Tierra sigue siendo la nuestra de grandes entierros, con la pompa toda del homenaje postumo y sin posibilidad de respuesta, sea de aqui o de fuera, por parte del finado. ¿Prueba fehaciente de ambos extremos? Hace apenas un mes fallecía Andy Warhol. mereciendo de la crónica y la crítica al uso la desmedida advocación de «padre del pop-art». Días más tarde se nos iba para siempre Manuel Viola, recibiendo de las mismas fuentes el tratamiento abultado de «máximo exponente de nuestro abstraccionismo». Sin restar un punto a la calificación global del artista yanqui ni una coma a la cuenta del pintor español, hay que reconocer que en el respectivo elogio fúnebre, y a tenor de los títulos invocados, ha habido un claro acento exagerativo.
Procede la voz castellana «exageración» de la que en latín conforman la reposición «ex» (de, desde, a causa de) y el sustantivo «agger» (prominencia, muelle, dique). «Exagerar», desde el punto de vista puramente etimológico, es tanto como exceder (en los dichos) el dique mismo (de los hechos). En su empleo común, exagerar equivale a encarecer, dar proporciones excesivas, decir, presentar o hacer una cosa de modo que vaya más allá de lo verdadero, natural, justo, conveniente o simplemente acostumbrado. No parece difícil descubrir la sinonimia en verbos cuales ponderar, inflar, abultar, extremar, desorbitar..., ni osado resulta referir la conjugación de cualquiera de ellos al celtibero oficiante, insisto, en gala funeraria.
Llamar a Warhol «padre del pop-art» incluye exageración manifiesta. Mucho, en efecto, hay que inflar al personaje, extremar sus gracias y desorbitar sus gestos como para que el hábito paterno le venga a la medida. Y no es problema de calidades (en las que otros colegas también le aventajan); es cuestión de mera cronología. Mal pudo Andy Warhol ser padre de una corriente nacida fuera de su hogar y antes de que él hiciera profesión de oficio. El «arte pop» surgió en Inglaterra, viéndose consagrada su denominación en un «cottage» firmado por Richard Hamilton con diez años de antelación a las creaciones de Warhol, quien, en la propia versión americana del género, conoció (¡ya lo creo!) el precedente de Rauschenberg y el magisterio de Johns.
Tampoco sin el eco de la exageración se entiende que Manuel Viola se vea homenajeado, a título póstumo, como el "máximo exponente del arte abstracto a la española". Afirmación a todas luces inflada, que nunca en vida se asignó al pintor desaparecido por chocar, sin duda, con los datos ciertos de otras biografías. Mal puede encarnar Viola el arquetipo de nuestra pintura abstracta cuando es otro artista español, Antoni Tapies, el que ocupa tal puesto o merece tal rango (y en ello coinciden tirios y troyanos) con alcance verdaderamente universal. Lo que nunca escuchó en vida el bueno (en el más genuino sentido machadiano) de Manolo lo airea ahora el sarcasmo en alas de la hipérbole y con pretensiones de sentido y rendido homenaje.
Y lo curioso de casos como los aquí apuntados es que sus destinatarios suelen hallarse en posesión de dones auténticamente singulares. Los gestos humanos de Viola valían mucho más que los que dejó plasmados en sus lienzos, y unas cuantas frases de Warhol superan con creces los límites (las limitaciones) patentes en sus pinturas. El mejor cuadro de Viola fue, según propia y expresa confesión, el que nunca hizo, y la mejor obra de Andy Warhol tal vez se cifre en esta sentencia definitiva y definitoria del universo «made in USA»: «Lo mejor de América es que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Una coca-cola es una coca-cola para el presidente, para Lyz Taylor y para el mendigo de la esquina.»
DIARIO 16 - 17/10/1987
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