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HIGUERAS Y MIRÓ





En torno a la actividad de Fernando Higueras dijérase de algún modo renacida aquella actitud de acción conjunta o espíritu de equipo que distinguió la arquitectura de la preguerra, tanto en la concepción teórica (sea ejemplo el Grupo G.A.T.E.P.A.C.) como en su praxis efectiva (séalo también el Equipo de la Ciudad Universitaria de Madrid). Tras la guerra civil, y dando de lado el cotejo comparativo de otras virtudes, aquel propósito, hecho costumbre y ejercicio, de colaboración dio paso a un feroz individualismo, una de cuyas consecuencias ha quedado impresa en la disparidad, rayana en incongruencia o desconcierto, de tantos edificios y urbanizaciones como se han visto consumados a favor del llamado nivel creciente o desarrollo. La desvinculación del pensamiento históricamente coherente, el desarraigo de una problemática común y su trueque por la alegre afirmación del albedrío, originan, en el mejor de los casos, el brote de la genialidad y, en el peor y más frecuente, la efusión sin freno de la arbitrariedad, de la improvisación, del capricho. La mera comparación de buena parte de la arquitectura de hoy con la de un ayer no lejano, ahorra, al respecto, comentarios. Fernando Higueras encarna, en plena fiebre individualista, el conato más firme y quizá más llano de abrir (ofrecer y aceptar) el ámbito de la colaboración a lo largo de una fecunda actividad arquitectónica. Nombres como los de Pedro Capote, Serrano Súñer, Rafael Bergamin, Miguel Oriol, García Fernández, Ruiz de la Prada, Rafael Moneo, Eulalia Márquez, Cabrera, Crespo, Espinosa, Weber, Urgoiti... y el ingeniero Fernández Ordóñez (insertos, tantas veces, sus cálculos en edificios surgidos del aliento creador de Fernando Higueras) ejemplifican, en torno a nuestro arquitecto, un vivo o renacido espíritu de acción conjunta, de colaboración. (Observe el lector que la colaboración, aquí comentada, excede con creces la habitual tarea de estudio: la personalidad de alguno de los arquitectos mencionados nos habla, sin más, de una acción conjunta de más altos vuelos). Y Antonio Miró. Vinculado, hace ya más de un decenio al quehacer de Higueras, su concurso trasciende los límites estrictos de la colaboración, para convertirse en coprincipio de una entidad esencial, de una actividad única, cuya mención, tras un somero esbozo de su personalidad respectiva, va a concretarse, a lo largo de este trabajo, en los caracteres de una sola firma: Higueras y Miró.

Cabe, de todos modos, establecer, ya desde la década de los cuarenta, una diferencia precisa entre la arquitectura catalana y la de Madrid. Aquélla, a tenor de un prematuro auge cultural y el apoyo de cierto y no exiguo sector de la burguesía catalana, educada y crecida en el liberalismo a la par que en el acicate y pregón de lo autóctono, adquiere pronto perfiles propios, intenta luego una consciente acción en común y concluye por esbozar el contorno de lo que hoy viene citándose como una posible escuela de Barcelona. Esta singular configuración de independencia corrió, sin embargo, y hoy corre el riesgo de encastillarse, de reducir a la limitada influencia de un grupo localista, lo que nació del contacto próximo y privilegiado con el pensamiento europeo, y aceptar restrictivamente el comercio exclusivo con otras escuelas, como puede hoy serlo la milanesa, de parecida estirpe. En sentido contrario, no parece vía conducente al desarrollo, la vinculación tardía, como ocurrió con el grupo (nunca escuela) de Madrid, al pensamiento exterior y, menos, si a ello se agrega la tajante negativa a toda acción en común, por no decir la total dispersión de sus hombres más significados (no deja, sin embargo, de entrañar una senda de aproximación al aura universal de la cultura, este alegre desentenderse de todo vínculo localista e, incluso, personal, de que dieron inconcebible prueba los arquitectos de ascendencia madrileña). Ahora bien, si muchos de ellos naufragaron en aguas del desamparo o anularon su vocación en beneficio de la especulación ajena o, en el mejor de los casos, dejaron en su obra el reflejo de la intuición, de la genialidad... hubo quienes, desde el comienzo mismo de su actividad, propugnaron la acción en común, desde ángulos, ciertamente, más personales que obedientes al dictado de un pensamiento congregador. Tal es el caso singularísimo de Fernando Higueras. Sólo al ímpetu de su vocación difusiva, electrizante, hemos de atribuir la acción común de los arquitectos antedichos y el consorcio continuado, fidelísimo, de su propio quehacer con el de un espíritu tan dispar y por ello, sin duda, complementario, como Antonio Miró. Tan cierto se nos ocurre este contraste y complemento que nos induce a proponer, antes de entrar en el análisis de su arquitectura, un somero esbozo de su personalidad respectiva.

