Al final del paseo marítimo llamado de Ondarreta, en el flanco izquierdo de la bahía de San Sebastián, ha dejado Eduardo Chillida una de sus obras más contundentes y ejemplares. Peine del viento es su nombre, y la cruda forja del acero su desnuda corporeidad asomada a los mares. Su sola presencia se produce con la virtud de modificar insensible y radicalmente el paisaje, hasta imprimir una nueva memoria a la fisonomía de la ciudad.
"Ha dejado Chillida." Con toda intención me valgo del verbo "dejar", seguro, y bien seguro, de que en la más llana de sus acepciones le llega el primer y más genuino de los reclamos a la mirada del viandante. La triple disposición con que se ofrece el concierto escultórico, allí asentado, adquiere de pronto una nota preponderante de naturalidad (esa misma e inconfundible manera con que la naturaleza deja sus cosas), desprovista de todo énfasis, de todo ademán declamatorio, por encima incluso de su contundencia, de su propia gravidez.
Si en cualquiera de las creaciones de Chillida resplandece, inmediata y milagrosa, una clara condición de acontecimiento natural (a espaldas o a la contra, vale decir, del artificio con que todas y cada una vieron la luz), el milagro se nos hace en ésta doblemente tal: tanto por la magnitud, materia y peso del conjunto escultórico como por la bravía extensión del medio en que se posa (la punta de lanza del Cantábrico), del espacio incisivo que afronta e invade (la cresta misma del rompeolas).
En una extensa entrevista mantenida con Chillida, hace cuatro años ("Revista de Occidente", enero de 1976), preguntaba yo, literalmente, al escultor: "Una de las indicaciones que con mayor inmediatez me ha venido siempre de tus esculturas (y así lo he hecho constar más de una vez) es que, siendo objetos del arte, del artificio (artefactos, en su estricta acepción etimológica), tienen algo, y muy manifiesto, de acontecimiento natural. ¿Podrá ser atacado por ahí el tema de la difícil compatibilidad entre la diversidad de la naturaleza y la unidad de la obra, como fruto de un espíritu, de una sensibilidad personal? ¿A qué atribuirías ese indicio inmediato o simple sensación?"
Y la respuesta literal de Chillida fue ésta: "La idea de coherencia de mi escultura con maneras de ser de la naturaleza, o su característica de acontecimiento natural, ha sido apuntada por no pocos estudiosos e intérpretes de mi obra (tú entre otros, y Franz Meyer, que ahora recuerde...). No podría definir el caso con alguna exactitud, aunque yo mismo no haya dejado de notarlo. En todo mi quehacer hay, desde luego, un profundo respeto a la materia y a las leyes naturales que ella traduce. Uno se introduce, a través de la intuición, de la experiencia y de la obra, en ese universo de las cosas, de la materia con sus leyes, de la naturaleza..., y la obra, aun siendo artificio, termina por mostrar una pertenencia al medio de que en última instancia provino, y a aparecerse de algún modo como acontecimiento natural."
El Peine del Viento se nos revela, desde su presencia inmediata o por golpe directo y natural de contemplación, como obediente a esta triple contextura: un elemento que arranca horizontalmente de tierra firme y se desdobla en otros tres hacia las aguas; otro elemento también horizontal, del todo equivalente y triplemente desdoblado, que le da réplica desde un peñasco frontero y aislado por la marea, y un tercer elemento, multiplicado igualmente por tres, que a favor de su clara proporción vertical emerge de un islote en lontananza.
Tres veces el número tres, encarnado en el acero, transido por el viento y asomado al ir y venir de las olas... reflejando y conteniendo esa esencial asimetría con que el espacio tridimensional llega, diario y misterioso, a la mirada del hombre. "El hombre —ha dejado escrito Rudolf Arnheim— experimenta como asimétrico el espacio en que vive. Entre las infinitas orientaciones del espacio tridimensional en las que puede moverse en teoría, una dirección se distingue por la fuerza de la gravedad: la vertical. La vertical actúa como eje y sistema de referencia de todas las direcciones."
Asimétrico y natural, en su triple disposición locativa, el Peine del viento acata, de una parte, y, de otra, equilibra y atenúa la poderosa ley con que el espacio tridimensional le es revelado al ojo humano: refleja al tiempo que reduce a un estratégico principio ordenador la totalidad del espacio demarcado y buena parte del simplemente sugerido. Ocurre, en efecto, que la vertical del fondo deja de ser eje dominante y pasa a hacerse vector de convergencia en el punto ideal de conjunción de las dos horizontales desarrolladas en el primer plano. Y. así, lo naturalmente asimétrico se comporta y exterioriza en términos de natural simetría.
