Es costumbre, si no ley, en la glosa del movimiento surrealista, prestar atención exclusiva a la confluencia del pensamiento marxista y las doctrinas freudianas, y en ello olvidar de plano otras precedencias y concomitancias, inexcusables a la hora de un análisis que se precie de algún rigor, cuales pueden serlo las nacidas o derivadas de la filosofía vitalista en general y nietzscheana en particular. Centrada la cuestión (a ello atendía la primera entrega de este trabajo) en la triple dimensión del tiempo (la carga de su pasado, el pulso de su presente y la expectativa o incógnita de su porvenir) en que afloró el surrealismo, resulta evidente la precedencia de Marx y la concomitancia de Freud, y no menos evidente el olvido palmario de la filosofía de Nietzsche y de Bergson, dadas a la luz en análogas circunstancias temporales (en el siglo pasado y a caballo de él y del nuestro, respectivamente).
¿A quién y a qué ha de imputarse tal desatención o desafecto? A André Bretón y al contenido literal de su Primer Manifiesto, en el que no se hace la mas leve alusión a dichas concepciones filosóficas (ausentes, por lo demás, en el resto de sus escritos). Parece natural, así las cosas, que las mejores exégesis del surrealismo, ceñidas comúnmente a los textos de Bretón, hayan reincidido en el olvido de un hecho tan incuestionable, si se tiene en cuenta, especialmente, la singularísima actitud de aquellos dos surrealistas, más o menos ortodoxos, que hoy se nos aparecen como investidos de la más viva actualidad y mayor vigencia: Georges Bataílle y Antonin Artaud, afincados ambos en el pensamiento vitalista y traductores, cada cual a su modo y con sus artes respectivas, de profundas esencias y consecuencias nietzscheanas.
No deja, pese a ello, de asustarme mi propio propósito, con sólo hacerme cargo de que Ferdinand Alquie (autor del estudio, sin duda alguna, más penetrante y más estrictamente filosófico en torno al surrealismo) da de lado al fenómeno vitalista y sólo de pasada recoge el nombre de Nietzsche (a propósito, únicamente, del sentido y alcance de la "blasfemia" surrealista) y sólo de pasada cita a Bergson (a propósito, también únicamente, dé la fuerza o tendencia que tienen las imágenes a descubrirse por sí mismas y desde si mismas). En este caso, tan extremado y tan magistral, tales omisiones hallan, a juicio mío, su justa explicación en el dato, sin más, de que Ferdinand Alquie ciña sus comentarios e interpretaciones a los escritos de Bretón, siguiendo incluso un pormenorizado orden cronológico cuyo punto de origen se centra en las incipientes experiencias bretonianas, a partir del "Pez soluble", obra editada el mismo ano en que vio la luz el "Primer Manifiesto Surrealista".
El luminoso ensayo de Alquie viene a ser, de esta suerte, un ejemplo cabal de esa modalidad exegética que suele mencionarse como comentario de textos. Los escritos de Bretón son asumidos por el filosofo francés en su integridad, y en su integridad son analizados de acuerdo con el orden lógico y cronológico de su alumbramiento sucesivo y a la busca de un contexto global que abarque a todos ellos como el Corpus de una doctrina. Alquie acepta, pues, los textos de Bretón como tales, en su sentido más recto y en su alcance más positivo. Su estudio se limita estrictamente al análisis aquilatado de lo que dijo Bretón, sin entrar en lo que no dijo o debió decir. En las agudas consideraciones de Ferdinand Alquie, Bretón encarna la figura de padre del surrealismo, mereciendo sus afirmaciones el titulo de surrealistas por antonomasia y quedando sus omisiones en lo que son por su propia naturaleza: en el más absoluto silencio.
No se me diga que este intento de paliar hipotéticas lagunas y reducir presuntas omisiones es arbitrario o caprichoso. Los datos que preceden inmediatamente a la alborada surrealista y acompañan su aventura con innegable coetaneidad o los que se nos dieron tras su último y próximo estallido (allá por 1968, y con motivo del Mayo francés) exceden caprichos y arbitrios, haciendo, por el contrario, no poco oportuna la alusión, siquiera a Nietzsche y sus huestes. Basta incluso el cotejo de su discurso histórico para confirmar los antecedentes, las concomitancias y las consecuencias del pensamiento vitalista para con el nacimiento, el desarrollo y también la vigencia del surrealismo o de alguno de sus aspectos más relevantes. Ideas básicas del surrealismo como la palpación de la vida sin mediaciones, la reconciliación del hombre con el mundo, con la sociedad y consigo mismo (la concordia de la razón con las fuerzas irracionales, de la conciencia con los impulsos no conscientes) y la destrucción del conceptualismo secularmente instituido y del lenguaje tradicionalmente heredado, ¿no habían sido premonizadas por Federico Nietzsche? ¿Y no ha sido, tras la última síntesis Marx-Freud (a manos de Marcuse) y tras el Mayo del 68; el retorno al vitalismo nietzscheano una de las conquistas más esclarecedoras de nuestro tiempo, sin mengua alguna ni de coherencia ni de continuidad?
