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EL ARTE DE LUCIO MUÑOZ Y EL SENTIDO DE LA DIFERENCIA

El arte de Lucio Muñoz y el sentido de la diferencia

No poco difícil se me hace el comentario somero en torno a la exuberante exposición que Lucio Muñoz acaba de regalar a nuestros ojos en la Galería Juana Mordó, y no por falta de datos, sino, muy al contrario, ir su misma y paradójica sobreabundancia, con mejor o peor fortuna he sido yo, sin duda, quien más profusa y extensamente ha osado la pintura de Lucio Muñoz, con la particularidad, además, de que mis escritos in intentado siempre exceder el marco estrictamente pictórico o su habitual condición enumerativa y descriptiva para vincular su sentido y su alcance a ciertas manifestaciones si pensamiento filosófico y poético, no poco características de nuestro tiempo.

Fue primero un amplio ensayo, dado a la luz en las páginas de "Nueva Forma" (número 50, marzo de 1970), el que, bajo el titulo “Lo familiar y lo enigmático en la obra de Lucio Muñoz”, relacionaba sus buenas artes y sus buenos oficios con el pensamiento de Franz Kafka. Otro ensayo inmediatamente posterior, publicado en la misma revista (número 58, noviembre de 1970), traía a colación, bajo el titulo "Los murales de Lucio Muñoz", ciertas observaciones de Roger Garaudy acerca de la problemática del no-acabamiento en la creación artística. Y un tercer trabajo, del año siguiente ("Papeles de Son Ardamans" número CLXXX, marzo de 1971), afrontaba un tema más general: "La noción esencial de realismo", ejemplificada en a obra de nuestro hombre, de acuerdo con la interpretación heideggeriana del mito platónico de la caverna.

Diré, a mayor abundancia, que en tanto escribo estas líneas está a punto de ver la luz (M. E. C., Madrid) un libro en el que intento trazar su semblanza biográfica y analizar globalmente la integridad de su obra. Vengan a cuento todas estas razones para mostrar que no me es fácil resumir en un comentario ocasional (ceñido a su reciente exposición en Madrid) una concepción mucho más amplia y sistemática en torno a la acción creadora de Lucio Muñoz. Para nada se habla aquí de calidad. Antes aludí a la mejor o peor fortuna de estos escritos míos, que ahora, aprovechando la ocasión y con la mayor de las modestias, ofrezco a titulo bibliográfico a quienes puedan verse interesados en el proceso evolutivo de nuestro artista y en la incardinación, también, de su quehacer en el área del pensamiento contemporáneo.

Y si de pensamiento se trata, procuraré, siguiendo la costumbre de otros comentarios, emparentar su obra con la doctrina ajena a ilustrar la glosa de esta exposición con un texto de Martín Heidegger, cuya letra es ésta: "El olvido del ser es el olvido de la diferencia entre el ser y lo existente." Las criaturas de Lucio Muñoz se nos muestran, en su visión más obvia y menos intelectualizada, con el tinte o tornasol de lo cotidiano y lo desconocido, de lo familiar y lo enigmático, fundidos en la costra de una misma y sola corporeidad. Ellas, por si mismas, vienen a suscitar sin preámbulos el gran tema olvidado, el que abarca y reduce todos los temas, el que hace que nuestra conciencia se asome súbitamente al fenómeno de los fenómenos: al enigma de ser. Lucio Muñoz es uno de los artistas que con mayor inmediatez nos propone la diferencia entre el ser en general y las cosas existentes.

El golpe de vista sobre la obra de Lucio Muñoz deja en nuestra sensibilidad inmediata una mezcla de familiaridad y de misterio: formas al borde mismo de la corporeidad, objetos a una mano de su propia verosimilitud, una luz no del todo ajena a la mirada de la costumbre y la congregación de los colores a un palmo de las cosas, cual si acabaran de abandonar en este mismo instante su piel o se dirigieran ahora mismo a bañarlas por vez primera. Todo allí se nos da o se nos enfrenta como teñido en un raro tornasol, amasado por el dato de la familiaridad y el aura del enigma. Y todo nos resulta enigmático, al margen de paradojas y conceptismos, por su misma cercanía al acontecer del presente inmediato, inquirido siempre en el limite de la diferencia para con el ser en general.

