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SOBRE DE KOONING Y PAUL KLEE

DE KOONING EN LA FUNDACIÓN JUAN MARCH.

A mediados del pasado mes de marzo quedó clausurada la exposición que, bajo el título general «Obras recientes de Willem de Kooning», se había inaugurado en los locales de la madrileña Fundación Juan March, ya avanzada la segunda quincena de enero. Organizada por la citada institución, en colaboración con la embajada de los Estados Unidos en Madrid, la muestra estuvo integrada por un total de 39 obras realizadas entre 1972 y 1977: 13 óleos, 24 litografías y dos esculturas en bronce. A lo largo de la exposición se ha venido proyectando, una película sobre la vida y el quehacer del artista. Con una duración de veintiséis minutos, este filme, titulado «De Kooning at the Modern», responde a una conocida producción de Hans Namuth y Paúl Faikenberg. La exposición, como de su propio título se desprende, abarca las creaciones más recientes de De Kooning y señala un tránsito, mejor que una síntesis, de la abstracción a la figuración; senda antitética, en parte, a la que siguió en sus orígenes el celebrado pintor holandés (Rotterdam, 1904), establecido en Nueva York, desde 1927, y en posesión de nacionalidad norteamericana a partir de 1962.

La crítica madrileña ha subrayado el suceso con el énfasis que el caso requería, cuando no a favor de explicable exceso. El resumen de lo publicado en la prensa de Madrid daría lugar a un variopinto repertorio para todos los gustos: «De Kooning —escribió Javier Rubio en «El País»— atraviesa por todas las influencias intelectuales y estilísticas que hicieron posible el nacimiento del arte norteamericano a mediados de este siglo, pero no trata de justificarse nunca con ellas. Las asimila, en la soledad de su estudio, hasta hacerlas perfectamente suyas o se enfrenta a ellas con los cambios bruscos de su estilo, hasta ponerlas plausiblemente en cuestión».

Pedro Shimose dejó sentado este juicio en las páginas de «Cambio 16»:

«Su pintura, de acentuado contenido crítico, está construida unas veces con esmaltes y alquitranes, y otras con grandes pinceladas de colores chillones, estridentes. En los cuadros de esta exposición se aprecia, sin embargo, una nueva preocupación por las sensaciones y reflejos del color y de la luz. Inquieto por la naturaleza, angustiado por el destino humano, rebelde a pesar de los años, De Kooning es hoy un pintor fundamental del arte moderno».

Juan Manuel Bonet vio así el suceso, en las páginas de «La Calle»: «A lo que invitan los cuadros y litografías de Willem de Kooning es a disfrutar un rato viendo pintura, a entregarse a ese disfrute nada inocente, nada templado y nada gratuito. El punto de frescura que alcanzan los verdes, los rosas, los azules, los rojos sanguinolentos de Willen de Kooning, nos remite al cuestionamiento de alto vuelo, a una tradición de rigor en la tormenta, de soltura que se puede contraponer a la banalización, entre otros, del esceso».

En De Kooning —era el juicio que Miguel Logroño dejó sentado en Diario 16»— lo que se manifiesta, sobre toda otra circunstancia, es su carácter de artista y renovador. No puede eludir el elemento abstracción que le viene de una época, de una cultura y del contacto con otros artistas. Pero, asumiendo el casi imposible dialéctico de rechazar cuanto la abstracción transporta de academia, de magnitud aceptada no críticamente a los efectos de representar».

Valga, en fin, de colofón la opinión dictada por Castro Arines al vespertino «Informaciones»: «No le voy a buscar en esta oportunidad a Willem de Kooning las vueltas de su filosofía creativa. Me interesa su pasión por el color, la libertad que a él concede, su amplío dominio espacial, el arrebato —al menos en la piel de la pintura— con que ella se arquitectura... La pintura exhibida hoy en la Fundación Juan March es como una decantación de todo su anterior proceso pictórico, su ánimo, su gravedad, su vitalidad, su energía». El resumen precedente dejará, sin duda, en el ánimo del lector algo así como la unanimidad de un gran elogio, aunque no faltara en los más de los críticos citados (y algún que otro por citar) cierto aire, expreso o latente, de lamentación acerca de lo tardío del aplaudido acontecimiento, cuyas glorias actuales chocan un tanto con los sucesos de antaño (de un ayer al alcance de la mano). A propósito de la exposición de De Kooning no es ocioso repetir lo que uno dejó dicho con ocasión, entre otras, de las dé Giacometti, Picasso, expresionismo americano, Bacon... o la más reciente de Kandinsky, presentadas todas ellas en las salas de la Fundación Juan March. Innecesaria y tardía había de parecer la reseña de cualquier de ellas, de no ceñirse a lo aún más tardío y desconsolador por lo que hace a la presencia entre nosotros de cualquiera de los artistas citados y otros cuantos que uno quisiera citar. Algunas de las obras expuestas nos llegaron con más de medio siglo de retraso, como propias a todas las exposiciones apuntadas las rituales admiraciones publicitarias, harto sarcásticas, por no decir circenses, del «¡por primera vez en España!».