Fernando Higueras encarna la hipersensibilidad dimanante, casi por contagio, del bonum difusivum. Raro es ver a Fernando Higueras solo. En torno a él, siempre hay algo que discutir, resolver o programar: un proyecto en marcha, un concurso en marcha, un concierto en marcha, una excursión en marcha, un edificio en marcha, un propósito en marcha... Fernando Higueras lleva consigo el espíritu de la congregación, la llama del estímulo, el ¿por qué no nos reunimos mañana para hacer algo sonado?,o el tengo que presentarte a un personaje fabuloso (él suele usar de términos más contundentes) que conocí ayer. Bien puede luego ocurrir que el personaje fabuloso no pase de ser un tipo castizo y que la magna reunión quede en cena festiva. El acto, sin embargo, del bonum difusivum se ve siempre consumado, centrándose en el gesto de nuestro artista, el estímulo del quehacer conjunto y la conciencia de que siempre hay alguien con quien contar. Con Fernando Higueras, el saludo se convierte en tertulia, la intuición en contagio y el propósito personal en obra colectiva. Su propia sensibilidad es colectiva: el arquitecto, el músico, el pintor,,, resumen, en un solo acto. el viejo ideal de integración estética y por ello, sólo por ello, su vocación tiende, objetivamente, a la integración y su propósito a la acción en equipo, no habiendo posible contradicción entre su acusada personalidad de artista (con toda la carga de subjetividad que ha acarreado tradicionalmente este concepto) y su traducción objetiva en práctica colaboradora, por ser aquélla siempre difusiva, extravertida, dimanante. Para ceñir aún más este esbozo, recurriremos a la opinión (siempre que hablemos de opinión a lo largo del presente trabajo, sepa el lector que aludimos a algo o escuchado directamente por nosotros o, al menos, no publicado) de quien, por la asiduidad de la colaboración, mejor puede conocerlo. el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez, cuya voz reza así: Desde hace quince años trabajo con Fernando Higueras y comparto su amistad. Pero me hubieran bastado algunos menos para conocer bien a este pícnico de nacimiento, desaliñado sin remedio, a este hombre de estómago sobresaliente, sentimental repleto de ilusiones, capaz de hacer estremecer al mismísimo Andrés Segovia, cuando toma deliciosamente una guitarra entre sus gruesas manos. Yo recuerdo haber oído a un compañero suyo que daría con gusto su carrera por poseer la gracia de tocar de aquel modo a Villalobos. Podéis estar seguros de que aquel arquitecto sabía lo que decía. Porque Fernando Higueras es simplemente un verdadero, un auténtico artista. un hombre que habla demasiado (normalmente en su propio perjuicio...), que se expresa mal y escribe con torpeza, pero capaz de crear intuiciones (geniales a veces) para que luego vengan los demás a definir los conceptos...

Y ¿Antonio Miró? Sea también ahora Fernández Ordóñez quien, inserto privilegiadamente en la entraña del equipo, nos anticipe los rasgos de su semblanza eventual: Cuando Antonio Miró decide venirse a Madrid para formar equipo con Higueras, éste ya había colaborado de forma continua con otros arquitectos, José Serrano Súñer y Pedro Capote, cuyos nombres no pueden silenciarse. Pero es indudable que iba a ser Miró—y de hecho estos diez años así lo demuestran— el perfecto contrapunto de Higueras. Donde Antonio pone su lápiz siempre afilado, suave y preciso, aparecen el equilibrio y la armonía arquitectónicos. Grande, indolente, introvertido, es probable que Antonio Miró haya pensado alguna vez como Leonardo: "aquellos que se adornan con los trabajos de los demás, no quieren reconocer el fruto de mis propios esfuerzos". En verdad que resulta difícil imaginar, con respecto a Higueras, un contrapunto tan perfecto, como el que aquí se confiere a Miró. ¿No surgirá precisamente de él, el ideal de la colaboración, la suma enriquecedora, gesta/tica, más allá de la suma de las partes, y el hecho de que la obra más ejemplar, característica y definitiva de nuestros arquitectos responda, sin rodeos, a los años de mayor compenetración y palpitante continuidad?. Antonio Miró significa el rigor, el temple, la sutileza (lápiz, el suyo, siempre afilado, suave y preciso). Aquella armonía y equilibrio arquitectónico que Fernández Ordóñez asigna a su acción creadora, resplandecen en la precisión lingüística, estructurante, casi gráfica, enfática a veces, a veces refinada, y oscilante, otras muchas, entre un informalismo contenido y una incalculable simetría, virtuosista y mágica, segura y elegante... que caracteriza la mejor obra del equipo, la alumbrada en los días más pródigos de estímulo y mutuo complemento. Y por lo que hace a la agudísima cita de Leonardo, bien puede el lector colegir cuánta lucidez, profundidad y esfuerzo, cuánto amor late, alguna que otra vez, en la pesquisa callada, ajena al aspaviento, casi anónima, de quien afronta la razón de una obra y se da silenciosamente al hallazgo, a la pregnancia de su mejor forma, de su más aquilatada definición.