Anclado en la roca viva y abierto al soplo del aire, este Peine del viento patentiza, sin más, la idea de penetración y la de vuelo. Si en pura geometría no hay diferencia alguna entre el subir y el bajar, desde el punto de vista de la percepción física sí la hay, y del todo comprobable. "Escalar —insiste Arnheim— es un acto heroico y liberador (...). Elevarse desde la tierra es aproximarse al reino de la luz y de la supervisión (...). Excavar bajo la superficie, por el contrario, significa verse envuelto en la materia más que abandonarla (...). Excavar es crear una entrada al reino de la oscuridad y por tanto simboliza profundizar, es decir, explorar más allá de la superficie. En tanto que elevarse es el medio para iluminarse, el excavar hace que la luz brille en lo oscuro."
No, el Peine del viento no tiene otro pedestal o basamento que la entraña de la roca. En ella penetra como un barreno para luego aflorar dilatado en el aire. Excava y se eleva desde la tiniebla a la luz. Un tentáculo poderoso es el que tras doblarse sobre sí mismo, perfora el corazón de la roca viva y estalla en la soberbia curvatura de tres garfios, atentos a la presa o al desliz de los vientos. En la escultura del fondo (la situada en el islote) tentáculo y garfios, obedientes a su propia verticalidad, suben y bajan; en las otras dos (la de tierra firme y la del peñón aislado por la marea), penetran y brotan al dictado de su reciproco embate lateral. Dijérase que los cuatro puntos cardinales se escinden desde su caos original (el rotumdum o huevo cósmico) de la misma manera que en su día se escindieron los cuatro elementos fundamentales para plasmarse en cosas entre las cosas.
Norte, Sur, Este y Oeste coexisten en la demarcación de este espacio único, animado por el Peine del viento, cuya manera de ser y mostrarse hace muy difícil la distinción entre la cuadratura, primaria y latente, y la forma curvilínea plenamente desarrollada, síntesis e imagen del mundo en su propia génesis. "Si en el circulo —escribe Paolo Sica—, orientado por los ejes, es la esencia potencial del mundo cuatripartito la que sale del caos, entre círculo y cuadrado no existe oposición de sustancia, sino de desarrollo." Cuatro puntos o cuatro caras definen la cuadratura y la redondez, de acuerdo con la nomenclatura que acuñaran los romanos: Norte o pars postica (cara posterior). Sur o pars antica (cara anterior). Este o pars hostilis (cara hostil) y Oeste o pars familiaris (cara familiar).
La proporción cuadrada y la forma curvilínea se congracian y suceden, sin solución de continuidad, en el súbito asentarse del Peine del viento, hasta el extremo de hacer cuestionable su respectiva definición o dejarla reducida, según quedó dicho, a una valoración de puro desarrollo, mejor que de sustancia. El elemento genésico responde, en efecto, a su propia cuadratura, en tanto que el feliz resultado del conjunto (y de cada una de las esculturas que lo integran) resplandece como poderosa y creciente manifestación curvilínea: una gran curvatura (reiterada por partida triple en cada una de las tres esculturas) que se genera merced a la distensión de un elemento único, pacientemente forjado en su propia entidad cuadrangular.
Cóncavo (pars postica) llamaron a lo de arriba los antiguos, y convexo (pars antica) a lo de abajo, por adquirir disposición respectiva de cúpula y promontorio (firmamento y menhir) en la forma acostumbrada del ver y del habitar. A lo orientado hacia la tierra diéronle nombre de lado familiar (pars familiaris) por la seguridad y confianza que a la andanza humana brinda el suelo firme, y lado hostil (pars hostilis) denominaron a lo asomado a los mares, por la posible amenaza que impone su presencia rotunda o el riesgo seguro que implica su azarosa travesía.
Y no otra es la sensación, varia y simultánea, que en el golpe de vista, y mucho más en la experiencia de su complejo recorrido, le asalta a quien se aproxima o accede al Peine del viento dejado por Chillida en el limite crucial del mar con tierra firme. Cóncavo es por cuanto que plenamente accesible a su interior, y convexo por cuanto que verificable en todo su recorrido desde fuera. Se nos hace fiable y familiar al verlo sólidamente asentado en la roca, en tanto el diario y atrevido asomarse al ímpetu de las olas imprime un signo de hostilidad a su demarcación solitaria. Sin exceder, todo ello, modo y manera de un gran acontecimiento natural.
Si en cualquiera de las singulares creaciones de Chillida descuella, según quedó apuntado, una rara afinidad (siendo artificio) a lo que en el reino de la naturaleza se produce, harto difícil e incierto nos resulta, si no es por vía de ulterior reflexión, discernir en el Peine del viento el fenómeno propiamente artístico del acontecimiento natural. Difícil y problemático parece ante este radical monumento establecer la distinción, comúnmente probable, entre las cosas que la naturaleza disemina por doquier y las que el hombre instituye por gracia de su arte, técnica, industria o ingenio.
