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PABLO PICASSO Y LA LIQUIDACIÓN DE ROGER CAILLOIS

Pablo Picasso y la liquidación de Roger Caillois

Por Santiago AMON

GUADALIMAR consiguió los derechos para publicar en exclusiva nacional el ensayo “Picasso, liquidador”, de Roger Caillois. En el fondo queríamos provocar alguna reacción de la que pudiera salir cierta luz. No fue así, como comenta Amón en este leal enfrentamiento con el maestro francés. El país nuestro vive en exaltadoras polémicas políticas —normales en tiempo de crisis—, pero se queda parado y sin respuesta ante textos hábilmente demoledores como el de Caillois respecto a uno de nuestros pintores más singulares. La replica, al fin, llega. Nuestra revista se honra en servir de vía de diálogo de altura ante un tema tan importante para nosotros. Caillois —si quiere— tiene la palabra...

«Es frecuente subrayar el caudal polémico que se ha suscitado y sigue suscitándose en torno a la figura de Picasso, a propósito de su incidencia humana, al conjuro mismo de su nombre, sin advertir de paso la vigencia efectiva de las nuevas categorías formales y vitales que él propuso, de cara al porvenir, en los albores de 1907.» Quiero con estas líneas, tomadas de mi libro Picasso, afrontar, un tanto a la brava, las alegres, recientes y paradójicamente tardías objeciones que, bajo el título de Picasso, liquidador, ha formulado Roger Caillois en un diario parisiense de alcance universal y probado prestigio, y que las páginas de GUADALIMAR núm. 9, enero 1976) tuvieron a bien divulgar por estos pagos. Apenas dada a la luz, la ofensiva de Caillois desató en el país vecino una contraofensiva, cuando menos, equivalente, sin que faltaran mediadores y terceros en discordia. ¿Y entre nosotros? Habiendo transcurrido tres largos meses y como viera yo que nadie (¡nadie!) tomaba carta o partido en el lance, juzgué justo y oportuno oponer mis razones a las del escritor francés, apoyándome en el solo hecho de que aquéllas (tal como discurren y se compaginan en mi libro antes aludido) entrañan la antítesis palmaria de las que esgrime, no sin agudeza, Roger Caillois.

¡Recientes y paradójicamente tardíos alegatos! Quienes aún polemizan en torno al buen pintor español o discuten la autenticidad y validez de sus artes (¡la eterna y pueril cantinela de que Picasso vino al mundo con la única misión de burlarse del vecino!) no suelen pararse a meditar que más de una vez el lugar mismo (aula, academia, o salón o cafetería...) en que la discusión se desarrolla o estalla el anatema ha sido paradójicamente diseñado y construido de acuerdo con premisas picassianas, más o menos bastardas o genuinas, rectas o colaterales, pero, en última instancia, “picassianas".

El polémico escrito de Caillois, por ingenioso que resulte, incurre en el vicio apuntado, desde el momento en que parece dar al olvido que la «teoría de lo moderno», encabezada por Picasso, abandonó, tiempo ha, aulas minoritarias y frentes vanguardistas para instalarse, cual costumbre de las costumbres, en el suelo del diario acontecer. La mirada del hombre de hoy se halla del todo familiarizada (y cuanto más inconsciente, más efectivo es el pulso, el aroma, de la familiaridad) con el despliegue empírico de aquellas categorías innovadoras que Picasso acertara a descubrir en la primera década del siglo. No parece darse cuenta Roger Caillois de que lo que él deduce del universo de las ideas pertenece de hecho al mundo de las cosas.

Me limitaré, tras lo dicho, a exponer los títulos mismos con que Caillois viene a combatir el quehacer picassiano, matizando su texto literal con algunas levísimas diferencias en las que quisiera resumir el por qué de mis objeciones a las que el escritor francés opone a la actividad creadora de Pablo Picasso. Divide Caillois su trabajo en cinco apartados cuyo encabezamiento respectivo reza así:

«Una falta de respeto de nuevo cuño». «Arbitrario e irrisorio». «Ninguna simiente de futuro». «El planeta vulnerable». «La belleza oculta». Mis razones van a atender a esos mismos cinco apartados, con la respectiva y levísima modificación titular que el lector irá descubriendo a lo largo del escrito.

