Ir a SantiagoAmon.net
J.MANUEL AIZPÚRUA Y LA ARQUITECTURA QUE HABLA

La obra de José Manuel Aizpúrua suscita en nuestra memoria un texto, sabido de antiguo, de Paúl Valery cuya letra ha sido sin duda desvirtuada por el paso del tiempo en la misma medida en que su espíritu ilumina hoy con mayor claridad el horizonte de los símbolos, de las sugerencias. Puede hablarse —venía a decir el texto del buen poeta francés— de una arquitectura muda, de una arquitectura que habla y de una arquitectura que canta. Se trata, pues, de una clasificación esencialista que trasciende el mero análisis histórico y alude directamente a la expresión arquitectónica considerada en sí misma. No parece, incluso, arriesgado adivinar, bajo esta división tricípite, la presencia de tres órdenes de mayor alcance quizá que los heredados de la antigüedad clásica. Cierto que en los tres órdenes griegos puede hallarse, al margen de su validez histórica y de su ponderación constructiva, un criterio universal de utilidad innegable a la hora de contemplar el proceso evolutivo de la arquitectura y de sus ciclos. En toda concepción arquitectónica se da. en efecto, un estadio incipiente (la edad doria) en el que se hace claro el predominio de la solidez, no exenta siempre de elemental id ad o de rudeza; un estadio culminante (la edad jonia) que, sin mengua de la solidez, tiende al refinamiento formal; y un estadio decadente (la edad corintia) que degenera en abigarramiento o estilización. Sea cual fuere, sin embargo, el ciclo o momento histórico que hayamos de considerar, el testimonio arquitectónico será o inexpresivo (como la mudez) o revelador (como el lenguaje) o universal (como el poema).

La obra de Aizpúrua es reveladora como el lenguaje. Es preclaro lenguaje, función manifestativa obediente al pensamiento. En toda obra de Aizpúrua la ecuación entre el pensamiento y el lenguaje se hace ejemplar. Hay incluso un dato que sólo en los grandes arquitectos es apreciable: la claridad con que el orden constructivo nos lleva al esquema-matriz de la planta. El edificio de Aizpúrua es deslumbrante ponderación; la horizontal y la plomada, el radiante equilibrio entre el plano y el volumen, entre el cilindro y el cubo, el juego deleitable de la proporción, del módulo, de la interdistancia... nos descubren siempre la lucidez del proyecto y nos sugieren con carácter inmediato aquella última abstracción que es la planta del edificio. Aizpúrua es uno de los arquitectos contemporáneos que ha plasmado con mayor lucidez un lenguaje verdaderamente arquitectónico, fundamentado necesariamente en el pensamiento y en la abstracción. La lectura del edificio suele verificarse de ordinario de forma ascendente y rectilínea, a merced de un alfabeto elemental extraído generalmente de la materialidad misma de lo edificado. Es, valga la expresión, una lectura por pisos que va de la planta al alzado, del cimiento al remate, cuando la senda reveladora (únicamente viable en obras de auténtica arquitectura) seria de sentido inverso: el edificio ha de guiarnos con genuina transparencia al proyecto y en él ha de resplandecer el arquetipo originario de la planta. No se confunda el proyecto con el diseño del proyecto. El proyecto es el desarrollo del pensamiento arquitectónico, en tanto que el diseño es el s gro de este pensamiento. Tampoco se quiera confundir la plañía con su diseño y mucho menos cifrar en la belleza plástica de éste (tantas veces consumado con vana pretensión estetizante) la idea ceñida de los límites de aquélla. ¿Qué es realmente la planta de un edificio? ¿Dónde reside? En ninguna parte si no es en el pensamiento del artífice creador.