La asidua contemplación de la obra de Chillida me ha llevado, en más de una ocasión, a intentar una proposición diferenciadora de aquellas actividades humanas eminentemente productoras de cosas que se consolidan y perduran entre las cosas: a probar, en suma, la formulación de tres definiciones respectivamente alusivas a la ingeniería, la arquitectura y la escultura (dando de lado, en las dos primeras, su aspecto funcional, o consideradas —Pirámides de Egipto, Acueducto de Segovia... — cuando se han hecho obsoletas, cuando ya han perdido toda función práctica por el paso del tiempo o erosión de la historia).
Y, así las cosas, se me ocurre decir que "la ingeniería es un orden natural que se opone a la naturaleza". Por el cálculo está, efectivamente, en el orden de la naturaleza. No otra cosa es cálculo que abstracción de leyes naturales. Pero por la obra calculada, esto es, por la estructura, concluye en artificio que viene a modificar el orden natural o termina por oponerse a su natural comportamiento o discurso. Partiendo de leyes abstraídas de la naturaleza, el puente, el puerto, el túnel, el carril, la presa, la torre de transmisión... resultan estructuras modificadoras o perturbadoras del orden natural en que se insertan.
"La arquitectura, a su vez, es un orden artificial que se acomoda a la naturaleza." La arquitectura no abstrae leyes naturales; parte, más bien, de formas dadas (previamente calculadas, o a espaldas de su empírica manifestación) y con ellas trata de acomodarse al orden natural. Sigue, en consecuencia, el camino inverso al de la ingeniería. Lo que allí era punto natural de partida es aquí artificio, y si aquélla, una vez concretada en estructura, se oponía al orden de la naturaleza, pugna ésta por acomodarse al medio natural, debiendo ser la ecología su fiel e inseparable compañía.
¿Y la escultura? "La escultura es un orden natural que se traduce como parangón artificial ante la naturaleza." Su senda es. Pues, claramente distinta de la de aquellas otras dos hermanas suyas que vienen al medio natural a dejar cosas entre las cosas. La escultura, si en verdad lo es, parte de la abstracción de leyes naturales para parangonarse, como artefacto, con la naturaleza circunstante. Tal y no otro es su recorrido: originario orden natural que, artificialmente consumado, salta a la vista de la propia naturaleza a manera de gallardo parangón, pulso o pugilato con su embargante presencia a la redonda.
¿No concuerda con lo que aquí se intenta analizar desde la razón lo dicho por Chillida desde la experiencia? Recuerde el lector: "En todo mi quehacer hay, desde luego, un profundo respeto a la materia y a las leyes profundas que ella traduce. Uno se introduce, a través de la intuición, en ese universo de las cosas, de la materia con sus leyes, de la naturaleza..., y la obra, aun siendo artificio, termina por mostrar una pertenencia al medio de que en última instancia provino y a aparecerse de algún modo como acontecimiento natural".
Acontecimiento natural, y sin aspavientos, según anteriormente se aclaró, ni ademán declamatorio. La tentación al arrebato expresionista, tan fácil de suscitar por un medio bravío, si los hay, como el choque, intermitente e incensante del Cantábrico contra la avanzadilla de la costa donostiarra, ha sido rehuida de plano por nuestro escultor. Se ha limitado, siguiendo las poderosas leyes del medio natural, a proponer el cabal parangón de un artificio en el que los cuatro elementos (la tierra en que se asienta. e1 fuego en que fue forjado y del que queda aún la quemazón sobre la piel del acero, el ímpetu del agua que afronta y el soplo del aire que peina) llegan a incorporar o traducir las cuatro orientaciones cardinales y a despojar de todo matiz metafórico aquello de lo cóncavo, lo convexo, lo familiar y lo hostil.
Tres solas esculturas, triplemente en sí mismas desglosadas, son las que conciertan el ejemplar pugilato de este Peine del viento entre el cuenco del aire y la concitación de la resaca. Una ponderada demarcación, dicho con palabras del propio Chillida, al rededor del vacío, un súbito lugar de encuentro entre lo de arriba y lo de abajo, entre la familiaridad de tierra firme y la hostilidad del oleaje. Tres solas esculturas, triplemente moduladas, orientadas, confrontadas y acrecidas en lúcida obediencia al principio formal que las alienta y vigoriza: la pregnancia envolvente del número tres.
"La contemplación inmediata de cualquier escultura de Chillida —escribía yo hace doce años— descubre en su organización, en su contexto y, especialmente, en su localización espacial, la diáfana presencia del número tres. Tres puntos de apoyo definen siempre la posición óptima de la obra, sin excluir otras variantes posicionales, consistentes también en una base sustentadora de tres centros. Su propio proceso creador, por turbulenta que sea la expresión y fogoso el sentimiento, patentiza la existencia del número en cada nudo, en cada ensambladura, en el trayecto integral de la modulación."
Y remontándome al mundo presocrático agregaba: "Si los filósofos milesios preguntaron por el primer principio material de la realidad (aquello de que las cosas están hechas), la indagación de los pitagóricos se centró en el primer principio formal (aquello que a cada cosa le hace ser lo que peculiarmente es). No se intenta ya descubrir la única realidad de la que todo sale y a la que todo vuelve, sino el principio informador de cada ser concreto: el número."
