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El arte contemporáneo: ¿un fenómeno acultural?

Pareciéndome ingenuo o pretencioso y, desde luego, arriesgado esbozar siquiera, y a favor de un comentario ocasional, una panorámica de las artes plásticas a lo largo de estos' treinta y cinco últimos años y decidir acerca de su congruencia o incongruencia con el suceso general de la cultura, de su arraigo o desarraigo con relación a lo que los estructuralistas denominan campo intelectual, procederé por vía de ejemplo, limitándome a proponer un par de episodios de la escultura y pintura de España en los que al menos queda muy patente alguna nota común, no muy halagüeña: la desvinculación entre las formas del arte y las de la estimativa oficial, la relativa adecuación entre el quehacer ejemplar de un puñado de artistas y la crónica insustancial, en torno a él y a ellos, de parte de la crítica y de la historiografía o el silencio, nada elocuente, del lado de una angulación estrictamente académica, a la luz del alma mater y con el presunto rigor universitario.

A propósito de mi reciente libro Picasso (y con generoso favor hacia él), Patricio Bulnes traía a colación («Sistema», abril 1974) un juicio certero de Ezra Pound en torno a las modernas exégesis literarias, cuya extensión al campo del arte se diría aún más justa, hasta parecer del todo benigna su específica referencia al concierto (o desconcierto) de la crítica española. En 1917 -venía a decir el texto de Bulnes-, y con ocasión de un artículo de Laforgue, Ezra Pound, refiriéndose a la crítica literaria de obras contemporáneas, apuntaba algo que hoy resulta mucho más preciso si se aplica a la crítica del arte: que los que algo sabían confinaban su atención a lo antiguo. El hecho de que el estudioso del arte, en términos generales el historiador, no haya mostrado especial interés por las obras contemporáneas, ha convertido este dominio en tierra de nadie y, por ende, de todos. Cualquiera que hojee las reseñas de las exposiciones, las glosas de la semana artística en los periódicos y los costosísimos libros-catálogos con que los críticos suelen ir, digamos, tirando, tiene forzosamente que pensar que si hay un sector de la cultura donde no ha prosperado la agudeza humana, es éste. Aparte los tópicos, términos y giros acariciados por el critico (uno piensa a veces que el buen señor es víctima de un auténtico hechizo verbal), su voz y noticia, afincadas en suelo de nadie, no dicen absolutamente nada.

El apunte de Pound y su oportuna extensión a la crítica del arte en general, y en particular a la que se viene ejerciendo por estas latitudes, llegan a la verosimilitud del retrato. Nombres como los de Miró, Tapies, Chillida, Palazuelo... (tras el óbito de los Picasso, Juan Gris, Gargallo, Julio González...), si sirven para satisfacer un punto del honor patrio, no son pauta desdeñable a la hora de poner de manifiesto la inmensa laguna historiográfica e interpretativa de algún alcance, desde el punto de vista de las ideas. Es lastimoso pensar que la interpretación al uso, la critica del arte a la española, ha tenido lugar preeminente en el prólogo de los catálogos, escritos la víspera o antevíspera de la exposición de turno, o en la reseña subsiguiente, una semana después de la inauguración. Aludiendo a este menester común y a la suma particular de dos o tres mamotretos aparecidos con el año en curso, hablaba Bulnes de libros-catálogos. Nunca mejor acuñada la expresión. Quien los hojee, llegará pronto a la conclusión de que no son sino el compendio o la versión literal de recensiones, prefacios, comentarios y críticas rutinarias en tomo a las exposiciones habidas en el año o los años que precedieron a la edición de cada uno de ellos.