"Dentro del contexto de la filosofia mundial —ha escrito Eugenio Trías a propósito del Nietzsche de Deleuze— no cabe duda que el joven movimiento filosófico francés, inspirado directamente por literatos y pensadores como Bataille y Kiossowsky, y dentro del cual podemos citar los nombres de Foucault, Derrida y Deleuze, constituye una de las vías más sugerentes, ricas y estimulantes. Ello es debido a su privilegiada situación cultural, puesto que confluyen en su reflexión la línea filosófica que, arrancando de la fenomenologia, desemboca en Heidegger, así como los desarrollos más estimulantes de las ciencias humanas (marxismo, psicoanálisis, estructuralismo) los hitos más sólidos de la vanguardia en literatura y arte y, por último (y sobre todo), el revulsivo de ciertos escritores reputados como tocos o como malditos (especialmente Nietzsche, Artaud, Roussel.
Aduzco este texto de Trías con el ánimo de subrayar un par de advertencias. El surrealismo, de una parte, y pese a los pesares de Bretón y sus comentaristas literales, tiene raíces más hondas y más amplias ramificaciones que las que se deducen de sus manifiestos y del resto de sus escritos (o de la habitual y exclusiva coyunda Marx-Freud), pareciendo una de sus venas más ricas y más permanentes la que le emparenta con el vitalismo en general y, en particular, con Nietzsche. No deja, por otro lado, de ser sintomático que en el cómputo, agudamente fijado por Eugenio Trías, de quienes han propiciado la nueva actitud filosófica decididamente renovadora, aparezcan (a titulo de pensadores, literatos, tocos o malditos) dos surrealistas de confesión, Bataille y Artaud, y otro de sangre, de ascendencia y de palabra ("Rousell —había escrito Bretón en su "Primer Manifiesto"— es surrealista en la anécdota").
Bataille (el surrealista Bataille) terminará por centrar su atención entera y su vida misma en Nietzsche y habrá de darnos una semblanza nueva del personaje y un nuevo sentido a su filosofía en la que cuenta primordialmente la transformación del hombre. La voluntad de poder será genialmente sustituida por la voluntad de suerte ("el jugador de dados nunca pierde"), desapareciendo, por ajena a la vida, la idea del fin (de las finalidades y las mediaciones) y configurándose claramente la imagen, tan cara a los surrealistas, del hombre total. Cuántos sueños (la presencia, la vida de la presencia, de que tanto hablabla Bretón, la existencia aquí y ahora, la no mediación...) quedaron, quizá, en sueños a tenor de las prácticas surrealistas de escuela, toman cuerpo de realidad a la luz de Nietzsche. La vida será ahora entendida como una fulguración en estado puro en la que sólo cuenta el presente, y se le exige al hombre el sacrificio de los fines, oponiéndose la gratuidad a la utilidad, el azar a la finalidad, el riesgo al interés, la donación a la adquisición y la totalidad a la fragmentariedad.
Por lo que hace a Artaud (al surrealista Artaud) diremos con Derrida que sus afinidades con Nietzsche nunca se acaban. ¿Qué es lo que realmente aporta Artaud a la expresión en general y, singularmente, al teatro nuevo sino la idea nietzscheana de la no representación? "Igual que Nietzsche —escribe Derrida— Artaud quiere terminar con el concepto imitativo del arte. Y con la estética aristotélica de la que procede toda la metafísica occidental del arte." Oigamos al propio Antonia Artaud y de su voz nos vendrán incontables resonancias vitalistas y otros tantos acentos propios de la voz de Nietzsche: "El teatro debe equipararse a la vida..., a una especie de vida liberada."
"El arte no es la imitación de la vida, sino que la vida es la imitación de un principio trascendente con el que el arte nos pone en comunicación. Artaud, acorde con el pensamiento nietzcheano y rompiendo tajantemente con la idea de mediación, llega a confundir arte y vida. Para él, el arte no es una representación; es, más bien, la vida misma en cuanto que no representable. "La vida —concluiremos con Derrida— es el origen no representable de la representación."
