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LA PRIMERA EXPOSICIÓN DE LUCIO FONTANA

No se pretende, aquí y bajo este título, exhumar de la historiografía la primera muestra pictórica que Fontana exhibiera allá por los años veinte. Nuestro comentario y su encabezamiento aluden a un suceso más actual: la primera exposición del maestro italo-argentino en Madrid y posiblemente en España. Cierto que de forma excepcional se ha mostrado en algunas de nuestras salas obra gráfica, pero nunca obra propiamente pictórica, de Lucio Fontana con anterioridad a la exposición clausurada apenas hace un mes en la galería IolasVelasco y enmarcada con lujo verdadero: fue precedida de una antológica de Max Ernst y seguida de otra, también primera, del milanés Roberto Crippa, habiendo entre ambas lugar digno para los diáfanos espejos de Eduardo Sanz.

La importancia de esta exposición, el lamentable retraso con que ha llegado a nuestros ojos, y también la indiferencia que hacia ella ha mostrado gran parte de la crítica, nos inducen por esta vez (y por cuantas en el futuro la significación histórico-cultural del suceso lo aconseje) a variar la orientación habitual en las páginas de NUEVA FORMA: antes teoría estética y labor monográfica que crónica y crítica de exposiciones. Presente, pues, el significado cultural, y hecha ya la crónica somera, intentaremos, más que la crítica de esta admirable exposición de Fontana, unos comentarios a su propósito.

Lucio Fontana es un espíritu barroco. Esta afirmación parece irreprochable si, eludido su afincamiento tradicional al siglo XVII, entendemos por Barroco un género o una constante histórica en la evolución de las artes. El Barroco es un género, el Romanticismo una especie. En la noción de lo barroco cabe hacer confluir todas las corrientes no racionalistas, anticanónicas, de las que el Romanticismo sería la más insigne pero no la única. La concepción barroca del arte hace suyo el conceptismo, como la Historia de la Literatura lo atestigua, y no excluye el universo de las ideas, ni la búsqueda metafísica... Nunca, en cambio, hallaría asentimiento a sus premisas el rigor del racionalismo, de la preceptiva, de la academia. Dos notas suficientes si no esenciales, vienen a concretar la noción de lo barroco en su dimensión más amplia: genuinidad y originalidad. La genuinidad de su origen, antes que la perfección, justifica la obra de arte; e! arte de Grecia —podía ser la justa actitud del Barroco ante el Clasicismo— es bueno no por perfecto, sino por originariamente perfecto. Para el artífice barroco el arte es puro origen, instauración reciente de lo hasta ahora increado y, sobre todo, genuina expresión.

Fontana es un artista barroco. Tan genuina y personal es su expresión que dificulta, hasta la imposibilidad, su clasificación o encuadramiento en la estética moderna. Edad de grandes maestros ha sido nuestro siglo. Afirmar la personalidad o eludir el parentesco parece empresa inasequible al artista de hoy Lucio Fontana, venido a la luz en los orígenes mismos de la revolución estén de nuestro tiempo, alimentado en la plenitud del renacimiento contemperaneo tan propicio a la profusión de escuelas y tendencias, ha sabido preservar acento personal sin afiliarse a ninguna. Nacido en 1899, ha conocido el alumbramiento y la génesis de todos los movimientos de vanguardia, la espléndida floración de los ismos, y, siendo la encarnación misma de la vanguardia (o quizá por serlo) ha permanecido incólume, erguido sobre sí mismo, con un pie en la frontera de las generaciones y con el otro en el umbral de la inventiva de la siempre renovada creación. Su libérrima actitud creadora salvadas distancias que salvarse deban, más de una vez nos trajo a la memoria el ejemplo de León Felipe en el ámbito contemporáneo de la poesía española (esa pequeña y entrañable edad de oro que va de la vertiente del 98 hasta la Guerra Civil ¿En qué grupo poético podríamos realmente encuadrar a este venerable Don León, anciano y pionero, cuyo centro personal nos fue siempre familiar y siempre distinto?

Más radical parece el caso de Fontana. Ni el cubismo (gimnasio ya y práctica manual de la estética contemporánea) del que raro artífice de su tiempo logró huir, pudo atenuar siquiera el fuego de su juventud innovadora y libre. Hemos trazado, a conciencia y con pormenor, las coordenadas del cotejo histórico y hemos venido a hallar, por fin, en su quehacer, mera afinidad con visión instauradora de dos insignes maestros: Arp y Malevich. La exaltad del plano por parte de aquél y la poética indagación espacial de éste confluye sin duda, en la obra de Fontana, pero no por vía generacional, sino por el paralelismo de un mismo planteamiento teleológico cuya solución haga quizá al arte salir de sus propias fronteras.

