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EL PENSAMIENTO Y EL LENGUAJE EN LA OBRA DE MANUEL G.RABA

¿Por qué es el ente en general y no más bien la nada?

La obra de Raba se hace eco y conciencia de la decisiva pregunta formulada por Heidegger. Ningún acontecimiento es tan misterioso como la existencia. Estar entre las cosas ( y el mismo estar de las cosas) es algo insólito, sin precedente, sin fundamento. Existir es el mayor de los misterios. No es la nada causa alguna de asombro; lo verdaderamente asombroso es existir. La expresión de Manuel Gómez Raba es tránsito poético que nos pone en contacto inminente con esta última revelación: el paraje que habitamos es enigma y la voz del poeta que habla del misterio es, a su vez, misterio envolvente. La investigación de Raba excluye por principio cualquier estimación axiológica del arte y ciñe el planteamiento del fenómeno estético a estas tres posibilidades: El arte como fiel relato de la naturaleza circunstante (documento testimonial de una época). El arte por el arte (autonomía del fenómeno estético). El arte como sustantivo lenguaje poético (actitud decidida de hablar del gran enigma que es el existir).

El relato fiel, la copia de la naturaleza circundante, acarrea tan sólo una suma de acontecimientos aducidos para dejar huella de un momento histórico. Pero este testimonio es por fuerza incompleto. En él se omite que todo lo que acaece en esta y en aquella edad, está sustentado paradójicamente por la ausencia más asombrosa de sostén. No parece razonable urdir un relato con total omisión del lugar de su propia génesis. El afán denodado de fundamentar los acontecimientos puede, por otra parte, dejar en el olvido el gran acontecimiento: que el lugar del vivir y del acaecer carece de base y de precedente. El ingenuo enunciado del arte por el arte presupone, a su vez, en el fenómeno estético, un valor fundamental, punto de partida y norte de su propia función. La expresión decisiva (nada tan enigmático como la existencia) niega, por su propia naturaleza, toda escala previa de valores.¿Cómo podría el arte encarnar un valor intrínseco y fundamental cuando su origen se da sobre un suelo sin cimiento y se dirige a un ámbito de limites fronteros con la nada? Vana empresa parece edificar un orden apológico sobre una base desconocida y un extraño contorno.

Es la tercera posibilidad fuente y memoria del quehacer instaurador de Manuel Gómez Raba. La actitud decidida de aprehender el enigma del ser le lleva a negar cualquier valor preestablecido. El héroe rehuye todo asidero a la hora de enfrentarse con el confín misterioso, cara a cara, con sólo la impedimenta y el temple de quien se asoma a un paraje abismal. De aquí parte el sustantivo lenguaje poético de Raba por cuya virtud las cosas empapadas de existir y el hombre que mora ante ellas, despojados de engaño apariencial, de sombra cotidiana, se remontan al umbral del auténtico acontecer. La obra ya ha sido instaurada como cosa entre las cosas: el cuadro. Originado en el umbral del ser, en el limite de la nada, el cuadro es ahora índice y voz que revelan al contemplador el cómo y el dónde de su existencia.

EL MITO DEL MAR. ¿Cuántas son las fronteras de aquel paraje, el más misterioso de los parajes y ¿cuáles los limites del existir, el más infundado de los sucesos? El pensamiento de Raba no puede desmentir una ascendencia metafísica y su obra renueva el recuerdo de la indagación presocrática en torno a la naturaleza. El agua —afirmó Tales— es el primer principio de las cosas y también el ámbito, el contorno de su acaecer. Como un plato alargado sobre la faz del piélago imaginó la tierra el filósofo de Mileto o como un navío de escaso fondo que flotara entre la superficie del mar y la bóveda del cielo. No cesa ahí, sin embargo, el alcance de la figuración ideada por el primer pensador milesio; se hace, además, símbolo del ser, del estar, del existir de las cosas en la palma de algo que no es como ellas y estremecedora alegoría del confín enmudecido (cielo sin norte y mar sin término) abierto a la voz del hombre, a su interrogación, a la contextura de su habla. Es en esta alucinante visión donde cobra trascendencia el mito griego del mar y resulta pavorosa, según la expresión de Sófocles, la empresa humana de cara al Océano, la aventura del hombre frente s lo misterioso, a lo infundado de su entorno, ¿Cómo no ha de contener pavor el paso del hombre sobre algo tan insólito como el suelo sin cimiento de su propia existencia? ¿Cómo no ha de sorprenderte el enigma de su lenguaje que halla por toda respuesta el eco mismo de su pregunta?