Valgan estas someras referencias para, al menos, dejar constancia de la presencia nietzscheana en la raíz misma del surrealismo y en la práctica de los dos surrealistas más vigentes. ¿Dónde mejor que en Nietzsche se nos ofrece el palpito de la vida sin mediaciones? O se afirma libremente la vida como tal y como valor supremo (sin que en ella se nos dé el medio hacia nada) o se la niega rotundamente. Nietzsche acepta el primer término del dilema. Para él la decidida afirmación de vivir no obedece a ningún valor ajeno o exterior a la vida. Nada tiene valor, sino en la vida y por la vida, porque la vida no es medio, sino fin. ¿Y no es esta inmersión directa en la vida, a favor del deseo, y con la renuncia decidida a todo desarrollo histórico o mediatizador, la que proclama Bretón, ignorando audazmente o desdeñando el rodeo de los medios, las categorías conceptuales y la cárcel del lenguaje constituido?
"En la latencia (hoy realmente vigencia, por obra y gracia de los Foucault, Deleuze, Derrida, Kiossowsky... y el recuerdo más próximo de los ya citados Artaud y Bataille) de dicho pensar vitalista —escribía en mi Picasso—, quisiera afincar ahora un comentario ocasíonal, particularmente ceñido al sentir bergsoniano. Pensamiento tal, encabezado por Nietzsche, no cejaba en la insistencia de que es lo dionisiaco (lo informe, lo subyacente, lo latente, la entraña de la vida), no lo apolíneo (lo formalizador, lo perfectivo y explícito, la representación del arte), el verdadero objeto de la indagación estética y la sustancia del nuevo lenguaje. Contemplados los resultados del arte moderno (en cuya cuenta corresponde al surrealismo una situación clave), quién pondrá en duda que de ellos se desprende el norte de dicha indagación y en ellos resplandece, convertida en obra, la virtud renovadora del lenguaje?
Nietzsche denunciaba y combatía sin desmayo toda adición de conceptos abstractos ("aquella —son sus labras— que va de Platón a Hegel"), proponiendo, por tajante oposición, otros modos del pensar, del hacer, del manifestar, más acordes con el latido de la vida, más atentos al pulso díonísíaco de su tránsito embargante. Nietzche abrió semejante grieta en el muro de la tradición y a través de ella irrumpió el torrente de la moderna filosofía que había de influir no poco en el sentido de la nueva creación. Invitado a elegir (dentro del exuberante plantel vitalista y por lo que hace al tema que nos ocupa) la simiente de mayor feracidad en el auge de los nuevos lenguajes y en la idea surrealista de la reconciliación, poco dudaría yo en hacerla propia de Bergson y del vínculo con que supo reconciliar las fuerzas racionales con las tendencias deseo; del lazo entrañable con que acertó a maridar aquellas dos facultades humanas, divorciadas por siglos: inteligencia e instinto.
"Entre nosotros y la naturaleza, ¡qué digo!, entre nosotros y nosotros mismos —escribe Bergson cual si aludiera al impedimento decisivo, a la gran veda de la reconciliación— se interpone un velo; velo denso y tupido para el común de las gentes, velo tenue y sutil para el artista." ¿Cuándo y cómo se urdió la trama de se velo que sólo al artista, al poeta (agrega Bergson) le es dado rasgar? Ese velo fue tejido, a la par y a lo largo de una tradición de siglos, por el conceptualismo y el lenguaje; por la conceptualización, más bien, de la vida, hostil a toda frontera, y por su traducción equivalente a la cárcel del lenguaje. Sólo renunciando a las alegorías conceptuales, secularmente instituidas (u oponiéndose decididamente a ellas, como lo hace Niezsche, a su hermetismo, a su despótica clausura), nos sería dado un horizonte sin riberas en cuya plenitud se derrama la plenitud misma de la vida.
Y sólo desbordando la cárcel del lenguaje constituido,en posesión apriorística de todos los nombres, signos y normas con que al hombre le es permitido mencionar el suceso ilimitado de la vida, le sería ahora factible trascender el velo que la encubre. No tiene Bergson inconveniente alguno en atribuir al artista, al poeta (en su recta acepción etimológica), al creador, tan luminosa facultad. Es él, el verdadero creador, el único capaz de escindir la sutileza de ese velo y proponer nuevas formas de indicación, nuevos lenguajes, por cuya virtud la vida, no su cómputo conceptual, nos sería accesible. ¿No es la ruptura de este velo (tejido por el conceptualismo, el lenguaje y el orden constituido), que nos separa de la naturaleza y de nosotros mismos, el paso decisivo hacía la reconciliación (que tanto preocupara a los surrealistas) con nosotros mismos y con la naturaleza de la que somos parte? ¿No se incluye en dicha ruptura la conciliación nietzscheana de lo díonisíaco y lo apolíneo o la concordia bergsoniana entre la inteligencia y el instinto?