La obra exhibida por Lucio Fontana, familiar y distinta, oasis verdadero en el desierto de monotonía que habitualmente constituye la tónica de tantas exposiciones , ha suscitado en nuestra mente el recuerdo del viejo estilo internacional y su posible referencia a buena parte del arte contemporáneo. Discurre arte de nuestros días por el cauce de un auténtico estilo internacional. Con este nombre suele la Historia del Arte mencionar aquella manera uniforme (y. a la postre, monótona) de expresión pictórica, compartida por toda Europa en los albores del siglo XV merced a la cálida acogida que las cortes refinadas de París y de Borgoña dispensaron a las artes, con la natural concurrencia de los pintores renacentistas, encabezados por Simone Martini, a ulterior difusión de un estilo homogéneo por tierras de Flandes, de Alemania, de Italia, de Cataluña... No fue tan feliz esta manifestación pictórica como lo fuera la expansión de la arquitectura románica desde la alta Europa hasta la tumba del Apóstol, ya en el fin de la tierra. La universalidad del románico era genuina, cimentada en una concepción del hombre y de la vida, en tanto la uniformidad del estilo internacional fue eminentemente teórica, basada a preceptiva de aquellos incipientes maestros del Renacimiento.

No dejaremos de repetir que el renacimiento contemporáneo ha sido obra grandes artistas. Sólo ellos indagaron estratos últimos de la realidad y nuevas formas de expresión. Los actuales medios de comunicación e información, con diámetro mayor y más aquilatada noticia que el mítico clarín de la de la Fama, lograron el resto. El ámbito del arte, iluminado desde ángulos tan diversos y expuestos a la universalidad de los puntos cardinales, se ha condensado en síntesis expresivas fácilmente asequibles a la nueva sensibilidad que, reiteradas una y otra vez y en todos los confines, han venido a alumbrar la fórmula de este nuevo estilo internacional informador de un arte tan perfecto como inmóvil. Muchos son hoy los pintores capaces de realizar obras de exquisita sensibilidad y perfección consumada; pero la perfección, como tal, no encarna el valor definitivo de las artes. Sólo lo que es originariamente perfecto es también durable y ejemplar. ¿No será este estilo internacional, perfecto, distinguido, refinado, índice claro de decadencia? Cuando un renacimiento (y una cultura en general) ha alcanzado la cumbre, se enfrenta necesariamente con los términos tajantes de este dilema: o la decadencia o la ruptura. Tras la cima, o el descenso o el vacío.

¿Puede el artista de hoy rehuir el descenso y proseguir desde la cumbre a marcha ascendente sin tierra firme bajo sus plantas? El rasgo personal de Fontana sobre la planicie de la monotonía, indócil siempre su pulso a la norma del estilo internacional, además de ser lección luminosa para las nuevas generaciones, supone ya una respuesta afirmativa. La radicalidad de su programa (desde el inicial Manifiesto Blanco a lo largo de los otros Manifiestos Especiales) y, sobre todo, la corporeidad de su obra, cuya muestra más actual nos ha brindado la galería IolasVelasco, son algo más que una afirmación; significan la realización empírica de un arte fundamentado en otras premisas que el suelo firme de la tradición (incluido en ella el estilo internacional).

¿Cuál será el horizonte del nuevo concepto estético, si este término es ya capaz de subsumir los postulados de la nueva creación? La función que el arte venía cumpliendo en la sociedad, a juicio de Fontana, ha concluido; hoy tienden las artes hacia otras dimensiones, aquellas a las que hoy se orienta pensamiento humano. Nadie puede sustraerse a la realidad de nuestro tiempo.Es pueril la pretensión de limitar la expresión artística a su antiguo destino (el decorum), cuando la revolución científica (la pluridimensión, la electrónica...) ilumina el panorama de una nueva concepción del hombre y de la vida. No le es dado al artista de hoy mantenerse ajeno a la crisis, a la conmoción de nuestra cultura, a la fractura de una vieja concepción del universo. O la participación consciente en esta metátesis universal y su expresión acorde, o el silencio absoluto, el vacío. Es lícito en nuestros días predicar una estética del vacío y una pragmática del no ser ante el naufragio de una porción cultural que es nuestra y hoy se esfuma sin remedio. Igualmente válida es una actitud testimonial de la crisis misma en que el hombre de hoy se ve inmerso (arte de testimonio, de denuncia...) o una manifestación artística asequible al hombre en tanto que vivo intérprete de su propio medio social (arte de integración, abierto, cinético...) y también cualquier modalidad de expresionismo o nueva figuración capaz de reflejar el candente problema de nuestro tiempo. Pero lo verdaderamente decisivo no radica en la ruptura consciente ni en el fiel testimonio de la crisis presente, sino en la apertura diáfana hacia un futuro del que nosotros mismos quizá ya somos argumento. Aquí es donde afinca Fontana su credo estético y de aquí parte el trazo creador de su inventiva. No pueden las artes plásticas permanecer divorciadas de la evolución de la física que necesariamente condiciona sus premisas y sus fines. La nueva concepción y las directrices nuevas en el campo de la visión han de repercutir por fuerza en la interpretación del espacio y en ese vehículo visual que es la plástica. Este es el ámbito experimental de Fontana. En él agudiza su sensibilidad y ejercita su investigación, no con la exactitud del físico espacial, antes bien con la universalidad del metafísico que intenta mostrarnos el ser de las cosas desde su último confín, desde su trascendencia.