En él cifraron los pitagóricos la exacta proporción que a cada cosa le hace ser tal. Cada cosa tiene un número, o proporción numérica, que la diferencia de las otras (los distintos sonidos de las cuerdas de la lira se hallan en relación directa con su longitud; el martillo arranca al yunque su peculiar sonido en implacable relación con su peso), y las cosas no son propiamente conocidas en tanto sea desconocida dicha relación formal.
A toda realidad subyace el número —afirmó la escuela de Pitagoras—, porque el número es el principio formal de todas las cosas en su contextura interna y en su explícita manifestación. Hasta los hechos de índole intelectual o moral fueron explicados por la escuela pitagórica a tenor de la presencia el número. Y de todo ello vino a nacer la simbología de la década (cada una de las diez cifras primarias, de las que salen todas las otras, tiene su propio signo conformador), en la que el número tres adquirió rango de primer número sagrado por contener el principio, el medio y el fin, y darse en él el molde, la armonía.
No quiera el lector deducir de lo dicho una comunión ciega con la vieja doctrina pitagórica y, menos, suponer en la instauración sistemática del número el único principio informador de la obra artística. Se trata tan sólo de enraizar en su reclaro origen el símbolo de una proporción patente y pertinaz en la labor de Eduardo Chillida. ¿Cuál es el significado del número tres en su perpetuo buen hacer instaurador? Hasta qué punto se conjuga con él la condición intuitiva en la que el propio Chillida afinca el verdadero punto de partida le su actividad creadora?
Si el número se instalara en el origen de la obra, fácil le sería a cualquiera la empresa del arte. Bastaría su elemental proposición y el buen juicio en la sucesiva ponderación de las proporciones, de las interdistancias, acorde todo el proceso con la relación numérica inicial. ¿No es éste el procedimiento le la actividad meramente decorativa e incluso la fórmula de a publicidad ilustrada? ¿Cuántas obras, por otra parte, de presunta filiación artística, ceñidas estrictamente al número, no yacen en el museo del olvido?
El número ni anticipa ni preside la génesis creadora de nuestro escultor. Se instala, por el contrario, al final de cada frase, de cada microproceso, de cada modulación, y señala, a la postre, la clausura de la obra. Y es, justamente en este sentido, verdadero principio formal por cuanto que dicta el acabamiento, la perfección, de lo creado. Pero no queda ahí la significación del número tres en el proceder de Chillida. Es, además, principio de contención, cifra exacta de la aventura tridimensional, paradigma de múltiple disposición locativa, haz de referencia al enigma de la realidad y clave de ese enigma, no en cuanto que lo abre, sino porque lo cierra como enigma definitivo, siguiendo en ello la ley misma de la naturaleza que, según sentencia de Heráclito, ama ocultarse.
En la entrevista antes citada proponía yo a Chillida los términos escuetos de la eterna oposición entre la unidad del espíritu y la diversidad de la naturaleza, respectivamente simbolizadas en la primacía del número uno y del número tres. La obra, por ejemplo, de Brancusi muestra una verdadera obstinación por el primero, santo y seña de unidad congregadora, en tanto la de Chillida da clara preeminencia al otro signo rectamente alusivo a lo diverso y heterogéneo de la naturaleza. "¿Qué valor tiene para ti el número —preguntaba al escultor— como principio formal? ¿Se instala al comienzo del proceso o surge al final como consumación del mismo?"
"Al final —respondía Chillida— jamás me he valido del número, de forma apriorística. Únicamente tras la obra. y a instancias de ciertas comprobaciones de la naturaleza, he analizado el porqué de estas tres posiciones o puntos de apoyo y relación presentes en todas o buena parte de mis esculturas. Creo que es un problema de estrategia ante el espacio. La unidad, en el sentido que tú asignas a Brancusi, cierra posibilidades espaciales. Yo trato, por el contrario, de abrirme a su enigma. Para ello me resulta inevitable renunciar a la unidad congregadora y distanciarme del espacio a fin de darle paso en su propia variedad. Si me distanciara con el número dos me quedaría en el espacio bidimensional. Sólo el número tres me permite situarme ante su propia realidad y dar paso a sus dimensiones reales."
En la obra de Chillida el número tres adquiere, en efecto, una honda significación óntica: en el apoyo de tres puntos referenciales se apoya la aventura tridimensional, el conato de apresar, de poseer, lo real. "La realidad es intocable —advierte Michel Butor—: únicamente nos es dado el medio de conocimiento y el procedimiento expresivo." Y sólo agudizando el uno y triplicando el otro, se nos posibilita él acercamiento a las cosas. De ahí surge el símbolo que preside la obra del novelista francés: un triángulo con tres ojos presidiendo sus tres vértices.
