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DESMITIFICACIÓN Y ESTÉTICA DEL DESPERDICIO

Ambas voces (desmitificación y estética del desperdicio) vienen al comentario casi de mano de la sinonimia, en razón de su parentesco histórico y la reciprocidad de sus contenidos respectivos, y con el ánimo de someter a crítica, junto al elogio de muchos de los puntos de vista clarificados por los pioneros de estas nuevas corrientes, algunas de sus afirmaciones, o desmitificar (valga el retruécano) tal cual desmitificación teórica por ellos emprendida y alegremente llevada a la práctica por no pocos de sus émulos que se dicen novísimos. Saludable parece, apenas iniciado el curso, proponer un criterio de equilibrio y objetividad (no exento de amable escepticismo), una estratégica distancia que permita discernir entre realidad y mito o entre la pretenciosa novedad y la rutina presumible de lo que va a ofrecérsenos en el escaparate de las galerías o en el documento, gráfico o literario, de revistas más o menos especializadas.

Y si de desmitificaciones se trata, ¿no será oportuno, curándonos en salud, referirlas, antes que a otras cualesquiera, a aquellas actitudes que mayor empeño manifestaron en desmitificar valores, categorías y otros menesteres del arte? Diré, antes de nada, que la Estética del desperdicio cobra mayor interés en el plano teórico que en el de la obra, por salir con ello al paso de ciertos experimentos al uso y al abuso que, apoyados en el signo desmitificador y antiacadémico de dicha estética, terminan por instaurar nuevas academias y nuevos mitos. La Estética del desperdicio resume una inspiración característica de las sociedades industriales avanzadas, específicamente ligada a los movimientos reivindicatorios de la imagen popular una tentativa de elevar a rango estético el proceso, iniciado en el siglo XIX, de sofocar en la obra de arte el aura (término acuñado por Walter Benjamín) que tradicionalmente la había acompañado.

Se trata, en suma; de una reacción contra la perennidad, la belleza eterna... y categorías afines, que en una estética cual, por ejemplo, la del arte por el arte,. se hallaban indisolublemente asociadas a la noción de obra artística. De aquí que también se la haya llamado estética de la no permanencia y que, a tenor de tal nombre, Marcel Duchamp (uno de los abanderados de esta y tantas otras iniciativas de vanguardia) haya afirmado que una pintura (una obra de arte) posee «un olor o emanación» que persiste no más de veinte o treinta años, citando como ejemplo de obra muerta su creación más celebrada (El desnudo-balando la escalera). Es mil veces preferible, a juicio suyo, una obra muerta a otra envuelta para siempre en abstracciones: perder ese «olor o emanación», propios del ciclo temporal, supone para la obra pasar a ser pasto de abstracciones teóricas, en cuyo ámbito es, precisamente, donde se extinguen acciones y operancias.

El logro más granado, dando de lado ahora a los peregrinos cálculos de Duchamp, de la estética que nos ocupa es, sin duda, su insistencia en la temporalidad como valor más genuino y propio del arte. Realzar la condición efímera de la obra artística es convertir en esencia y fundamento el carácter de acontecimiento, no de objeto, que dicha obra posee, hacer ver cómo la obra de arte pertenece más al tiempo que al espacio. Esta concepción estética viene, pues, a poner en tela de juicio la tradicional inclusión de la pintura y la escultura en el concierto de las artes espaciales hasta el extremo, y de acuerdo con una agudísima observación de Harold Rosemberg, de hacérsenos cuestionable si la condición obviamente espacial de las artes plásticas las cualifica como tales o, más bien, como simples cosas (¿nos vale acaso de mucho este su carácter espacial a la hora de distinguirlas de los demás objetos?).



