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GIACOMETTI:ESCULTURAS PARA MUERTOS

ARTE



El empeño en clasificar lo inclasificable, o incluir en apriorísticas categorías lingüístico-conceptuales, lo que fuera fruto exclusivo de una estricta experiencia personal, aboca, en el ejemplo de Giacometti al paradigma de lo forzado, retorcido, recalcitrante y, a la postre, insatisfactorio. Se han probado mil calzadores para encajar, como fuere, la ejecutoria de este suizo, enigmático y libérrimo, en el orden y discurso del arte contemporáneo, y, tras interminables pruebas todo ha parado en el abrirse y cerrarse de estas tres preguntas:

¿Surrealista? ¿Existencialista? ¿Maldito?

Tres amantes

Si bien se mira el caso y se presta alguna atención a la traza de tales interrogantes, se viene a retornar, por toda conclusión, a la premisa inicial, al punto de partida: la imposibilidad de acorralar una vida que su propio protagonista imbuyó de sola (buena o mala) ventura y la vana pretensión de clasificar un arte nacido a instancias de la vida misma, refractario, por ello, a cualquiera de las llaves del conceptualismo instituido y del lenguaje heredado. El esforzado empeño clasificatorio termina por mostrarnos, a tenor de su triple proposición, su propia y rendida impotencia.

¿En que apartado (o apéndice, o epilogo, o nota marginal, o pie de página) puede enmarcarse la vida de un hombre a quien se asigna —a falta, sin duda, de otros— aquellos tres índices que harían del todo equivocas, y quizá ejemplarmente, unas y otras fichas y nomenclaturas? ¿De qué pasta no estará hecho aquel de quien se dice que es. al mismo tiempo, surrealista, existenstialista y maldito? Tal y no otro es el caso de Giacometti, valiendo de toda o mejor prueba los esfuerzos denodados con que tiran de su vida y hacia sus feudos respectivos Bretón, teórico mayor del surrealismo; Sartre, existencialista hasta la última, y Genet, de profesión, “sus maldiciones”.

Insomnio “sine die”

No cejó Bretón en catequizar obstinadamente a este suizo desarraigado y descreído, y como no lograse su explícita adscripción a la capilla, el mismo se encargó de hacer surrealista una escultura que Giacometti había dejado simplemente inconclusa: El objeto invisible. Ocurría ello en 1934. Decapitada y en actitud de sostener algo no a la vista (de ahí su título). procuró la tal figura femenina no pocos desvelos a Andre Bretón, empeñado en acogerla, de llegar a concluirse, bajo los auspicios de su credo. Hasta que un día, habiendo hallado en el parisiense Mercado de las Pulgas una más cara de gas, el propio Bretón la incorporó, como cabeza, a la escultura de Giacometti, y la incluyó luego en la fe bautismal del surrealismo.

¿Otras obras suyas dignas de pasar por estrictamente surrealistas? Las más afines a los postulados de la escuela datan de esa misma década de los 30 y no dejan, al margen de su más o menos fidedigna adscripción, de ser significativas. De hecho, se trata de una sola. El palacio de las cuatro de la mañana, cuyo complemento argumental vienen a constituirlo El pájaro esquelético y La columna vertebral. Toda una trilogía que, aporte de entrañar su posible y equitativa correspondencia a los tres frentes que se disputan a Giacometti, esclarece mucho de su vida y no poco de su oficio.

El palacio de las cuatro de la mañana alude, sin ambages, a la vida intima del escultor, el ámbito de sus sueños en perpetua vigilia, y a la hora misma en que el tuvo por buena costumbre retirarse a trabajar. Porque es lo cierto que nuestro artista, tras haber exprimido vitalmente las horas del día y de la noche, se recluía (a las cuatro de la mañana, comúnmente) en su estudio (el palacio de sus sueños) y allí se entregaba a procurar corporeidad y nombre a todas las fantasmagóricas orientaciones con que la vida incita y vuelve a incitar el deseo de los más despiertos (mientras los otros duermen), de los que aceptan, gustosos, la pena de daño de un insomnio sine die.

No son, en última instancia, surrealistas las criaturas de Giacometti; el surrealista es él, en perpetua duermevela, haciendo converger la noche y el alba en las cuatro paredes de su palacio a las cuatro de la mañana, dado a conciliar en la vigilia las leyes que rigen el sueño y a maridar estratégicamente, y con la puntualidad de una cita (nunca se supo si Giacometti durmió alguna vez) la lucidez de la conciencia y lo insondable del deseo. Se nace surrealista como se nace suizo, o noctámbulo, o paseante empedernido, o fidelísimo traductor de la vida (cosas, y otras más, que en la circunstancia de Giacometti vinieron a coincidir, sin que el se lo propusiera a través de su obra).