Una respetuosa falta de respeto

Condescendiente, en general, justifica Caillois «la falta de respeto» con que el verdadero creador combate o «contesta» los valores establecidos, y niega a Picasso el pan y la sal de semejante condescendencia, atribuyendo su contestación a una actitud meramente caprichosa: el pintor se considera con derecho para modificar según su capricho los modelos anatómicos que tiene ante él, o sea, el orden al que él mismo pertenece. La picassiana «falta de respeto» es, a juicio mío, tan «respetuosa», que viene a equipararse al rigor y al cómputo del «método hegeliano», en tanto que la «deformación del modelo» obedece a profundas intenciones que Caillois o ignora o, conociéndolas, no se digna mencionar.

«La pintura de Picasso—ha escrito Garaudy—tiene el mérito primordial de integrar, conservar y desarrollar lo mejor de las anteriores creaciones del hombre.» ¿Dónde está la caprichosa falta de respeto? ¿No coincide, por el contrario, este «integrar, conservar y desarrollar picassiano» con las tres fases del proceso dialéctico, con las tres notas de la «refutación» en sentido hegeliano? Es, en última instancia, la obra de Picasso la que desde sí regala a quien a ella se asome, semejante proceder metódico, trasunto fiel de su intrínseco proceder por vía de refutación.

No se ha limitado Picasso, como cree Caillois, a «desmontar las obras maestras anteriores»; ha asumido en su totalidad el «ciclo de la historia», aplicando a cada edad, a cada nexo crucial, a cada protagonista decisivo, el tornasol del «Aufheben» y el despliegue de sus tres momentos germinales, ineludibles en la afirmación del «espíritu de la época» y en el acto de la verdadera creación. Pablo Picasso ha negado, por conocido, el escombro acumulado del ayer, ha repasado de punta a cabo la historia del arte, ha cotejado todos los nexos de refutación que en ella se dieron, conservando algo, suprimiendo otro tanto y «superando» todas las etapas de su intrínseco explicarse.

Lejos de «modificar los modelos anatómicos que tiene ante él», Picasso, atento al «espíritu de su época» y al vislumbre de una nueva edad, se ha entregado a la demolición de la vieja imagen («¡mago et similitudo») del hombre, dejando bajo el zigzag centelleante de las Señoritas de Avignon, las trazas fundamentales de un rostro nuevo al que, a partir de esa 'hora, se viene acomodando al de usted y el de usted (y el del señor Caillois). Porque a él se han venido ajustado todos los rostros, a partir del de su hacedor (las Señoritas de Avignon entrañan cinco portentosos autorretratos, y en su contextura se ha ido conformando irremediablemente la mirada nueva del hombre, su nueva angulación de la realidad, su renacida facultad de estimación, el pulso mismo de su costumbre.

Arbitrario y creador

«Para La Fresnaye—escribe Cassou— el cubismo fue la forma suprema del orden, pero para Picasso no es más que una hipótesis arbitraria, parecida a otra cualquiera, que le conduce hasta su cenit, aunque luego la desdeñe o la rechace.» Aquí palpita el «quid» de la cuestión. ¿Picasso, arbitrario? Y por fortuna. Pero no irrisorio, sino estrictamente creador. En la confluencia justa del pasado y del porvenir, Pablo Picasso dio en maquinar una hipótesis cuya eficacia, eso sí, conlleva la refutación de aquél y la aventura de éste. Jamás, pues, dejará de ser hipótesis y cuanto más arbitraria, más ajena a toda pretensión conceptualista del «orden» o de la forma en que el orden descansa o se fosiliza.