Oído el testimonio de quienes en verdad le conocen o admiran y analizada la crítica de quienes han cuestionado o intentaron sistematizar su actividad, una virtud prevalece en el quehacer de Higueras: su acusada personalidad, la genialidad de alguna de sus intuiciones, aquella cualidad de artista que (en el más estricto sentido tradicional) le venimos atribuyendo. Al lado de esta virtud, no deja de contrastar la constancia de un dato paradójico: la obra de Fernando Higueras ha discurrido comúnmente, según lo dicho, por el cauce de la colaboración. No pareciendo, en principio, avenirse personalidad extremada y asiduidad colaboradora, ¿cómo explicaríamos el feliz maridaje de una y otra, a través de una actividad continuada, traducida en obra fehaciente? Fernando Higueras encarna primordialmente un gesto, una actitud: la rotunda negativa a la vanguardia teorizante, al saber intelectualizado, y la llana afirmación de una arquitectura nacida de otros supuestos más empíricos, menos canónicos. Aún estudiante, en esa edad febril en que el aprendiz de arquitecto da rienda suelta a la emulación de las corrientes vanguardistas, tuvo Fernando Higueras la primera, más clara y decisiva de sus intuiciones: renunciar al concierto del racionalismo imperante y propugnar una arquitectura más afín a su propia sensibilidad que a la rigidez de una teoría, rehuir la monotonía de unos modales generalizados hasta la saciedad, y darse a la búsqueda de un lenguaje en cuya conformación prevaleciera el signo del propio pulso personal, la atención a la naturaleza embargante, el dato empírico, la regresión historicista, no cual propósito arcaizante, sí como efecto de primitivismo (según feliz definición de Fernández de Castillejo, que hemos luego de glosar con mayor amplitud). Esta es realmente la gran intuición, quizá la única, revelada a los ojos de Fernando Higueras: la factibilidad de una arquitectura, de espaldas al canon racionalista, al dogma internacional, y el audaz conato de lanzarse a la aventura, a partir de un instante de genuinidad, de un magno paréntesis en cuyas márgenes, el pasado admita un trayecto diametral y una serena palpación el presente, en tanto el futuro se apresta a escuchar una palabra no viciada por el convencionalismo.

Si tal es —se dirá el lector— el grado de intuición, de precerteza, en la acción instauradora de Higueras, ¿cómo se explica que su obra haya discurrido, una y otra vez, por vía de colaboración? No se habla aquí de precerteza, como un estado inefable, meramente contemplativo. Se trata, más bien, de una intuición de cara a la realidad viva, al sentido que, de acuerdo con las circunstancias peculiares de tiempo, lugar, condición ecológica..., reclama la problemática del presente en curso cuya recta solución, aún intuida precozmente por uno, exige el concurso paciente y laborioso de otros. Fernando Higueras ha pronunciado un gesto, ha hecho un plante —diríamos en lenguaje llano— al dogma de la moderna teoría arquitectónica que, generalizada por el uso convencional y unívocamente aplicada, en vez de resolver la problemática a la que originalmente se orientó, viene muchas veces a provocar otra más grave o a sembrar confusión y monotonía. El ha dado la voz, ha indicado la viabilidad de una empresa creadora, (de espaldas al apriorismo del saber convencional, abierta sin reservas a la reconsideración histórica, ciclada por la fe ciega en la propia sensibilidad e inducida, paso a paso, por una singularísima concepción del empirismo) a cuyo complejo y eficaz desarrollo han concurrido, alumbrando la visión particularizada de este y aquel ángulo y animados por un admirable espíritu de equipo, muchos de los arquitectos antes mencionados y. de forma harto singularizada, Antonio Miró. Toda intuición, acariciada por la genialidad, de no realizarse urgentemente, por el medio eficaz y en el suelo de la realidad adecuada, suele concluir en hermosa utopía. La intuición pura exige, más que cualquier otra forma de conocimiento y expresión, el contrapunto de un sereno equilibrio. De lo contrario, la genialidad se dispersa hasta convertirse en gratuidad. Antonio Miró ha sido el perfecto contrapunto de Higueras, y el resultado una obra (no una teoría general) obediente a otros supuestos que los de la costumbre internacional cuya paternidad hemos de atribuir, desde ahora y a lo largo de este trabajo, a la concurrencia creadora de uno y otro.

