CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE FRANCÍS PICABIA
Viene el año en curso a conmemorar el centenario del nacimiento de Francís Picabia, uno de los exponentes más legítimos de la moderna estética, creador nato, por principio y sin remedio, impenitente provocador e impulsor incesante de las vanguardias (de todas las vanguardias) y definidor general, codo a codo con Marcel Duchamp (quien le otorgó el amigable título de copiloto), del movimiento más significativo, conceptualmente considerado, del arte de nuestro tiempo: el dadaísmo.
Recorrer el curriculum de Picabia equivaldría, tras lo dicho, a repasar de punta a cabo la historia del arte moderno. Ante tal dificultad, y por vía del más llano de los homenajes, valga resumir el perfil de su biografía y ceder el elogio a un juicio global de su quehacer, difícilmente separable de su vivir.
Hijo de padre cubano y madre francesa, nació Francis Picabia en París, el 22 de enero de 1879. Concluidos sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de la capital francesa, inició su carrera de pintor con atención inicial al impresionismo y posterior dedicación a la naciente práctica cubista. Más o menos afín a la ortodoxia del cubismo, se integró, junto con Apollínaire, Léger, La Fresnaye y Gleizes, en el grupo Section d'Or, acudiendo a las veladas dominicales que tenían lugar (allá, hacia 1912) en la casa de Jacques Villon. Luego de pintar, en 1912, su célebre Procesión en Sevilla, emigra a Nueva York, donde, al tiempo que entra en contacto con Marcel Duchamp, expone en la Armory Show. Su estancia en Nueva York se prolonga hasta 1917. A finales de dicho año viene a Barcelona con el ánimo de fundar la revista «319», cuyo primer número ve, en efecto, la luz en la Ciudad Condal. De vuelta a Nueva York, publica otros cuantos números de su inolvidable revista, en compañía, ahora, de Duchamp.
En 1918 se traslada a Zurich para incorporarse oficialmente al grupo Dada y alumbrar sus inconfundibles poemas («La hija nacida sin madre» y «El atleta de las pompas fúnebres»). Los dos años siguientes los pasa en París, dedicado a la divulgación de los manifiestos dadaistas. Entre 1921 y 1924 permanece en la capital francesa, participando en manifestaciones y exposiciones surrealistas, al tiempo que elabora el argumento y los decorados del ballet Reláche. Inicia en 1926, y contra todo pronóstico, una etapa radicalmente figurativa. En 1930, la galería Rosenberg le organiza una amplia muestra retrospectiva, permitiéndose el pintor el lujo de retirarse de toda práctica artística y dedicarse de lleno al ejercicio deportivo. Reside, desde 1940 hasta 1945, en el sur de Francia y retorna a la pintura en su modalidad abstraccionista, de la que da prueba fidedigna en la gran exposición de la galería Drouin. El 7 de diciembre de 1953, fallece Francis Picabia en París. Hubieron de transcurrir 23 años para que Francia, su patria, se volviera a acordar de Picabia, a quien dedicó, en las Galerías Nacionales del Gran Palacio de París, una soberbia exposición antológica. Uno, que tuvo la suerte de verla, no dudó en calificarla como el suceso artístico de aquel año y de otros muchos más. «¡Al fin —escribía yo, el 6 de junio de 1976, en las páginas de El País— un Picabia de antología, y en el alcance más estricto de la expresión!»
Acogió, en tal ocasión, el Grana Palais parisiense doscientas cincuenta obras, datadas de 1902 a 1950 (tres años antes de la muerte de Picabia a orillas del Sena). Todo un muestrario de su incansable y risueña actividad creadora: el Picabia naturalista,
impresionista, cezanniano, cubista, órfico, fauve, expresionista, abstraccionista, constructivista, informalista... y ¡dadaista!, aparte de haberse anticipado, en unos cuantos años, al nacimiento de tendencias posteriormente tan aireadas como el hiperrealismo y el pop-art. Viene hoy a cuento esta lista para pergeñar la actividad cronológica del gran Picabia, impenitentemente traducida en la adhesión a todo movimiento artístico (pretérito, naciente o por nacer) y en la tajante renuncia, una vez que hubo probado su experiencia respectiva, de cada uno de ellos, premonizando, de paso, unos cuantos más y ¡sin creer —lo que se dice creer— en ninguno de ellos!
El repaso cronológico del quehacer de Picabia lo es también, según dije, de su vivir, y el trastrueque de sus adhesiones y renuncias se plasma en la imagen verosímil de sus ni alegres, consecuentes y ejemplares devaneos con el ir y venir de una vida siempre en juego. Picabia cambia de estilo como de camisa (le gustaba, según propia confesión, la limpieza de la camisa no menos que la del alma), trueca un estilo por otro con la misma facilidad con que vende el coche recién comprado para comprar otro más nuevo o más potente, o se deshace de un flamante yate para adquirir el modelo más a la moda. Sepa el lector que Picabia fue dueño y piloto de ¡1 27 automóviles de gran cilindrada! (amén de otros muchos más que hoy llamaríamos utilitarios), señor y capitán de ¡diez yates! (con base, para mayor escándalo, en puertos de la Costa Azul), haciéndose imposible la recensión somera de su mobiliario, vestuario y objetos de uso personal.