Yo se que los pájaros —dice el verso de Mallarmé— están ebrios de hallarse entre la espuma desconocida y el cielo. Avanza el hombre por el sendero, por la incidencia de la última playa (toda playa es la última porque señala el límite entre las cosas que son y el confín de lo que no es como las cosas). La convergencia del cielo y el mar en el horizonte identifica la costumbre de su mirada. Plenitud indecible. Ebrio de existencia, el hombre va a hablar, quiere convertir en lenguaje el gran acontecimiento del ser, mientras la espuma desconocida baña sus plantas y el cielo, radiante y silencioso, rememora la eternidad de una ausencia rotunda. ¿Cuál será su palabra? El eco de su propia palabra. Desde este paraje, el más misterioso de los parajes, ha lanzado el hombre su voz al confín da lo desconocido y la voz retorna convertida en sorprendente noticia cuyo texto viene a decir: Este es el más misterioso de los parajes.

La obra de Raba, en un punto inicial, se asemeja a la metáfora del hombre asomado a la inmensidad de los mares y llega a constituirse en objeto asombroso que hubiera habitado la entraña misma del océano (el enigma de lo que nos rodea) y se nos ofreciera ahora como índice de aquel insólito confín y también como cosa entre las cosa Maderas humedecidas por un oleaje secular, restos de antiguos naufragios que aún conservan la huella de una audaz aventura en el umbral del no ser, arenas decantadas, satinadas, resplandecientes, fragmentos de una planicie sin fronteras o de un mar pulido y sereno (mármol lo llamaban los latinos) que excediera cualquier dimensión e hiciera inverosímil todo fundamento... Aquellas maderas tortuosas, empapadas de acontecer turbulento y esta planicie tersa, primigenia, intacta, de las arenas, alumbran en la obra de Raba un vibrante contrapunto entre el límite de la nada y aquello que es limitado por ella, realidad y enigma, índice y nombre de lo que no es como nosotros a la par que objeto indicado y nombrado.

EL PRINCIPIO DEL FUEGO. Toda la obra de Manuel Gómez Raba se ve alentada por la presencia del fuego. Arenas esparcidas, maderas ensambladas, vértices y depresiones, colas, clavos... vienen a suplir, en su quehacer, el lienzo distendido por el bastidor o la tabla plana, de antigua raigambre en la pintura de estudio, y el toque del pincel cede su paciente empeño al ímpetu del soplete. La integridad del proceso elaborador se somete a la prueba del fuego que desintegra, reduce, moldea, asimila... núcleos incipientes y gamas presentidas hacia la plenitud de la forma integradora y del color definitivo. Todo lo que fue humedad es ahora fuego. La densidad del agua que bañó la faz del roble ensamblado y decantaba el brillo de la arena, se evapora a merced de la lengua del soplete y los colores, apenas infundidos, sienten en la piel la quemazón de una llama pujante que los funde al rojo vivo en la amalgama, sólida, tornasolada, siderúrgica, de la tonalidad.

Todo lo engendra el fuego —es sentencia de Heráclito— todo lo consume; este mundo, que es el mismo para todos los seres, ha sido, es y será fuego viviente que se enciende con medida y con medida se apaga. El fuego es para el sabio de Efeso la realidad cambiante que en la senda descendente (fuego, aire, agua, tierra) y en su camino ascendente (tierra, agua, aire, fuego) origina el proceso, inverso y doble, de la evolución. La obra de Raba parece ejemplar concreción de aquella alternancia cosmológica explicada por Heráclito: tierras profusamente lavadas por el embate del agua y oreadas por el caudal del aire, se convierten en fuego y el fuego se disuelve otra vez en aire, en película de aire. transparente, vibrátil, intangible, que hace uniforme la palpitación de la luz, y otra vez en agua, empapando la entraña del leño, sedimentando la tierra esparramada en radiante tornasol, siempre igual a si misma y siempre cambiante. Nudos tortuosos y arenas satinadas sostenían el equilibrio de un contrapunto en cada una de las obras alumbradas por Raba. Mayor es aún el antagonismo y más cabal la síntesis entre la humedad y el fuego, entre el aire vaporoso y la solidez de la tierra convertida en objeto familiar y enigmático.