La porción real delimitada por ese triángulo será objeto de indagación en el espacio y en el tiempo. En su obra titulada "El genio del lugar", tres personajes centran un mismo relato desde tres perspectivas distintas, sin que la posible interferencia de sus voces perturbe la acción, antes bien, esclarezca el acaecer. Y si el símbolo de Butor se funda en la presencia simultánea de tres ojos coincidentes en el área de un mismo triángulo, tres mandíbulas convergentes en la presa del espacio demarcado podrían simbolizar la actitud instauradora de Eduardo Chillida, quien no en vano ha dejado advertido: "Al pintor le son suficientes dos ojos: al escultor ha de valerse de tres mandíbulas."
Antes dije tres garfios. Tres mandíbulas, diré ahora, son las que, triplemente multiplicadas a favor de sus propios elementos constitutivos, avanzan o se asoman hacia la captura, trituración e ingestión del soberbio y sonoro triángulo generado y circunscrito por el Peine del viento, allá, en el flanco izquierdo de la bahía donostiarra. Tres fauces en plena interlocución son, como en la novela de Butor, los protagonistas de un relato único y urdido desde tres perspectivas distintas, sin que tampoco ahora la previsible interferencia de las voces o indicaciones respectivas perturbe la unicidad de la acción, antes bien, esclarezca la totalidad del acontecimiento.
Y todo ello, determinado más por razón de economía reductora que por superabundante y vana elocuencia. "Esta razón de economía —proseguía Chillida en la conversación de Revista de Occidente— es básica en mi obra. Mis esculturas se logran más por resta que por suma, más quitando que agregando. El desarrollo de mi obra obedece en buena medida a un proceso de eliminación. ¿Cuál es el punto mínimo y real de contacto con el espacio, sino el número tres? El número tres entraña, en efecto, la proporción más justa de ataque al espacio tridimensional, el punto óptimo y mínimo, es decir, el más económico y también el más activo. Es, pues, un principio más operativo que conceptual, que jamás puede ser aceptado como punto de partida plástico y menos aún como canon formalizador.
Desechada su condición de punto de origen, preguntaba yo a Chillida si no cumpliría en su obra al número el papel de dique de contención a lo largo del proceso, y de índice perfectivo al tiempo de su conclusión. "Algo tiene de ambas cosas —fue, entre espontánea e irónica, la respuesta del escultor— y otra parte aún mucho más inexplicable desde el ángulo exclusivo de la razón. Y, por otro lado, no he escrito ningún tratado acerca del espacio y el número; me he limitado a hacer escultura en la esperanza de que ellas se expresen desde sí. Volviendo, no obstante, a la proporción numérica, me parece que lo más relevante de su presencia, indudable en mi obra, obedece a un principio de adecuación y máxima economía: la tridimensión exige el número tres".
Esperanza cumplida y expresión consumada. Desde el ángulo inmediato de 1a percepción y desde su propia e intrínseca objetividad, el Peine del viento antepone a otros muchos argumentos, a otros muchos significados, su obvia y tricípite entidad constructiva y contemplativa, tres veces instaurada y tres veces multiplicada en cada una de sus tres instauraciones. Algo así es este Peine del viento como la supina exaltación del número tres, monumento rendido a aquella cifra sagrada, a aquella sacra proporción que, según Pitágoras, va a la cabeza de todas las otras por contener el principio, el medio y el fin, y entrañar el molde de la armonía.
Hierática es su presencia (extraído el vocablo de su más genuina raíz etimológica), esto es, sagrada, litúrgicamente incisa en el temblor de aquel límite en que la tierra conocida y el mar siempre mudable chocan y se diversifican con el signo de la otredad, de lo que ya no es como las cosas ni como el hombre que entre ellas habita. Terrible, más que grandioso o colosal, es este monumento; terrible, en aquel mismísimo sentido con que entonaba Miguel Ángel el cántico de la piedra convertida en verbo, y entonó Valery ante el titánico parangón de la obra bien hecha por el hombre ( “la obra que canta”) sobre el buen hacer de la naturaleza, y la liturgia entona al consagrar la augusta nave del templo:
"Terribilis est locus iste".
Hierática es y terrible la súbita demarcación de este Peine del viento porque, al margen ya de la pregnancia absoluta de la cifra sagrada, se interpone en el límite patético de lo de acá con lo de allá. entre la solidez de la roca y el fluctuar de los mares, entre la familiaridad del suelo y la infinita interrogación de las alturas. Terribilidad y hieratismo se acrecientan porque la férrea corporeidad del conjunto escultórico nada en concreto significa y nada, concretamente, ocurre en su solitaria estantía. Dijérase que se han esfumado las particulares significaciones para dar paso a lo que es pura presencia, habiendo cedido todos los antecedentes su singularidad a 1a generalidad de un acontecimiento único, desplegado a la redonda.