A través de lo dicho, habrá sorprendido el lector, al lado de las dos notas (gesto intuitivo y asidua colaboración) en que se asienta la labor del equipo, el eco de otras dos, grabadas, como verdaderas constantes, en la continuidad de su obra: reconsideración histoncista y empirismo, mutuamente vinculadas por parentesco esencial, como causa v efecto o viceversa. Partiendo de la primera. ¿a quién no sorprende el grado de atemporalidad que adorna, a manera de pausa histórica o paréntesis, la obra de Higueras y Miró? Aun conscientes de la parcialidad siempre inserta en toda vía ejemplificadora, recurriremos al ejemplo, centrándolo en el tornasol de esta actitud estimativa al ojo del profano, sin duda que cualquier proyecto de Higueras y Miró aparece investido de modernidad, en tanto que el experto y mucho más quien acude con ánimo analítico o crítico, puede percibir, más allá de la audaz estructura o del rasgo moderno, el aura del pasado. En este sentido parece pronunciarse la opinión de Juan Daniel Fullaondo: La obra de Higueras y Miró nos sitúa frente a una metodología o, mejor aún, frente a una actitud ante el hecho arquitectónico, donde, por debajo de la brillantez visual, del aspecto más inmediato, más obvio, discurre una corriente creadora extraordinariamente sutil, de una complejidad que bordea la contradicción misma, en cuyo corazón anida el imposible, el dramático afán de resolver, en un solo ademán creador y sicológico, demasiadas componentes encontradas, demasiados afanes contrapuestos... El signo bajo el que discurre la vertiginosa, fulgurante trayectoria de estos dos jóvenes creadores, es el del drama de una síntesis, fundada en una íntima y soterrada disociación entre una romántica nostalgia historicista y la violencia dramática de las exigencias del presente. La opinión de Fullaondo (continuamos atribuyendo al vocablo el matiz antes apuntado) creemos que centra en su justo status (de reconsideración, de actitud, de plante) la arquitectura de Higueras y Miró y nos alerta claramente ante la complejidad subyacente en una expresión de acento tan claro, conciso y brillante. Juan Daniel Fullaondo ha visto hermanadas las dos características (regresión historicista y empirismo) que nosotros entendíamos como causa y efecto o viceversa, descubriendo en la vivienda para Santonja en Somosaguas, el más elevado testimonio suministrado por España a la corriente historicista y empírica: el desdén hacia la rígida dogmática de los postulados racionalistas, el retorno hacia valoraciones menos canónicas de la experiencia, el dar la espalda al carácter enunciativo del primer estadio en que se fraguó la revolución arquitectónica de nuestro tiempo, la reconsideración de la experiencia histórica, tradicional y popular, decantando, bajo una apariencia plena de modernidad, las invariantes más profundas y contrastadas de un ascendiente plurisecular.

