¿Qué es lo moderno? ¿Qué fue de las vanguardias? Relacionadas entre sí ambas preguntas, vale anticipar que lo moderno es hoy la costumbre (no la mención, como ocurriera en sus orígenes, de lo extravagante, de lo raro), cuya práctica sucesiva ha venido a consumar (y también a imponer) el empuje inicial de las vanguardias. Lo que hoy decimos moderno es, en efecto, un suceso histórico del que nosotros somos parte y consecuencia: la concreción real, hecha ya cosa entre las cosas, de una actitud renovadora que en un pasado próximo se enfrentó, en nombre del progreso y a favor de la corriente vanguardista, a una realidad precedente y decadente. Las cosas que hoy afectan nuestra familiaridad (quizá ya nuestra rutina) con el aura amigable de lo moderno obedecen a la paulatina decantación de unas categorías ayer renovadoras, revolucionarias, futuristas, convertidas ahora en espectáculo cotidiano, en espejo familiar de nuestro propio paso.
Lo que hoy llamamos arte moderno no es más que el feliz resultado, el producto concreto de una tremenda conmoción (como no conoció otra la Historia) alentada a la cabeza por Pablo Picasso, de una escisión tajante, por él provocada, con el orden preestablecido. El decidido propósito de ruptura con el orden tradicional entraña, sin duda, la característica que mayor coincidencia otorgó, desde el original gesto picassiano, a todas las corrientes vanguardistas. Tal propósito no ha significado, sin embargo, ni significa la admisión o la proclama del desorden. Ha supuesto, más bien, el nacimiento de un orden nuevo cuyas consecuencias abarcan nuestro actual acaecer; son el entorno renovado, renacido, moderno, el paisaje nuevo de nuestro presente. La aclimatación, más o menos lenta, latente y tortuosa, de ese orden nuevo a la realidad sensible de nuestros días es un hecho al margen de discusión: las premisas que dictaban ayer la revolución y presidían la vanguardia, hoy entrañan la costumbre, la recta adecuación entre ésta y aquéllas constituye la esencia de lo moderno en la genérica acepción aquí apuntada.
Invitado a elegir la característica más significativa de aquellos momentos de renovación, revolución o vanguardia, poco dudaría en dar por tal la escisión que al instante se produce entre los promotores de la nueva mentalidad y la sociedad de su tiempo, afincada en usos tradicionales o en el marco anodino del buen gusto; entre quienes ostentan una apertura diáfana del espíritu a aquellos asuntos que al espíritu conciernen y los que persisten en la validez de esquemas fosilizados y, sobre todo, entre la minoría y la masa. El arte de nuestro tiempo, apenas superados tres cuartos de siglo, ofrece el más completo muestrario que imaginarse pueda de esta dualidad contrastada. Todas las modernas corrientes vanguardistas han significado, en el proceso latente y contradictorio de su aclimatación, el divorcio palmario entre una minoría que indaga nuevos derroteros y la masa que acomoda sus actos al horario de la rutina, entre el estudioso y el ignaro, entre quienes ven y los cegados por torpeza, apatía, alienación y prejuicio.
Esta situación real, ineludible, suele provocar en ciertos medios, antes ideológicos que estrictamente culturales, una reacción de hostilidad hacia el artista, el consabido alegato de que vive de espaldas al pueblo cual si se tratara de aleo privativo del arte y no acaeciera otro tanto en toda actividad (sea ejemplo la ciencia) que suponga auténticos valores de conocimiento y creación. La divergencia, radical en principio, va paulatinamente reduciéndose y acaba por determinar un estado de equilibrio en el que se patentiza el signo del progreso. Lo que se alza como bandera de vanguardia, se convierte luego en programa, en academia, y crea, a la postre, un clima de familiaridad que insensiblemente invade el medio de la vivencia y la convivencia... hasta fijar en la mirada del más indolente de los ciudadanos la presencia innegable de otras categorías manifestativas y vitales. Y, así, la sociedad, que antes repudiara la lucidez del nuevo estilo con el desdén de la ignorancia, lo acepta ahora por ley de la costumbre.