¿Cuál serán sustancia y contenido de ese acontecimiento general? Peinar el viento equivale a rozar lo inaprehensible, a filtrar lo químicamente puro, a contactar con lo que es eminentemente ajeno al tacto, a modular aquello, justamente, que escapa al sentido. Un acontecimiento se hace más presente y embargante si se produce, rotundo e insensible, despojado de toda anécdota particularizada, de todo argumento encuadrable en 1a memoria. De la condición, por ejemplo, del amanecer es su insensible, paulatino, diario y asombroso advenimiento. y la primavera aparece, según sagaz advertencia de Machado, sin que nadie acierte a explicar cómo acaeció su llegada.
Sublimación e inefabilidad serian las dos acotaciones posibles de aquel conocimiento que es puro y simple acontecimiento, cual la aparición de la luz o el solo e incesante chocar del piélago contra el acantilado. Sublime es, así, la forma con que el Génesis nos relata la aparición de la luz, y lo es por la terrible sencillez con que, a tenor del texto bíblico, vino a producirse aquel suceso sin precedente ("Y Dios dijo: hágase la luz; y la luz fue hecha"), así como inefable (esto es, innombrable o reducido a su mínima expresión) nos resulta el surgir de los mares: "Y llamó a lo húmedo las aguas, y las aguas existieron".
Ambos acontecimientos, inequívocamente asombrosos por enteramente primigenios, nos vienen relatados por el Génesis, de espaldas a toda grandilocuente magnificación, al margen de toda trompetería triunfal, a la contra, incluso, del consabido redoble de tambor que anuncia el ritual, efímero y circense "más difícil todavía". Lo sublime se hace tal por la naturalidad con que se nos cuenta un acaecer absolutamente asombroso, y la inefabilidad nos remite a su propia y sencillísima entonación etimológica, a la terrible parvedad con que se exprime un suceso deslumbrante, merced a la economía del vehículo manifestativo, al riguroso ahorro de la palabra.
Grave error implica, a juicio mío, la interpretación mayestáticamente adjetivada de este Peine del viento instaurado por Chillida a modo y manera de llano acontecimiento natural, mediante la sistemática supresión de toda gloriosa alegoría o exuberante metáfora, mediante la extremada economía del bagaje expresivo, rigurosa pauta de conducta a lo largo y lo ancho de todo el buen hacer de nuestro escultor. Y observe el lector que con ello no hago otra cosa que contener la tentación a lo vanamente fastuoso, atendiendo a las orientaciones y a las palabras mismas con que el artista explicó, líneas arriba, el íntimo desarrollo de todo su proceso elaborador.
La presencia del Peine del viento se torna constancia sublimada, inefable estantía, a favor del gesto llano de quien lo dejo, sin más, entre las cosas, entre aquellos fenómenos, por si fuera poco, que descuellan por su imponente reclamo. La tripule disposición —reiteraré lo ya comentado— con que se ofrece al viandante el concierto escultórico, asentado en la cresta misma del rompeolas, adquiere de pronto una nota preponderante de naturalidad (aquella misma llana manera con que la naturaleza deja sus cosas), desprovista de todo pronunciamiento enfático o ademán declamatorio, y por encima de su colmada contundencia, de su propia gravidez.
El fenómeno se hace perceptible, aunque con diverso signo, tanto desde la lejanía como a un palmo de los ojos. Desde el mirador de la ciudad de las tres esculturas se columbran como tres objetos inusitados que se asoman, consistentes, a la avanzadilla del rompeolas. No acierta el ojo a diferenciarlos en lontananza como objetos cualificados, ni por su aspecto, ni por su estatura, ni por su posible función..., aunque tampoco deje de adivinar la verosimilitud de su férrea corporeidad, así como un cierto indicio de pertenencia (sin que pueda saberse por qué) a la naturaleza del medio en que se posan.
Avizora el ojo en perspectiva algo que no concuerda con la memoria (algo que ayer mismo no estaba donde hoy se hace distantemente visible) y un puñado de sensaciones (vagas e inciertas por venir de lejos, al tiempo que interrogantes y sugestivas por alertar lo lejano) se adueña del confín convergente y suscita el reclamo del recorrido; un recorrido, por cierto, que, entre la distancia y la inminencia, entre la ocultación y el vislumbre, ha de verse estratégicamente modificado hasta dar paso y franquía a la plenitud de la visión.
Avanza el viajero por el paseo llamado de Ondarreta (en el flanco izquierdo de la bahía de San Sebastián), al encuentro con aquellos tres objetos, digamos, no identificados, con aquellas tres señales solitarias que reclamaron desde la lejanía su atención, curiosidad o cuidado. La ondulación del camino se los irá ofreciendo o hurtando alternativamente a favor o a la contra del propio trayecto, hasta que en el último recodo, a unos pasos ya de su segura e inmediata presencia, los ojos del curioso viandante vendrán a chocar con un impedimento escalonado (zigurat, estilóbato o grada) que ha de ascenderse o rodearse para poder dar de lleno con el dato frontal de lo lejanamente presentido.