La crítica en general, de cara a los casos que nos ocupan, optó por lavarse las manos, omitiendo, bajo capa de engañosa razonabilidad, el compromiso del comentario y contentándose con exclamar: «¡qué puede agregarse, a estas alturas, a lo dicho acerca de Giacometti, Picasso, Bacon, Kandinsky... o De Kooning!». Puede y debe agregarse, justamente, eso: que cualquiera de las exposiciones mencionadas haya tenido lugar a estas alturas.

Sería menos de escandalizar si la demora afectara, por vía de excepción, a los artistas señalados. Pero ocurre que lo excepcional es su presencia, frente a la sistemática o habitual erradicación de los maestros contemporáneos en el efímero trasiego de las galerías y en el marco inmutable de los museos, a lo largo de estos últimos cuarenta años que uno quisiera dar por no ocurridos. Ayer (¡a estas alturas!) se nos trajo la obra de Kandinsky y De Kooning, anteayer la de Picasso y Giacometti, y, semanas antes (¡a estas alturas!), la del expresionismo yanqui o la de Osear Kokoscha... Y todo ello, merced a los privados desvelos de la Fundación Juan March, a la que en última instancia hemos de estar agradecidos.



CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE PAÚL KLEE

Alemán por línea paterna y suizo del lado materno, Paúl Klee vio la primera luz el 18 de diciembre de 1879, en Münchenbuchsee (localidad próxima a Berna), rodeado de un ambiente eminentemente musical. Su padre era profesor de canto en la Escuela Normal del cantón de Berne-Hofwl y también su madre fue profesional del ramo. El joven Klee compartió la dedicación de sus progenitores y, junto a la enseñanza del bachillerato y del dibujo, recibió la del violín. Sin pretensión alguna de entroncar su pintura en tan comprobable precedente, no parece descabalado afirmar que sus pinceles desarrollaron clara y recta relación con el ritmo musical, y que en el tratamiento, especialmente, del color la escala cromática fue no pocas veces asumida por Klee en el más estricto de sus significados. Pronto, sin embargo, ha de decidirse la vocación del artista. En 1886 inicia el aprendizaje del menester pictórico que ha de proseguir sin desmayo hasta 1898. Mediado este largo pendo, se traslada a Munich y elige a Knirr como maestro, y luego, ya en la Academia de Bellas Artes, a Stück. La primera mitad de la década inicial del siglo sigue siendo edad de aprendizaje. Viaja a Italia con ánimo de asimilar, in vivo, la enseñanza de clásicos y renacentistas, y, posteriormente, acude a París donde sus atenciones se reparten entre el Louvre y la Opera. La segunda mitad de dicha década significará su incursión en el mundo de las exposiciones (Munich, Berlín...).

En 1911 conoce a Kandisky y a Marc y con ellos comparte la amistad y participa en los afanes del Blaue Reiter. Vuelve, al año siguiente, a París y entra en contacto con Delaunay, cuyas experiencias lumínico-cromáticas le serán de gran influjo y provecho. Conoce a Kahnweiler, quien le acerca a las experiencias del aduanero Rousseau y a la práctica cubista de Braque y Picasso. Es de resaltarse, en 1914, un viaje a Túnez en compañía de Macke y Moilliet; viaje fecundo, si se tiene en cuenta que le supuso, como el propio Klee reconoce, el descubrimiento del mundo oriental y había de traerle por fruto más próximos sus célebres acuarelas de Kairouan.