En la relación de lo dionisíaco con lo apolíneo, Nietzsche propone, antes que una supuesta contradicción, un íntimo consorcio entre la vida y el arte. Diríamos, de acuerdo con Deleuze, que lo dionisiaco y lo apolíneo, lejos de sustentar el consabido antagonismo entre lo informe y lo conformado, encarnan, respectivamente, el proceso primario y el proceso secundario del acto creador. Lo dionisíaco es lo primario y genuino (la unidad soterrada de la vida), en tanto que en lo apolíneo se nos da lo secundario o complementario (el principio indivídualizador de la obra). Del sagaz comentario de Deleuze se desprende el equívoco de la tradicional contradicción entre Dionysos y Apolo. No poco distan uno y otro de asímilarse a los términos de una contradicción. "Dionysos —diremos con Deleuze— es como el fondo sobre el que Apolo borda la hermosa apariencia, pero bajo Apolo es Dionysos el que ruge." Sea, en fin, el propio Nietzsche quien reduzca a la verdad habituales y erróneas interpretaciones. "La tragedia es el coro dionisíaco que se distiende proyectando fuera de sí un mundo de imágenes apolíneas'."
El tema capital del surrealismo fue, según Ferdinand Alquie, el de la reconciliación del hombre consigo mismo (de sus directrices racionales con aquellos otros impulsos soterrados que rige el deseo), con la naturaleza, con la vida y con el mundo. "Tales son los motivos —tomamos del ensayo de Alquie— que llevan a Bretón a condenar a los escritores que hablan de ascesis o dualismo, y a apreciar a los que prometen la reconciliación del hombre con el mundo y consigo mismo, devolviendo al lenguaje y a la enunciación su poder original." ¿No hay en todo ello claras resonancias nietzscheanas? También Nietzsche niega la ascesis, el dualismo y toda otra forma de negación o contradicción (la socrática, la cristiana y la dialéctica), proclamando la unidad soterrada de la vid?, que subyace al impulso dionisíaco, proyecta infinitas imágenes apolíneas y se plasma en lenguaje original, de espaldas a lo conocido y reconocido, a lo creado y recreado, a lo establecido por las categorías conceptuales y a lo traducido en los lenguajes conformados o preconformados.
Más diáfana es aún en Bergson la obsesión reconciliadora del surrealismo. Porque, según Bergson, es al hombre (comenzando por sí mismo) a quien únicamente compete reducir a la unidad del impulso originario todas las disociaciones que a lo largo de la evolución del mundo se han ido produciendo. La senda decisiva de la evolución en el mundo animal culminó, de acuerdo con el pensamiento bergsoniano, en la disociación de la inteligencia y el instinto, siendo (cada cual a su modo) la manifestación más alta del impulso vital y desarrollándose a expensas la una del otro. La inteligencia conoce desde fuera, como de espaldas a la vida, en tanto que el instinto conoce desde dentro y nos vincula a la vida sin mediaciones o como por simpatía. La inteligencia pregunta a la vida, pero al hallarse fuera de ella, no obtiene respuestas, esas respuestas, justamente, que el instinto encontraría si preguntara; pero el instinto es ciego y no pregunta. "Hay cosas —escribe Bergson— que la inteligencia sola es capaz de buscar, pero que jamás por sí misma encontrará. Esas mismas cosas sólo el instinto las hallaría, pero no las buscará jamás."
¿La solución? Que el hombre reduzca o reconcilie los dos planos disociados de su conocimiento y de su pertenencia a la vida. Que la inteligencia pregunte, pero no a sí misma o a los esquemas que ella dedujo, sino al instinto que, residiendo en la entraña misma de la vida, es muy capaz de traernos de ella respuestas verdaderas. Solo reduciendo la disociación o reconciliando instinto e inteligencia, se alcanza la intuición vital, forma suprema del conocer y la única capaz de ponernos en contacto directo (es decir, sin mediaciones) con la vida y con la realidad. ¿Es acaso muy ajena esta reducción bergsoniana de la disolución decisiva, esta feliz avenencia de la inteligencia con el instinto, a la reconciliación surrealista entre el plano del intelecto y el del deseo, del consciente y del inconsciente, de las fuerzas de la razón y de los impulsos irracionales que tan directamente nos vinculan al palpito inmediato de la vida? Sirva, al menos, junto a la precedencía inexcusable de Nietzsche, para probar su concomitancia con el fenómeno surrealista y su justa coherencia a la hora de trazar una panorámica general en la que el Primer Manifiesto de Bretón no es fruto ni casual ni espontáneo, ni debe ser objeto de interpretaciones unilaterales o bilaterales o sintéticamente elaboradas.
GAZETA DEL ARTE - 30/01/1975
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