¿Cómo puede esta génesis conflictiva encarnar una realidad unitaria? El conflicto es comunidad —asegura Heráclito— y la discordia regulación. hay un mutuo e incesante cambio entre el fuego y las cosas como entre el dinero y las mercancías. Entre los contrarios se da, en consecuencia, una identidad de fondo. Una vez más pretende el hombre Indagar la ausencia de pasado y la aventura del porvenir y, como antes creara el lenguaje, crea ahora el tiempo. Quiere el hombre edificar su morada en suelo firme, medir su desarrollo en el cómputo temporal, mencionar los seres con su voz. y halla que fondo y superficie son la misma cosa, que el pasado es ausencia memorable y simple conjetura el futuro, y que la palabra emitida viene precisamente a anunciarle la falta de solidez de su morada, la irrealidad del tiempo computado, la frontera entre el sueño y la memoria, el limite entre lo que fue y lo quesera. Todo es como fuego. Igual y cambiante. Es lo mismo en nosotros —concluye el fragmento de Heráclito— lo que es vivo y lo que es musito, despierto o dormido, joven y viejo, porque, por el cambio, esto es aquello y por el cambio aquello es a su vez esto. La pintura de Manuel Gómez Raba encarna ahora la metáfora del fuego y se convierte, sobre la entidad del objeto creado, en llama real que se enciende y apaga con medida.

LA ALEGORÍA DEL AIRE. Así como nuestra alma, por ser aire, contiene la unidad de cada uno, así el aliento o aire (el pneuma) contiene al mundo en su conjunto. Esta es la formulación del primer principio en labios de Anaximenes. Observara el lector que, al referir a la obra de Raba el pensamiento presocrático, nos venimos ciñendo a una doble pauta. Queremos, de una parte, advertir la presencia material de aquellos primeros principios (que Empédocles reducirá a la simplicidad de los cuatro elementos) en la génesis de cada uno de los objetos creados por el pintor santanderino. Los dos principios materiales ya mencionados afirman su vigencia en la obra de Gómez Raba, Se trata de una humedad y de un fuego reales El agua ha inundado verdaderamente la Integridad del proceso elaborador hasta empapar el soporte de la madera y hacer diáfana la vibración de cada tonalidad, v el fuego ha brotado realmente del soplete para fundir el color y la materia. No damos, en cambio, un significado real a la teoría de cada presocrático. sino un sentido puramente figurado y sumamente afín al pensamiento y al lenguaje de Manuel Gómez Raba: hemos hablado del mito del mar, de la metáfora del fuego y ahora hablamos ce la alegoría del aire.

Por sagaz que sea la doctrina de Anaximenes ¿quién habrá de admitir en sentido literal la afirmación del aire como primer principio de las cosas? El fuego es aire en el limite máximo de dilatación y el viento es sólo aire condensado que. al condensarse aún más, —según afirmación textual de Anaxímenes— se convierte en nube, después en agua, luego en tierra, más tarde en roca... Sin duda que es poética, didáctica incluso, la fulgurante escala cosmológica trazada por el filósofo de Mileto. Más allá, sin embargo, de su contorno físico parece adivinarse la alegoría del aire como alma, principio y sustento de las cosas. Hay un instante en que el hombre toma conciencia su existir y esta conciencia viene a ser índice, súbito e inequívoco, del vacío circundante. Nos sustenta el vacío —clama el hombre— estamos en el aire como hojas del universo. He aquí el lenguaje del hombre cuando se ha desvanecido toda sombra de apariencia cotidiana y surge ante sus ojos el gran acontecimiento de la existencia. Pueden darse el suceso y la palabra en el sueño o en la vigilia (le es difícil al hombre en trance parecido trascender el aura crepuscular). Habla el hombre y su palabra, elaborada para descifrar el enigma, encarna la cifra de su propio enigma: Nuestro existir es abismal; como hojas del universo flotamos en el vacío, estamos en el aire, en la región del aire (recordando el verso de Alberti) del aire, aire, aire.

