En la entrega anterior se pretendía a toda costa ceñir el primer manifiesto surrealista a las márgenes precisas de su historicidad (a lo que fue su presente, con la carga de su pasado y la expectativa, la incertidumbre o la incógnita de su propio porvenir). De otro lado, se le relacionaba irremediablemente con la precedencia de la proclama dadaista, viendo en su recíproco confluir algo más que la faz positiva y la faz negativa de una misma actitud vital. Se insinuaba, por último, una angulación estrictamente filosófica (en su apoyo quedaba citado el excelente ensayo de Ferdinand Alquie) como la única posible o la más válida si se quiere analizar con algún rigor una corriente estética, positiva y explícitamente emparentada con ciertas formulaciones del pensamiento contemporáneo.
Por lo que hace a la historicidad del surrealismo, y teniendo a la vista su pasado y sus concomitancias, no resulta difícil comprobar el influjo directo de una doctrina (el marxismo) elaborada en el siglo XIX, y de una ciencia conformada por Freud a caballo de dicho siglo y del nuestro, no siendo tampoco muy arriesgado señalar el olvido palmario que a los surrealistas mereció el pensamiento de Nietzsche y el de Bergson, formulados y divulgados en análogas circunstancias de tiempo y oportunidad histórica (en el siglo pasado, y a caballo de él y del nuestro respectivamente). Constancia y olvido tales han de parecemos decisivos a la hora de tomar en cuenta el alcance filosófico del fenómeno surrealista.
Atendamos ahora a la interrelación obvia del dadaísmo y el surrealismo para cuestionar, de entrada, la habitual, escueta y alegre atribución del aspecto negativo a las risueñas huestes de Dada, y la no menos alegre y acostumbrada asignación del aspecto positivo al frente surrealista en general y bretoniano en particular. Cierto que, leídas y releídas las proclamas dadaistas, resuena en nuestros oídos el acento agudo y pertinaz de la negación; no es menos cierto, sin embargo, la oportunidad y congruencia histórica del NO rotundo pronunciado por Dada y la viabilidad del suelo firme o allanado que negación tan tajante regalaba a Bretón y a su variopinta caravana. Porque Dada dice NO al conceptualismo secularmente establecido y al lenguaje tradicionalmente heredado, en favor de un SI sin eufemismos (ya formulado por Nietzsche) que viene a afirmar el valor supremo de la vida y de aquellas facultades (ajenas al conceptualismo secular y al lenguaje constituido) que emparentan al hombre con el pulso inmediato de la vida.
Al proponer los términos contradictorios en que se apoya la acostumbrada interrelación de dadaistas y surrealistas, se corre el riesgo de incurrir igualmente en contradicción. De esta especie es, por ejemplo, el simple esquematismo con que De Micheli fija los términos consabidos, y no de otra la contradicción en que él mismo incurre. De una parte escribe:
"Dada encontraba su libertad en la práctica constante de la negación; el surrealismo trata de dar a esta negación el fundamento de una doctrina. Es el paso de la negación al fundamento de una doctrina. Es el paso de la negación á la afirmación". De otra parte, había escrito con anterioridad: "Dada era el deseO agudo de transformar la poesía en acción. Era, en suma, el intento más exacerbado de soldar aquella ruptura entre el arte y la vida que Van Gogh y Rimbaud habían anunciado dramáticamente. Muchos elementos postizos y exteriores se mezclaron con el dadaísmo desde el principio; pero no cabe duda de que éste fue su significado más verdadero".
Si esta afirmación rotunda de la vida o el empeño tenaz de soldar la ruptura entre la vida y el arte entraña el significado más verdadero de Dada, ¿con qué fundamento puede conferírsele una condición esencialmente negativa? No hay nihilismo alguno en la audaz proclama de Dada. Es la afirmación decidida del vivir, frente a las ligaduras que coartan el discurso y el tacto de la vida, su único credo, muy por encima de aquellos elementos postizos y exteriores con que suele verse adornada su aventura. Ocurre con la estimación habitual del dadaísmo lo que suele acontecer con la valoración nihilista del pensamiento nietzscheano. En ambos casos se da, ciertamente, una negación, pero de otra negación, siendo necesariamente afirmativa la consecuencia. Negar la negación de la vida es afirmarla rotundamente y por encima de cualquier otro valor preestablecido o secularmente heredado. Nietzsche afirma el valor supremo de la vida sobre cualquier otro valor. A lo que realmente se opone es a las tres formas históricas de negación vital: la socrática aceptación de la muerte, la renuncia cristiana a esta vida y el valor negativo del proceder dialéctico (el SI tajante de Nietzsche arremete, sin miramientos, contra el NO socrático o cristiano o dialéctico).
