Pasear por la concurrida cuesta de Moyano equivale a compartir el amor a la naturaleza y el interés por la lectura. Puestos de librería (de viejo, de lance y ocasión) e hileras de árboles definen el trazado de esta calle privilegiadamente abierta entre el parque del Retiro y el paseo del Prado. Calle sin casas, que a un lado cuenta con la cerca del Jardín Botánico y al otro con la verja del Ministerio de Agricultura. El paso del tiempo fue haciendo mella tanto en los puestos de los libreros como en los árboles que les daban sombra, y el Ayuntamiento decidió poner en marcha un certero plan de remodelación que incluía el ensanche de las aceras, con todas las consecuencias que de ello se derivan.
¿La primera? Arrancar de cuajo los árboles del trayecto y sustituirlos por otros de mejor aspecto y más cumplido acomodo al ir y venir del curioso paseante. Así de fácil era la cosa. Y hete aquí que, metido ya en harina, el Ayuntamiento empieza a mostrarse dubitativo y receloso de lo que puedan decir los sectores más vocingleros de la oposición (las elecciones municipales andaban a la vuelta de la esquina) y lo que hayan de objetar los ecologistas a ultranza. Entre lo uno y lo otro es lo cierto que en la presunta defensa de la naturaleza estamos llegando a extremos de pudibundez rayana en cursilería, sin hacer distinción entre árboles que merecen conservarse y los que demandan oportuno recambio.
De estos son, justamente, los mal crecidos a diestra y siniestra de la cuesta de Moyano: árboles de condición heterogénea, lúgubre aspecto y enfermedad irreversible; falsas acacias que han sido víctima paulatina de terciados brutos, desmoches tajantes y mal llamadas podas; estacas deformes con el precario adorno de escuálidas ramitas, troncos dapauperados..., cadáveres erectos. ¿Vale la pena conservar decrepitud tan ostensible? Lo lógico es renovar el suelo (lo mismo que se han renovado los puestos de librería) y plantar otros árboles jóvenes, sanos, homogéneos, de genuino alcance ecológico.
Proviene la palabra «ecología» de las voces griegas «oicos» (la casa) y «logos» (el tratado). Ecología, desde el punto de vista etimológico, es tanto como «tratado de la habitación», que realmente incluye el equilibrio entre el viviente y el ambiente. ¿Relación urbano-ecológica entre el edificio habitable y el medio natural? Si habitualmente es aquél el que rompe la armonía, no faltan casos en que de la desmesura misma del medio natural surge la quiebra ecológica, llegando los árboles, por su propia y abusiva exuberancia, a impedir la visión de la ciudad o de sus inmuebles más significativos.
Hay árboles que mantener, árboles que cercenar y árboles que suplir por otros más adecuados o conformes a su propia naturaleza y condición. Razones de equilibrio ecológico me llevaban, días atrás, a denunciar la insolente profusión del arbolado (¡todo un «bosque-parapeto»!) ante edificios tan imprescindibles en la cuenta fisonómica de la Villa y Corte como la Biblioteca Nacional
o el Museo del Prado. Razones, igualmente, de adecuación ecológica, y también de decoro, me inducen ahora a solicitar el recambio (cual se hizo con los puestos de librería) de los arbolillos mal crecidos en la cuesta de Moyano por otros de mayor homogeneidad y mejor aspecto.
Flanqueada por la cerca del Botánico y la verja del Ministerio de Agricultura (en trance feliz de restauración), avanza la cuesta de Moyano desde el parque del Retiro al paseo del Prado, en el punto aquel en que viene éste a coincidir con la recobrada fuente de la Alcachofa. ¿Tanto cuesta cambiar unos árboles por otros, y más no habiendo elecciones u la vista? El acierto municipal en la recuperación de todo este paraje («el más oculto», insisto, de Madrid) queda en verdad menguado por la apariencia ridícula de tan escuálidos troncos, estacas deformes o cadáveres erectos..., con el cortejo, para más «inri», de solemnísimas «farolas de lira», que acentúan el carácter funerario.