No puede el aire, como tal, ser objeto de plasmación pictórica; su cualidad sensible escapa a la posibilidad empírica del artífice creador. Cuando se dice que Velázquez pintaba el aire, hemos de entender que reflejaba en el rayo de luz, antepuesto a los objetos, una cortina tejida por el reverbero de la atmósfera. Manuel Gómez Raba llega a apresar el aire mediante la creación de espacios vacíos, de oquedades abiertas en la superficie pulimentada: tajantes grietas, súbitas depresiones, surcos remotos socavando la materia como el cauce de un río antiquísimo, evaporado en el cuenco del valle. El espíritu del valle nunca perece —dice Lao Tse— porque el espíritu es aire y el aire es anterior al valle y conforma el valle. Un día desaparece el valle, pero queda el aire que es espíritu. No puede ser más elocuente la alusión al limite, a la contigüidad de las cosas, efímeras e injustificadas, con la entidad impalpable de lo desconocido cuya ausencia nos inunda como el envés del aire. Otras veces el aire brota en los enigmáticos objetos de Raba del fondo a la superficie, a través de aquellas prominencias troncocónicas, torneadas y horadadas, como embocaduras de clarín o cuerno ancestral, por cuyo mínimo orificio el aire se condensa o se dilata por su máxima apertura. En un momento dado llega a presentirse el advenimiento del sonido encarnando el mensaje eterno sobre el enigma de las cosas.

LA PRESENCIA DE LA TIERRA. En el quehacer de Raba se adivina una profunda raíz telúrica. La indagación en torno al paraje misterioso que habita el hombre, le conduce a la expresión cosmológica. Sus obras tienen algo de limite perfectivo y algo de fragmento cósmico; de objeto científicamente elaborado por manos desconocidas, soterradas (como el canto rodado o el cristal de roca) y de elemento desgajado al azar de otro universo, de otra armonía, de otro orden. Esta bivalencia ha inducido más de una vez al crítico y al contemplador a interpretar como arte la mera fantasía lo que pretende ser configuración aquilatada del ser, a dar por fruto de la imaginación lo que es concreción del pensamiento. Así ocurrió con su reciente exposición en Nueva York, Tenemos a la vista un testimonio critico en que se lee: Cosmic expositions and interplanetary excursions by Manuel G. Raba. No es de extrañar que en la mentalidad del norteamericano, al uso y al día, el enigma de los seres creados por el pintor santanderino, suscite el eco de la explosión nuclear o la ruta sideral del viaje ínterplanetario. Y así ha sucedido con su más reciente exposición de Madrid. Buena parte de la critica ha identificado la cosmografía de Manuel Gómez Raba con el paisaje lunar, con el volcán extraplanetario, con el nuevo panorama intuido por el hombre en la aventura astral de un futuro próximo...

La obra de Raba, sin embargo, no intenta elevarnos, en alas de la imaginación, a mundos por descubrir ni tampoco a captar la explosión de una nueva energía. La obra de Raba es vía o tránsito poético hacia otro confín, en parte el más remoto y en parte el más cercano la última región del ser, aquella plenitud cegadora que lo es todo y nada hay más allá de sus fronteras, donde mora el hombre que está ahí y las cosas que son ante sus ojos. Nudos, tumores, surcos, cráteres brotando con la pujanza del estallido, colas y arenas fundidas en sólida y única corporeidad, gamas de color vigente desde su ser primigenio... ceden su lumbre al rayo fulgurante de una última revelación que nos pone en contacto inminente con algo que no es como nosotros: el limite de la nada. La obra de Raba afinca su raíz telúrica en la inminencia del confín desconocido donde el hombre pretende consolidar su morada y la llama Tierra, Se engaña el hombre cuando dice asombrarse y temblar ante la idea de la nada. Asombro y pavor no surgen de lo que no es, sino de las cosas que son en el umbral inminente del no ser. Quiere el hombre ceñir el limite y afirmar el fundamento de su morar entre las cosas, pero su mansión es frontera con el confín de lo desconocido y tan infundado su cimiento que la mera contemplación de la casa que alzaron sus manos produce un vértigo esencial en la conciencia de sus ojos despiertos. Los objetos instaurados por Manuel Gómez Raba ante los ojos del contemplador son de tierra y significan tierra, son el paraje y están en el paraje misterioso del existir, denotan familiaridad, porque son cosas como las cosas de la tierra y albergan enigma por haber sido elaboradas conscientemente en el umbral de lo desconocido.