A estos o parecidos términos se ajustaba mi primer comentario en torno a su obra y al sentido de su obra, dirigida unívocamente a poner de manifiesto el confín de la diferencia, en que las cosas de la costumbre se convierten de pronto (y sin necesidad de reflexión, de meditación y menos aún de toda actitud teórica) en carne y tacto del enigma general en que nos vemos inmersos y del que somos parte. Si la irrupción del arte abstraccionista (reacio a la representación particular de las cosas y audazmente abierto al ventanal de lo sin limite, de lo sin nombre, de lo otro) fue el logro más granado de la moderna estética y entrañó, desde sus orígenes, la vía, sin duda, más directa hacia el vislumbre de aquella otra dimensión que ya no es como las cosas ni como el hombre que entre ellas mora, cabe decir que la obra de Lucio Muñoz ha entrañado, dentro de la peculiar acepción de sus premisas, una de las formas más diáfanas de equilibrio entre el ser y lo existente, una de las más claras proposiciones de la diferencia.

Porque ocurre que en las creaciones de Lucio Muñoz resulta no poco difícil fijar las lindes entre los conceptos habituales de con la creación y generalidad, de apariencia y abstracción, de figuración y expresión no figurativa. Todo es en el concierto de sus criaturas indicación, sola y equilibrada indicación del confín asombroso, del limite decisivo, de la rara confluencia de nosotros con lo que no es como nosotros. Y es, precisamente, de este radiante equilibrio (que excede con creces la consideración propiamente pictórica) de don de la diferencia fundamental se nos presenta con toda inmediatez y contundencia: el radiante contrapunto entre el tacto de la apariencia cotidiana y el rayo cegador de lo desconocido en que se conforman estos sus objetos, mitad familiares, mitad enigmáticos, no explicativos ni analógicos, únicamente indicativos o alusivos al confín de la diferencia.

La obra de Lucio Muñoz alerta al hombre — ante el enigma de su propio existir, no porque lo traslade a umbrales trascendentes, sino porque lo remite a la inmanencia infundada de los lugares conocidos, al límite de lo diferente. No es por si misma —decía uno de mis comentarios— misteriosa, no pretende entrañar laberinto alguno cuya clave secreta — se haya premeditadamente sustraído. La obra de Lucio Muñoz alberga el enigma por ser traducción literal del único enigma con que de hecho tropieza el hombre: la presencia injustificada e ineludible de las cosas ante sus ojos, despiertos o ensombrecidos e igualmente injustificados, en cuanto se asoman al fulgor de lo otro, de lo esencialmente distinto. El ha pulsado el curso de la costumbre, la lógica apariencial de la alienación, ha palpado un misterioso obvio y subyacente que, como tal, sólo misteriosamente puede ser expresado y a tenor de otras leyes que las que rigen la alienación y la costumbre, fieles indicadoras de la diferencia decisiva.

Si el equilibrio entre los dos términos del enigma es una de las características del quehacer de nuestro hombre, yo diría que en esta exposición viene a hallar su trasunto ejemplar en el tratamiento pictórico y en el empleo peculiar del color. Sorda en sus comienzos, o alentada por un claroscuro casi latente, de puro concentrado (Lucio Muñoz es, consideraciones filosóficas al margen, un maestro consumado del claroscuro), su obra fue paulatinamente acentuando la luz y el cromatismo hasta llegar, quizá, al abuso en su anterior exposición de Madrid. Las criaturas que hoy regala a nuestra contemplación han logrado la sazón o el correlato fidelísimo de aquel otro equilibrio de contenido en que la atención esmerada al ser —diríamos, invirtiendo el texto de Heideberg— se traduce en la manifestación precisa de la diferencia que media entre el ser y lo existente.

GAZETA DEL ARTE - 15/12/1974

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