Sabemos que es suelo movedizo el que pisamos, donde el elogio superlativo puede entrañar su propia objeción: la actitud historicista supone solamente una de las posibles actitudes ante la encrucijada de nuestro presente que, a su vez y por su mismo carácter de tránsito entre un ayer vanguardista y un mañana, pleno, sin duda, de felices augurios, pero apenas vislumbrado, es tiempo sumamente propicio para la serena reconsideración, abierta imparcialmente al curso de la historia. Conscientes de ello, nos limitaremos, por ahora, a anticipar que Higueras y Miró han sido los primeros arquitectos españoles en probar, consciente o inconscientemente, lo que hoy viene citándose, desde frentes muy diversos, como cultura de recuperación y los primeros, también, en oponer al dogmatismo racionalista, el parangón de la experiencia y el sedimento histórico. Conviene, de antemano, rechazar toda sinonimia entre reconsideración histórica y actitud arcaizante. La reconsideración histórica guarda mayor relación con lo que, según cita literal de F. de Castillejo, podríamos llamar efecto de primitivismo. Su escueta mención quiere hablarnos de las diversas maneras de contemplar el pasado, al menos de dos: la actitud arcaizante y la reconsideración creadora. El arcaizante retorna al pasado a modo de evasión, impelido por una fuerza romántica, por la nostalgia de lo imposible (tengo nostalgia de donde nunca estuve, reza el verso romántico de Valverde). El arcaizante contempla el pasado, real o supuesto, pero no retorna de allí, no deshace lo andado. El verdadero creador, por el contrario, puede, con mayor o menor grado de consciencia, retrotraer el tiempo, deshaciendo ante el futuro los pasos dados hacia atrás (sólo el verdadero creador sabe de la dureza de lo andado). Esta es la auténtica reconsideración creadora, el hallazgo de un tiempo no viciado por el convencionalismo, de un apoyo para saltar al futuro (ese futuro que, de hecho, entraña todo proyecto arquitectónico, la víspera misma de su realización), destruyendo o trascendiendo el presente convencional. La reconsideración creadora constituye un apoyo (un reculer cour mieux sauter). más por lo que tiene de negativa radical al convencionalismo :del presente, que por su referencia a un pasado de difícil determinación, desandado, por supuesto, en toda su longitud. La obra cimentada en esa rotunda dimensión, no delata primitivismo, sino efecto de primitivismo, no entraña lo primitivo, sí lo primigenio.

No pretendemos, de entrada, atribuir literalmente a la obra de Higueras y Miró, el esquema precedente, con toda su simplicidad y fuerza ejemplificante; queremos sólo proponer una primera aproximación a la cualidad historicista de su quehacer empírico. Igualmente ajeno nos es todo propósito de suscitar sutiles juegos filológicos o alardes conceptistas (lo primigenio y lo primitivo, la actitud arcaizante y el efecto de primitivismo...). Tratamos, más bien, de esclarecer una peculiaridad fundamental en el quehacer de Higueras y Miró, cuya errónea interpretación puede suponer la sinonimia de los términos precedentes, y desvirtuar, con ello, la encrucijada en que, tras un próximo e inusitado renacimiento, se debate no sólo la arquitectura sino el arte contemporáneo en general. La arquitectura de Higueras y Miró, relegada en buena parte al archivo de los proyectos (tantas veces presentados al arbitrio de los concursos oficiales y no siempre compensados con el galardón merecido) es, en otra buena parte, obra realizada, dispuesta al morar del hombre y también a su estimación o a su crítica. Queremos decir que crítica y estimación no han de ceñirse ya a aquella intuición originaria (gesto y respuesta de Higueras y Miró excluyen hoy la utopía en sentido estricto). Estas que aquí vemos, no son elucubraciones o idealizaciones arquetípicas: son casas con su cubierta y su cimiento, sus puertas y ventanas, abiertas a la convivencia, sus terrazas y balcones, orientados a la naturaleza circunstante. Es en ellas donde hay que juzgar la validez del plante inicial y su desarrollo metodológico; es en la trama empírica del hierro, hormigón, madera y cristal, donde se hace cuestionable su audaz conato de oponer un paréntesis de atemporalidad, al convencionalismo al uso.

Todo orden que reitera sin medida su propio contenido, se torna paulatinamente académico. La arquitectura contemporánea (y otro tanto cabe afirmar de las restantes artes plásticas) ha sido meditación y obra de insignes maestros. Es éste un punto que no siempre refresca la memoria de muchos que se dicen artistas. Nombres como el de Picasso, Malevich, Mondrian..., o el Wright, Le Corbusier, Van der Rohe... exigen, para su justa valoración o estimación comparativa, repasar grandes capítulos de la Historia del Arte. Ellos han sido los padres de una fértil vanguardia que la práctica convencional ha convertido en academia. Considerada, desde el hoy, su obra en su aquilatado contexto histórico, ¿quién negará en ella, el gesto liberador del academicismo precedente? En aquel instante inicial de la vanguardia, la obra surgía de un punto cero, era auténticamente primigenia, es decir, nacida por primera vez, portadora de algo hasta entonces increado. Repetidamente hemos aludido en nuestros escritos, a la fuerza generatriz del punto cero en toda acción creadora. Un punto cero es un estado silencioso de profunda meditación en cuyas márgenes, parece razonable la negación de los establecido, en cuanto que convencionalmente establecido, y posible la búsqueda de nuevos supuestos, de nuevas experiencias. Más de una vez lo hemos comparado a un gigantesco paréntesis, trazado generalmente por la intuición (éstas son las grandes intuiciones de la historia) en cuyo ámbito, el pasado se hace objeto de una contemplación diametral, panorámica, y el presente amanece engendrado por la genuinidad. Es en este paréntesis, donde palpita con toda intensidad el efecto de primitivismo, la feraz remembranza de otros y otros paréntesis, colosalmente descritos en la espalda del tiempo. Toda vanguardia verazmente creadora (¿ha conocido la historia alguna tan pujante como la alumbrada hace ya más de medio siglo?), a parte de provocar un cambio radical en la concepción de la realidad y su expresión acorde, abre, apenas instaurada, un paréntesis colosal en cuyas fronteras parece más diáfana la remembranza de un pasado remoto o indeterminado, que la consecuencia de sus logros ulteriores (cualquier edificio de Wright. por lo que especialmente tiene de oposición del orden artificial al de la naturaleza, de titánico pulso o parangón entre uno y otro, guarda más entrañable relación con las Pirámides de Egipto que con tantas y tantas residencias campestres, alzadas sobre proyectos de clara ascendencia wrightiana).