LA UNIVERSIDAD AL MARGEN



Se nos dirá que el juicio rezuma parcialidad, intencionadamente emitido de espaldas a otros sectores de mayor autoridad o solvencia presumible. ¿La Universidad? De haber una nota común, una constante, en el origen y laborioso despliegue del arte contemporáneo, tal seria su desvinculación del aula universitaria. Trasladada la cuestión a nuestro suelo y a nuestro tiempo, vale decir que lo moderno (y ello en virtud de alguna excepción loable, como la de Simón Marchán o Antonio Bonet, Oiza, Fernández Alba, Julián Gállego, Fullaondo, Moneo, Juan Navarro, Ruber de Ventós, Margarit... y otros más jóvenes, como Seguí, Yarza, Cruz Valdovinos, De la Mata, Ramón Garriga, Gómez de Liaño, Pérez Escolano, Angel González..., a merced todos ellos de eventualidad o de no incorporación, tal el caso de Valeriano Bozal, o de exclusión forzada, tal el de Oriol Bohigas.... Y aun agregando la visión más general de Savater o Eugenio Trías, de influjo más o menos directo en alguno de los citados) ha constituido un apéndice circunstancial frente al valor supremo, fundado en la tradicional base nemotécnica, de la lista completa, por ejemplo, de las dinastías faraónicas. Bastante tenía, al parecer, y coincidiendo con el vislumbre de esta nueva perspectiva, el alma mater española con la guerra interna de reformas y contrarreformas, variaciones, a la postre, sobre un solo y triste tema: que es menor el número de pupitres que el de alumnos.

La Universidad fue enteramente ajena al origen del arte nuevo, ha estado ausente a lo largo de su evolución y hoy sigue prácticamente marginándolo (si no es ella la marginada o suplida por otras formas de legitimidad cultural que proclaman su autonomía y quisieran definirse, dicho con palabras de Pierre Bourdieu, «por oposición al poder político, al poder económico, al poder religioso..., a todas las instancias que pretenden legislar la cultura en nombre de una autoridad que no es propiamente cultural»). Valga, al respecto, de ilustración el suceso de la moderna arquitectura. Más afín, en principio, al rigor de la Universidad, tanto por su mismo carácter interdisciplinar como por el peso y refrendo de la tradición, fue, sin embargo, la arquitectura la primera en desentenderse del saber teorizante, tal como era dictado en el aula universitaria, y partir de otros supuestos más coherentes con el correr de los tiempos y el nuevo configurarse de las cosas. Nombres como los de Bauhaus, De Stijl, Vendingen, Werkbund, Oca, Asnowa..., testimonian, sin más, del desarraigo consciente y positivo de la naciente arquitectura para con el ritual decadente y anacrónico del alma mater y el empeño integrador, impreso en una renovada e independiente acepción de la escuela, con la restante actividad estética y humana. ¿No es, en fin, síntoma elocuente el hecho de que muchos de los grandes maestros de la generación heroica y de otras también más cercanas hayan carecido de titulación oficial?

Muy a propósito extiendo a lo universal lo incuestionable de este divorcio entre la nueva estética y la vieja preceptiva universitaria por no incurrir en parcialidad ni pecar de ligereza. Cierto que por otros pagos ha seguido la Universidad distribuyendo orlas antiguas y anacrónicos birretes en tanto el arte nuevo asentaba en el suelo de las cosas formas renovadas del conocer, del comportarse y del vivir. No es menos cierto, sin embargo, que si allende las fronteras los programas oficiales y los métodos didácticos, con el apoyo de jóvenes y audaces maestros (valga de ejemplo la actitud de Deleuze en la Universidad de Vincennes), venían a lo largo de estos diez últimos años pugnando por remediar o aliviar la situación, en nuestro medio universitario (aun reiteradas las excepciones antes sugeridas), la práctica del arte nuevo seguía en el exilio, de atender a la didáctica oficial. Dijérase que mientras en el aula académica proseguía y prosigue, inalterable, la cuenta y recuenta del Treccento, Quatroccento y Cinqueccento y la inagotable letanía de perspectivas, composiciones, órdenes, gamas cálidas y frías, tenebrismos y esfumatos..., surgía y surge a espaldas suyas una nueva concepción estética y una audaz metodología docente, discente y operante, en cuyo concierto se busca la coincidencia de la pintura, la arquitectura, la escultura, el urbanismo y el diseño, la complexión del pensar teórico y el quehacer empírico, el complemento eficaz de los oficios y las artes...