La arquitectura es, en el quehacer del genial arquitecto donostiarra, pensamiento condensado y sólido lenguaje. Muy pocos son los arquitectos de nuestra edad cuya obra conclusa nos lleve con transparencia semejante al proyecto o desarrollo de la idea, implícita en aquella última abstracción que es la planta. La planta de un edificio no es lo que subyace a su materialidad o el cimiento en que se funda. Todos los momentos del pensamiento arquitectónico se reflejan de algún modo en tos signos externos. No así la planta. Ella no ocupa propiamente lugar ni puede quedar reflejada en la singularidad de los signos externos; ella está en todos y solo mediante la total abstracción de todos ellos es posible su aprehensión. La planta no es el lugar del edificio, es el lugar donde se concentra el pensamiento creador, el ámbito de la reflexión profunda, incesante, la raíz de la problemática constructiva, la fuente de la arquitectura. La aquilatada ordenación instauradora, la coherencia manifestativa, la lucidez semántica hacen del edificio de Aizpúrua entidad legible desde la significación singular exteriorizada, a través del desarrollo del pensamiento o proyecto de la realidad, hasta la idea sustentadora en última instancia de una nueva realidad, de un nuevo ser: la casa. La lectura de la casa no es acumulativa, sino sustancial (lo adjetivo parece espúreo en recta noción arquitectónica). Si ante el objeto en general la sensación es sintética y analítica su ulterior percepción (el objeto se manifiesta desde sí mismo como uno y sólo el análisis de la percepción lo revela como integrado por partes) dijérase que en la contemplación de la casa se invierten los términos. No hay, posiblemente otro objeto (en su acepción más estricta: lo que se opone a nuestro mirar) de mayor preponderancia integradora que la casa. La división se antepone como una red al edificio: elementos tendidos y elementos a plomo, plano y volumen, vanos y macizos... y, especialmente, la estratificación sistemática de lo habitable en su organización interna y en su externa manifestación hacen de la sensación, instante analítico. La lectura esencial de la casa sigue un orden inverso: de la composición exteriorizada a la proporción del proyecto y de éste a la unidad y claridad de la planta. Subrayamos una y otra vez este concepto por ver en él la virtud más resplandeciente de la actividad instauradora de José Manuel Aizpúrua hasta hacerse patente en el choque inmediato de la contemplación. El edificio de Aizpúrua se desnuda a los ojos de quien lo mira, se hace transparente y descubre, a través del puro lenguaje, su última unidad, la raíz del pensamiento arquitectónico.

José Manuel Aizpúrua es el príncipe del racionalismo en la arquitectura española y la mengua de su universalidad sólo es imputable a su prematura y trágica desaparición. Es un representante genuino de aquella edad de oro cuyo feliz advenimiento acaeció apenas concluida la Guerra del 14. Llamados a elegir la nota más descollante de esa edad áurea, no dudaríamos en destacar por encima de otros títulos consagrados (constructivismo, funcionalismo, organicismo ...y. sobre todo el tan traído y llevado urbanismo) el ánimo decidido por delimitar las fronteras de la arquitectura cuyo deslinde respecto a (as otras artes plásticas era problemático, aumentad la confusión con el esplendor de la ingeniería (nadie regará el matiz híbrido con que más de una vez se ha pronunciado la voz arquitectura como situación neutra entre una semí-ingenieria y un semi-arte plástico). Esa edad colmada de esperanza, se esforzó conscientemente en delimitar la aura de arquitectura y la obra de ingeniería, la proeza técnica—en palabras de Borchers— y el pensar arquitectónico con la misma claridad con que sabemos distinguir una proeza instrumental y el pensamiento musical. Y ¿cuál seria la relación de la arquitectura con las otras artes plásticas? La arquitectura tiene un fundamento de autonomía, es un arte exacto basado en una ciencia exacta, la matemática. La matemática es el modelo que se inserta entre el mundo sensible y la idea. Esta frase de Borchers quiere significar que la arquitectura desde su remoto origen posee el modelo matemático como el cuerpo posee un esqueleto. El número —diríamos con acento pitagórico— y no la magnitud concreta, es el principio de la arquitectura. La arquitectura es ante todo pensamiento regido por el número que, trascendido el abusivo carácter visual que tradicionalmente se ha venido atribuyendo al arte de la construcción especialmente en su pedagogía, gobierna la proporción hasta el extremo de poder aplicarse a ella el serialismo y adquirir la actividad arquitectónica un nivel tan elevado como el de la música contemporánea.

Bien pudiera formularse de esta suerte la introducción al racionalismo, sin que parezcan extremados los términos del planteamiento en su referencia a un auténtico pionero de dicha manifestación arquitectónica: José Manuel Aizpúrua. El número rige con plena autonomía la proporción, la interdistancia, el desarrollo y la consumación de cualquiera de las obras alzadas por el sabio arquitecto guipuzcoano y sólo por e! número se hace posible la emisión de aquel lenguaje coherente que abre la entidad de lo edificado e ilumina el lugar del pensamiento, el ámbito de la idea originaria. Poníamos antes en entredicho la excesiva importancia que suele atribuirse a la educación visual en la enseñanza de la arquitectura en detrimento de su raiz mental, traducida en puro lenguaje de abstracción. Un edificio de Aizpúrua es, ciertamente, bello de ver y amable de habitar: la elegancia del trazo manifiesto a los ojos del contemplador y la armoniosa distribución del espacio otorgada a quien lo habita, confieren a la casa innegable atractivo sensorial. La verdadera armonía del edificio de Aizpúrua se origina, sin embargo, en un confín mucho más remoto y más lúcido: nace de la idea que desarrolla el número y opone el contacto con nuestra sensibilidad. José Manuel Aizpúrua ha instaurado en el orden de la naturaleza un orden artificial con leyes intrínsecas regidas por el principio ordenador con signos manifiestos de una estructura mental, fruto y proyección de la idea instalada en el último confín de la reflexión que llamamos la planta. El edificio de Aizpúrua es excepcionalmente grato a la mirada, pero no cesa ahí el poderoso imán de su atractivo. Es en la luminosa transparencia constructiva donde reside su virtud más insigne. El edificio de Aizpúrua se desnuda ante la mente: se transforma en diáfano cristal la solidez del bloque, la ínea se hace distensa y sucesiva como el lenguaje, descubre el esqueleto sustentador su proporción numérica y, a través de ella nuestra sensibilidad es guiada al norte del pensamiento ordenador, a la omnipresencia de la planta que, sin ocupar un lugar dado de la construcción, irradia, integra y unifica la totalidad de lo construido. La simple contemplación de un diseño de Aizpúrua es verdadero espectáculo de unidad y de lucidez. Todo alli se torna claridad, armonía y coherencia: la proyección es fuerza y densidad que invade y consolida la pluralidad del rasgo hasta dificultar la captación de las singularidades. Este predominio de la proyección sobre lo proyectado (de la lucidez del conjunto sobre cualquiera de las partes que lo integran) es dalo tan elocuente en el diseño de Aizpúrua que nos lo hace distinguir en el acto entre otros mil de parecida estirpe (el dato es aún más significativo, al reflejarse en el curso de una corriente, como el racionalismo, que parece en principio poner sordina a todo grito exacerbado de personalidad).