¿Dónde yace hoy la tradición vanguardista? La pregunta es por completo ineludible para la conciencia de cualquier espíritu verazmente contemporáneo, en la misma medida en que resulta innegable la encrucijada interpuesta en el despliegue del arte de nuestros días, cual sarcástico reverso de aquel luminoso amanecer, acaecido hace más de cincuenta años. ¿Cuál será la razón sino el dramático contraste entre la audacia creadora de los grandes maestros y su posterior interpretación académica? Fórmulas magistrales, alumbradas primigeniamente por ellos, han sido repetidas y conformadas por el uso, hasta la saturación tautológica: lo que se opuso a la norma acostumbrada, es ahora norma consentida: lo que naciera como rigurosa consideración frente al tiempo, se reparte hoy cual pan cotidiano; lo que fue punto cero de genuinidad, termina por ser suma y sigue de la rutina. Sólo quienes asuman el gesto o tengan la audacia o simple capacidad de romper con la norma instituida y divulgada de norte a sur del globo, podrán de nuevo rehuir la temporalidad y contemplar otra vez las cosas con visión primigenia. Es realmente una vieja historia, antigua como la aventura del espíritu creador y su paso decidido al otro lado de la montaña, donde estallan deslumbrantes auroras que difícilmente pueden contemplar quienes asientan su morada en la placidez del valle o a la sombra de la ladera. La vanguardia contemporánea no dudó, desde su primer latido, tanto en negar la decadencia del precedente próximo, como en despertar la conciencia ante páginas remotas de la historia (trazadas igualmente, en su tiempo, a modo de paréntesis de atemporalidad) en pro de una concepción renovada del arte, no viciada por la lente del saber convencional. Si Pablo Picasso es el fundamento de la moderna estética, no deja, al propio tiempo, de encarnar el más lúcido propósito de reconsideración histórica. Desde sus comienzos fijó el maestro malagueño sus ojos, ávidos de conocimiento y creación, en las páginas abiertas de la historia, trazando, desde el fundamental capítulo cezanniano hasta la interpretación de la pintura primitiva, prehistórica, una síntesis colosal, verdaderamente milagrosa, del arte universal. Su conocida sentencia Yo no busco; yo encuentro no contiene, en la certera opinión de algún exégeta, el acento vano y jactancioso que otros le han querido atribuir, pareciendo éste su más recto sentido: Yo no busco en la naturaleza inmediata; todo lo encuentro en la Historia del Arte.

