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ENSOÑACIÓN Y APOCALIPSIS EN LA OBRA DE BRINKMANN

El lenguaje apocalíptico

La noción de «apocalipsis» (de la que me he valido en más de una ocasión y he de valerme ahora, con mayor motivo, de cara a la obra de Brinkmann) para nada quiere aludir, como es hábito, a ruina, mortandad o desventura, ni traer a la memoria la cuenta fatal de las postrimerías del hombre. Se refiere exclusivamente al lenguaje, y bien pudiera definirse como relato pormenorizado y minucioso de lo insólito, o expresión morosa y detallada de lo jamás visto u oído.

El golpe de vista sobre cualquier composición (o «descomposición») de Brinkmann viene inmediatamente acompañada de estas dos notas: el espectáculo de un universo de fábula o ficción, eminentemente extraño e inusual en cuanto a su génesis y a su misma presencia; y una precisión exquisita, el mayor de los esmeros, en el proceso manifestativo, en la trama enriquecida del conjunto y en la plasmación minuciosa del más insignificante de los detalles.

Asistimos, 'de una parte, a un espectáculo esencialmente dispar, por inusitado, del hacerse y aparecerse de las cosas de la costumbre; y, de otro lado, no dejamos de reconocer, por su absoluto verismo, cada una de las .facetas y momentos singulares de su desarrollo. El contenido viene a ser, en efecto, cifra e 'hipérbole de lo nunca visto ni oído, asemejándose la forma al dato familiar de quien lo vio con todo detalle y acertó a transcribirlo al pie de la letra.

Di en llamar «apocalíptica» a esta forma de lenguaje por haber hallado el más cabal de los ejemplos, y su mismo origen genealógico, en el enigmático libro de Juan Evangelista, en cuyas páginas lo oculto e indecible (la «inefabilidad» del habla mística) cede su posible definición y no poco de. su misma naturaleza a la expresión artística, pasando a ser, como por arte de magia o don de taumaturgia, signo inmediato de revelación y muy peculiar estructura lingüística.

El detallismo narrativo y descriptivo del Apocalipsis de San Juan llega a relegar a un segundo plano lo enigmático del contenido, o lo hace aún más misterioso por la patente naturalidad, morosidad y pormenor con que discurre, se recrea y adorna el lenguaje. La exactitud del tiempo, la precisión del lugar, la fidelidad de los retratos, el dato de las circunstancias... permiten que la extrañeza de lo relatado cobre a ojos del lector visos inminentes de certidumbre.

Igualmente «apocalíptica» es la expresión de Brinkmann. Los «fantasmas», insólitos moradores de sus estancias, y lo enrarecido de las estancias mismas, no concuerdan con las apariencias de la costumbre, con los trabajos y los días del hombre, suscitando incluso en su contemplación próxima una sensación de asombro. ¿Y no se acentúa esa sensación ante el esmero, ante e] pulso fidelísimo con que han sido trasladados aquellos fantasmas al universo de las apariencias?

No hay lugar a dudas. Lo «apocalíptico» (en Juan Evangelista, su primer definidor; en Frank Kafka, su mejor prosélito..., o en las muy singulares «apariciones» de nuestro Brinkmann) se acomoda a su nombre más genuino en atención, antes que a la emisión de un contenido tan fuera de verosimilitud, a la forma harto verosímil, al trazo pormenorizado, aquilatado, moroso, con que ha sido realmente emitido y dotado de corporeidad y de nombre entre las cosas.

«Nosotros que buscamos por todas las partes la aventura —escribió Apollinaire en uno de sus más felices caligramas— no somos vuestros enemigos; sólo queremos regalaros vastos y extraños dominios en los que el misterio en flor se ofrece a quien quiera contemplarlo. Hay allí fuegos nuevos, colores jamás vistos, mil fantasías imponderables a los que urge dar realidad. Piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras de lo ilimitado, de lo porvenir.»

Estos que nos ofrece Brinkmann son los vastos y extraños dominios dé la invocación del poeta. Aquí se patentiza el regalo de los fuegos nuevos y los colores antes no vistos. Aquí, el misterio en flor y la procesión de los fantasmas, ayer sin peso e investidos ahora de corporeidad ante el vislumbre de lo ilimitado, de lo porvenir. Y si no piedad, sí es de solicitar del contemplador atención esmerada al esmero mismo con que Brinkmann los ha dado a la luz.

Si el arte, de acuerdo con aguda observación de Garaudy, es facultad sin tregua de «transformar las realidades presentes en mitos reveladores», cuadra a Brinkmann nombre de artista y función reveladora y orientadora a sus oficios. El ha trazado con todo detalle la forma transformadora y comunicativa de lo que antes no era y ahora comporta la revelación de un contenido humano en trance de posibilidad, en parto de verosimilitud, por obra y gracia del lenguaje.

En vez de centrar la totalidad de la atención en la urdimbre de un argumento indescifrable y convertir en comentario literario las mil sugerencias alegóricas que de argumento tal puedan surgir, deténgase el contemplador en la paciente morosidad del relato, y el comentarista acepte lo relatado como forma estricta de lenguaje. El argumento quedará, cual corresponde al suceso artístico, en pura ambigüedad, convertida en presencia por el don revelador del poeta.