El a-con-te-ci-mi en-to



Pese a ser el espacio, el dato obvio e irrecusable de la pintura y la escultura, sólo nos sirve realmente para descubrir lo que ellas tienen de objeto, en tanto que su dimensión temporal podría tal vez aproximarnos más y mejor a su virtualidad específica. No debe olvidarse que la obra de arte no es, precisamente, el objeto situado ahí, sino, y ante todo, el acontecimiento que se teje entre la particular energía que ese objeto posee y las reacciones psíquicas que desata. La condición exclusiva de objeto que tradicionalmente se ha asignado a la obra ha sido una de las causas del divorcio entre la vida y el arte, en tanto que la decidida afirmación de su carácter provisorio podría fomentar su comunión recíproca (los zappenings, pinturas-espectáculo del Zen y otras afirmaciones colectivas de lo efímero, son claras formulaciones de un mismo problema).

El descubrimiento o el realce del aspecto temporal en la consideración de las artes plásticas constituye, según dije, el logro más granado de la Estética del desperdicio, aunque sean otros muchos los aspectos que la hacen muy coherente y nada arbitraria. Responde, en primer lugar, a la moderna revolución en el ámbito global de los materiales y a la concreta aparición de algunos, de acusado carácter efímero, cuyo reclamo ha llevado a los artistas a probar con ellos nuevas experiencias, más o menos basadas en el nuevo estadio de la tecnología. No es difícil, de otro lado, descubrir su parentesco con la revolución en el campo de la imagen, a favor, especialmente de los mass media; el acelerado proceso de sustitución de la imagen, exigida por la promoción de los nuevos productos, y la inevitable interdependencia entre la imagen publicitaria y la artística han dejado en el arte nuevo el' estigma de un análogo ritmo sustitutivo y claramente atentatorio contra la durabilidad de la obra.

Cabe, por último, citar como factor determinante el hecho más amplio de una nueva situación cultural, que Water Benjamin ha sabido interpretar con oportunidad y clarividencia en su célebre ensayo-La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. La reproducción de las obras de arte ha fomentado, junto a la negación de su carácter de insustitución y unicidad, un proceso de acercamiento, en perjuicio del aura -fenómeno de mayestática lejanía- y en favor de la estética que comentamos, no exenta de precedentes históricos. (Si hasta la Edad Media la obra de arte se vio asociada a la liturgia, en posesión de un valor de culto que propiciaba su unicidad y durabilidad -la imposibilidad de sustitución-, el proceso de. secularización, iniciado con el Renacimiento, ofrecía, todo lo remoto que se quiera, el precedente antedicho a una vanguardia que había de izar la bandera de lo sustituible y de lo efímero.

Tal es, a grandes rasgos, la nueva situación cultural a que antes hice alusión, propiciada y reforzada, según antes también indiqué, por los intereses de producción de las sociedades industriales avanzadas. Desprovista de todo valor de culto e integrada en las leyes del mercado, la obra de arte comenzará a adquirir estatuto de producto y, como tal, su desgaste ya no será sólo el fruto de las fluctuaciones de gustos y modas, sino que, ha de verse estimulado por la propia producción y por la exigencia de una promoción en cadena que exige dar paso a otro y otros productos (en este sentido, Simón Marchán ha hablado, y con evidente agudeza, de obsolescencia planificada). Víctima de su propia ambigüedad y llevando a últimas consecuencias el proceso desacralizador, la Estética del desperdicio tratará de vencer, obcecada, el último baluarte de durabilidad que la obra mantenía su propia durabilidad física, su resistencia al embate del tiempo.



Como un vaso de plástico

¿Cumplirá a la obra de arte la misma situación que al vaso de plástico, una vez apurada la Coca-Cola? La respuesta afirmativa (y los más exaltados del grupo la dan) incluye su propia contradicción. ¿Por qué ha de implicar la desacralización de la obra su conversión inexorable en producto sumiso a la ley del mercado? La Estética del desperdicio proclama, por principio, el desgaste de la obra como proceso propio de ella, ajeno e incluso hostil a los-procesos meramente productivos—. Si ahora acepta su reducción a simple producto hace que la obra se subordine, sin más, a los intereses de la producción, inerme frente a ellos, sin opción alguna para oponerles una crítica. La traslación del proceso interno, propio del arte, al del consumo en general, basado en la sustitución encadenada, llevaría a la obra de arte a la peregrina situación de ser un producto más y no querer serlo, de negar su condición de objeto y terminar por aceptarla.