Picasso ha llegado, mediante el arbitrio o tanteo de su hipótesis, a la llana conclusión de que el orden no existe si no es por decisión de quienes lo preestablecieron o de quienes, ya preestablecido, lo acatan ciegamente .sin pensar en otras y otras hipótesis que ellos, fieles al suyo, juzgan raíz y ejemplo (mal ejemplo) del desorden. Tampoco el desorden existe. Cualquiera que fuere su proposición o su práctica, implica una disposición distinta, sólo distinta, de las cosas en cuyo nuevo concierto, y mediante el riesgo, la exploración, la aventura. el concurso aleatorio, el «arbitrio»..., brota el primer destello de otras y otras posibilidades, imposibles de valorar con el fiel axiológico del orden preestablecido.

También yo admito la decadencia picassiana, pero por las razones más opuestas a las que aduce Caillois y los que, con él, quieren cifrar el ocaso creador del buen artista malagueño en términos como arbitrio, capricho, veleidad, libérrimo albedrío, desenfreno, desenfado... y otros afines. Creo, muy al contrario, que en el olvido paulatino de la arbitrariedad (con todos los riesgos que ella supone y en el trueque de la hipótesis exploradora por 1a complacencia de la reiteración temática y estilística han de buscarse inflación, abuso y decadencia.

Picasso fue grande cuando, radicalmente enemistado con «los valores», y negando de plano la existencia del desorden, juzgó y demostró empíricamente que el trastrueque más rotundo y arbitrario de las cosas y les relaciones entraña una disposición distinta, sólo distinta, en cuyo nuevo concierto y mediante el riesgo, la hipótesis de la exploración y la sucesiva objetivación del concurso aleatorio, brota la primera luz de otras y otras posibilidades manifestativas y vitales. Picasso fue padre del arte contemporáneo porque, arbitrario y libérrimo, acertó a proponer la hipótesis de un orden simplemente nuevo que comportaba la virtud de refutar el «status» del presente y probar la aventura del porvenir.

El futuro, hecho presente

Cuando Caillois afirma no ver en el arte picassiano «ninguna simiente de futuro», lo hace desde su propia angulación, no desde la arriesgada perspectiva del padre del cubismo. En lugar de ponerse en la piel y en la expectativa de Picasso, allá, en los albores de 1970 (cuando el futuro era verdadero futuro, simiente o esperanza o, dicho con palabras de Artaud, «víspera de un nacimiento»), analiza su gestión como necesariamente acaecida y entiende esto del «arte moderno» como si hubiera existido así, desde siempre, sin la actividad arriesgada y creadora de alguien que lo alumbrara y lo impulsara. Reduce, de esta suerte, la historia del arte contemporáneo, excluida la intención concreta de su protagonista fundamental, sola y pura «significación objetiva».

Para analizar verazmente el quehacer de Picasso hay que restituirle, ante todo, su propio pasado y dejarle asomándose a lo que para él (no para Caillois) era estricto porvenir. ¿Qué supuso su acción innovadora en «su» presente, a caballo de «su» ayer y «su» mañana? ¿Una continuidad? No. Una ruptura. ¿A qué atendía su mirada hacia su pasado? ¿Al discurso, lógico, continuo, fluyente, del acaecer? No. A las sucesivas rupturas que propiciaron el sobresalto, más que el discurso, de la historia. ¿Qué ha significado su arriesgada expectativa de cara al porvenir? La implantación de un arte nuevo, de un orden nuevo que, quiéralo o no Roger Caillois, es el que contemplan nuestros ojos, convertido en presente, en costumbre de las costumbres, en cosa entre las cosas.

Deje Caillois a Picasso enfrentado a su pasado, no al nuestro, y, sólo de este modo, podrá saber si su acción innovadora entrañaba o no alguna simiente de futuro. No olvide el escritor francés que lo que nosotros, respecto a la creación picassiana, vemos como ayer, para Picasso era mañana, y lo que para él era pura y arriesgada expectativa, puede ser ingenuamente aceptado por nosotros como lógica e inocente continuidad. Si, hechas estas salvedades, persiste Caillois en negar a Picasso toda «simiente de futuro», es que le faltan ojos para ver cómo las premisas que ayer dictaron la revolución picassiana, hoy entrañan la costumbre, constituyendo la recta e innegable adecuación entre ésta y aquéllas la esencia de «lo moderno» en su acepción más genérica y más imparcial.

