donde se produce el mayor agravio...La cornisa occidental de Madrid (la más noble y bella de todas sus caras) se ve esencialmente perturbada (con los rascacielos, al alimón, de la plaza de España) por la súbita presencia de la Almudena, llegando, sus insultantes torres (¡y aún se nos amenaza con la construcción de una cúpula!) a entrañar una ofensa a la armoniosa escala del Palacio Real, contemplado desde el río.

Se refleja la ciudad en las aguas del Manzanares y en el ojo de quien a ellas se asoma. Se refleja, digo, pulcramente definida en la linea recta (palacio-viaducto-San Francisco-Puerta de Toledo) de la cornisa que mira y mira al oeste. Y de pronto, y sin más, la visión se quiebra y descompone ante la aparición fantasmal de la Almudena con sus irritantes torres y la posible cúpula. ¿Que la cosa no tiene ya remedio? Por eso lo lamenta uno, y muy de veras.

DIARIO 16 - 24/01/1988

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