Parece de justicia, así las cosas, modificar algo de lo dicho a tenor del comentario de Ezra Pound y a propósito de la crítica. Si el campo de su ejercicio ha sido, según se señaló, de todos y de nadie, el de la Universidad ni siquiera existió, en el caso hipotético de que hoy exista. Es de saberse que las primeras voces orientadoras o alertadoras del arte nuevo vinieron del lado de la crítica. Cirici Pellicer, apenas concluida la guerra civil, fomentó en Barcelona el auge de las nuevas corrientes estéticas entre la incomprensión de muchos y con la animadversión oficial. Un poco después, Castro Arines apoyaba en Madrid (¿cuántos le secundaron?) una visión renovada del arte y su práctica abstraccionista, simplemente acorde con los tiempos. Cuando la vanguardia formó sus primeros cuadros (Dau al Set en Barcelona, el año 47, y en Madrid El Paso y el Equipo 57, diez años después), hubieron de ser algunos de sus componentes los genuinos ideólogos de cada grupo (Brossa, Saura, Cuenca, Serrano, Ibarrola... ), respaldados sólo por sectores minoritarios de la crítica o por unos cuantos nombres singulares (Conde, Cirlot, Aguilera Cerni, Santos Torroella, Moreno Galván...). Desarraigo cultural se llama esta figura, desde la consideración (o desconsideración) de la cultura instituida. Si la crítica fluctuó y fluctúa en tierra de todos y de nadie, la Universidad no ha tenido, ni realmente tiene, lugar alguno en el cómputo, sentido e influjo del arte contemporáneo.

¿Más datos? El propio quehacer de los artistas más caracterizados de nuestra edad esclarece mejor la cuestión. Si Picasso, Gris, Gargallo y Julio González carecieron de todo tipo de titulación oficial, también al margen de ella habían de ejercer sus artes los Miró, Chillida, Tapies, Palazuelo y otros más jóvenes, como Canogar, sin que ello fuera óbice para que el primero obtuviera el Gran Premio de Grabado en la Bienal de Venecia, el año 1954, y Chillida el Gran Premio de Escultura, cuatro años después, en la misma Bienal, y Canogar el Gran Premio de Pintura en la Bienal de Sao Paulo el año 71, y Tapies y Palazuelo hayan hecho suyo, junto a otros galardones, el reconocimiento universal. Para acentuar el divorcio palmario entre el arte nuevo y la cultura oficial, se me ocurre oportuno añadir, aunque el título sea inexacto y pretencioso, la condición de autodidactas con que muchos de los artistas de las nuevas generaciones s u e l e n encabezar su curriculum. Más, sin embargo, que la condición del autodidacta (¿existe acaso el autodidacta?, ¿quién no tuvo un maestro?, ¿quién, al menos, si no fue en las sombras del subdesarrollo, no leyó alguna vez un libro o deletreó el abecedario?), lo que viene realmente a subrayar esta actitud es el signo de la cultura fronteriza en que se ven o quieren verse insertos los artistas: el haber recibido poco o nada de la cultura oficial y el entregar algo o mucho al fluir de la cultura viva.



LA DEMORA A CUALQUIER HORA

Y vayamos a los hechos, en cuya cuenta tampoco queda bien parada la cultura oficial o la gestión de sus mandatarios. A propósito de la reciente exposición de Kandinsky y Man Ray, comentaba yo en las páginas de «Cuadernos para el Diálogo»: Innecesaria y tardía había de parecer la reseña de no ceñirse a lo aún más tardío y desconsolador por lo que hace a la presencia entre nosotros de uno y otro artista. Alguna de las obras de Kandinsky nos llega con sesenta y cuatro años de retraso, excediendo el medio siglo otras cuantas de Man Ray y cumpliendo como propias a ambas muestras las rituales admiraciones publicitarias, harto sarcásticas, por no decir circenses, del «¡por primera vez en España!». La crítica en general optó por lavarse las manos, omitiendo, bajo capa de engañosa razonabilidad, el compromiso del comentario y contentándose con exclamar: ¡qué puede agregarse, a estas alturas, a lo dicho acerca de Kandinsky o de Man Ray! Puede y debe agregarse precisamente eso: que una y otra exposición hayan acaecido «a estas alturas». Sería menos de escandalizar si la demora afectara por vía de excepción a ambos protagonistas de lo moderno. Pero ocurre que lo excepcional es su presencia, frente a la ley general de una erradicación sistemática o habitual extrañamiento de los maestros contemporáneos en el efímero trasiego de las galerías y en el marco inmutable de los museos.