La otra Ciudad Universitaria
Santiago Amón
¿Un nuevo paseo por la Ciudad Universitaria? Tras visitar la exposición que de ella se le ofrece en el Museo de Arte Contemporáneo y dar la espalda al arco de la Victoria, con el ramillete de crestas y atalayas que en torno a él plantó el triunfalismo posbélico, procure usted fijar su atención en alguna de las muestras subsistentes de la arquitectura anterior a la guerra civil. ¿La mejor de ellas? De libro es, y en todos los .del ramo aparece su ejemplo, la central térmica, obra de Sánchez Arcas y Torroja, basada en el equilibrio de ' rectas y curvas, ladrillo y hormigón, función y forma, racionalismo y expresionismo..., y esencialmente alterada merced a reciente y poco respetuosa ampliación.
Tan simple y ejemplar edificio puede ilustrar a usted acerca de lo que fue, lo que pudo haber sido y lo que dejó de ser la arquitectura de la Ciudad Universitaria de pre y posguerra. A la derecha, y salvada la «chapuza» de Peritos Agrícolas, la Escuela (más bien «cartuja») de Montes y el «paredón» de Biológicas (tres ejemplos posbélicos), reconocerá nuevamente la arquitectura anterior al 39 en el irreprochable conjunto de ladrillo encendido, obra de Miguel de los Santos, que es sede de la Facultad de Ciencias. A dos pasos le brinda otra buena lección Agustín Aguirre en el pabellón A de Filosofía, repetido con todo pormenor, .y frente por frente, en la Facultad de Derecho.
Se recomienda luego al transeúnte el retorno a la citada y elogiada central térmica (que no es sino el edificio calefactor de la Ciudad Universitaria) para que admire otra vez el proyecto original y repruebe las obras de ampliación. Avance luego, con calma, hacia la izquierda para descubrir, paso a paso, el concierto solemne de la Facultad de Medicina, flanqueada por la Escuela de Estomatología y la Facultad de Farmacia (las dos primeras, de De los Santos, y de Aguirre, la otra). La proximidad paulatina le irá cerciorando a usted de las ejemplaridades que allí se dieron cita antes del 39 y los desmanes posteriores.
El primero de ellos concierne al cromatismo. Si usted contempla con alguna atención la cara posterior (en perpetuo estado de abandono) de la Facultad de Medicina advertirá el esmero del arquitecto en fundir, cié arriba abajo, la sucesión de las ventanas mediante un elemento cuadrangular, entonado en negro, que las convierte en franja vertical y les da apariencia de columnas. Pase ahora a la cara anterior (e imagine contrapuestas una y otra) y observará, no sin enojo, cómo ese mismo elemento interdistante, al haberse pintado de blanco, destruye la verticalidad, relaciona horizontalmente las ventanas y convierte el otrora esbelto edificio en una suerte de bloques de viviendas baratas.
El estado de abandono de la cara posterior llega a la desidia en lo tocante a cubiertas. Una de las perspectivas más significativas de la Facultad de Medicina, y flancos adyacentes, es la que se ofrece desde la altura del .Hospital Clínico. La súbita visión de arriba abajo indujo a su autor a trazar un verdadero «conjunto escultórico» entonado en color rojizo e integrado por los propios accesorios del tejado (chimeneas, caja de escalera, maquinaria de ascensores...), que hoy tiene aire de almacén de escombros. Tan ingrato se hace a la vista este espectáculo como absurdo (¡y nada difícil de reparar!) resulta el referido contraste, entre ventana y ventana, de las franjas blancas y negras.
En lo alto, dijo, el Hospital Clínico sigue siendo obra maestra, pese a sus mil reformas, de Manuel Sánchez Arcas. A sus pies, los actuales Colegios Mayores de Covarrubias, Nebrija y Cisneros dejan huella del buen hacer de Luís Lacasa, así como la Escuela de Arquitectura honra la memoria de Pascual Bravo, y los Campos de Deporte, la de López Otero. Asígnese a este, y al equipo que en torno a el se aglutinó, le más y mejor de la arquitectura de preguerra, insensatamente desmentida a partir del 39. Muy de lamentar es, en todo caso, que lo que pudo medrar como ejemplar relación arquitectónica-urbanística haya concluido en confusión babélica y notable desafuero a las puertas de Madrid.
DIARIO 16 - 21/03/1988
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