No fue obstáculo la guerra mundial para la dedicación artística de Paúl Klee, empeñado en compartir (no se olvide que era suizo) el servicio militar con el ejercicio de la paleta y los pinceles. Es la época de los ideogramas y de sus otras singularísimas pinturas al óleo. Es la época, también, de su gran exposición en Goltz y de la edición de dos obras harto celebradas: «Confesión creadora» y «Candide» (en cuyos grabados, sobre el punzante texto de Voltaire, venía trabajando desde 1911). En 1921 Walter Gropius le invita a integrarse en el aula de la Bauhaus, de Weimar. Largos han de ser los años de enseñanza en la incipiente escuela y decisivo su magisterio en la difusión del movimiento moderno, sin que lo uno o lo otro le desviasen lo más mínimo de su hacer propiamente creador. Por este tiempo su obra alcanza plena expansión: Cuadros mágicos, Armonías, Perspectivas, Jardines, Teatros... y otros tanto títulos que nos remiten al universo del Paúl Klee por antonomasia. De retorno a París, en 1925, participa en dos grandes exposiciones: una personal y antológica, y la otra, integrando el recién creado grupo surrealista, en las salas de la galería Fierre. En 1926 acude con la Bauhaus al aula de Dessau. Al siguiente año vuelve a viajar a Italia y luego a Egipto, cuyo recuerdo habrá de dejarle, según explícita confesión suya, huella profunda. Puede decirse que en 1929 la firma de Paúl Klee queda definitivamente consagrada. Los Cahiers d'Art (dirigidos por Zérvos, en París) le dedican un número íntegro, al tiempo que se hacen numerosas exposiciones de su obra en Europa y Norteamérica. En 1931 Paúl Klee, fiel a su doble vertiente docente-creadora, persiste en compaginar la enseñanza teórica, en la Academia de Dusseldorf, con la elaboración de cuadros de gran formato. A partir de 1933 será blanco sistemático de los ataques nazis, viendo confiscadas más de cien obras. Prófugo de la grave amenaza, abandona Alemania y fija su residencia en la Suiza natal. Empieza a debilitarse su salud en 1937, y fallece, tres años después (29 de junio de 1940), en Muralto, localidad próxima a Lucarno.

Valga, si vale, este somero esquema biográfico para en él dejar sentadas afirmaciones tan sonoras como las que le dedica Giulio Cario Argan: «Además de los grandes pensadores, desde Nietzsche hasta Heidegger, nadie ha contribuido mejor que Klee a derribar las tradicionales barreras existentes entre la cultura occidental y la oriental; y éste no es el principal motivo de la enorme influencia que ha tenido su obra en la historia de las ideas en la Europa moderna.»

Obsérvese que, aparte de asignarle el título de vínculo mediador entre el universo oriental y el occidental, Giulio Cario Argan convierte a Klee en algo más que un artista, todo lo genial que se quiera o se diga. El papel fundamental de nuestro hombre ha de buscarse más bien (no lejos de la fuente citada) en el campo de las ideas. Es en él donde su nombre merece ser inscrito, y al lado del de los pensadores y los filósofos. Para Paúl Klee, el problema de la comunicación (en el arte y fuera del arte) ha de plantearse en términos de intersubjetividad. La comunicación es un fenómeno primordial o esencialmente intersubjetivo, «no mediatizado —agrega Argan— por la referencia a la naturaleza entendida como código o lenguaje común al artista que emite el mensaje y al fruidor que lo recibe». No existe, en el pensamiento y en la obra de Paúl Klee, ninguna diferencia sustancial entre la comunicación normal y la estética, dado que una y otra, y cuantas puedan pensarse, se fundamentan en la constancia de un hecho puramente intersubjetivo. «Toda comunicación intersubjetiva, si es realmente tal, es comunicación por imágenes, comunicación estética. - De acuerdo con la afirmación de Argan, el problema se ciñe a la posibilidad comunicativa de la imagen, en cómo transmitirla en su estado puro. sin transformaciones representativas de sí misma, esto es, sin privarla de su total y absoluta subjetividad. Y aquí, en este punto, es donde viene a cuadrar a Klee el nombre de filósofo. «Klee —vuelve a la carga Giulio Cario Argan— es demasiado