Se atribuye a Jenófanes la proposición de la tierra como principio material. Cual si hubiera escuchado el viejo acento bíblico parece advertirnos el filósofo de Elea: nace el hombre (y las cosas ante sus ojos) del polvo de la tierra y al polvo de la tierra al elemento, a aquella sustancia ir desmenuzable, de que se compone en mayor cuantía el suelo natural, pero su abrumadora profusión ante los ojos, en las manos, y bajo los pies de hace que éste (el filósofo y el hombre en identifique por antonomasia el elemento con el planeta que habita y lo llame la Tierra. Tierra hondamente arada por la incisión de lo ignorado, de lo otro, cráteres que fueron encendidos con medida y con medida sofocados, obedientes a una ley cuya proporción y armonía desconoce el hombre, arenas bañadas por el aluvión y resecadas por un soplo inmemorial sustentan en la obra de Raba lo familiar y lo enigmático de coetánea bivalencia (el objeto científicamente elaborado y la porción desgajada al azar de otro el limite perfectivo y el fragmento cósmico).No quiera verse, sin embargo, en este alucinante contrapunto la presencia del aerolito sobre la faz de la tierra ni el contorno o la piel de otro planeta contemplado desde nuestro suelo. Esta actitud supondría trasladar indefinidamente y sin haberlo penetrado, el problema del ser ante lo desconocido. Las obras de Raba son en los ojos del contemplador realidad y enigma indescifrable, como esos objetos que al alzar halla el caminante en la superficie de la playa asomada del mar: restos de antiguos naufragios donde perduran señales (letras y signos borrosos) de imposible lectura. El panorama abierto en la tierra por la virtud poética de Raba encarna el dónde y el cómo sin respuesta del paso del hombre en el limite acuciante de su propio destino. El caminante ha llegado ahora a una región desconocida, sin que por pueda decirse que hayan variado las cosas ante ojos, y su conciencia en vigilia cree escuchar un mensaje extraño o la antigua admonición del siste viator: Cuidado caminante: éste es el más misterioso de los parajes, a un palmo de tus pies yace el peligro.

PENSAMIENTO Y LENGUAJE. ¿Por qué es el ente en general y no más bien la nada? No es la nada—viene a decir Heidegger— algo inconcebible y pavoroso, es más bien la constancia del ser lo inquietante e infundado. Fácil le resulta al hombre pensar en la absoluta inexistencia y difícil dar con la razón última de las cosas. Manuel Gómez Raba propone a la mirada del contemplador la presencia de las cosas y, para eludir toda mixtura y toda sombra aparencial, las elabora con el concurso primario de los cuatro elementos en los que incluye la alegoría de su misma inconsistencia: las cosas cercadas por la espuma desconocida, suspendidas en aire, mudables cual fuego, propicias a la inorganicidad como tierra desmenuzable. Este es realmente el paraje donde se dan los acontecimientos. Entendido el arte como fiel testimonio de la naturaleza o de la historia, no debe en rigor omitir el lugar donde acaece todo argumento. Bien pudiera la Historia del Arte ser considerada a partir de este factor decisivo. Qué duda cabe que las artes en su evolución han afrontado (con fresca ingenuidad en era primitiva y con toda una teoría de la naturaleza en época de plenitud) esta última frontera ontológica, explicada por lo común y de forma harto ambigua, con el apelativo de trascendencia. Y si este lugar careciera de sólida razón ¿qué sentido había de tener el testimonio emitido en un suelo irrazonable? O ¿es que el arte constituye por si mismo un valor? Antes habrá que inquirir la posibilidad de un valor fundamental en aquel paraje de extraño fundamento. En el contexto de estas dos preguntas se instala el pensamiento de Raba y cobra su lenguaje universal validez.