Alegorías sin alegoría

Toda la obra de Brinkmann es ámbito y recorrido de radiante ambigüedad, de una ambigüedad incesantemente contrastada por la asombrosa precisión de la forma de su manifestación. Dijérase que lo ambiguo acentúa su propia condición cuanto más específico, 'minucioso y detallado es el procedimiento manifestativo: un esforzado, pormenorizado y moroso proceso de expresión en torno a algo innombrable, y con la intención única de orientar la posibilidad de un nombre.

Y este tan acusado carácter ambiguo del significado, en perenne pugilato con la esmerada concreción del significante, es el que de hecho puede originar confusión en el empeño de los amigos de las clasificaciones, hasta hacer muy difícil o imposible la adecuada inserción de Brinkmann en la nómina del arte de nuestro tiempo. ¿Surrealismo? ¿Pura ensoñación? ¿Intención meramente alegórica? ¿Complexión de aquellas tendencias de corte a racional y dudosa clasificación?

Hecha la cuenta y recuenta de las iniciativas, tendencias y corrientes más características y definitorias del arte contemporáneo —apuntaba yo en ocasión no lejana— son dos las que hoy se nos dan como más investidas de vigencia: el dadaismo y el surrealismo. ¿Por qué? Por el hecho simplicísimo de que ambos movimientos entrañaran, más que una práctica artística, una llana actitud vital: la afirmación imperiosa de la vida por encima de la obra o frente a ella.

Adviértase cómo, a partir del impresionismo, todas, absolutamente todas, las vanguardias (fauvismo, cubismo, expresionismo, constructivismo, informalismo...) aportaron fundamentalmente nuevas "técnicas» de expresión, excepto el dadaísmo y el surrealismo, reducidos por principio a la abierta proclama de la actitud vital antes señalada: un acudir a la vida sin mediaciones, al margen de cualquier técnica expresiva o en contra incluso de todo tipo de obra.

Y ocurre que cualquier concepción técnica, por innovadora que fuere, tiende a agotarse en su propio ejercicio, incluyendo, a merced de él. en inevitable práctica académica. No sucede lo mismo con la propuesta o proclama de una simple actitud, aquella, al menos, que renuncia de antemano a todo tipo de obra (tal el caso del dadaísmo) o admite todas las posibles e imaginables (¿a cuántas y cuan dispares creaciones no les cuadra por igual el apelativo surrealista?).

Si el hecho de oponer al imperio de la razón, o del orden establecido, el impulso de aquellas fuerzas (igualmente humanas) que escapan a su dominio y nos ligan más directamente con el acontecer vital, otorga condición de «surrealista», séalo nuestro Brinkmann y en buena hora; pero nunca por adhesión a los postulados del «surrealismo académico», ni por voluntaria emulación de las obras que nos legó dicha escuela en el tiempo de su ejercicio y despliegue histórico.

Veo yo más relacionadas las creaciones de Brinkmann con el concepto romántico de «ensoñación» que con los resultados y enseñanzas de la «academia surrealista» própiamente dicha: una «ensoñación» cuyo acto había de darse en la vigilia, con el propósito de oponer al rigor de la conciencia la realidad de los impulsos inconscientes (concepto, ejercicio y premonición de aquel «surrealismo antes del surrealismo» que había de hallar su mejor exponente en las obras de Redón).

A juicio mío, el quehacer de Brinkmann responde, y con no poca fidelidad, a esta «ensoñación en la vigilia», radicando en ello el contraste entre la extraña ambigüedad del contenido y la esmerada precisión de la forma manifestativa. ¿Qué es una «ensoñación en la vigilia» sino el intento de establecer un «control selectivo» entre las mil llamadas del inconsciente y el buen tino a la hora de conformarips al pormenor, investirlas de nombre y transformarlas en lenguaje?

Y vayamos al análisis de una posible dimensión alegórica en las «apariciones» de Brinkmann. Rectamente relacionadas, a juicio mío, con el concepto romántico de «ensoñación», también pudieran vincularse, y de hecho más de uno las ha vinculado, a los «dolores y gozos" de El Bosco, dando injustamene al olvido, como ya es costumbre, los dos siglos de antelación con Giotto acertó a plasmar una escenografía semejante en el «Juicio Final» de la «Capella Scrovegni».

En las supuestas alucinaciones de El Bosco y de Giotto hay un contenido específico, expresado de forma alegórica. Y es, precisamente, ésta, muy al margen de aquél, la que por su propia fuerza expresiva acaba por hacer suya la totalidad de la manifestación. ¿Cabe entender estas formas primitivamente alegóricas, haciendo caso omiso de la propia alegoría? En ello va lo mejor del quehacer de Brinkmann: en retroferir al significante toda la entidad del significado.

Los cuadros de Brinkmann adquieren una pátina de «atemporalidad» (que no pocos de sus émulos han interpretado como «aura y ambiente de casa de antigüedades»), premeditadamente extendida a lo largo y lo ancho de cada tela. Y en la minuciosa plasmación de este «tiempo fuera del tiempo» es donde viejas alegorías, mitos nuevos e indicaciones de futuro se alivian de toda concreta significación para encarnar, con toda morosidad y pormenor, la universal ambigüedad del lenguaje.

GUADALIMAR - 10/05/1976

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