Hemos trazado este amplio panorama, por cifrar en él, los dos polos en que parece justo incluir la obra de nuestros arquitectos: actitud arcaizante o regresión creadora, remembranza nostálgica o efecto de primitivismo, estigma atávico o fuerza primigenia. Tales son, dos a dos, los términos del dilema en que ha de centrarse el debate en torno a la arquitectura de Higueras y Miró. El extremo negativo vendría dado, no sin razón y en virtud de su tenaz vía neoempírica, por el hipotético parentesco con Louis Kahn, impenitente empirista y gran poeta del arcaísmo. Desde perspectiva tal, la exacerbación subjetivista, el tradicional espíritu del artista en ella implícito, la apoyatura de un idealismo a ultranza, la maestría pormenorizada, casi artesanal, en la elaboración, la atención extremada al dato empírico, la resonancia del ayer en pro de la simetría... y el afán indomable de seguridad, de precisión, de cristalización definitiva..., resumirían dramáticamente la lucha contra el tiempo, contra la caducidad, contra la muerte, el lema horaciano o unamuniano del non omnis moriar, la romántica y altiva pretensión de cimentar en suelo firme, una obra más perenne que el bronce, el exegi monumentum aere perennius que entonó el poeta latino. La forma concreta de afrontar la realidad por parte de Higueras y Miró quedaría, de esta suerte, en mera aproximación poética, preñada de subjetivismo, en la que ni la tensión doctrinal, aglutinadora de tendencias y movimientos, ni la respuesta a la exigencia social o al dato tecnológico, ni la atención al enunciado de propuestas generalizables, a su vigencia cultural, a su planteamiento o discusión teórica, ni el interés en la formulación de una doctrina coherente jamás trascenderían los límites de la obra concreta, de cada obra concreta. Higueras y Miró, de acuerdo con la aguda opinión de Fullaondo, despliegan, en esta zona de la actuación, una vasta gama del agnosticismo: económico, social, doctrinario... Su punto de vista es deliberadamente personalista, poético, inmanente, estrictamente ceñido al quehacer empírico. Esta carga de feroz subjetivismo, tanta concentración artística en el desarrollo empírico de la obra singular, acentuarían, en un frío cotejo con el curso violento de la historia contemporánea, el aura arcaizante de su quehacer instaurador. En la misma medida en que ellos incrementan la solidez de sus construcciones, la seguridad, la admirable destreza y la indagación del pasado irían menguando su maleabilidad, su capacidad de reacción, de respuesta ante el panorama del presenté en plena y violenta mutación. El drama de la situación actual de Higueras y Miró —concluiremos con Fullaondo— quedaría evidenciado en el encuentro de cualquiera de sus últimos y deslumbrantes planteamientos con algún fenómeno importante de la moderna tecnología, el "Proyecto Apolo", por ejemplo; en otras palabras, contraponiendo las realidades culturales, sociales y técnicas de nuestra hora, frente a la maestría nostálgica, las sugerencias espirituales da multiplicación energética ante el isótopo romántico, un interrogante, en suma, en tono a la certeza en el diagnóstico, evocador, idealista, emitido por estos dos grandes arquitectos ante el estruendo fatal y creciente de la segunda revolución industrial.

Teniendo, por el contrario, en cuenta que a la crisis de lo que hasta ayer fuera vanguardia creadora, no ha seguido la revelación, ni siquiera el vislumbre de una nueva era. sólidamente cimentada en una nueva concepción del hombre y de la vida. ¿no serán nuestros días los más aptos para el trazado de un magno paréntesis de reconsideración? En tal caso. había de variar la estimación del quehacer historicista de nuestros arquitectos. Señalada la distinción entre lo primitivo y lo primigenio, entre actitud arcaizante y reconsideración creadora, el parangón que antes establecíamos, con la obra de Wright, hacia el pasado remoto y hacia un futuro próximo y emulador, ¿no será de algún modo aplicable a la obra de Higueras y Miró, salvadas, por supuesto, las distancias y admitido sin reservas el orden jerárquico de los valores > tie las personas? ¿No se presiente, de algún modo. el titánico combate, antes que consorcio premeditado, del orden artificial con el de la naturaleza en algunas construcciones como la casa del pintor Lucio Muñoz el testimonio más elevado, suministrado por España a la corriente historicista y empírica ¿No se plantea allí el vibrante pugilato entre el orden natural del entorno y el artificial de la arquitectura (sabiamente definidos por Juan Borchers), entendidos respectivamente como magno escenario y espectáculo grandioso, pero nunca vinculados por ley de sumisión o adecuación, ni siquiera de pertenencia ecológica? ¿Dónde, sino allí, el empirismo de Higueras y Miró se convierte, de acuerdo, otra vez, con la opinión de Fullaondo, en ademán espectacular, ademán de horizontes amplios, ademán que simultánea y requiere el doble juego de la minuciosidad en el detalle constructivo, sicológico, y la lejana perspectiva de un panorama dilatado...?