No debe confundirse la idea con el signo de su manifestación ni la planta con su diseño. Es grave error dedicar afanes estetizantes en el diseño de la planta e imprimir en ella un tratamiento similar al de las otras artes plásticas. Si la planta condensa en el pensamiento arquitectónico, si en la planta se cifra el modo de ser del edificio y, consumado éste, ha de centrarse en aquélla su propia abstracción ¿por qué convertir en pretensión estetizante lo que es idea pura, fuente de creación y modelo ejemplar de lo edificado? De una planta bella puede surgir un edificio absurdo y una construcción perfecta puede obedecerá! diseño de una planta exenta de toda belleza plástica.. Es el orden edificado el que pone a prueba la validez de su planta; en la coherencia y claridad de lo manifestado es donde palpita la lucidez del pensamiento revelador. Si el edificio es espejo fidedigno de su propio modo de ser, su planta es la más preclara entre todas las posibles, porque ella es, en síntesis, el modelo, la abstracción de lo edificado. Vamos a proponer un ejemplo, el más cabal de los ejemplos en el ámbito de la arquitectura contemporánea: Frank Lloyd Wright. Parecerá a alguien inadecuada la cita del padre del romanticismo, versando nuestra glosa en torno a un artífice de estirpe racionalista. Exigua nuestra fe en la didáctica de las clasificaciones y amplia la mirada (amplia y clarividente como la de ningún otro) del genial arquitecto yanqui sobre la panorámica de la arquitectura, siempre juzgaremos ejemplar su ejecutoria y adecuado su ejemplo sea cual fuere el destino de la referencia. Difícil espigar virtudes en quien es colmado haz de ellas; obligados, sin embargo, a destacar un don particularmente significativo en la actividad de Wright. elegíamos éste: la incalculable capacidad renovadora de sus creaciones, la movilidad incesante en el modo de ser de sus edificios de acuerdo con la mutación de la circunstancia humano-vital, ambiental, geográfica. No ha conocido, posiblemente fa historia de la arquitectura un pensamiento tan claro como el Wright y una adecuación tan radiante entre la idea y su manifestación sensible. El edificio y el modo de ser del edificio se identifican de tal suerte que resulta inmediata la aprehensión de su planta. La variada representación de la planta, la profusión de sus diseños, encarnan tan sólo el signo de aquella incesante renovación que alentó la asombrosa actividad de Wright. Desvinculados, sin embargo, estos diseños del orden, de modo de ser que significan, se convierten en meras composiciones, plenas quizá de riqueza plástica, pero exentas de pensamiento arquitectónico. Estas representaciones de la planta, estos diseños de Wright, han constituido una verdadera tentación para muchos arquitectos que pretendían su inmediata proyección en otras ordenaciones harto ajenas a la realidad por ellos significada. Y así ocurrió que de plantas sabiamente diseñadas por Wright surgieron edificios torpemente consumados e incluso contradictorios respecto a la significación del diseño. Wright estableció un orden artificial en titánico parangón con el orden de la naturaleza y sólo en él adquiere coherencia ejemplar y diáfana lectura la organización de su construcciones, el modo de ser de sus edificios.