Es de justicia mencionar, además de su oportunidad y precedencia histórica, lo llano, claro y abierto del camino que las huestes de Dada (enteramente ajenas a toda tilde de nihilismo) ofrecían a la andadura surrealista, y también la universalidad de su ejecutoria. A lo largo de seis exiguos años. Dada, nacido oficialmente en Zurich, cruzó el Atlántico, desplegó su espectáculo en Nueva York, retornó a Europa y pasando luego por Berlin, Colonia, Hannóver y París, dio por conclusa su feliz aventura y la radiante premonición en que se había fundado y había expandido a los cuatro vientos. La mera recensión de sus protagonistas reafirma la universalidad del dadaísmo. En su nómina hubo artistas rumanos como Janeo y Tzara, alemanes como Arp y Hugo Bell, franceses como Duchamp y Picabia, belgas como Pansaers, holandeses como Bonset (seudónimo de Van Doesburg), suecos como Eggeling, suizos como Crotti, italianos como Evola, rusos como Charchoune, norteamericanos como Man Ray, latinoamericanos como Huidobro, austríacos como Serner...
Estrechamente ligado a la audaz pirueta dadaista o nacido de ella, no tuvo el surrealismo semejante universalidad. Fue ante todo un fenómeno francés, integrado mayoritariamente por poetas y artistas franceses y desplegado casi exclusivamente en las calles de París y en los cafés de Paris, de cuyo recorrido y concurrencia tanto gustaba y tanto alardea André Bretón. En su primer manifiesto cita Bretón, bajo la denominación de surrealistas absolutos, a un buen puñado de poetas y artistas, y da la casualidad de que todos ellos son franceses (los Aragón, Eluard, Desnos, Soupault, Crevel, Vitrac... y el propio Bretón), como franceses son, hecha la solidaria excepción de Swift, los diecinueve poetas que se mencionan en el primer manifiesto a titulo de precursores del surrealismo o surrealistas anteriores a, la constitución oficial del grupo. La universalidad del surrealismo vendría, pese a los pesares de Bretón, de su propia coherencia histórica, no de su presunto y exclusivo origen francés ni de la restricción patriótica claramente impresa en la nómina oficial.
Dada ha afirmado, como antes lo hiciera Nietzsche, el valor supremo de la vida y se ha lanzado a su libre posesión, una posesión sin mediaciones (cuales las que implican el conceptualismo heredado y el lenguaje preestablecido y cualquier tipo de obra que, a fin de cuentas, no deja de ser una forma de mediación). Tocando de paso el tema y relacionándolo con ciertos aspectos del De Stijl, escribía yo en mi Picasso: "La actitud de Dada supone la conciencia palmaria, ya predicada por Nietzsche, de que la vida no es medio sino fin, punto esencial de coincidencia, pese a la disparidad de las sendas respectivamente elegidas, entre la actitud de Duchamp y el programa neoplástico".