El ser —hemos escrito a propósito de Eduardo Chillida— es el último de los fenómenos; nada hay después de él y, tras él, nada es planteable. En el fenómeno óntico distingue Heidegger dos caras: una patente y otra oculta, y es precisamente ésta (contraviniendo, en apariencia y por rara paradoja, la etimología misma del vocablo) a la que el insigne filósofo y filólogo atribuye el carácter fenoménico. El ser, por su plena e incesante manifestación, parece ocultarse: es tan abrumadora su presencia (todo es ser y el ser está en todo) que su aprehensión entraña dificultad y pasa inadvertido. Por otra cuando el hombre pretende indagar de cara a su plenitud, es tan potente su fulgor que produce ceguera es el recto sentido atribuido por Heidegger al mito de la caverna: el hombre, recién salido de su contempla de golpe el sol y sus ojos quedan ciegos. Presencia y ocultación del ser, ámbito y existencia condensan el pensamiento Gómez Raba. Su obra encarna el audaz trascender la faz oculta del ser y mostrar nuestra existencia, el límite inmediato de no es como nosotros, el umbral de la nada asombroso de los objetos debidos a su se origina en la genuinidad extrema, en la inmediata con la ribera de lo desconocido y con la cal inmediata del muro. La presencia incesante del ser se detiene, se petrifica sobre la faz de contacto con las cosas de la rutina y deja de ser suceso inadvertido. Y cuando el ser es llama cegadora, su fulgor, audazmente confrontado por la virtud poética de Raba, se torna objeto, manifestación lenguaje cuyo acento poético hablara al contemplador súbitamente despierto entre las cosas, de lo misterioso que ha de ser aquel paraje donde mora, a la orilla de lo desconocido.

Y ¿cómo será el lenguaje capaz de ceñir un fenómeno tan presente y tan propicio a la ocultación? La obra de arte no tiene otra medida que la conformidad entre el mundo poético concebido en la mente y el lenguaje poético adecuado a su expresión. No hay obra de arte sin una concepción poética (conocimiento y creación) que ha de ser expresada por un vehículo poético (manifestación) del todo equivalente. Si aquélla se ausenta, éste se torna retórico y vano, y si no hay mutua adecuación, la obra es confusa e incongruente. El mundo concebido por Raba encarna el límite de lo poético (nada es concebible más allá de la última frontera ontológica) y su lenguaje nos remite con ejemplar adecuación a aquella entidad-límite (tiempo-límite, conciencia-limite, pregunta-límite, memoria-límite... ser-límite) de lo desconocido, de lo que ya no es como nosotros, con el acento asombroso de una revelación-límite: el paraje que habitamos es misterio y la voz que menciona este misterio, es, a su vez, misterio envolvente. Adivina el poeta el enigma del último confín del ser y en él afinca su voz que, de retorno, como el eco del eco, anuncia el más sorprendente de los mensajes: hay un último confín del existir y ese confín es enigma. La capacidad enunciativa de este mensaje convertido en objeto, en palabra, en manifestación, entraña la más alta capacidad poética que puede concebirse. Sólo los grandes artistas la poseyeron en plenitud y sólo los que de algún modo aciertan a presentir el gran acontecimiento e infundir su expresión con el aliento o, cuando menos, con el eco de la gran noticia, comparten en varia proporción el don poético. Porque sólo ellos comunican al hombre, en sentido universal, el sentido de sus pasos, el dónde y el cómo de su propia existencia.