Hablábamos, poco ha, de la acusada personalidad que reflejan los diseños de Aizpúrua, trazados en una edad de aliento homologador y por el cauce de la corriente racionalista cuyas márgenes rectilíneas apresaban una arquitectura lúcida, ponderada, homogénea, en la que por fuerza había de resultar difícil la plasmación del acento personal. La personalidad de Aizpúrua es, pese a ello, un dato tan incuestionable como la perfección de sus creaciones. Es suficiente el cotejo de sus proyectos con los de otros preclaros arquitectos de sus días para percibir el pulso individual (el estilo) infundido por su mano. Nuestra desconfianza es máxima a la hora de aceptar el compartimiento estanco de los distintos movimientos estéticos. Ceñir, sin más, la universalidad de Wright en el troquel romántico nos parece actitud tan parcial como enclaustrar la acusada personalidad de Aizpúrua en el canon del racionalismo. Siempre que la idea resplandezca en el orden de la construcción habrá ocasión para mencionar el canon racionalista y el reflejo de la subjetividad en la realidad objetivamente instaurada dejará en nuestra sensibilidad resonancias románticas. Módulo y canon gobernaban la mente de quien alzó el Partenón y, sin embargo, el pathos, hecho piedra en la piedra milenaria, nos habla de un sentimiento peculiar no expresado en otros templos dóricos. También en las edificaciones de Aizpúrua se presiente el pathos que condensa el hálito de la subjetividad. Aizpúrua es un arquitecto fiel a las premisas del racionalismo y de esa extremada fidelidad procede, por paradójico que pueda parecer, el reflejo extremado de su individualidad en la obra consumada. Aizpúrua concentra la máxima capacidad de reflexión y pone a flor de piel toda su sensibilidad en aquel confín último del pensar y del sentir arquitectónico, donde brota la idea, el modelo de lo edificable el modo de ser de la construcción, la planta de la casa. Este esfuerzo del ánimo, verdadero ejercicio espiritual, ha de imprimir necesariamente en el orden instaurado buena parte de la subjetividad de su artífice y resplandecerá con todo fulgor en el instante perfectivo del lenguaje, cuando se hace patente a los ojos del lector la idea nutricia, el modelo, la planta del edificio. Si Aizpúrua merece el titulo de príncipe en la actividad constructiva de su tiempo, es por haber sabido instaurar con singular lucidez una arquitectura de arquitecto en la que la integridad de lo edificado nos conduce con genuina transparencia al desarrollo del pensamiento, al proyecto en el que resplandece el arquetipo de la planta, última abstracción del proceso arquitectónico y fuente del lenguaje.

¿Qué es una arquitectura que hablar En el edificio de Aizpúrua puede quedar condensada la respuesta. No es suficiente que el interior y el exterior del edificio sean mutuo y ceñido correlato o que lo ornamental, lo decorativo, entrañen el signo de lo arquitectónico, de lo funcional. Se requiere ante todo, la instauración de un lenguaje esencial por cuya merced el edificio se desnude ante la mente, descubra aquella proporción numérica que establece una comunión entrañable entre la idea y la sensibilidad. A la noción de arquitectura muda se llega en recta lógica por vía restrictiva o negativa, pudiéndose cifrar su habitual exponente en esas construcciones sordas, impenetrables (la arquitectura de constructor) que abruman a diario nuestro mirar y nuestro discurrir por plazas y avenidas. Y ¿qué es una arquitectura que canta? Al hablar de Wright hemos tocado de paso el núcleo de su posible definición. Decíamos que la verdadera arquitectura es un orden artificial instaurado en el orden de la naturaleza y agregábamos que en el caso del maestro norteamericano se entabla más de una vez un titánico parangón entre uno y otro orden. Este parangón luminoso encarna la raíz del poema arquitectónico, el compás de la arquitectura que canta. Surca el viajero la arena densa y monótona de llanura de Gizeh. Sus ojos de pronto se detienen ante la aparición, súbita y triunfal, de las Pirámides. No hay allí signo alguno que delate la función o el significado de aquellas moles excelsas, erguidas en la pura noción geométrica del espacio. Y, sin embargo, sabe el viajero, sin la ayuda de ninguna explicación, que se halla ante unos monumentos funerarios con la misma claridad con que conoce la presencia y el nombre de la montaña ante una prominencia natural que recorta el horizonte. He aquí al desnudo el gigantesco parangón entre el orden natural y el arquitectónico que más de una vez suscita el monumento de Wright emulando la genuinidad de la geografía y, más de una vez también, nos es dado contemplar en muchas construcciones primitivas que suplen la técnica por un esfuerzo sublime (la arquitectura sin arquitecto) hasta desafiar las leyes de la cosmología. Ahora nos hallamos ante un edificio de Aizpúrua asomado, en el perfil de su Easo natal, al confín del Cantábrico. El módulo del mar y la equidistancia de la tierra han sido asimilados en una suprema síntesis y ha surgido, de la mano de José Manuel Aizpúrua, este monumento, náutico y terráqueo, explicando otra vez el parangón de la arquitectura que canta.



NUEVA FORMA - 01/05/1969

Ir a SantiagoAmon.net

Volver