Anótese una exposición antológica de obra gráfica de Picasso, otra colectiva del futurismo italiano y sus secuelas, otra de Klee, otra de Gargallo, otra de Torres García, y quedará colmado el cupo de los maestros de nuestra edad en el ámbito expositivo-oficial en la capital de España (pudiendo agregarse, a medias ya con la iniciativa privada, tal cual retazo de Fautrier, Fontana, Max Ernst, Music, Permeke, Matta, Hartung, Julio González). La ley general, pese a todos los pesares, sigue en pie. Sepa el lector que la exposición picassiana, aun adornada con una conferencia de Kahnweiler, se limitó a la suma de unos grabados, y que las otras, desprovistas por sistema de todo adorno o concomitancia cultural, han acaecido «a cetas alturas», es decir, excediendo en su retraso el medio siglo. El hecho se torna aún más paradójico si se tiene en cuenta que los propios artistas españoles más cualificados del hoy en curso han ganado cumplido reconocimiento allende las fronteras, mereciendo dentro de ellas desdenes e incluso anatemas y sólo o cuando más la atención privada por parte de algunas galerías, de algunos coleccionistas y promotores consecuentes con su tiempo y de algunos sectores, en última instancia minoritarios, de la crítica y la historiografía. No vale, pues, decir que nosotros ya teníamos, y a mucho honor, «lo nuestro». Lo nuestro era, en el mejor de los casos, y generalmente a instancia ajena, escaparate de cara al exterior y palmaria incongruencia con muchos de los criterios y realidades de dentro.

LA PRESENCIA ES EL OLVIDO

Aún está por hacerse en Madrid, sea ejemplo, una exposición, si no antológica, como la que hubo lugar en Barcelona, al menos digna de Joan Miró. La obra de Tapies nos ha llegado en tal cual ocasión y siempre de forma confusa y fragmentaria. Pablo Palazuelo no fue conocido como tal hasta el año pasado, merced a su bien nutrida exposición en una galería privada de Madrid, y no por todos los sectores de la crítica en funciones (en un Diccionario crítico del arte español contemporáneo, editado con holgada posterioridad a dicha exposición, no se recoge ni siquiera su nombre). Y también «a estas alturas» (hace poco más de un año) nos era, al fin, dado contemplar por vez primera en España una panorámica o florilegio del quehacer de Eduardo Chillida, y «a estas alturas» le eran negados en Madrid una disposición y un lugar adecuados a una de sus últimas, colosales y más sorprendentes esculturas, que él había tenido la gentileza de regalar al pueblo madrileño. Más deficiente y desconsolador es aún nuestro repertorio bibliográfico; diríamos, ante la resonancia de Chillida, que en lo concerniente a la escultura resulta prácticamente nulo.

No hace mucho, y a propósito precisamente de Chillida, quería yo significar el fulgor inusitado de la aportación española al desarrollo de la moderna escultura, cuya excelencia rara vez se ha visto correspondida por una adecuada labor exegética a manos de críticos e historiadores. No deja de ser paradójico el contraste (verdadero índice acultural) entre la ejemplar antología de los modernos escultores españoles (Manolo Hugué, Gargallo, Julio González, Chillida, Ferrant...) y la tímida, inconexa y superficial interpretación que en torno a ellos y con absoluta coetaneidad se ha producido en España. ¿A qué obedece tan injustificado olvido? Aun teniendo muy en cuenta la complejidad y el rigor con que viene desarrollándose la escultura de nuestro tiempo y la mínima facultad descriptiva que de ella se desprende, creo yo que una de las claves del enigma late en la ausencia de un sólido precedente, en la falta de una tradición española. La irrupción de los nuevos maestros se ha producido en el poco abonado suelo de nuestra escultura tradicional, en el caso de que haya existido. Habíamos de acudir a edad harto remota para comprobar la falta de un sólido precedente, de una ascendencia propiamente española.

