«El Quijote está escrito con 29 letras. Y la creación terrestre, todo lo que nosotros conocemos, incluso lo extraterrestre, está completamente limitado a poco más de 100 ele memos simples, que componen el sistema periódico predicho por Mendeleyev. !Pero vamos a ser tan pedantes los arquitectos como para decir que necesitamos infinitos elementos para componer con libertad! Si luego resulta que muchos se podían dar con un canto en los dientes si dispusiesen de más de cinco elementos diferentes. Yo acabo de descubrir que no hay más que uno o dos: unos tetraedros extrañísimos, rarísimos, pero únicos.»
Transcribo literalmente estas observaciones de Rafael Leoz (aguda respuesta a un cuestionario formulado por el Seminario de Prefabricación, que con tan encomiable afán investigador y humanístico preside José Antonio Fernández Ordóñez), porque de su aceptación más recta e inmediata, y no exenta de ironía, se desprende una de las virtudes más propias, tal vez la más singular, de todo su quehacer: un claro propósito de simplicidad y selección, traducido en constante proceso reductivo de la arquitectura a sus elementos últimos.
Intuición e invención
Fue, en efecto, la idea de reducir a un primer principio la posibilidad entera del discurso arquitectónico la que rigió su propio discurso mental, hasta verse emparentado, y por remoto que se diga el precedente, con la actitud de los viejos presocráticos: la búsqueda de un principio material, del que todo sale y al que todo vuelve, o de aquella medida formal, también primera, que origina las diferencias especificas de los seres. No en vano dejó escrito Leoz: «Debemos volver a una especie de pitagorismo en nuestro oficio, es decir, a trabajar y concebir con rigor matemático, apoyados por la intuición de un espíritu casi místico.»
Intuición y capacidad de descubrimiento resumen, de no ser una misma cosa, su norte creador. Tal vez no fuera ni el gran arquitecto que anunciaron unos, ni el profundo matemático que otros dieron en divulgar, pese al doctorado con que acertó a hermanar ambas disciplinas. Más acá o más allá de ellas, cuadra a Leoz, como lo más propio de lo propio, la condición y el nombre de inventor. Ese «yo he descubierto» con que solía encabezar muchas de sus propuestas, y aquel factor intuitivo a que atribuyó no pocos de sus hallazgos, certifican su arte de inventar y convertir luego en sistema lo inventado, si no bastara, al respecto, esta llana confesión suya: «Toda investigación es una mezcla de intuición y de sistematización científica.»
La obra entera de Leoz oscila, por vía de síntesis, entre la intuición originaria y la ulterior demostración matemática. Nunca puso el en duda el carácter aleatorio que acompañó a su feliz descubrimiento del módulo Hele, aparente fruto del azar y real consecuencia de aquella bien concertada suma de inteligencia e instinto que Bergson llamó intuición, prenda inequívoca de auténticos inventores y signo seguro de los verdaderos inventos: ver lo que ven los demás, pero desde una angulación distinta, arriesgada, desconocida, que exige la renuncia a lo sabido y se completa con la subsiguiente sistematización de un nuevo saber.
La senda del descubrimiento
Frecuente es destacar, en el alegre anecdotario de los grandes inventos, el carácter casual con que éstos más de una vez han sobrevivido, sin connotar, de paso, la tenacidad y el riesgo de quien explora (y por eso, justamente, encuentra o descubre) ni el deslinde del campo abierto a su exploración y ulterior descubrimiento. En un momento dado brota el ¡eureka! jubiloso, con acento de sorpresa o de azar favorable. El invento ha nacido y quizá de forma imprevista o por senda inopinada, pero no a merced, exactamente, de la casualidad.
La hipótesis inicial y pertinacia del ángulo de exploración han ido penetrando la frente del enigma, dejando atrás parcelas y más parcelas de lo apriorísticamenle conocido, desmenuzando el cúmulo de otras y otras posibilidades encubiertas en su envés..., y el azar (el ¡alea!) ha fructificado, más que sobrevenido, tras la búsqueda instintiva, la insólita capacidad de atención y tanteo, de los datos paulatinamente revelados, de las nuevas pistas orientadoras, de las cosas recién hurladas al letargo del no ser..., y del paciente avance y retroceso en las fronteras del lugar intuido como ámbito de creación.
Viene a cuento este largo excurso con la intención de acomodar a la semblanza de Leoz las notas de intuición y sistema, tan propias del inventor y tan bien esclarecidas en este texto de Fernández Ordónez:
«Toda su obra ha sido una síntesis de intuición demostrada a posteriori, mediante una sistematización matemática. El hallazgo casual del módulo Hele fue el origen de todo el trabajo posterior; pero como en todos los grandes descubrimientos, la casualidad era el fruto del pensamiento investigador que no dejaba escapar ideas que para otros no hubieran tenido importancia.»
La investigación cíe Leoz tiende, partiendo del módulo Hele, a concebir el espacio de forma estructural («la estructura es la única forma que se puede asignar al espacio; más aún, toda idea de espacio es ya en potencia una estructura»), a la luz de aquellos elementos más simples que han de fundamentar el organismo de la habitación y de la convivencia. Como ocurre en el campo de la química, hay que dar, en el de la construcción, con la unidad indivisible, con el átomo arquitectónico, de cuya composición vendrán las moléculas y de ellas las estructuras de la arquitectura y el urbanismo.
Reducción y selección
Reducción, pues, y selección son los puntos convergentes de su concepto arquitectónico, si afín al de la química, nada ajeno al de la poética. «¿Es que hay algo más complejo que la poesía? Pues la poesía está hecha con 29 letras, y no sé cuántas silabas habrá, pero pocas más de trescientas. La poesía es mucho más compleja que la arquitectura.» Valga este texto de Leoz para ilustrar cómo las complejidades estructurales se fundan en escasos y simplísimos elementos: sólo hay, según sus cálculos, tres triángulos en el plano, y en el espacio, cuatro poliedros, compuestos, a su vez. Por dos tetraedros únicos.
Intuitivo c inventor, propuso Leoz un curso de elementarismo constructivo, reducido prácticamente todo su repertorio a la definición de los dos espacios de la arquitectura: el habitable (que es morada del hombre) y el registrable (acomodo de la vida en su propia evolución). ¿Utopía? No dejaba el propio Leoz de reconocer, frente al titulo de redentor con que fue saludado por los más optimistas, la inviabilidad de sus propuestas en tanto no se viera modificada la noción acostumbrada del medio y suplida por el prefabrismo la construcción convencional: «La prefabricación y la industrialización no se impondrán mientras ese espacio de que yo hablo no sea evolutivo, mientras no exista la vivienda evolutiva.»
EL PAIS - 08/08/1976
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