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LA PLAZA , LA ACRÓPOLIS Y EL SÓTANO

La Plaza de Oriente dejará en breve de ser plaza para tornarse «basamento de tres grandes monumentos: el Palacio, el Teatro Real y la Almudena». Responde el entrecomillado a reciente y delirante declaración del arquitecto Miguel de Oriol, cuyo es un insensato proyecto destinado a convertir el suelo del referido paraje en .techo de un aparcamiento subterráneo. ¿Tres grandes monumentos? Séalo el Palacio Real y quede confinado al arte... de la repostería (que tarta parece de regimiento, mejor que templo de Polimnia) el Teatro, al tiempo que la Almudena sigue divulgando a los cuatro vientos su abierta condición de «pastiche camaleónico», obedientes sus cuatro fachadas a otros tantos estilos.

No es, sin embargo, el presunto signo monumental de los inmuebles citados el que hurta los desvelos del proyectista. Todo su empeño se centra en acercar la «fachada este» de Palacio a las narices mismas del viandante (¡ni que costara sobrehumano esfuerzo atender al guiño del semáforo!) merced al trazado de un túnel bajo la calle de Bailen, integrada de esta suerte, y sin solución de continuidad, en la plaza llamada de Oriente (pese a hallarse en la parte más occidental del casco urbano). Y puesto a hacer agujeros, ha terminado el arquitecto sobredicho por proyectar un aparcamiento bajo la plaza misma, con perjuicio claro de ésta y seguro beneficio de la empresa concesionaria.

¿Un aparcamiento bajo la plaza de Oriente? Tal parece el fin empírico de un proyecto tan sofisticado, a golpe de vista, y utópico, que incluye... ¡hasta un paso elevado (¿jardín colgante?) entre el recinto palaciego y la Casa de Campo! «No se trata —matiza Miguel de Oriol— de personificar en mí esta solución urbanística. A todos mis colegas que pasean por la plaza de Oriente se les ha ocurrido alguna vez recuperarla como espacio artístico.»

Entre gracioso y grotesco ha de resultar, si el proyecto va adelante, avanzar en automóvil por la calle de Bailen y, a la vista de Palacio, descender bruscamente, como por un tobogán de feria, y volver a la luz en el choque fantasmal con la Almudena. ¡Una mezcla del juego de la ola y el de los horrores! Y lo grave del caso es que el (mal) ejemplo puede cundir y hacerse costumbre eso de encajonar soterradamente la calle cada vez que pase por delante de un monumento (de los de verdad o de los de repostería) aprovechándose (¡cómo no!) la ocasión para dejar bajo tierra el correspondiente refugio de automóviles; que a aparcamiento por monumento, de prosperar la causa, va a tocar la cosa.

¿Qué hará la calle de Bailen en su siguiente encuentro con San Francisco el Grande? Encajonarse, descender a las tinieblas y volver a la luz tras haber dejado a sus espaldas el aparcamiento consabido... para repetirse la acción y la «operación», unos metros más allá, frente a la Puerta de Toledo. Acercar directamente a los ojos (a las narices mismas) del transeúnte cada uno de los monumentos (reales o imaginarios)

de la Villa y Corte sería tanto, de acuerdo con la «idea» del arquitecto Oriol, cómo allanar, sin solución de continuidad, la superficie de cada caso (Museo del Prado, Puerta de Alcalá... o San Pedro el Viejo) y confiar aparcamiento y tránsito rodado a los vientres de la urbe.

El Palacio, el Teatro Real y la Almudena vendrán a formar —concluye Miguel de Oriol— «una especie de acrópolis». ¡Esa si que es buena! Desde su más genuina raiz etimológica hasta la más pragmática de sus acepciones, «acrópolis» significa la «parte a'.'.a de la ciudad», que o es tal o mal puede, de no serlo, entrañar especie alguna. ¿Habla el arquitecto en términos relativos? ¿Quiere decir que los «tres grandes monumentos» (?) se convertirán en acrópolis por su sala relación con el socavón abierto a sus plantas? En tal caso, y de medrar su «idea», va a haber en Madrid tantas acrópolis como sótanos destinados al reposo del automóvil. Tantas, que alguna tendrá que estar repelida.



DIARIO 16 - 27/03/1988

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