¿A quién no produjo sorpresa, ya en los tiempos del Bachillerato, el silencio de textos y manuales en torno a nuestra cultura? Los nombres de Goya, Velázquez, El Greco, Ribera, Zurbarán..., se bastan para colmar el orgullo patrio. ¿Y los escultores? Juan de Bologna, Leoni, Tacca... y otros artistas extranjeros, de mayor o menor afincamiento en nuestra historia, resumen todo nuestro esplendor. La historia de la escultura hispana es, desde los tiempos del comercio fenicio por el litoral mediterráneo, un libro dictado, título tras título, por el influjo exterior. En sus páginas medievales se patentiza la mano extranjera, siendo tardía en exceso e igualmente foránea la llegada del Renacimiento. El Barroco, el neoclásico, el Romanticismo (entre la desolación decimonónica y el éxtasis masoquista de Canova) arrastrarán sin remedio esta rémora, dificultando incluso su delimitación respectiva, por llegar agolpados a nuestra cultura, interfundidos en un exiguo lapso temporal. ¿Quiénes son, pues, nuestros escultores tradicionales? Los imagineros. Aun sin verse enteramente a salvo del influjo exterior, tanto por el peso de la tradición medieval como por la asidua presencia en España de escultores alemanes, flamencos e italianos, nuestros imagineros más eminentes supieron imprimir una nota aguda en el campo de la manifestación y sembrar tal vez el germen de lo que con el tiempo había de darse en llamar expresionismo.

Desde los prístinos exvotos ibériricos hasta la risueña alborada del moderno orden escultórico (deudor en buena medida al arte singular de Julio González y a la lección magistral de Eduardo Chillida) siempre halló la escultura española un modelo que imitar en el legado de los pueblos que fueron sucesivamente entrecruzándose en su historia. Y de pronto, y sin aviso alguno, aparecen en el firmamento de la modernidad los nombres citados y algún otro por citar, y queda en el espacio el ejemplo de sus obras. Aparte, repito, su intrínseca dificultad de traducción literaria, su entidad refractaria a la metáfora, a la alegoría, tan al gusto de la crítica y los críticos, ¿cómo no había de dejarlos enmudecidos por algún tiempo (demasiado largo, desde luego, si llega a abarcar el hoy en curso) la inusitada floración de un arte eminentemente ajeno a la esencia de lo nuestro? He aquí otra clave del enigmático y nada elocuente silencio del lado de la exégesis y la historiografía a la española. La tercera y última clave es más fácil de descifrar: la absoluta desatención por parte de la cultura y la promoción instituidas, desde el desdén universitario hasta la enemiga de ciertos sectores oficiales. ¿No es paradójico, que en tanto pensadores europeos de primer orden (Heidegger, Bachelard...) han llevado a su consideración el arte de Chillida, se le ignore de plano en nuestros medios universitarios y académicos? ¿A qué, sino a erradicación del fluir de la cultura, ha de atribuirse la contradicción palmaria entre la monumentalidad, grandilocuente y vana, de la estatuaria oficial, y la nueva concepción escultórica de Chillida y sus huestes?

LA VANGUARDIA ES EL DESDEN

Y el episodio de la pintura. Quedaron señalados los hitos fundamentales de su origen y desarrollo a favor de la modernidad, así como las características de autonomía (los propios artistas, amparados por algún poeta y algún crítico, fueron los verdaderos ideólogos de cada grupo) y de desdén del lado de las instituciones oficiales, de los medios académicos, universitarios, y del sector mayoritario de la crítica. Cabe sin embargo, hacer una salvedad por lo que respecta a Dau al Set, incluida la precocidad de su nacimiento, y lo concerniente a los grupos madrileños: que el primero contó con el apoyo de ciertos medios de la cultura y la sociedad catalanas, en tanto los otros abrían (aunque ello ocurriera diez años después) una brecha decisiva que abarcaba los dos horizontes (el informalismo y el constructivismo, respectivamente atendidos por El Paso y el Equipo 57) a los que apuntaba y por los que había de discurrir el arte de vanguardia, sin estímulos ni ayudas semejantes. Antes de entrar en lo somero del análisis, digna es de señalarse la fractura que la guerra civil había ocasionado a dos grupos (del todo coincidentes, en espíritu y edad, con los poetas del 27 y el 36, aunque no hayan merecido parecida atención por no decir cuidado alguno) de pintores y escultores, cuyo recuerdo suscitaba yo en un no lejano ensayo («Nueva Forma», octubre 1968) con el título significativo de dos generaciones frustradas.