El planeta transformable

Picasso es historia e historia cargada de vigencia, nuestra propia historia. Si el arte, de acuerdo con Garaudy, es facultad sin tregua de transformar las realidades presentes en «mitos reveladores», en cifra de lo que aún no es, a pocos como al buen pintor español cuadra el título de artista-creador. Mi respuesta a Caillois es, en este caso, remitirlo a la historia de nuestra propia historia. Si la función del arte es esencialmente transformadora, haciéndose eficaz en largos períodos (no inferiores, tal vez, al medio siglo), vea el lector, ya que Caillois se niega a verlo, si no es un hecho al margen de toda duda la aclimatación, todo lo lenta, latente y tortuosa que se quiera, de aquel «orden nuevo», ideado por Picasso, a la realidad sensible de nuestros días.

Picasso es historia e historia cargada de vigencia, nuestra propia historia, porque en él se dan raíz y fundamento de la tremenda mutación axiológica (imposible de parangonar con otra cualquiera del pasado) que, hecha ya vida, ha caracterizado y caracteriza nuestra visión del presente, la nueva faz de las cosas, la angulación nueva de nuestro mirar, la complexión entera de lo que decimos «moderno». Picasso es la historia de nuestra historia, de nuestro sobresalto, de nuestra propia mirada, la historia de nuestra incardinación y nuevo domicilio en el mundo. «Porque él ha venido al mundo —concluiré con Alberti— para sacudirlo, volverlo del revés y ponerle otros ojos.»

La belleza, cuestionada

No pueden cargarse a la cuenta de Picasso las dudas y preguntas que Caillois se formula acerca de la función del arte o de su efectiva respuesta a alguna finalidad. ¿Que en adelante convenga pensar, como él asegura, en la perspectiva de un ocultamiento pronunciado del arte durante una nueva era, cuya duración es imprevisible? De acuerdo, y ello sí que es digno de cargarse a la cuenta de Picasso, a su intransigente refutación en torno a un concepto de «belleza eterna», a la propuesta de otras formas del concebir, del conocer y del expresar que, convertidas ya en costumbre, se han traducido en otras tantas maneras nuevas del contemplar, del habitar y del convivir.

El ciclo, efectivamente, se ha cerrado, pero no se culpe de ello a quien lo abrió; atribuyase, más bien, a sucesiva y agobiante emulación o a algo que quizá sea propio del proceso histórico. Picasso cuestionó el concepto tradicional de «belleza» y lo hizo a través de la obra, no a través de una teoría, como la que explica Caillois. Lo que se alzó (allá, hacia 1907) como bandera de revolución y prosperó como grito de vanguardia, ha terminado por convertirse en academia para el experto y en. costumbre para el profano. El ciclo se ha cerrado, quedando por ahora abiertas las puertas de la revisión, de la reconsideración, o ese gran paréntesis de ocultación, a que alude Caillois y cuyo plazo le parece hoy imprevisible.

«Sólo Picasso ha advertido que la realidad del siglo veinte —escribía Gertrude Stein en los días de auge revolucionario— nada tiene que ver con la del diecinueve, y lo ha hecho pintando.» Pablo Picasso cuestionó en su tiempo el concepto de «belleza», propuso, a través de la obra, la hipótesis de un orden nuevo que llevaba en si la virtud de refutar el «status» de su presente y probar la aventura del porvenir, y lo elevó a su cenit cual meta de inclinación, de vislumbre y estímulo. Los que intuyeron el confín de ese orden nuevo, extendieron, a partir de él, otras y otras hipótesis renovadoras, y quienes en él se limitaron a cifrar una nueva «forma suprema del orden», dieron de lleno en el hermetismo de la academia, en la imposición del canon, en el círculo cerrado, en la encrucijada.

Si el ciclo se ha cerrado, no será culpable de ello, precisamente, quien lo abrió. Séanlo quienes paulatinamente lo han venido clausurando y quienes, ya clausurado, terminan por convertirlo en pasto del saber convencional, de la teoría. El ciclo, en última instancia, se ha cerrado por ser algo muy propio de su condición y de la naturaleza misma de la historia.



GUADALIMAR - 10/04/1976

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