Y punto esencial también de coincidencia (además de precedencia) con el mejor propósito del programa surrealista. Porque lo que el surrealismo propone, por encima de todo aspaviento y aparente arbitrariedad, es ese ir directamente a la vida, sin ninguna suerte de mediación. El problema básico del surrealismo (como lo fuera para Dada) es el de la libertad o, más bien, el de la liberación de todas las ligaduras (impuestas desde el imperio de la lógica, del orden preestablecido y el lenguaje configurado), la liberación de todas las facultades ocultas o vedadas en las que el late "el deseo", que nada entiende de mediaciones. Teniendo el problema de la libertad dos caras (la de la libertad individual y la de la libertad social) "también las soluciones —escribe De Micheli— tienen que ser dos, a pesar de que la libertad social, que se debe alcanzar a través de la revolución, se considera como la premisa indispensable para llegar a la libertad completa del espíritu". ,
He aquí los dos frentes a que atiende el surrealismo: la libertad individual y la libertad social y, con ellas, la vía expeditiva e inmediata del combate (la revolución). El surrealismo pretende, mucho antes que hacer arte o literatura, transformar al hombre y la sociedad por vía revolucionaria, logrando la reconciliación del individuo consigo mismo, con sus propias y verdaderas posibilidades, y también con la naturaleza, con el mundo y con el plano obvio de su propia vivencia y convivencia. Las doctrinas de Freud regalaban al naciente movimiento el cauce seguro e inmediato para la liberación individual: frente al despotismo de la conciencia, la viva raíz del substrato inconsciente, y frente a la idea del orden cerrado y preestablecido, la primacía y la apertura vital del deseo.
¿Ninguno de estos aspectos se le escapó, ciertamente, a André Bretón, quien en 1935 exclamaba: "Nosotros hemos proclamado, desde hace largo tiempo, nuestra adhesión al .materialismo dialéctico, cuya tesis adoptamos en su totalidad: primacía de la materia sobre el pensamiento, adopción de la dialéctica hegeliana como ciencia de las leyes generales del movimiento (...), necesidad de la revolución social como punto final del antagonismo ''que se declara, en cierta etapa de su desarrollo, entre las fuerzas productivas materiales de la sociedad y las relaciones de producción ;: existentes (lucha de clases). En cuanto a la psicología contemporánea, el surrealismo adopta esencialmente lo que tiende a dar una
base científica a las búsquedas sobre el origen y las variaciones de las imágenes ideológicas. En este sentido el surrealismo atribuye una importancia particular a la psicología del proceso del Sueño tal como Freud lo ha explicado. Transcribo literalmente, y casi en su integridad, este texto porque en él se nos da, sin rodeos, la doble atención, al menos programática, que hizo suya el surrealismo. En el plano individual (invirtiendo ahora el orden de la exposición bretoniana) no cabe duda de que fue certera la atención que los surrealistas prestaron a las doctrinas freudianas. Si se trata de romper con la tiranía de la lógica, ¿dónde hallar mejor argumento y sustancia que en la fuerza vital del subconsciente? Y si el mundo del sueno viene gobernado por el Ímpetu nutricio del deseo, ¿dónde mejor que en su aluvión descubrir el contacto con la vida y la validez de aquellas facultades que lo posibilitan? La conexión del surrealismo con los descubrimientos freudianos fue, sin duda alguna, su logro más grande, y la propuesta del automatismo como única o más genuina vía creadora, su objetivo más consecuente. ¿No se trataba, en última instancia, de acudir a la vida sin mediaciones?
Fredinand Alquie ha expuesto admirablemente la aguda introducción de Bretón en el universo de Freud y las consecuencias claras que acertó a deducir y regalar al acto de la creación poética y al pulso mismo e inmediato de la vida. Resulta, en efecto, sorprendente, el paralelismo que nos es dado establecer o cotejar a la vista de Psicopatologla de la vida cotidiana, de Freud, y los Vasos comunicantes, de Bretón, más la carga de realidad verdadera, no mediatizada, que anida en el mundo del sueño y se confronta en el pulso inmediato de la vida. También el sueño tiene una estructura, su propio sentido y sus propias finalidades, siendo sólo aparente su incoherencia. En su interpretación, es decir, en su rescate del psiquismo latente, Freud descubrió su profunda raíz: el deseo, alentado unívocamente (frente a las ligaduras del orden, frente al despotismo de la conciencia y frente al conceptualismo y la cárcel del lenguaje) por el principio del placer.