Proyectado, a instancias de Chillida, por el arquitecto Peña Ganchegui, este promontorio cuadrangular e irregular, este túmulo, zigurat o estilóbato, se alza, vedando la visión, a unos pasos del Peine del viento. De su bien pensada inserción locativa se desprende toda una función distanciadora de cara al espectáculo ulterior e inminente. Desde su base queda truncada la contemplación, en tanto se magnifica y esclarece desde la altura. Observatorio de un observatorio, se comporta su mole a modo de sólida invitación a ascender a la cima para desde ella divisar con tiempo y medida (con estratégica distancia) lo que a su espalda y a sus pies, a su vez, se divisa.
Sin duda que todo ello responde a un acto mental de distanciamiento, en cuya proposición, hecha materia, los objetos de la contemplación y de la experiencia próxima (la roca, la nube, el soplo, el oleaje) y el triplicado tridente (el Peine del viento) que los demarca y relaciona, van a investirse de un ser familiar y enigmático. Se tornará el espacio envolvente, extraña realidad e inusitada evidencia, y al otro lado del muro escalonado aparecerán las cosas que moran, diarias e insondables, en la interdistancia, creciente y menguante, del vacío real. Escultor y arquitecto se han limitado a distanciar estratégicamente los objetos, alumbrando una perspectiva mental cuyas fronteras, levemente alejadas del espectáculo cotidiano, próximo y circunstante, nos permiten palpar su faz oculta.
En esto radica, justamente, el gran hallazgo del teatro nuevo de Bertolt Brecht: el distanciamiento gradual del acaecer ante la mirada y el oído del espectador. Lo que ocurre en la escena brechtiana es de hecho lo que comúnmente, a diario, acontece, pero le es estratégicamente presentado al espectador mediante un distanciamiento mental de la perspectiva, por cuya gracia el hecho común se torna misterio y el suceso diario aparece como lo sin precedente. Brecht no modifica las cosas; lo que queda modificado en la escena (en virtud del distanciamiento) es la angulación, el golpe de vista del espectador. El distanciamiento brechtiano es, así, sola y simple mutación del ángulo contemplativo, con el propósito de acceder a otra visión de las cosas, un paso más acá de su cerco diario y opresor.
Un paso más acá del Peine del viento, el promontorio (¿altar?) escalonado que le antecede no tiene otro significado ni asume otro papel que el de la obvia angulación distanciadora del acontecimiento que, un paso más allá, se produce y persiste. Asciende el viajero a su cima y desde ella contempla, distanciada, la otra dimensión, la efusión sorprendente del medio natural, tres veces modificado y tres veces clausurado, cuanto más patente, por aquellos tres garfios poderosos, por aquellos tres tridentes, hieráticos y terribles, que Chillida ha dejado como explícita demarcación de un profundo y sonoro vacío.
Ahora ya puede el viajero descender, desandar las gradas, acercarse a lo estratégicamente contemplado, acceder a su tacto y comprobar su asombrosa delimitación y consistencia: un elemento cuadrangular que arranca horizontalmente de tierra firme y se desdobla hacia las aguas merced al empuje de tres soberbias curvaturas: otro elemento también horizontal, del todo equivalente y triplemente desdoblado, que le da réplica desde un peñasco frontero y aislado por la marea, y un tercer elemento (multiplicado igualmente por tres e igualmente distenso desde la cuadratura genésica hasta un parto curvilíneo) que a favor de su instalación vertical emerge de un islote en lontananza.
En el juego reciproco, siempre igual y siempre cambiante, de estas tres estructuras constitutivas del Peine del viento, el ojo queda insensiblemente aclimatado a lo que es pura contemplación u orientación alternativa alrededor del vacío, de acuerdo con la fe bautismal que el propio Chillida ha venido confiriendo a toda una muy caracterizada familia de esculturas. Inmersa la mirada en la plenitud de lo que es pura presencia y constancia a la redonda, la contemplación se le tornará al viajero pura demarcación espacial o lugar de encuentro, dicho, de nuevo, con palabras que Chillida acertó a referir a otra familia escultórica, no menos característica y suya.
A esos términos, justamente, a tales mismas voces (que ni tomadas del diccionario particular de Eduardo Chillida), reduce Martin Heidegger la doble definición de espacio artístico, sagazmente diferenciado del espacio físico-técnico y singularmente ejemplificado en la peculiaridad de la escultura. Titulada "Die Kunst und der Raum" ("El arte y el espacio") e ilustrada con innovadores lilo-collages de Chillida, dio a la luz Heidegger, en 1969. una obra doblemente luminosa, si breve y hondamente emparentada con el pensamiento y el quehacer de nuestro buen escultor.
Tras analizar la voz espacio desde su estricta acepción etimológica hasta el especifico significado que adquiere en la concepción físico-técnica ("la túnica envolvente de los lugares") y su diferenciado alcance en sentido plástico-creador ("la entidad surgida y desplegada por los lugares que acotan una comarca"), nos regala Heidegger del arte, a partir de la instauración escultórica, esta literal definición: "Una encarnación de lugares que, abriendo y resguardando una comarca. proporcionan, mutuamente congregados, algo libre y capaz de conferir a las cosas, en su reciproco referirse, una permanencia y al hombre un estar en medio de ellas".