La primacía de la dimensión temporal y el realce del acontecimiento que alberga la obra artística, frente a su tradicional acepción como objeto en el espacio (la obra de arte -repetiré- no es el objeto situado ahí, sino, y ante todo, el acontecimiento que se teje entre la particular energía que ese objeto posee y las reacciones que desata), son, sin duda alguna, los dos grandes descubrimiento de la Estética del desperdicio y, a tenor de ellos, debe urdirse toda desmitificación y toda crítica. El acercamiento de la obra y la consiguiente mengua del aura en modo alguno suponen su conversión en simple producto, como tampoco la pérdida del valor de culto debe en modo alguno acarrear la extinción definitiva (¿por decreto?) de aquel olor o emanación en que se funda su cualidad más genuina. Exentos ya de. su antiguo valor de culto, ¿puede decirse que los murales de Giotto sean ya incapaces de provocar el acontecimiento artístico?

Si tal acontecimiento es esencialmente cualitativo, ¿quién sentenciaría. acerca de la agonía o la muerte de la obra y quién había de decretar que sigue en pie su específica operancia? ¿En virtud de qué ley el efluvio no puede exceder el límite de los treinta años? ¿Acaso no los ha excedido el Desnudo bajando la escalera, y pese a los pesares de su hacedor? La obra que para uno es pasto de abstracciones bien pudiera para otro reclamar al vivo su experiencia, aparte de que su vida no tiene por qué darse en una sola dirección (el Greco fue muy distinto para la mentalidad de su siglo que para la del nuestro). Aun cuando la significación intencional que el artista imprimió en su obra o la que ella tuvo en el marco cultural de su floración hayan caducado y parezca dogmática y abstracta su imposición a otros contextos y a otros receptores, ¿quién puede impedir que éstos descubran en ella otros significados y otras resonancias?



El vicio de la academia

Resonancias y significaciones son éstas que, lejos de obedecer a simple deseo, ideología o arbitrio, pueden comprobarse a lo largo de la historia del arte. Ella nos enseña que en la obra de arte resplandece una suerte de polisemia temporal, característica común, por otro lado, a todos los fenómenos estrictamente culturales. Nos sería dado decretar la muerte de la obra en el caso de ser invariable el ángulo de su recepción. No siendo así o resultando muy obediente a mutación la angulación histórica del acontecimiento artístico, bien puede afirmarse que el agotamiento, en un ciclo cultural dado, de la significación de la obra no supone su extinción definitiva. La significación plural, en suma, que la obra posee y el hecho de que ella se vaya desgranando a lo largo del tiempo hacen harto dogmática una estética que, al señalar la muerte de una de sus significaciones, decreta la de la obra misma.

He procurado destacar al máximo, dentro de los exiguos límites de este comentario, los distintos frentes a que apunta la Estética del desperdicio y los campos diversos en que unos y otros de sus impulsores han querido asentarla, para ofrecer el recuento de sus muchos y certeros vislumbres y de sus excesos más notorios. De entre aquellos, dignas son, una vez más, de subrayarse la perspicacia y hondura de su pensamiento, y de entre éstos, él' carácter empírico e inmediato que muchos de sus émulos novísimos quieren deducir, merced a ciertos experimentos al uso y al abuso que, tomando pie del signo desmitificador y antiacadémico de la concepción que comentamos, terminan por instaurar, a través de una pragmática impenitente, nuevas academias y nuevos mitos. Reducir todo un pensamiento global al ritual estereotipado de un montón de despojos en la vía pública es convertir la Estética del desperdicio en la Estética del zancajo.

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/10/1974

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