El hombre medio, el que no prestó atención especial al denso e incesante fluir de la cultura, es hoy, pese a ello, cabal referente de lo moderno como algo circunstante, embargante, plenamente acorde con el tránsito de sus propios días. Y ello viene a probar que se ha cumplido la ley del equilibrio histórico, insita en la entraña misma del progreso: lo que nació a tenor de hipótesis renovadora y al calor del grito vanguardista ha terminado por hacerse academia en la mente del experto y costumbre en la mirada del profano. La mirada del hombre de hoy se halla del todo familiarizada (y cuanto más inconsciente más efectivo es el pulso de la familiaridad) con el despliegue empírico de aquellas categorías innovadoras que Picasso acertara descubrir en la primera década del siglo. Quienes aún polemizan en torno al artista malagueño o discuten la validez y autenticidad de su arte no suelen pararse a meditar que más de una vez el lugar mismo (aula, salón, cafetería...) en que la discusión se desarrolla o estalla el anatema ha sido, paradójicamente, diseñado y construido de acuerdo con premisas picassianas, más o menos bastardas o genuinas, rectas o colaterales, pero, en última instancia, picassianas.
Viene, en sentido opuesto, a corroborar esta inexorable ley del equilibrio histórico (lo que llaman síntesis los dialécticos) la actitud de ciertos artistas novísimos que, como tales, se rebelan contra la inmovilidad de lo moderno. Ellos son ahora la vanguardia y en su nombre se dan por caduco el presente, el statu quo de lo instaurado al uso y al día. En la misma medida en que el hombre medio, con reflexión o sin ella, ha aceptado cual pan cotidiano lo que nadó como piedra de discordia, en esa misma medula el neo-progresismo denuncia la invalidez de lo moderno y proclama los supuestos de un arte otra vez renovador, el designio de una nueva vanguardia. ¿Con qué posibilidades? Si todo proceso consumado, por vanguardista que fueren su impulso y su génesis, dificulta el surgir de otras vanguardias, el del arte de nuestro tiempo dijérase que las confina a la imposibilidad por haberse encerrado en las cuatro paredes que el mismo edificó en su extremado desarrollo: el dadaísmo, la abstracción, el minimalismo y el conceptualismo.
«El arte ha muerto». En verdad que la tan traída y llevada frase de Marcel Duchamp hace suya la síntesis y el fundamento de lodo el programa dadaísta. Dada fue, en efecto, antiartístico por antiliterario, antidogmático, antiacadémico y, sobre todo, por anticonceptual. «Dada está en contra de la belleza eterna, de la eternidad misma, de la pureza de los conceptos, de lo universal en general. Dada está en pro de la contradicción, del no donde los demás dicen sí y del sí donde los demás dicen no. Dada está singularmente en contra de lo moderno, contra el cubismo, el expresionismo, el futurismo, el abstraccionismo... (contra el propio dadaísmo), a los que juzga sucedáneos de cuanto debe ser destruido y merecedores, por ende, de doble destrucción.» ¿Por qué esta aversión de Dada hacia lo moderno? Por el riesgo, justamente, que las corrientes vanguardistas entrañaban, en plena ebullición, de ir a parar en la pureza del concepto, en la inmovilidad del canon (como de hecho ocurrió en el discurrir degenerativo, por conceptualizado y academicista, de las más de ellas).
Dada está fundamentalmente en contra de la ley, contra todo lo que condiciona o coarta la dinámica del vivir, la libertad del instante, la genuinidad del impulso vital. Lo que, a fin de cuentas, se predica en las proclamas dadaístas es, a la llana, una actitud vital frente a todo conceptualismo, a toda dogmática dictada por la novedad instituida o, suplida por la vacuidad de ciertas creaciones vanguardistas que pretenden cimentar su validez en el mero hecho de ser vanguardistas. Así analizado, el dadaísmo significa la negación de la obra de arte y la afirmación de un acto de vida, o su total y recíproca identificación. «Fue el dadaísmo —resume De Micheli— el intento más exasperado de soldar aquella ruptura entre arte y vida que Van Gogh y Rimbaud habían anunciado dramáticamente. Muchos elementos postizos se mezclaron en el dadaísmo desde sus orígenes, pero no cabe duda de que fue éste su significado más verdadero.» Más allá del dadaísmo, y por su senda, viene la nada.
También el abstraccionismo supuso de algún modo la negación del arte e, igualmente, intentó identificarlo con la vida. El proceso instaurador de Mondrian o Kandinsky es abstractivo en sentido estricto y encubre, por tal manera, una negación del arte tradicional, de aquel arte sustentado en la manifestación de objetos concretos. Se trata de despojar progresivamente el objeto, a los objetos, de todas sus notas individuales hasta reducirlos a su simple color, a una línea, a una interdistancia..., hasta hacerlos desaparecer. De espaldas a toda realidad objetual, la vida es, para los grandes protagonistas del abstraccionismo, pura verdad interior, íntima conciencia. Todo que no se vea circunscrito a ella es ajeno a la vida verdadera. De ahí la necesidad de destruir los objetos. Sólo así el arte puede acercarse al hondo de la conciencia, alma de la vida. Únicamente a través de la abstracción total el objeto desaparece engullido por la vida del espíritu y viene a identificarse con él con la vida misma.
