Acaba de ocurrir aquí, en la Villa y Corte. Horas antes de que el paso elevado de Atocha (sintomáticamente bautizado como "scalextric" por el pueblo llano) diera con su esqueleto (estructural) por los suelos, el pintor Nacho Ordás tuvo a bien dejar sobre sus lomos la huella del arte. Horas después, el tramo más altanero de la "montaña rusa" se veía definitivamente desguazado, con un espléndido mural impreso en su propio piso (o "firme", que dicen los de Obras Públicas). ¿Horas? Unas cuantas empleó nuestro artista en dejar bien pintados (que facultades tiene para ello) y bien lucidos los doscientos metros cuadrados de asfalto, elegidos y acotados para su hazaña laboriosa y pasajera. Llegó, en fin, la grúa gigantesca (que paradójicamente llaman "pluma") y en sus garras se llevó el desproporcionado producto de la ingeniería y la muestra refinada del arte, sin otro testimonio que la atención del ocioso paseante y la memoria del "ente" televisual.
¿Arte de lo efímero? "Estética del desperdicio", la dicen los teóricos, cobrando mayor interés en el plano de la propia teoría que en el de la obra. Vale la pena salir al paso de ciertos experimentos al uso (y el de Nacho Ordás supone, por las circunstancias en que se ha producido, laudable excepción) que, apoyados en el signo antiacadémico y desmitificador de dicha "estética", terminan por instaurar nuevas academias y nuevos mitos. La "estética del desperdicio" resume, realmente, una inspiración característica de las sociedades industriales avanzadas, específicamente ligada a los movimientos reivindicatoríos de la imagen popular; una tentativa de elevar a rango artístico el "proceso elaborador", iniciada en el siglo XIX; un propósito de sofocar en la obra de arte el "aura" (término acuñado por Walter Benjamín) que tradicionalmente la había acompañado.
Se trata, en suma, de una reacción contra la perennidad, la belleza eterna... y categorías afines, que en una estética cual, por ejemplo, la del "arte por el arte", se hallaban indisolublemente asociadas a la noción de obra artística. De aquí que también se la ha llamado "estética de la no permanencia" (no se confunda con el voto sobre la OTAN), y que a tenor de tal nombre Marcel Duchamp (uno de los grandes abanderados de ésta y tantas otras iniciativas de vanguardia) llegara a afirmar que una pintura (una obra de arte) posee un "olor", una "emanación" que persiste no más de veinte o treinta años, citando como ejemplo de obra muerta su creación más celebrada (el "Desnudo bajando la escalera"). Mil veces preferible es, a juicio suyo, una obra muerta a otra envuelta para siempre en abstracciones: perder ese "olor" o "emanación", propios del ciclo temporal, supone, para la obra, pasar a ser pasto de meras consideraciones teóricas en cuyo ámbito se extinguen acciones y operancias.
Es el realce del "aspecto temporal" en la consideración de las artes plásticas el logro más granado, sin duda, de la "estética del desperdicio", aunque otros cuantos aspectos vengan a hacerla congruente y nada arbitraria. Responde, en primer lugar, a la moderna revolución en el ámbito global de los materiales y a la concreta aparición de algunos de acusado carácter efímero, cuyo reclamo ha llevado a determinados artistas a probar con ellos nuevas experiencias. No es difícil, por otro lado, descubrir su parentesco con la revolución en el campo de la "imagen", a favor, especialmente, de los "mass media"; el acelerado proceso sustitución de la imagen exigido por la promoción de los nuevos productos, y la inevitable interdependencia entre la imagen publicitaria y la artística... han dejado en el arte un nuevo ritmo sustitutivo y claramente atentatorio contra la durabilidad de la obra.
Tal es, a grandes rasgos, la nueva situación cultural propiciada y reforzada por los intereses de producción de las sociedades industriales avanzadas. Desprovista de todo "valor de culto" e integrada en las leyes del mercado, la obra de arte comenzará a adquirir estatuto de "producto" y, como tal, su desgaste ya no será sólo el fruto de las fluctuaciones de gustos y modas, sino que ha de verse estimulado por la propia producción y por la exigencia de una promoción en cadena que exige dar paso a otro y otros productos. Víctima de su propia ambigüedad y llevado a últimas consecuencias del "proceso desacralizador", la "estética del desperdicio" tratará de vencer, obcecada, el último baluarte de la durabilidad que la obra mantenía: su propia durabilidad física, su resistencia al embate del tiempo.
¿Cumplirá a la obra de arte la misma situación que al vaso de plástico, una vez apurada la Coca-Cola? La respuesta afirmativa (y los más exaltados del grupo la dan) incluye su propia contradicción. ¿Por qué ha de implicar la desacralización de la obra de arte su inexorable conversión en producto sumiso a la ley del mercado? La "estética del desperdicio" proclama por principio el desgaste de la obra como proceso propio de ella, ajeno e incluso hostil a los procesos meramente productivos. Si ahora acepta su reducción a simple producto, hace que la obra se subordine, sin más, a los intereses de la producción, inerme frente a ellos, sin opción alguna de oponerles, como sus abanderados pretenden, la menor de las críticas. Cabe, por mejor solución, la que Nacho Ordás ha llevado a cabo sobre el escombro (sobre el desperdicio del "scalextric" de Atocha: aprovechar su propio y definitivo desgaste para sobre él imprimir la huella efímera del arte, que los medios televisuales pueden (han podido) perpertuar.
CAUCE 2000 - 01/02/1986
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