El arte ejemplar de todo tiempo tuvo una frontera trascendente de difícil mención cuyo enigma ha originado cuantas teorías estéticas hayan trazado los filósofos y los mismos artistas. Más de una vez hemos destacado la coincidencia en noción de esa región trascendente del arte por parte de los metafísicos y de los artífices creadores. Los pintores, a la hora de exponer sus teorías estéticas, se expresan como agudos metafísicos: el término naturaleza brota en sus documentos literarios con la misma frecuencia y constancia que en los escritos de los presocráticos. ¿Qué relación puede establecerse entre la indagación metafísica y la instauración cosmológica que constituye el arte? El verdadero artista creador ha trascendido siempre la sombra de la apariencia con ánimo de bañarse en la luz de la realidad e iluminar desde allí el objeto revelado. Los movimientos contemporáneos, a partir especialmente del cubismo, fomentaron la marcha ascendente hacia la aprehensión de la realidad, al descomponer los aspectos, combinar las dimensiones y proporcionar nuevos ángulos en la visión del objeto creado. Fue sin duda el abstraccionismo el gran hallazgo de la estética contemporánea en el conato de autenticidad expresiva: la sombra de la apariencia inmediata no tenía ya por qué entorpecer la persecución de aquel último confín del ser, el límite de la nada. Todo, sin embargo, se hizo costumbre, y lo que naciera como definición ontológica paró en refinado decorativismo. El mero eclecticismo de estas formas de trazo moderno, vacía ya de su inicial contenido, despojadas de su intención original y fracturadas, especialmente de un contexto cósmico, han sido causa verdadera y principio del estilo internacional, cuando no de una moda distinguida. Sólo los auténticos maestros, los creadores, han permanecido, al margen de esa promiscuidad formal, en la senda de la indagación metafísica y de la instauración cosmológica. Lucio Fontana, ajeno por completo a las exigencias de la moda, persevera en su atalaya sideral atento a los orígenes del ser y a la recta instauración de las cosas según su naturaleza. Admirables cosas de Fontana, nacidas en el marco de una abstracción esencial (en la que lo decorativo puede ser mero efecto pero nunca intención) configuradas por soterradas leyes de pluridimensión y abiertas (como ventanas, como ojos, como delirantes ranuras) a una radiante cosmología.

Al subrayar la aguda indagación llevada a cabo por Fontana en torno a la multidimensión, al espacio, a los medios visuales, puede el critico correr el riesgo de presentarnos a este insigne milanés (nacido en la Argentina) como puro científico, investigador profundo de la moderna física, antes que artista genial instaurador de una obra lúcida, trascendente, en el mundo de las cosas. El lenguaje que más de un crítico ha utilizado al definir la obra de Lucio Fontana, parece dictado por aquellos geómetras del pasado siglo (Lobatchewski Minkowski, Riemann...) que habían de generar, en el presente, el fundamento de la física moderna (Planck, Einstein...), el replanteamiento de vitales problemas filosóficos y estéticos y, sobre todo, la senda de la nueva dimensión del futuro. El propio Fontana acude a este lenguaje para considerar el ámbito estético (lo que es y lo que no es experimentable). En tratados de física, de estética, de filosofía podemos hoy encontrar una coincidencia en el uso de términos tales como pluridimensión, espacio-velocidad, espacio-trayectoria, espacio-infinito, espacio-universo .. Todos estos términos proceden del campo de la física cuyos deslumbrantes descubrimientos han afectado necesariamente a aquellas disciplinas que han de definir o experimentar el espacio. Debe el crítico rehuir el matiz unívoco de estos términos, una vez trasladados a las fronteras del arte; de lo contrario confundirá, como suele ocurrir en el caso de Fontana, lo que es ámbito o entorno, en el que ha de situarse la obra de arte,con la propia obra de arte. Fontana se muestra a nuestros ojos como un verdadero metafísico: orientar la creación hacia la autenticidad del ser y trascender lo aparencial, lo cotidiano, es su tenaz empeño. Este es el resultado cierto en la mente y en el sentido del contemplador, aunque no parezca ceñirse a la exégesis habitual del quehacer de Fontana y discrepe de su propia teoría. Lucio Fontana acude al campo de la experimentación espacial y de ella extrae nuevos vehículos y formas diáfanas para la expresión de la realidad última,y es ésta la que resplancede, despojada de toda sombra apariencial e instaurada entre las cosas, entre nosotros, como índice hacia aquello que no es como nosotros.

NUEVA FORMA - 01/06/1968

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