Centrada la atención en la libre anchura procurada por el Peine del viento, no tardará el visitante en acomodar lo definido por Heidegger a lo nombrado por Chillida: un rotundo y luminoso alrededor del vacío. Tres veces congregados y tres veces congregadores, ¿qué hacen esos tres hieráticos tridentes sino comportarse como lugares que en su reciproca e incesante referencia preservan y resguardan la libertad de una comarca asentada en el vacío por ellos generado, como revelación de las cosas allí enmarcadas (la roca, la nube, el soplo, el oleaje) v para estancia contemplativa del hombre entre ellas?
Tanto en la definición teórica de Heidegger como en la proposición empírica de Chillida viene a advertírsenos cómo el verdadero protagonismo corresponde a la demarcación de lo libre, dependiendo el espacio del lugar, y no viceversa. Si espaciar es emplazar —se desprende de lo dicho por Heidegger—. y emplazar se hace algo especifico merced a la congregación de los lugares, huelga explicar que el espacio depende del lugar, o mejor, del juego reciproco de los lugares. El lugar, así entendido, no se halla propiamente en el espacio (como ocurre en la concepción físico-técnica): es, más bien, el espacio el que surge y se despliega como creado por los lugares. por los hitos, que congregan la entera libertad de una comarca.
Cuídese el visitante de admirar en exclusiva el carácter de proeza de que se adorna, sin duda la térrea corporeidad de esos tres atrevidos garfios que, tras haber perforado la cruda entraña de la roca, vuelan a peinar el caudal invisible del viento. Ciña, por el contrario, toda su meditación a la libre demarcación que procuran en su reciproca convergencia (espejo, cada uno, de otro espejo) en la rotunda definición espacial que establecen (piedras millares o hitos de un nuevo territorio alrededor del vacío. En ello va la verdadera hazaña, el titánico parangón entablado entre la pulcra medida de un sonoro y concreto vacío, y la inabarcable diversidad de la naturaleza, allí, exactamente, donde se nos muestra más reacia a su posesión o liviana ingerencia.
Si el lugar no se halla en el espacio, siendo éste, más bien, el que se despliega como una creación debida a la presencia v mutua pertenencia de los lugares de una comarca, huelga también agregar que el concepto de espacio es no poco afín al de vacío. "El vacío —escribe Heidegger— pasa por ser la falta de relleno de los espacios huecos e intercalados, siendo en verdad el hermano de la propiedad del lugar y entrañando, antes que un defecto, un signo de evidencia". El vacío ni supone privación ni se hace, mucho menos, sinónimo de la nada. "El vacío actúa en la incorporación plástica, sobre el modo de establecer los lugares, poniendo a prueba su apertura".
De acuerdo con su concepción arquetípica de la escultura(que una y otra vez viene a ejemplificarse en la de Chillida), concluye Heidegger su ensayo (profusamente ilustrado por los lito-collages de nuestro buen escultor) dejándonos de ella una segunda definición en la que se concretan los caracteres de la plástica en general: "La escultura: una incorporación que en su acto creador aporta lugares y con ellos una apertura de encuentros para una posible estancia del hombre y un reposo de las cosas, protegidas y concertadas en el ámbito creado por ella".
Si la primera definición de Heidegger glosaba de hecho la efectividad y concreta operancia de aquel alrededor del vacío con que Chillida bautizó una extensa familia de sus esculturas, ¿no se nos explica en la segunda la razón de aquel lugar de encuentro que su hacedor dio como nombre legítimo a otra estirpe no menos extensa y propia? "Si la relación de los lugares congregados por Chillida en la entidad de cualquiera de sus obras —escribía yo, comentando en su día el libro que el filósofo y el escultor alumbraron a una, y ahora vuelve al comentario— es capaz de crear el vacío como actividad. como sustantividad concertante y cobijadora, ¿cuál no será la plenitud del espacio creado por la múltiple relación de todas sus esculturas en el ámbito de la gran comarca, en la palma de la libre anchura?".
Tres. ya que no todas, han salido al espacio abierto para concretarlo en rotunda demarcación alrededor del vacío y para producirse a los ojos del viandante (entre lo de arriba y lo de abajo, entre la familiaridad de tierra firme y la hostilidad del mar ignoto, como radiante parangón, pulso o pugilato con la naturaleza circunstante, como definitivo y definitorio lugar de encuentro. Peine del viento es el nombre común de esas tres esculturas recíprocamente orientadas y orientadoras, y la cruda forja del acero su desnuda corporeidad asomada al oleaje. Su sola presencia acaece con la virtud de modificar radical e insensiblemente el paisaje, hasta imprimir una nueva memoria a la fisonomía de la ciudad, allá. al final del paseo llamado de Ondarreta, en el flanco izquierdo de la bahía donostiarra.
COMÚN - 01/01/1980
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