Pájaros y esqueletos

Poco, en efecto, o nada tiene que ver las obras de Giacometti con las exigencias plásticas (con el canon académico) del surrealismo oficial. Cada una de sus esculturas no parece sino semblanza real de cada uno de los transeúntes cotidianos, reducidos, eso si, a la quintaesencia de su nadeidad, al esqueleto de su propia e indescifrable identificación por plazas y avenidas. Como impelidos por el vértigo de una ascensión hacia ¡o otra. estos personajes de Giacometti. hermanos suyos (mas por contagio que por sangre), fluctúan como pájaros p esqueletos de pájaros, cuajados de atemporalidad. o como puras, mondas y lirondas columnas vertebrales que nada sustentan si no es la densidad expansiva de su propio vacio.

Si las tres esculturas, presuntamente surrealististas .de Giacometti, la primera, y ya comentada, es puro asunto biográfico, vine el nombre con que el bautizó, las otras dos a ejemplificar, sin retórica ajena, la cualidad de sus propios oficio!: ese mas hurlar que poner el barro de la apariencia humana, hasta dejarla en cueros y en huesos, fósiles esqueletos de pájaros y carcomidas columnas vertebrales, a expensas de su sola oquedad, de su enigmático vaivén en la palma del aire. No es síntoma, acaso, que a los dos episodios o complementos de su Palacio de las cuatro de la mañana diera Giacometti en titularlos El pajaro esquelético y La columna vertebral?

Nacer existencialista o maldito

También se nace existencialisla como suizo, o larguirucho, o estremecido por el enigma de las cosas que están ahí y por la propia estantía del hombre que mora entre ellas. Todo el espléndido trabajo que Jean-Paul Sartre dedicó a la obra de Giacometti encarna un tenaz empeño por sorprender en lo cotidiano de sus personajes la autenticidad del no-ser que los embarga: "Una exposición de Giacometti es como un pueblo. Esculpe unos hombres que se cruzan por una plaza sin verse; están solos sin remedio y, no obstante, están junios (...). Los puentes están rotos entre los hombres, entre las cosas; el vacío se hace presente aquí y allí: cada criatura oculta su propio vacío...”.Las esculturas, sin embargo, son las mismas que a Bretón y sus secuaces les parecieron cifra ejemplar del surrealismo y habrán de parecer a Genet objeto de una maldición o de una inapelable sentencia de muerte. Giacometti también es el mismo, el que va y viene por la vida, hacia los muros de su palacio (las sórdidas paredes de su estudio), el que ve y no deja de ver en el suceso diario (¡esos tipos que cruzan, tan seguros de si. las calles!) el mas alarmante de los acontecimientos. ¿Tiene acaso él la culpa del teorizar de otros? ¿Es culpable de no estar seguro de nada, o de haber visto, semana tras semana, que las patas de una silla no tocaban el suelo'

¿Quién es ese personaje flaco, alargado y fugaz como una sombra que vaga de puntillas? "Soy yo —responderá Giacometti al curioso impertinente—, andando rápidamente por una calle envuelta por la lluvia". Atemorizados, condenados, malditos, los personajes de Giacometti se diferencian de los demás (de los que cruzan la caite lluviosa tan a la buena o a la brava) en que son conscientes de su condena, muerte y maldición. "Estoy solo —parece decir cada escultura, de labios de Genet—:estoy, pues, cogido en una necesidad contra la cual nadie puede hacer nada. (...) Siendo lo que soy, y sin reserva, mi soledad conoce la vuestra".

Se nace. en fin, maldito como se nace helvético, o inquilino de buhardilla, o convicto de una sentencia inapelable. Se diferencia Giacometti de muchos o de todos los artistas de su tiempo por su tajante negativa a aceptar el dogma de escuelas, tendencias, manifiestos e ismos. Se instaló muy en la vida y, por verla muy de cerca y muy a su ritmo, renunció incluso al sueño o dio en confundirlo con la vigilia, en pro de una visión más plena, capaz de conciliar lo de arriba y lo de abajo. Recogió, como pocos, el espíritu de su tiempo, sin que quisiera ilustrar las teorías de unos ni aleccionar las artes de otros. "Giacometti —resume certeramente Jean Genet— no trabaja ni para sus contemporáneos ni para futuras generaciones. Los muertos, por fin, reciben las esculturas que esperaban”.

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 11/11/1976

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