No lejos de la opinión de Alquie, diremos que Bretón descubre, en sus Vasos comunicantes, un claro paralelismo entre las leyes de la percepción real y las del sueño, cuyo destino es liberar en aquélla toda la fuerza del deseo que en éste anida, eludiendo el rodeo de los medios. Bretón ni vive de ensoñaciones ni elude para nada la realidad; sabe muy bien que el mundo exterior existe y no deja de concederle credibilidad, y "en días —concluiremos con Fredinand Alquie— en que la rigidez de lo real le amenaza, se contenta con extraer de! medio, excluyendo todo lo demás, lo que debe servir a la reconstitución de su yo". Este es el gran propósito y el gran logro, tal vez, de André Bretón, y el que, por supuesto, le otorga validez y vigencia en nuestros días: la reconstrucción del yo, la reconciliación del hombre consigo mismo y con sus facultades latentes y habitualmente castradas, con aquéllas ante todo (y a la cabeza de ellas el deseo) que lo vinculan, sin mediaciones, al tránsito mismo de la vida. Sea ingenua, si se quiere, la propuesta bretoniana del automatismo como única fuente de creación, pero no su ánimo decidido de liberar al hombre, de reconciliarlo consigo mismo, con el mundo y con la vida.
¿Halló este ánimo reconciliador un trasunto análogo, un correlato equivalente, en el plano social? No. Ni la aceptación programática del método hegeliano, ni la adhesión al materialismo dialéctico, ni la inscripción en la nómina del partido comunista, tuvieron continuidad alguna en el pensamiento de Bretón ni consecuencia en su conducta. La idea de reconciliación se daba, efectivamente, en la dialéctica de Hegel. El Aufheben hegeliano era, sin duda, una forma universalmente reconciliadora, pero basada en la mediación y en la historia, con sacrificio necesario de su actualización inmediata, haciendo del todo imposible la reconstrucción del yo, como tal y en el presente. Bretón proclama, por encima de cualquier otro valor (como lo hicieran los dadaistas, como lo hiciera Nietzsche), "la vida de la presencia, sólo la presencia" y la liberación del hombre mediante "la liberación de su deseo" y ello es absolutamente imposible por senda dialéctica. La reconciliación de que habla Hegel se funda en la mediación y en la historia (en la que "todas las contradicciones y todas las oposiciones serán superadas"), con detrimento inevitable del presente o de "la vida de la presencia", defendida por Bretón.
El marxismo, por su parte, también ofrecía la senda de la reconciliación en el plano social, pero también de forma mediata e histórica y con una grave condición que viene a desbaratar una de las premisas fundamentales del surrealismo: el predominio del deseo, fundado, según dijimos (o según dijo Freud) en el principio del placer. El marxismo, desde esta angulación, no puede orillar el antagonismo entre el principio del trabajo y el del placer, siendo precisamente éste el que sale vencido de la contienda. El marxismo, además, al proponer una forma nueva del orden (todo lo distinta que se quiera, pero tan dada o tan preestablecida, una vez dada, como cualquier otra, como todas las que el surrealismo se niega por principio a admitir), concluye constituyéndose en sistema cuya dimensión política se configura como partido.
¿Cómo concluyó la historia? Dos años después de la publicación del primer manifiesto, André Bretón, junto con Aragón, Eluard y Péret, ingresa en el partido comunista, convirtiendo explícitamente la revista del grupo en "El surrealismo al servicio de la revolución", y afirmando la fidelidad más estricta a las orientaciones de la III Internacional. En 1933 abandona el partido comunista. En 1938 publica el manifiesto "Por un arte revolucionario independiente", cuya letra y espíritu dan una nueva versión del aspecto social (claramente desafecta a la ortodoxia marxista y mucho más adicta al pensamiento freudiano) en la que se proclama "la finalidad de restablecer el equilibrio roto entre el Yo coherente y sus elementos reprimidos''. "Esta restauración —reza otro fragmento— se cumple en provecho del ideal del Yo, el cual suscita contra la realidad actual, insoportable, las potencias del mundo interior, comunes a todos los hombres y que se desarrollan constantemente en su devenir". Posteriormente iría Bretón a dar en la actitud mas fogosamente libertaria y, más tarde, en el anarquismo. Dos años después de su muerte, los nuevos revolucionarios del mayo del 68 invocarían de sacro el nombre de Bretón e izarían la bandera del surrealismo.
GAZETA DEL ARTE - 15/01/1975
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