No tratamos de incluir sin más en el más hermoso de los pleonasmos la entidad de una auténtica concepción poética y de un lenguaje congruente. El tema es antiguo, aunque no siempre se haya expuesto con la claridad deseable (la voz trascendencia entorpeció más de una vez la génesis y la manifestación poética del paraje misterioso). Toda la mística (la cristiana, la oriental... o la suprematista al modo de Malevich) ha empapado su expresión en el caudal rebosante del último confín existencial y ha emitido el mensaje adecuado en términos de inefabilidad. El místico experimenta en su propia entraña la presencia de aquella región-limite donde el ser se decanta y resplandece al borde de la nada. Busca entre las voces el acento genuino, el único apto para transmitir aquella experiencia crepuscular y halla que el lenguaje con que mencionaba el acaecer cotidiano y las historias singulares por él abastecidas, es inútil para comunicar (ni unívoca, ni análoga, ni siquiera equívocamente) la última y más apasionante de las historias. Y crea el habla de lo inefable, común a todas las modalidades de la expresión mística. Lenguaje de lo inefable significa, en su más estricta noción incluso etimológica, expresión de aquello que no puede expresarse. La contradicción del concepto surge precisamente del matiz contradictorio inserto en la voz del místico, asiduamente probado en aquello que es al mismo tiempo lumbre cenital y noche obscura (que bien sé donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche) como el ser, cuya presencia es tan abrumadora que su aprehensión entraña dificultad y es tan potente su fulgor que produce ceguera. El habla de lo inefable puede adoptar también la contextura del pleonasmo poético, no dando por tal la mera sinonimia, sino la adecuación radical entre concepción y lenguaje, entre el medio de conocimiento y el de la expresión. En aquel último confín estriba el caudal de lo poético y sólo por vía poética es expresable; cualquier otro lenguaje es confuso (no hay peor mal que la confusión en el ámbito estético) e intempestivo. O también: este lenguaje esencialmente poético se dirige en derechura a aquella realidad esencialmente poética; toda otra derivación es espúrea.

La obra de Manuel Gómez Raba encarna el pleonasmo poético con ejemplaridad inusitada. El objeto creado se manifiesta como entidad misteriosa no porque en sí misma contenga otro misterio que la sabiduría y el refinamiento compositivo de su hacedor, sino por ser genuino lenguaje, capaz de ponernos en contacto inminente con el paraje más misterioso. Es frecuente hablar de obra extraña, enigmática, misteriosa e incluso emparentar estos términos con otros alusivos a la confusión o al desconcierto. Ninguna obra de arte, merecedora de nombre tal, es por sí misma misteriosa; el misterio se da fuera de su marco, en la frontera del existir, de la que ella es traducción diáfana, adecuado vehículo. La obra manifestativa del misterio es pulcra y transparente. La confusión y el desconcierto surgen o de la errónea captación de un contenido enigmático o de inadecuación expresiva. Es, en general, el conato de poseer la clave del enigma el que provoca rasgo confuso y voz desconcertante. Sólo hay un enigma (el ser) carente de clave, por no darse tras él ningún contenido posible. Misión del artista (y ejemplo en el caso de Raba) es suscitar en el contemplador la conciencia, no descifrar la clave de su enigmática aventura sobre la faz de la tierra y bajo la bóveda del cielo. Admirables objetos configurados por Manuel Gómez Raba en la eterna fuente de la poesía, propuestos a los ojos del nombre con tal pujanza y claridad poética que su lectura, y también su exégesis, sólo son factibles por el cauce, luminoso del lenguaje poético.

La acuidad del instinto —según el esquema de Bergson— y la facultad intelectiva originan de consumo una forma suprema de conocimiento: la intuición vital. Vamos a sugerir una última consideración en torno al lenguaje de Raba, en la que se ponga a prueba la validez, en el ámbito estético, de un viejo concepto (la trascendencia) y de otro en pleno auge (la apertura). El instinto conoce desde dentro —viene a decir el filósofo francés— y el entendimiento desde fuera: hay cosas que la inteligencia sola es capaz de buscar, pero que por sí jamás hallará. Estas mismas cosas sólo el instinto las hallarla, pero nunca las buscará. Sumados, sin embargo, instinto y entendimiento (y esta suma sólo es factible para el hombre) se produce la intuición vital que es capacidad teórica y, al propio tiempo, penetrante en la interioridad misma del ser. Pensamiento y lenguaje de Manuel Gómez Raba parecen. forjados en la teoría bergsoniana del conocimiento. La penetración en el confín último del ser y la inagotable facultad inquisitiva dan como resultado una obra en que la esencia del yo y del mundo ha sido preguntada desde fuera y respondida desde dentro.

NUEVA FORMA - 01/04/1969

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