Con la primavera se produjo en Madrid la feliz confluencia de dos exposiciones antológicas, inaugurada la una y clausurada la otra el pasado mes de abril. Los nombres de los expositores hacen innecesaria la presentación y vano el detalle del «curriculum»: Wassili Kandinsky y Man Ray, cuya obra se vio respectivamente colgada en las galerías Juana Mordó y Iolas-Velasco. También había de parecer innecesario y tardío el comentario, de no ceñirse a lo aún más tardío y desconsolador por lo que hace a la presencia entre nosotros de uno y otro artista: alguna de las obras de Kandinsky nos llega con sesenta y cuatro años de retraso, excediendo el medio siglo otras cuantas de Man Ray y cumpliendo como propias a ambas muestras las rituales admiraciones publicitarias, harto paradójicas o sarcásticas en este caso, por no decir circenses, del «¡por primera vez en España!..
La crítica en general ha optado por lavarse las manos, recurriendo a la sola tipografía del gran titular, omitiendo, bajo la capa de una engañosa razonabilidad, el verdadero compromiso del comentario y contentándose con subrayar el acento casi unánime de esta exclamación: ¡qué puede agregarse, a estas alturas, a lo ya dicho y por tantas plumas Ilustres acerca de Kandinsky o de Man Ray! Puede y debe agregarse precisamente eso: que ambas exposiciones hayan acaecido «a estas alturas». Sería menos de escandalizar si la demora hubiera afectado por vía de excepción a ambos protagonistas de lo moderno. Pero ocurre que lo excepcional es su presencia, por anacrónica que se diga, frente a la ley general de una erradicación sistemática de los maestros contemporáneos y el ejemplo de sus obras en el efímero trasiego de las galerías y en el marco inmutable de los museos.
Descuéntense una antológica de obra gráfica de Picasso, otra colectiva del futurismo italiano y sus secuelas, otra de Klee, otra de Gargallo..., y quedará consumado el cupo de los maestros de nuestra edad en el ámbito expositivo-oficial de la capital de España (pudiendo agregarse tal cual retazo de Fautrier, Fontana¡ Permecke, Music, Hartung, Max Emst, Malta, Julio González..., a medias con la iniciativa privada). La ley general, pese a todos los pesares, sigue en pie. Sepa el lector que la exposición picassiana, aun adornada con una conferencia de Kahnweiler, se limitó a la suma de unos grabados, y que las otras, desprovistas por sistema de todo adorno cultural, han acaecido «a estas alturas», es decir, excediendo en su retraso el medio siglo, en cuyo transcurso obras, intenciones e interpretaciones cambian profundamente su signo (lo que ayer fue revolución y vanguardia aparece hoy como academia a los ojos del experto y como costumbre a los del profano).
LO NUESTRO
El hecho se torna aún más paradójico si se tiene en cuenta que los propios artistas españoles más cualificados deL hoy en curso (los Miró, Chillida, Tápies, Palazuelo...) han ganado cumplido reconocimiento (y no pocos de los galardones más estimados en el concierto universal de las artes) allende las fronteras, mereciendo dentro de ellas desdenes e incluso animadversiones y sólo o cuando más la atención privada por parte de algunas galerías, de algunos coleccionistas y promotores consecuentes con su tiempo (ello ocurrió un poco antes de la actual fiebre estético-inversionista) y de algunos sectores, en última instancia minoritarios, de la crítica y la historiografía. No vale, pues, decir que nosotros ya teníamos, y a mucho honor, «lo nuestro». Lo nuestro era, en el mejor de los casos y generalmente a Instancia ajena, escaparate de cara al exterior y palmaria Incongruencia con muchos de los criterios y realidades de dentro.
Aún está por hacerse en Madrid, sea ejemplo, una exposición, si no antológica, como la que hubo lugar en Barcelona, al menos digna de Joan Miró. La obra de Tápies nos ha llegado en tal cual ocasión y siempre de forma confusa y fragmentaria. Pablo Palazuelo no fue conocido como tal hasta el pasado año, merced a su bien nutrida exposición en una galería privada, y no por todos los sectores de la crítica, en funciones «en un «Diccionario crítico del arte español contemporáneo», editado con posterioridad a dicha exposición, no figura su nombre). Y también «a estas alturas» (hace poco más de un año) nos era, al fin, dado contemplar por vez primera en España una panorámica del quehacer de Chillida, y «a estas alturas», lo eran negados en Madrid una disposición y un lugar adecuados a una de sus últimas y más sorprendentes esculturas que él había tenido la gentileza de regalar al pueblo madrileño.
Señalado, por toda o mejor sustancia de esta crítica, el lastimoso anacronismo con que llegan a nuestra contemplación y a la lógica «demanda» de otros muchos el arte ejemplar de Kandinsky y la pirueta dadaísta de Man Ray, vamos a centrar en él el resto del comentario, por poner especialmente de manifiesto, según antes sugeríamos, el profundo cambio que forzosamente han de sufrir obras, intenciones e interpretaciones en el transcurso de cincuenta o sesenta y tantos años, en cuya cuenta nuestra bibliografía ha corrido, cosa natural, tristes parejas con la deficiencia o anacronismo de las exposiciones. Nada hay, que sepamos, específicamente editado en España acerca
de Man Ray, siendo del pasado año la traducción del texto de Hugnet, prologado por Tzara (Ediciones Júcar), en torno a «La aventura de dadá». En cuanto a Kandinsky, data, respectivamente, del 72 y el 73 (Barral Editores) la luz de sus dos obras capitales: «Punto y línea sobre el plano». y «De lo espiritual en el arte».