filósofo como para no saber que, al objetivar los subjetivo, no lo revela, sino que lo destruye.» El empeño fundamental del artista, la finalidad decisiva y luminosa de su visión, radica, así las cosas, en mantener y enaltecer la imagen en su estado puro, en su estado propio de imagen. El acto creador de Klee («cauto y delicadísimo») consiste en un proceso de sustitución: hacer acompañar la imagen («cuya sustancia es puramente mental») de una materia adecuada a la que pueda transferirse y en la que, por vía taumatúrgica, pueda cobrar consistencia. De acuerdo con las exigencias de la imagen, variará la materia desde la más extremada liviandad (el trazo sutil de la pluma, la retícula del grabado, la transparencia de la acuarela...) hasta la solidez más colmada (la pasta del color sucesivamente fragmentada a modo de mosaico, la calidad opaca del temple, la brillante dureza del esmalte...). Sin dejar de compartir las agudas opiniones de Argan (o confirmando toda la carga de pensamiento en ellas implícita) el logro más granado de Paúl Klee radica, a juicio mío, en la sabia transmutación del espacio por el tiempo, el trastueque de la dimensión locativa por la condición de puro acontecimiento (y no se olvide que acontecimiento es temporalidad). Su concepción estética fue, junto con la de Kandinsky, la primera en poner en tela de juicio la tradicional inclusión de la pintura y la escultura en el concierto de las llamadas artes espaciales, hasta el extremo (y no en ausencia de una atinada observación de Harold Rosenberg) de hacérsenos cuestionable si la condición obviamente espacial de las artes plásticas las cualifica como tales o, más bien, como simples cosas. Pese a ser el espacio el dato más obvio e irrecusable de la pintura y la escultura, sólo nos sirve, realmente, para descubrir lo que ellas tienen de objeto (¿nos vale acaso de mucho su carácter espacial a la hora de distinguirlas de los otros objetos?), en tanto que su dimensión temporal podría aproximarnos más y mejor a su virtualidad específica. Nadie dé al olvido que la obra de arte no es, precisamente, el objeto que está ahí, sino, y ante todo, el acontecimiento que se teje entre la particular energía que ese objeto posee y las reacciones psíquicas que desata del lado del contemplador. La condición exclusiva de objeto, que tradicionalmente se ha asignado a la obra, ha entrañado una de las causas del infeliz divorcio entre la vida y el arte, en tanto que la decidida afirmación de su carácter temporal vendría a fomentar su comunión recíproca.

El descubrimiento o realce de la temporalidad, en la consideración de las artes plásticas, constituye, según dije, el logro más granado del luminoso quehacer de Paúl Klee, aunque sean otros muchos los aspectos que lo hacen muy coherente y nada arbitrario. No deja el propio Giulio Cario Argan de reconocerlo y con ello descubrir un ápice de prioridad en la investigación de Klee sobre la de Kandinsky, con quien tan emparentado anduvo: «El hecho es que Klee va más lejos que Kandinsky y consigue producir experimentalmente algo más auténtico que un fragmento de espacio, un fenómeno (la cursiva es mía). De un cuadro o un dibujo consigue hacer un suceso (la cursiva es mía), algo que ocurre ante los ojos del espectador, algo que le sorprende y que constituye un problema que cada uno resolverá a su manera y que, por consiguiente, nunca acabará por estar resuelto; siempre será un problema, como los sucesos de la vida, que se pueden interpretar de mil maneras y nunca se sabrá cuál es su interpretación exacta, porque no existe.» ¿No querían las casas, los muebles y los objetos que se proyectaron en la Bauhaus tener esa mismísima condición de suceso, de acontecimiento, esto es, de temporalidad? ¿No pugnaban por insertarse en la vida social y constituir otros tantos problemas que, como tales, requieren la actividad de la conciencia, aunque no aporten soluciones? Respondiendo a tales interrogantes, Giulio Cario Argan define el específico quehacer de Klee, en el aula de la Bauhaus, con estas sucintas palabras: «Klee no proyectó ni casas, ni muebles, ni objetos; con su enseñanza proporcionó modelos, pero no de cosas sino de conducta.» «Maestro de formas» en la estructura docente de Bauhaus, es lo cierto que Paúl Klee acertó a acomodar a la idea de proyecto o diseño el mismísimo destino vital a que confió sus mejores creaciones plásticas. Enseñó que el proyectista, aunque tenga que proyectar, y de hecho lo haga, para un fin específico, proyecta siempre para la vida y de ella ha de tener presente su totalidad, sin excepciones. Al cumplirse el primer centenario de su nacimiento, y por vía del más llano de los homenajes, no es arriesgado, pues, afirmar que Paúl Klee fue uno de aquellos espíritus (pocos) que hicieron verdad (no frase) el deseo de compaginar arte y vida, ética y estética.









COMÚN - 01/04/1979

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