Genuino fundador del dadaísmo (tres años, incluso, antes de que se fundara en Zurich el grupo oficial, él se lo había sacado de la manga, en compañía de Marcel Duchamp y Man Ray, por las calles de Nueva York) y firmante de sus manifiestos fundamentales, negó que hubiera pertenecido a semejante escuela, y, por disipar dudas, conjeturas y suspicacias, mandó imprimir a título personal esta escueta y paradójica advertencia: «Jamás fui dadaista».Dedicó la casi totalidad de su vida a la pintura (repase el lector su curriculum o atienda a los movimientos con los que, líneas arriba, se relaciona su nombre), no hallando escrúpulo, pese a ello, en declarar: «Muchos artistas consagran todo su tiempo a la pintura, y yo me pregunto por qué estas gentes aman de tal modo tan mala compañía».
Cierto que con anterioridad, y como previniendo cualquier sobresalto ajeno en tomo a su peculiar concepción del arte, había advertido en pleno gozo creador:
«Yo siento la pintura como un objeto de pasión. Mis cuadros son actos de amor. Tal es mi modo de trabajar.» Posteriormente, y con la misma rectitud de juicio, afirmaría: «La pintura es un producto farmacéutico para imbéciles». Obra tras obra, cada cual mejor pintada y menos digna de crédito a los ojos de su propio hacedor, la actividad del increíble Picabia va y viene con patente desenfado, a manera de muestrario general del arte de nuestro tiempo. Admirado ante tamaña disparidad de estilos y ante la unidad, también, de un solo aliento creador, se le hace a uno inevitable la pregunta: «Pero, ¿quién es Picabia?» Y de entre la historia contradictoria de su propia historia, le llega a uno, a modo de respuesta, la risueña definición que el artista trazó de sí mismo: «Yo soy Francis Picabia; tal es mi enfermedad». ¿Quién fue, realmente, Francis Picabia? Un hombre, ante todo, consecuente con su propia vida y con el acaecer de su tiempo, un ser consciente, esencialmente comprometido con el acto del vivir y con todas las contradicciones que el vivir comporta. Pintaba por serle ello atractivo o parecerle simple medicina contra el tedio vital:
«Pinto por diversión y vendo mis cuadros por ver cómo los burgueses, a cuya clase pertenezco con orgullo, sé entusiasman con las tonterías que les ofrezco a buenos precios.» El dadaísmo negó toda posibilidad de obra, afirmando su llana pertenencia al sentido o sin sentido de la vida.
Marcel Duchamp, el más lúcido y consecuente del grupo, dejó de pintar, fiando el resto de sus días al noble juego del ajedrez. Picabia, el más vital, el menos intelectualizado y el de más pronta adhesión al postulado contradictorio del dadaísmo, siguió pintando hasta el fin de sus días, en atención, justamente, a que el acto de pintar no tenía sentido.
Lo que en la vida está en juego es la vida misma. Atento a esta norma, de
no oculta ascendencia nietzscheana, entendió Picabia la vida como juego, y como tal la cumplió hasta la última:como aventura, como riesgo, como voluntad de suerte. Siempre concedió gracia igual a cualquiera de las caras y cifras del dado volandero, y terminó, naturalmente, por ganar, siguiendo al dictado la máxima de Nietzsche, su maestro más legítimo: «El jugador de dados nunca pierde». Su renuncia al sentido finalista del vivir se tradujo en pura donación, en la propuesta de un acto perpetuamente risueño, de espaldas a la más remota idea o apetencia de compensación, y en el regalo de una obra generosa (y excelentemente ejecutada, por añadidura». Gustaba Picabia de citar tales cuales (escasos) aforismos de Nietzsche, que, cogidos al vuelo y sin que contradijeran su declarada aversión a la lectura (su libro preferido fue el Petit Larousse), sabía de memoria y de los que siempre extrajo enseñanza y consecuencia de cara al vivir por antonomasia. Si la decidida afirmación de vivir no responde, según el filósofo alemán, a ningún valor exterior a la vida ' - la vida no es medio, sino fin"», vale decir que Picabia aceptó, a la letra, tan atractivo consejo y lo llevó, sin más. a la andadura de su propia vida. convertida en arte o en gozosa actitud supletoria del arte. Tales y otras mil resonancias nos trae hoy el centenario del nacimiento de Picabia, en tanto la suma y sucesión de sus cuadros nos hablan de un incesante trueque y trastrueque de estilos, de experiencias consumadas, de afirmaciones y negaciones, en las que hay de todo, excepto cualquier asomo de vacilación o achaque de duda. Y entre tanto y tan pertinaz quehacer (reflejado en la inmensa bibliografía y catalogación que hoy se nos ofrece de Picabia) queda en el aire un dato poco halagüeño: que, habiendo vivido en España y expuesto en Barcelona (el año 1922 y en la galería Dalmau, para más detalle), no conste una sola obra suya catalogada o simplemente localizada entre nosotros, de no ser de aquel primer número de la revista “319” que, fundada por él en la Ciudad Condal, había de verse luego arraigada y festejada en Nueva York.
COMÚN - 01/04/1979
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