Pero volvamos al núcleo de nuestro planteamiento cuya tensión dialéctica abarcaba estos dos extremos: actitud arcaizante o reconsideración creadora, remembranza nostálgica o efecto de primitivismo, estigma atávico o fuerza primigenia. No, descuide el lector, no vamos a tomar, por ahora, partido por ninguno de los dos términos del dilema. Fuimos reacios, de entrada, a atribuirá la obra de Higueras y Miró, por todo elogio. el arquetipo de la regresión creadora, aquella facultad taumatúrgica de retrotraer el tiempo, deshaciendo ante el futuro, los pasos dados hacia atrás, conscientes de que la aceptación superlativa de uno u otro miembro puede entrañar su propia objeción. Nuestra atención va a centrarse primordialmente en la validez intrínseca de un estado de reconsideración, de un piante, como el pronunciado por Higueras y Miró, ante la peculiar circunstancia histórica en la que vivimos..., precedida de una vanguardia ya exhausta o, más bien, espoliada a diestra y siniestra o, lo que es peor, convertida en academia, en costumbre, en rutina.... y violentamente enfrentada a un futuro, apenas vislumbrado como nueva concepción humano-vital. Es edad, la nuestra, que si excluye aspavientos anacrónicos, no admite tampoco vanas profecías, pero sí el trazado. el estratégico trazado, de una interdistancia atemporal, desarraigada del canon académico, hostil a su inscripción en esquemas preestablecidos, válida, en suma, por su propia y decidida capacidad de reconsideración. En torno a ella, el quehacer de nuestros hombres parece del todo lógico, del todo pertinente al status en que se debaten la arquitectura y el arte, en general, de nuestros días, siendo su gesto el más decidido tanto en negar el academicismo imperante, como en despertar la conciencia ante un ayer indeterminado (trazado igualmente, en su tiempo, cual paréntesis de atemporalidad), haciendo suya la conducta del esplendor vanguardista y también la sentencia de quien afirmó, no sin ironía: yo no busco; yo encuentro.

La arquitectura de Higueras y Miró, por otra parte, merecería la estricta cualificación historicista. puramente nostálgica, esencialmente arcaizante, si se hubiera limitado a resucitar los escombros del pasado y a reconstruirlos sin modificación alguna o con el mero propósito de reinstaurar una mentalidad caduca o erigir la grandilocuente tramoya del antiguo esplendor o la jactanciosa y anacrónica imagen de un triunfalismo evocador de los tiempos gloriosos (cuyo ejemplo extremado nos fue harto familiar en el alzado de tantas y tantas mansiones solemnes, de carácter oficial, allá, principalmente, por los años cuarenta). La obra de Higueras y Miró atiende a propósitos del todo antagónicos, cuya síntesis cabal se aproxima, así considerada, a lo que venimos denominando regresión creadora, efecto de primitivismo, fuerza primigenia. La reconsideración historicista. si es cierto que preside la poética de nuestros arquitectos. no. por ello, se traduce precisamente en la plasmación de un lenguaje impertinente y anacrónico, antes bien, trazado con un pulso y unos modales de absoluta modernidad. Esta, y no otra, es la razón de que cualquier proyecto suyo aparezca a los ojos del profano, pleno de novedad, en tanto que el experto y mucho más quien acude ánimo analítico o crítico pueda descubrir, más allá, del rasgo moderno, el aura del pasado. Y ésta es también la razón de que su obra nos sitúe ante una actitud, en la que, por debajo de la claridad o brillantez visual, del aspecto más inmediato, más obvio, discurra una corriente creadora extremadamente sutil, de una complejidad que bordea la contradicción, el signo o la aspiración a una síntesis suprema, fundada en una íntima y soterrada disociación entre una romántica nostalgia historicista y la violencia dramática de las exigencias del presente. Tales son, sin duda, los límites más precisos y objetivos en que estimar, serenamente y de cara al hoy que nos nutre, la obra singularísima de Higueras y Miró. Y, llevadas las cosas a tal extremo, ¿no parece susceptible su actividad de verse subsumida en la complexión de lo que, una y otra vez, venimos llamando reconsideración creadora? Actitud, pues, y lenguaje señalan los puntos-límite (el unde y el quo) entre el ayer remoto y el hoy en curso, el rumbo de un trayecto diametral a través de la historia o, más bien, de una edad esencialmente indeterminable, anclada en aguas de la atemporalidad. Si el arcaizante retorna al pasado, impelido por una fuerza romántica, por la nostalgia de lo imposible, si contempla el tiempo ido, real o supuesto, sin retornar de allí ni deshacer lo andado y si, por el contrario, el verdadero creador es capaz de retrotraer el tiempo, deshaciendo ante el futuro, los pasos dados hacia atrás, en pos del vislumbre de un tiempo no viciado por el convencionalismo y en favor de una obra antes primigenia que primitiva, ¿no cumplirá a Higueras y Miró su justa o posible inserción en esta otra ribera del dilema inicialmente establecido?

SANTIAGO AMON



NUEVA FORMA - 01/06/1971

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