El arte deja de ser objeto para convertirse en vivencia absoluta. Más allá de la abstraccíón merced al camino por ella alumbrado, viene igualmente la nada.
El minimalismo fue algo así como el intento desesperado de aminorar ese paso hacia la nada para al fin caer en ella, y más de lleno.Hijo tardío de la abstracción llamado minimal-art, cool-art... o arte de estructuras primarias) pretende la proposición última de lo representable. reducido a mera indicación. Del objeto no queda ya su referencia espacial, ni siquiera su signo. Todo se concreta y consuma en somera indicación, en estructura primaria, en umbral de la nada, nada, nada: demarcación del yacío absoluto, cuya reconversión en algo representable o simplemenie imaginable queda a merced del espectador, al tino exquisito de su mirada. Todo dependerá de su capacidad imaginativa y selectiva: lo que es, en cuanto que es, y lo que no es, sobre todo, en cuanto que no es. Demasiado vacuo y sutil era el juego como para que pudiera subsistir, falto de suelo, sin otra posibilidad que su repetición temática y, a la postre, académica. Tras él, la nada. Muchos de sus cultivadores terminaron por dar de lado ese último e ínfimo resquicio de realidad alentado} el minimalismo y aceptaron las premisas del llamado arte conceptual.
Eliminada la última indicación del objeto, ¿qué queda? El concepto. Y a él, en efecto, se aferraron, ya en la nada, los más contumaces vanguardistas. No negaré que el confín luminoso divisado por Picasso y sus huestes abonaba un campo que ni soñado para el estricto investigar, para el acto reflexivo, para el análisis riguroso de la forma ante, en, y tras su instauración creadora. Nadie dé, sin embargo, al olvído que fue la virtud peculiar de auténticos maestros la que proprorciona tal menester reflexivo: el incesante cercar, depurar y definir la noción formalizadora y el acto instaurador en el hacerse de la creación misma, tras lo creado y ante lo por crear, quedando de esta suerte la obra en una situación correlativa, interdependiente, respecto al concepto. La historia del arte conceptual se ciñe, paso a paso, a la gradación de este proyecto: al predominio inicial del objeto sucede una etapa intermedia, de equilibrio, para terminar, imponiéndose el acto teorizante sobre el Objeto creado.
«Es más importante —dirán los abanderados de la novísima corriente— el concepto que la obra.» Y bien, amigos, esta senda ¿es ascendente o descendente? ¿Apunta a un nuevo horizonte poético o augura, si no delata, el poso de la decadencia? Es la nuestra una edad definida en el campo creativo por la saturación, de la que suelen ser secuela inevitable la intelectualización, el conceptualismo, el acto teorizante.
Se quiere imponer el concepto a la obra. ¿Por intrínseca prevalencia de aquél o por agotamiento efectivo de éste? Muchos y muy grandes artistas contemporáneos fueron quienes, en una versión acrecida de renacimiento, vinieron a iluminar el confín estético, al tiempo que acotaban el campo de Marte de todas las vanguardias y terminaban por reducir y aun agotar el repertorio de la creación que ellos primigeniamente alumbraran. ¿No habrá sido esta mengua o saturación paulatina de la obra la que ha impuesto, con invencible determinismo y por cauce sucedáneo, el auge del concepto?
Toda edad marcada por la saturación, hermana de la decadencia, es proclive al intelectualismo y remisa a la creación, pródiga en intérpretes del hecho poético y huérfana de poetas. Cuando la obra ha muerto (por decisión oficial de los novísimos), ¿qué otra quedará en la interrelación antes señalada, y cuál elemento constante de su tránsito hilemórfico, si no es la afirmación, también oficial, del concepto? No, el arte no ha muerto. Su espléndida versión contemporánea ha impuesto, más bien, y liquidado en apenas setenta años lo que en tiempo propiamente histórico solía abarcar , un par de siglos. Es la propia violencia, con que hoy se precipita la Historia (a favor de una información exhaustiva e instantánea), la que hace que aquellos tres largos tractos (iniciación, plenitud y decadencia) en que el arte alcanzaba perfección y acabamiento se produzca, o se haya producido, en menos de tres cuartos de siglo. Con vanguardia o sin ella, el arte sigue y seguirá siempre, y cuando sus cultivadores partan de su experiencia y den a la luz una obra bien hecha, porque una obra bien hecha es ya una buena acción.
ABC - 04/07/1981
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