Nadie puede restar un ápice de precedencia a la vanguardia de Cataluña. Apenas concluida la guerra civil, se da (o quizá se perpetúa o reverdece) en tierra y cultura catalanas el brote de la nueva estética y, antes de que concluya la década de los cuarenta, ya ha sido fundado Dau al Set. ¿A qué obedece este resurgir precoz por tierras de Cataluña? Las raíces del arte contemporáneo eran, desde luego, allí más hondas que en el resto de la nación (el surrealismo, por ejemplo, debía a los artistas catalanes uno de sus más fértiles orígenes), aparte de que las corrientes del pensamiento moderno (tal el caso de existencialismo, en cuya expansión merece cita de privilegio Arnald Puig) llegaban a la cultura catalana con profusión, continuidad e inmediatez del todo inusitadas en cualquier otro confín de la nación, incluida su capital. Agréguese a ello el apoyo que bien pronto acertó a proporcionar al arte nuevo buena parte de la burguesía catalana, de corte liberal y decidida preocupación por lo autóctono (sirva de ejemplo la singularísima institución del Museo de Arte Moderno de Barcelona) y quedará explicado o parecerá menos injustificable el precedente de Dau al Set y su precoz consistencia (para justificarlo allí estaba Antoni Tapies) con relación a los grupos surgidos en Madrid.

Se viene cifrando en El Paso el carácter antonomásico del surgir vanguardista en la capital de España, olvidando muchas veces la coetaneidad de otro grupo, nacido también en Madrid y merecedor de cita, si es que no lo fuera por vía de antítesis, dada la contradicción programática que entre ambos nos es dado establecer: el Equipo 57. La fecha que adjetiva al Equipo circunscribe igualmente el nacimiento de El Paso y pregona, a las claras, los diez años en que antecede a ambos el grupo catalán. En atención a esta preeminencia, al menos cronológica, nunca me pareció acertado ni consecuente el parangón que es costumbre establecer entre Dau al Set y El Paso y sí muy razonable el cotejo comparativo de éste con su hermano de pila, el Equipo 57. Uno y otro fueron como tesis y antítesis de un mismo sentir de modernidad. El paso proclamó el informalismo en tanto el Equipo 57 se entregaba a la indagación constructiva. La estricta coetaneidad de ambos y la validez de sus respectivos puntos programáticos aconsejan, a juicio mío, su parangón, cual tesis y antítesis de genuinidad y de congruencia con los dos polos en que se debatió, apenas instaurada, y ha evolucionado la estética de nuestro tiempo. Con ellos y a lo largo de la década de los sesenta (repare el lector en el anacronismo) comenzaba la vanguardia a cobrar reconocimiento de parte de la historiografía y de la crítica y también de algunos sectores más amplios de la sociedad (nunca del alma mater, del saber académico y la cultura instituida), hasta la llegada de los nuevos realismos, cuya pugna con el arte abstraccionista que los precedió, puede resumir el status de nuestro presente, fluctuante e indeciso.

El arte español contemporáneo ¿un fenómeno acultural? Mi planteamiento conduce irremediablemente a una respuesta afirmativa, no porque el arte se haya desvinculado de la cultura, sino, muy al contrario, porque ésta, al menos en su versión oficial, titulada, académica, no ha tenido a bien aceptarlo cuando no lo combatió frente por frente. Fueron, a fin de cuentas, los hombres antedichos, los grupos recién mencionados y, a su ejemplo, otros cuantos artistas, los que, agrupados o por cauce individual y contra viento y marea, acertaban a aportar su granito de arena (o más de un capítulo decisivo) a la cultura contemporánea, paliaban denodadamente crecientes anacronismos y terminaban por subsanar con la obra lo que desde nuestra penuria bibliográfica parecía insubsanable (aun reiteradas, otra vez, las excepciones que aquí se han venido señalando). En la acción de todos ellos se cumple al menos el exponente de las culturas fronterizas, el designio no del autodidacta, sí del inventor, del creador, la manera de ser de los verdaderos protagonistas históricos, de quienes habiendo recibido poco o nada de la cultura oficial, entregan algo o mucho al acervo de la cultura viva.

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/08/1974

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