Lo que ayer encarnó el fuego de la revolución o se identificó con el ímpetu primero de la vanguardia, hoy se ha tornado academia en la estimativa del experto y costumbre a ojos del profano o sano valor en la escala de los nuevos inversores. ¿No es acaso contradicción
-preguntaremos ahora aludiendo al caso concreto de Ray- que sus Ingeniosos «objetos rectificados», destinados en sus días a combatir el «buen gusto burgués» y la inmutabilidad de su escala axiológica, acaparen hoy, convertidos en «serle», su demanda y cuenten (¡y a qué precio¡) entre sus «valores», o que el carácter desmitificador que entrañaban en su tiempo sus risueños artefactos haya parado en la mitificación de quien los hizo? ¡Sarcástico trueque entre lo que hace más de medio siglo fue provocación Insolente y su actual, gustosa y «costosa» aceptación por parte de los provocados, y contrasencisamente, de los viejos desmitificadores!
Al lado de este contrasentido y aquel trueque y por encima de cualesquiera significados, la exposición de Man Ray venía a poner al descubierto otra vana, novísima y anacrónica pretensión: el retido flagrante el de quienes proclaman la mitificación a la moda en la cabeza, precurso perpetuo a los padres legítimos de «dadá», sin atender a la realidad histórica en, que afloró su actitud desenfadada ni al buen humor con que ellos la hicieron pública (poco acorde, por cierto, con el gesto, grave o displicente, meditabundo
o amenazante y eminentemente triste de quienes hoy, y por propia decisión, se dicen sus discípulos). Es allí, en su tiempo, en el aluvión de la creación y de la obra, donde el gesto dadaísta cobra sentido y relevancia, no aquí y ahora, cuando, esfumada toda capacidad de obra (a merced de una información exhaustiva, de alegre emulación o plagio sistemático), se quiere imponer el dogma del «concepto», la primacía del «objeto» o la propuesta de un «ademán» caprichoso.
¿EL PADRE DE QUE?
Más grave aún, por más contradictoria, nos parece la interpretación al día del arte de Kandinsky, en atención especialmente al grado magistral de sus creaciones y a la realidad misma de su proceso creador. Al conjuro de su nombre suele brotar en el acto y de común esta expresión: «¡El padre del arte abstracto!». ¿Acaso es suficiente lo Inmediato y escueto de este título, en el caso de ser legítima la atribución, para justificar lo austero, concentrado y consecuente de su acción creadora? De convertir la historia en estadística, debieran los amigos de las clasificaciones preestablecidas consultar otras muchas tablas, más precisas, aunque menos divulgadas y nada coincidentes en la atribución habitual. Son no pocos los que asignan el origen de la abstracción a unos dibujos de Picabla, de 1907 (la célebre acuarela de Kandinsky es de 1910), precedidos, según otros, por ciertas obras del ruso Ciurüonis, a las que, a su vez, antecedieron otras del alemán Hoelzel.
En esta exposición de Madrid se halla la celebrada acuarela de 1910, y en ella la tentación, para algunos dogma, de ver la clara, indubitable ascendencia del «informalismo». Sea, pero sea aún más justo y razonable renunciar a una lectura «a posteriori» la historia, reducida a estricto y lógico pasado. Para que Kandinsky pase a ser genuino precedente del «arte informal» se requiere, sin embargo, y ante todo, la invención del «arte informal», que surgirá justamente como tajante ruptura para con el «constructivismo», en cuyo concierto realizó nuestro hombre lo más y mejor de sus creaciones. No reaccionó Kandinsky (a lo largo, por lo demás, de la evolución toda de su arte) contra su propio «informalismo», porque el «informalismo» como tal no existía, sino que había de nacer de otras bases dialécticas. Probada aquella Incipiente experiencia, ejerció, más bien, otras y otras experiencias, meditaciones y trabajos en el marco «constructivista», coherentemente histórico y afín a su aliento personal.
Lo verdaderamente emocionante de la exposición de Kandinsky (frente a lo que «a estas alturas» y a favor de un entendimiento determinista del acaecer pudiera conducir a una afirmación tan fácil como errónea en cuanto al hallazgo teórico de un precedente) es el salto austero desde su supuesto «informalismo» a la profunda meditación y ejercicio fidelísimo en tomo a una problemática rigurosa y harto consecuente con el espíritu de su tiempo, no con el del nuestro. No, de ningún modo se contentó Kandinsky con el súbito hallazgo de aquella experiencia balbuciente. Lejos de darse a la ingenua pretensión de convertir lo inmediato de un «gesto» en consumación del arte o fiar desarrollo de éste, de acuerdo con la posterior y pueril creencia de la «action painting» y otras corrientes afines, a la plasmación de la «mancha psicográfica», asumió el austero camino del rigor constructivista, reflejo del alma de sus días, de su peculiar concepción humano-vital y, dicho con sus propias palabras, de su «verdad interior».
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/05/1974
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